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Independencia del Juez, responsabilidad y democracia

El principio basilar sobre el que se funda el sistema jurisdiccional, que orienta toda la disciplina de la magistratura y es uno de los fundamentales de todo el ordenamiento constitucional, es el de independencia y su correlato, la responsabilidad.

Es necesario recordar que con la instauración del Estado constitucional cambia la posición de la ley y con ella el papel y la función del juez.

La Constitución rígida hace caer la primacía de la ley como mandato absoluto. La Constitución pone al legislador ordinario vínculos y límites, constituidos sobre todo por los derechos humanos, fundamentales e inviolables, y por las reglas de procedimiento para la validez de la ley, además de los principios y los valores que son criterios de interpretación de las numerosísimas leyes cada vez más numerosas y contradictorias. La Constitución fijó como gran tarea para los Magistrados la primacía de los derechos humanos, afirmada por la Constitución democrática, que puso límites y vínculos al poder de la mayoría política en garantía de los derechos de los individuos y de las minorías; por el otro, vacilaban a la hora de extender el control de legalidad más allá del umbral del poder político, que por ello se sentía inmune del control de los jueces y desvinculado de hecho de los límites de la ley. Creó un polo contra mayoritario.

De la salvaguardia de los derechos fundamentales y de las reglas, sustraídos a la disponibilidad de la democracia política, cuidan las instituciones de garantía y control, de las que algunas son extrañas al circuito de la responsabilidad política. Entre estas instituciones de garantía, en los ordenamientos de Constitución rígida, adquiere un relieve esencial el poder judicial independiente, con la función de garantizar los derechos.

El sentido profundo del principio de sujeción a la ley constitucionalmente válida significa que el juez no está sujeto a ningún otro poder, ni siquiera al legislador.

Tal principio garantiza sobre todo la independencia externa, es decir, la independencia de todo poder externo, a comenzar por el poder ejecutivo, que hasta la entrada en vigor de la Constitución controlaba y condicionaba a la magistratura de diferentes maneras.

El primer poder de influencia y de condicionamiento que la Constitución ha querido eliminar es el del Ejecutivo, es decir, del Ministro de justicia, cuyos poderes más relevantes han sido atribuidos a un nuevo organismo, el Consejo General del poder Judicial.

El judicial es un poder acéfalo y difuso, en el que cada juez, en el ámbito de sus atribuciones, superiorem non recognoscens, de manera que no hay espacio para una estructura ordenada jerárquicamente.

Por eso, debe garantizarse al juez también la independencia dentro de la estructura judicial (independencia interna). Se trata de un aspecto tan esencial como el de la independencia externa: es más, se puede afirmar que el valor de la independencia de la magistratura se mide por la efectiva y concreta independencia de cada juez en particular respecto a cualquier centro de poder, externo o interno a la magistratura. A tal fin, para afirmar con nitidez el rechazo del sistema jerárquico heredado del modelo napoleónico, el art. 107,3.º de la Constitución establece la igual dignidad de todas las funciones judiciales, o sea, la equiparación de los magistrados en todo lo que concierne al ejercicio de las funciones jurisdiccionales.

Este principio fue determinante para la separación entre órgano de vértice de la jurisdicción (Tribunal Supremo, Corte Suprema de Casación), competente para decir la última palabra en las controversias judiciales, civiles y penales, y órgano de vértice de la administración de la jurisdicción (Consejo Superior de la Magistratura, CGPJ), al que se ha confiado el gobierno de la misma (reclutamiento de los magistrados y nombramiento de los presidentes, formación y selección profesional, carrera, jurisdicción disciplinaria, etc.). La identidad entre vértice del poder jurisdiccional y vértice del poder administrativo judicial, ínsita en los sistemas de cooptación, en los que las Cortes Supremas nombran a los jueces llamados “inferiores”, además de determinar una enorme concentración de poder, parece idónea para garantizar la independencia externa del poder judicial y de la propia Corte suprema, cuando sus componentes no son de designación política, pero no asegura la independencia del juez individual, que para cada ciudadano cuenta tanto como la independencia de los jueces de la Corte Suprema.

En efecto, la independencia no es un privilegio del magistrado, sino una garantía funcional a la tutela y a la realización de los derechos de los ciudadanos: para la efectividad de los derechos es esencial la independencia del juez de todo poder, externo o interno, legal o de hecho, público o privado, político o económico, oligárquico o de mayoría.

La independencia de los jueces, es una de las herramientas necesarias para el afianzamiento de un sistema democrático.

Desde luego hay otras herramientas que sirven a igual propósito. Es una condición necesaria porque un Poder Judicial carente de independencia no posibilita construir una democracia sólida y seria.

Por independencia de los jueces entiendo tanto la condición en que éstos se encuentran cuando pueden repeler o rechazar cualquier intromisión o presión externa de los otros poderes del Estado con relación a que las causas judiciales sean resueltas (o no resueltas) en un determinado sentido (independencia externa); como el sustraer la actividad jurisdiccional al control panóptico, formal e informal, de la jerarquía judicial, longa manu del poder político (independencia interna).

La presión o la intromisión, en general, es encubierta, aunque existen ocasiones en que se plantea de modo franco y abierto, y comprende tanto la que se ejerce desde los otros poderes del Estado, como la que se ejerce desde grupos de presión, factores de poder económico, etcétera.

Tendemos a afirmar la independencia porque pensamos que en un Estado democrático los jueces deben hallar motivos y razones para resolver las causas sometidas a su conocimiento dentro del sistema de reglas, no fuera de él. Vemos en ello una garantía de la voluntad popular que elige sus representantes y a través de ellos debate las leyes, en la expectativa de que estas (y no otros criterios) sirvan como pauta para resolver causas judiciales.

Cuando las presiones funcionan y dan resultado, los jueces resuelven causas por motivos o razones que se hallan fuera del sistema de reglas preestablecido, aun cuando procuren disimular la situación con fundamentos encubiertos y aparentes. Una justicia no independiente defrauda regularmente a la voluntad del pueblo.

No se trata de que un juez independiente deba hacer algo determinado, sino que esté en condiciones de no hacer algo determinado, a saber, incluir en la deliberación mental que precede a sus decisiones consideraciones o motivos extraños al sistema jurídico.

Para lograr esta condición de independencia los sistemas jurídicos construyen distintas herramientas, garantías de la independencia judicial, que consisten en protecciones legales; por ejemplo, los jueces suelen ser inamovibles (sean vitalicios o con mandato a término), garantía mediante la cual se protege la posibilidad de su cambio por razones políticas; la garantía de una remuneración intangible aleja la posibilidad de presiones o necesidades económicas; otras, son relativas al modo y forma de nombramiento, esto es, al ingreso en la función por mecanismos que resulten desvinculados de los otros poderes del Estado, como un modo de evitar que se deban favores por el nombramiento, para evitar que se deban favores políticos; otras, son relativas al modo de decidir el cese en las funciones, etc…

Llamaré a la anterior, a falta de otra denominación, la independencia externa o negativa de los jueces. En términos generales se trata de la potestad de rechazar las presiones y sugerencias que procuran sustituir las reglas preestablecidas por pautas extralegales que sirven a razones de interés o conveniencia política de ciertos individuos o grupos sociales. En términos estrictos se trata del deber de los jueces de decidir de conformidad a razones y motivos del sistema de reglas preestablecido.

Con la expresión independencia externa o negativa se procura mostrar la autonomía de decisión de los jueces pertenecientes a un determinado servicio de justicia. Creo que en el caso de la autonomía o independencia negativa, estamos hablando de una cualidad que pueden exhibir en distinto grado una buena parte de los sistemas judiciales contemporáneos. Y si pensamos en la autonomía como ideal a alcanzar, al menos en Occidente, se trata hoy de un valor universal.

Repaso Histórico: del Estado Liberal al Constitucional

La relación entre la jurisdicción-juez y democracia, ha sido, es y está destinada a ser siempre inevitablemente conflictiva.

El Estado de derecho liberal se cualifica por la omnipotencia política de la mayoría y por la primacía de la ley, como omnipotencia del legislador. De ahí, de una parte, la radical autonomía de la política y, de otra, la precariedad de la garantía jurídica. Esta precariedad fue consecuencia de la ausencia de un mandato constitucional realmente vinculante para el legislativo. Y en el plano institucional, la inexistencia de un momento judicial verdadero y propio, es decir, dotado de la independencia política precisa para hacerle funcional a la efectividad del principio de legalidad.

Es bien sabido que la institución judicial en ese modelo, en los países de la Europa continental, encarna fielmente la herencia napoleónica, bajo la forma de una administración de justicia integrada en el ejecutivo. Con el resultado de un juez políticamente dependiente y subalterno.

En el Estado liberal de derecho, y no sólo cuando este es expresión de un contexto sociopolítico monoclase en el sentido de G. Zagrebelski para referirse a las sociedades liberales del siglo XIX y primera parte del XX, en las que las fuerzas antagonistas, en lo esencial, aparecían neutralizadas y no encontraban expresión en la ley, en las que el proletariado y sus movimientos políticos eran mantenidos alejados del Estado mediante la limitación del derecho de voto, sino prácticamente a lo largo de todo su desarrollo, la administración de justicia es apenas una mera articulación burocrática, político-culturalmente compacta, entre las clases integrantes del aparato estatal, así la justicia, en ese modelo estatal de referencia, ha resultado ser un mundo especialmente integrado y compacto, un cuerpo separado, con fuerte tendencia a la endogamia, culturalmente cerrado y muy poco sensible a las transformaciones del entorno social. A este contribuyó de manera decisiva, como se sabe, el modelo napoleónico de organización judicial, que, a partir de un proceso de selección inicial muy condicionado políticamente, organiza a los jueces en un entramado vertical, férreamente jerarquizado, con efecto de una práctica anulación de la capacidad de independencia en la aplicación del derecho y la resolución de las causas. Hay que recordar que la iniciativa de Napoleón Bonaparte, para quien “le plus grand moyen d’un gouvernement, c’est la justice”, se debe el modelo de organización judicial vigente en los distintos países de la Europa continental y su área de influencia a partir de las primeras décadas del siglo XIX. De él formarán parte esencial la articulación de los jueces en carrera, férreamente gobernada desde el vértice (el Tribunal de Casación o la Corte Suprema) que junto a las funciones jurisdiccionales de última instancia asumirá las de control, es decir, de promoción y disciplina, esto es, de administración de las expectativas profesionales de los funcionarios judiciales, en un régimen de altísima discrecionalidad, bajo la autoridad soberana, absoluta, del ministerio de justicia.

El modelo de carrera fue ya contestado en los primeros momentos de su instauración. Frente a él, el propio Flandin (en un discurso de 10 de febrero de 1894) reinvindicó un procedimiento en el que el avancement no dependiera de la faveur, para que la carrera pudiera salir de la sombra de los corredores ministeriales y su desarrollo se hiciera transparente. Tales sensatas reclamaciones no tuvieron ningún éxito y, como es sabido, el esquema napoleónico gozó de una enorme difusión, al extremo de que aún permanece, prácticamente intocado, en muchos países, o en algunos de sus mecanismos organizativos centrales en otros que han introducido cambios en el sistema de gobierno judicial, conservando, sin embargo, la carrera y la más alta discrecionalidad en la política de nombramientos.

En semejante marco, la democracia, los valores que encarna e implica, resultan esencialmente ajenos a la judicatura, tanto en el plano orgánico como en el cultural, y por otro lado, la institución presta el servicio político de limitar, cuando no criminalizar generosamente, una amplia gama de conductas que, en contextos democráticos normalizados, constituyen, precisamente, un ejercicio de derechos básicos universalmente reconocidos a los ciudadanos. Pues es bien sabido que, históricamente, el desarrollo y afianzamiento de aquellos derechos fundamentales, en el aludido marco estatal, tuvo que producirse en oposición a criterios jurisprudenciales siempre significativamente limitativos en la materia.

En España, en los primeros momentos de la transición, vigente en su total plenitud el sistema napoleónico de organización judicial, las instrucciones al juez estaban preconstituidas, por implícitas en su bagaje cultural y permanentemente reiteradas, de la manera más eficaz, en el férreo complejo organizativo. Con esto hago alusión al tipo de jurista ya prefigurado en la formación universitaria impartida en las facultades de derecho. Esta era y sigue siéndolo, tanto que no puede decirse rotundamente superada, la propia del positivismo dogmático, del formalismo en la concepción del intérprete como descubridor del único sentido depositado en la ley por el legislador, del juez como operador técnico, políticamente neutro. Sobre tal presupuesto, la formación del aspirante a juez, ya se sabe, corre a cargo del preparador, magistrado experimentado, transmisor de las rutinas y la ideología del rol. Como herramienta de trabajo para tal fin, las contestaciones: prontuarios de conocimiento jurídico desproblematizado, catequísticamente impartido para ser asimilado con fines de exposición y, sobre todo, de futura aplicación mecánica. Un proceso formativo de ese perfil ha demostrado ser extraordinariamente funcional a la producción seriada de un antimodelo de juez. De ese juez al que, en el decir de Casamayor, no habría necesidad de “comprar”, porque ya había sido “fabricado” en una cierta clave. Un juez, en fin, preso dentro de los límites de su formación paleopositivista y cerrada. Desde luego, nada de esto estaba reñido con el hecho de que en una magistratura así reclutada pudieran existir profesionales capaces de sustraerse en alguna medida significativa a los condicionamientos del modelo; y, en cualquier caso, profesionales subjetivamente honestos y autores de un trabajo profesional estimable. Obviamente no es esa la cuestión. El análisis se sitúa en un plano estructural, cuya cabal comprensión exige la necesaria referencia al papel que en el contexto orgánico tomado en consideración tiene asignado, además, el uso del control jerárquico y de la disciplina.

Pues bien, no creo que pueda interpretarse como un dato casual el hecho de que los jueces de las magistraturas de este diseño, cuando el Estado liberal al que servían se precipitó por la pendiente de la involución autoritaria, le siguieran dócilmente, en sus políticas liberticidas. Y que, en el contexto de éstas, pudieran verse a sí mismos como neutros operadores del sistema jurídico. Y no es casual que los regímenes correspondientes no hubieran tenido que modificar una linea de sus respectivos ordenamientos judiciales, para valerse de ellos y de los jueces en las nuevas situaciones. En fin, tampoco pertenece al reino de lo aleatorio el dato, igualmente comprobado, de que esos mismos jueces, con complicidad ideológica y la consistente homogeneidad de la burocracia judicial así constituida, y dotados de una estabilidad e impermeabilidad a los cambios de signo progresivo que, en momentos de crecimiento democrático, encontraron, en cambio, problemas de supuesta ilegitimidad en las constituciones que en distintos países pasaron a presidir los nuevos ordenamientos democráticos al fin de las experiencias dictatoriales. Constituciones caracterizadas por exigentes planteamientos en materia de derechos fundamentales y un nuevo sentido del papel del juez, con el consistente fortalecimiento de su independencia.

Lo expuesto sirve para identificar dos ámbitos en los que, debe abordarse el tema, realmente sugestivo, de la relación entre jueces y sistema democratico. Esto es, el que tiene que ver con la colocación institucional de aquellos y su relación con los órganos de la democracia política en el marco estatal; y el relativo al papel que el principio democrático juega o debería jugar en la propia organización de la magistratura y en la cultura del juez.

El Juez en El Estado Constitucional

En el Estado de Derecho liberal o legislativo de derecho, la ausencia de una constitución normativa más allá del plano orgánico, y la organización de la dependencia del juez en los términos aludidos, limita la función de este al tratamiento de la micro-conflictualidad (civil y penal) propia de las relaciones entre particulares. En el Estado constitucional de derecho se produce, como es bien sabido y consta por experiencia reciente, un significativo reforzamiento de la presencia de aquel como poder judicial, en el sentido de jurisdicción, esto es, de aplicación del derecho erga omnes, incluidas las instancias de poder, y en condiciones de independencia. En efecto, en los modelos constitucionales de la segunda posguerra cabe registrar una consistente expansión del papel del derecho con la consiguiente ampliación, también, del papel de la jurisdicción. El modelo constitucional resultante incorpora algunas novedades de gran calado, que se proyectan de manera inmediata en el ámbito de la jurisdicción. El legislador queda sometido a la Constitución. La política tiene límites en el derecho. Todos los poderes están sujetos a la ley. Los derechos fundamentales resultan eficazmente positivizados y reforzados en su garantía. Se fortalece, en fin, el papel de la jurisdicción por la doble vía de la dotación de un nuevo régimen estatutario y de gobierno, y a través de la directa implicación del juez en el mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes. De donde se deriva un nuevo modo de relación del juez-intérprete con la ley.

La razón de este paso es bien conocida: la experiencia de los fascismos y el de la Republica de Weimar puso claramente de manifiesto que el mero juego de la democracia representativa y el consenso popular no garantizan por sí solos la calidad de la democracia y la bondad de los resultados de la política. El Estado liberal de derecho demostró su incapacidad para hacer efectiva la garantía jurídica, y que, en consecuencia, se trataría de reforzarlo en el plano normativo y dotándolo de los necesarios soportes institucionales.

Se debe a Ferrajoli la formulación que mejor ilustra este proceso de transformación, un verdadero cambio de paradigma de la política y del derecho; producido, esencialmente, a través de la consagración de los derechos fundamentales como “dimensión sustancial de la democracia”, también esfera de lo indecidible, que en las constituciones rígidas están llamados a operar de manera efectiva en la forma de un sistema de límites y vínculos a la acción de los poderes públicos. De todos ellos, incluido, el legislativo. Los derechos fundamentales reciben por esta vía el tratamiento jurídico que corresponde a su calidad de fundamento funcional de la democracia.

Semejante transformación no podía dejar de repercutir decisivamente en la posición del juez en sus relaciones con la política y con el derecho.

1.De una parte, al hacer posible su acceso a un estándar de independencia antes impensable, que, en algunos casos, el italiano es emblemático, se materializa en la puesta a punto de una nueva institución de garantía de ese valor el Consiglio Superiore della Magistratura.

Es cierto que la idea de un gobierno de los jueces alternativo al ejercido por el ministro de Justicia en el ámbito del ejecutivo, tiene ilustres precedentes teóricos, en el caso de Italia, y que responde a un doble propósito: asegurar la independencia judicial y evitar el cierre corporativo de la magistratura sobre sí misma. Ahora bien, en el ámbito legislativo, el órgano de ese tipo lo crea la ley de 30 de agosto de 1883, en el marco de la III República francesa y dentro de lo que fue calificado de “revolución judicial”. Aunque en realidad, el Conseil Superieur de la Magistrature finalmente instituido fue sólo una forma de llamar al Tribunal de Casación, reunido en pleno para ejercer funciones disciplinarias. La Constitución francesa de 1946 prevé un Consejo, cuyas competencias con respecto al precedente son sensiblemente reforzadas y que incluye una relevante novedad: el carácter electivo de algunos de sus componentes magistrados. Dentro de Italia, una ley de 1907 había instituido un Consejo Superior de la Magistratura, pero concebido como órgano meramente consultivo, en el que estaba presente sólo la alta magistratura, representada a través de algunos de sus miembros (seis) elegidos de entre y por los integrantes de las cinco Cortes de Casación a la sazón existentes en el país y por 9 magistrados con categoría de presidentes de Apelación, de designación ministerial y nombramiento real. Por ley de 1941 se prevé un Consiglio superiore della magistratura presso il ministero de grazia e giustizia. El propio ministro en la exposición de motivos dirigida al Rey se encargaría de aclarar su “rechazo al llamado autogobierno de la magistratura, incompatible con el concepto del Estado fascista”. Todavía mediará, antes de llegar a la nueva Constitución, otra nueva intervención legislativa, de 1946, que, manteniendo el carácter consultivo del Consejo, ampliará sus competencias, introduciendo un mecanismo electivo de segundo grado para el reclutamiento de sus componentes, todos magistrados. Durante el debate constituyente italiano se producirá el vivo enfrentamiento de las diversas posiciones ahora ya bien conocidas en la materia. Las Asociación Nacional de Magistrados pugnará por la independencia del ejecutivo, y por una organización vertical y de gobierno de los jueces por la cúspide judicial. Frente a ella, el recelo ante una eventual forma de autogobierno, es decir de gobierno corporativo, incluso desde la conciencia de la necesidad de evitar la reproducción del precedente sistema de gobierno ministerial. El resultado final, fruto de un complejísimo debate, ya se conoce: un Consejo al que se atribuye el total de las competencias relativas al gobierno del estatuto judicial. Órgano de composición mixta y caracterizado por el origen electivo de sus componentes magistrados. La previsión constitucional es de predominio numérico de éstos, según la ratio de dos tercios/un tercio, precisamente por ser judicial la independencia que se trataba de garantizar. El contexto constitucional en lo relativo al estatuto del juez se caracterizó por la inclusión de dos preceptos bien significativos: “los jueces están sujetos solamente a la ley” (art. 101); y “se distinguen entre sí solamente por la diversidad de funciones” (art. 107).

Como es de apreciar, el diseño de la institución respondía al propósito de asegurar la tutela de la independencia judicial, evitando al mismo tiempo tanto el riesgo de cierre corporativo a que tendría que llevar una composición exclusivamente judicial, como el heterogobierno político en que podría derivar la alternativa opuesta. El primer efecto de la entrada en vigor de la nueva institución fue extraer las funciones de gobierno del ámbito de la judicatura, de manera que la alta magistratura tuvo a partir de ese momento un cometido exclusivamente jurisdiccional.

La Constitución española de 1978 introdujo el modelo de Consejo en su versión italiana original, como alternativa al sistema de gobierno desde el ejecutivo. Sin embargo, el diseño constitucional no fue suficientemente respetado en su primer desarrollo legislativo por la mayoría de centro-derecha, lo que provocó una reacción drástica por parte de la mayoría socialista tras su victoria electoral, consistente en disponer la elección parlamentaria de todos los miembros del Consejo, incluidos, por tanto, los judiciales.

El equilibrio político que presidió la plasmación del diseño constitucional de la nueva institución, no tuvo prolongación, ya en el primer desarrollo legislativo, debido a la Ley orgánica 1/1980. Esta dio al Consejo un tratamiento estimable en materia de competencias, sobre todo si se mira a la luz de hoy, pero no así en la integración de su componente judicial, pues primó la representación jerárquica (en proporción inversa a su significación porcentual en la magistratura); estableció de un límite mínimo del 15% del escalafón para el uso del derecho a constituir asociaciones profesionales de jueces; y adoptó un sistema de sufragio mayoritario corregido. El propósito exteriorizado en este tratamiento no podía ser otro que asegurar la plasmación del Consejo en su primer mandato conforme al statu quo judicial heredado, asegurando la presencia en él de la oligarquía judicial del momento y excluyendo, a la vez, del mismo al sector minoritario. Así, el órgano de gobierno, en su sector judicial, quedó integrado de manera exclusiva a expensas de la Asociación Profesional de la Magistratura, mientras que la componente no judicial contó con una abrumadora presencia de la mayoría política a la sazón gobernante. El resultado fue un Consejo políticamente instrumental y cargada de coyunturalismo, que difícilmente podría dejar de suscitar, como en efecto sucedió, una reacción de similares características, pero de signo contrario y de intensidad reforzada por parte de la mayoría socialista, tras la abrumadora victoria electoral de 1982.

Esa reacción fue a concretarse en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, que trajo como consecuencia una drástica reducción de las competencias del órgano y la reforma no menos drástica del sistema de elección de sus componentes. Y, merced a la anticipación de la edad de jubilación y a la política de nombramientos que hizo posible la configuración política del Consejo que inició su mandato en 1985, como efecto, el comienzo de un importante recambio a corto y medio plazo de la jerarquía judicial y del Tribunal Supremo.

En cuanto al carácter de esta reforma queda bien reflejado en la manera como la ha calificado Díez Picazo, cuando la describe como operación de “represalia política”; y acerca de su constitucionalidad o inconstitucionalidad, tiene la mejor respuesta en la propia sentencia del Tribunal Constitucional que resolvió el recurso de inconstitucionalidad suscitado al respecto: cabía, sí, una lectura constitucional del nuevo texto, pero, a juicio del TC, era mejor y más funcional a la garantía de independencia de la jurisdicción, el modelo sustituido. Reforma marcadamente instrumental, por tanto, y de una constitucionalidad débil.

El modelo de la LOPJ de 1985 tuvo por finalidad, según expresó la mayoría gobernante, una jacobina reconducción del gobierno de la magistratura al álveo de la soberanía popular, para dar satisfacción a una supuesta exigencia de democratización, ciertamente ajena al planteamiento del texto constitucional y al diseño del Estado constitucional presente en el mismo. Lo realmente acontecido es la profunda inserción del Consejo en la degradación partitocrática que aqueja a las dinámicas de las democracias políticas.

Las posteriores vicisitudes del órgano en la experiencia de los mandatos sucesivos son lo bastante elocuentes: el Consejo General del Poder Judicial español no ha remontado el vuelo. Los tres desarrollos legislativos que lo han tenido como objeto no han estado a la altura del diseño constitucional; y la actuación de las sucesivas mayorías políticas en el momento de los nombramientos ha supuesto, en general, una escenificación diáfana de la perversa lógica de partidos que informa el sistema. El rasgo más característico del vigente modelo de Consejo es que se trata de una institución que reproduce en su interior, de forma mecánica y dependiente, el espectro político general, la misma dinámica que la que en éste recorre las relaciones entre partidos, sin apenas mediación. Hasta tal punto que, en ese contexto, en general, no resulta fácil distinguir en su interior otras adscripciones significativas que las que conducen a los partidos de procedencia de la designación.

Tal parcelación partidista del Consejo se traduce en la política de nombramientos y en las decisiones más relevantes; materias en las que lo habitual es que el pleno se rompa sistemática y esencialmente en dos, siempre por la misma línea de fractura, al fin, línea de partido. Un exponente significativo de este talante institucional se encuentra en la forma en que discurre la política de nombramientos. Esta, que jurídicamente responde al esquema del concurso de méritos, vierte al exterior, en un primer momento, bajo la forma, por lo general, de una terna, elaborada por la Comisión de calificación, ayuna de toda motivación de la valoración que expresa, y, definitivamente, con la proclamación, asimismo desnuda, de algún nombre. El Consejo se mueve en este ámbito particularmente delicado y relevante de su actividad de gobierno con un decisionismo prácticamente absoluto, reforzado porque, incluso, ha renunciado abiertamente a automilitarse e introducir algún grado de racionalización del propio poder mediante la objetivación de criterios, de estándares de profesionalidad a tener en cuenta, y la exigible motivación los acuerdos correspondientes. El resultado es deslegitimador para el propio Consejo y tiene también consecuencias claramente negativas para los órganos afectados. En particular, las Salas del Tribunal Supremo y, especialmente, cuando, como está siendo habitual, deben pronunciarse sobre cuestiones de altamente conflictivas. En tales supuestos, las consecuencias de ese modo de operar se proyectan bajo la forma de inducción al uso de claves de lectura de las resoluciones directamente políticas y de interpretación de algunos nombramientos como hechos ad hoc, en la perspectiva del caso o casos que interesan.

El resultado es que el Consejo General del Poder Judicial, en lugar de constituir o alimentar con sus prácticas un momento de neutralización o desactivación política y de reconducción de las cuestiones relacionadas con la jurisdicción a un ámbito de transparencia presidido por la tensión hacia los valores que habrían de orientar idealmente el ejercicio de la jurisdicción, es más bien un momento de un continuum que refleja con lamentable fidelidad el mismo degradado modo de ser partitocrático de la vida pública que prevalece en las sedes propiamente políticas.

Este resultado ya lo había previsto el Tribunal Constitucional que a pesar de haber declarado compatible ese tratamiento legal con el imperativo constitucional (cabría, al menos, dijo, una lectura en tal sentido), advertía de los riesgos de que por esa vía el órgano de gobierno de los jueces pudiera verse arrastrado a la lógica del Estado de partidos, como, en efecto, ha sucedido. Es por lo que el propio Tribunal Constitucional aconsejaba la vuelta al sistema original.

2. Y también por la sustancial modificación de la relación del juez con la ley en el momento de la interpretación-aplicación, que ahora comporta necesariamente un juicio de constitucionalidad, puesto que existencia y validez no son ya la misma cosa, al contrario de lo que sucedía en una democracia de corte eminentemente procedimental; y, en consecuencia, el juez sólo queda sometido a la ley válida y está obligado a cuestionar la legitimidad constitucional que, a su juicio razonado, no guarde la necesaria relación material de coherencia con la Constitución.

Juez y Política: El Mercado, ampliación de lo público y desregulación

La innovación del Estado constitucional deriva un importante cambio para la democracia, que experimenta una evidente juridificación, debida a que la política ha de producirse dentro y bajo el imperativo de la legalidad, ahora siempre ley más Constitución, frente a la que no es predicable la pretendida autonomía de aquélla, y es terrible que sea necesario decirlo, no tendría por qué estar reñida con el respeto de las reglas jurídicas del juego democrático. Lo realmente acontecido es el fin de la vieja omnipotencia del legislativo. Por eso se ha hablado justamente de muerte del legislador, es decir, de un tipo histórico de éste, el legislador jacobino, y puesto que el actual no es un creador desvinculado sino que necesariamente debe moverse dentro de los límites de la Constitución, desde la que la ley puede incluso resultar deslegitimada. Es la consecuencia del deber de respeto a lo que se ha llamado “lo políticamente indecidible”: lo que toca a los derechos fundamentales, la nueva dimensión sustancial de la democracia.

Es igualmente el fin de un modo tradicional de entender el ejercicio de los poderes discrecionales del ejecutivo. No por falta de espacio para éstos, sino porque tal espacio resulta redimensionado, al no existir ejercicio posible de poder que no limite por algún lado con el derecho y, sobre todo, con los derechos. No quiere esto decir, en contra de lo que con intolerable demagogia se ha sugerido tantas veces, que los jueces pasen a ser supervisores permanentes de la decisión política. El poder judicial no es ni podría ser el poder invasivo que se denuncia desde la política. Como tampoco el poder salvífico que postulan algunos jueces y que reiteradamente comparece en ciertos discursos políticos de oposición, que suelen durar el tiempo que se está en ella. Evidentemente, no hay nada de eso.

El nuevo modelo de Estado, como Estado constitucional, implica una ampliación del campo del derecho a expensas del de la política, entendida de la forma en que tradicionalmente venía haciéndose. Pero sólo eso: no la cancelación de la política como tal, que, al contrario, de producirse conforme al modelo y cerrándose a la ilegalidad, con frecuencia criminal y masiva, resultaría indudablemente dignificada. Más aún, la pregunta es si cabe imaginar otra política democrática que la que se produzca dentro de la propia legalidad democrática. Esto, frente a lo que a veces se dice, no tiene nada de contradictorio. Antes bien, es la recuperación de la coherencia del sistema, por la satisfacción de una demanda ya implícita en la misma forma Estado de derecho. Porque, en contra también de lo sugerido con intolerable demagogia, en la relación que implica el par política derecho, la legitimación democrática no fluye exclusivamente en, de, o hacia la primera, sino que tiene su más granada y madura expresión en el segundo. En la ley, que es producto de la soberanía popular. El producto por antonomasia.

Una circunstancia sobresaliente de los Estados constitucionales que pone en crisis el modelo lícito, constitucionalmente hablando, de hacer política, es la ampliación de sus funciones, en particular las propias del ejecutivo, al ámbito de la economía, fenómeno propio del Estado del welfare, con una “descodificación”, es decir la fragmentación y multiplicación desordenada de los instrumentos legales, con la consiguiente atomización y pérdida de generalidad, y como resultado, el que el equilibrado y pacífico modo de ser del orden jurídico, presentado como un presupuesto natural de la propia calidad y condición ordenadora del derecho, y que es un tópico de la formación del jurista convencional, ha desaparecido objetivamente del escenario real de su aplicación.

El Estado pasó de permanecer fuera de los límites del mercado y de la economía, a intervenir en él y en ella de manera directa, de diversas formas, una de las cuales, ciertamente relevante, es la derivada de la gestión de las prestaciones en que se traducen los derechos sociales. Como consecuencia se convirtió el Estado en un poderoso empresario y también en importante consumidor y productor de bienes y servicios. Esto trajo consigo el desarrollo hipertrófico de una inédita capacidad de adoptar decisiones con importante contenido económico, con un reforzamiento del papel del ejecutivo, por su directa intervención en la economía. En efecto, éste se ha proyectado en la realidad social de manera sumamente incisiva y con inédita altísima capacidad para producir actos de directa o indirecta relevancia económica.

La ampliación del espacio público y que se concreta en la aparición de nuevos sujetos y nuevas formas de actuación, no ha estado acompañada de los correspondientes desarrollos normativos, sino que, al contrario, se ha dado en un marco de verdadera desregulación. Desregulación que en la práctica ha implicado fuerte poder y ausencia de controles. Alumbrando, además, una situación vivida por el ejecutivo, no desde la conciencia de ese sensible vacío de normatividad, realmente existente, sino como supuesta traducción de un mal entendido principio de formal legitimación democrática autosuficiente para el ejercicio de una política de manos libres. El resultado de la apuntada conjunción de factores ha sido de una ilegalidad en la actuación pública de proporciones verdaderamente sistémicas. Podría hablarse de la ilegalidad como atípica constitución material de estas nuestras peculiares democracias.

Ello, debe insistirse, porque ya no hay duda, como resultado de la huida del ejercicio del poder de las sedes predispuestas para su control formal. Desplazamiento que tiene su manifestación más clara en las vicisitudes que han llevado al partido político a su situación actual, que es la de detentador de importantes cuotas de poder fáctico, extralegal, que condicionan e incluso suplantan al que por imperativo constitucional debería ejercerse en los espacios formal constitucionales.

Esto es lo que significa en términos reales la partitocratización, que no es más que una oligarquización de la democracia, por la desviación del partido político de su fundamental papel constitucional. La financiación ilegal, con todo lo que ya sabemos que supone de clandestinización real del poder y de inducción multiplicadora de fenómenos de corrupción -que no es sólo corrupción económica- en toda la geografía del sistema, y la confusión de los intereses privados con los públicos, son el síntoma más elocuente. La administración del poder y el dinero en un ámbito de práctica desregulación, por parte de sujetos en condiciones ideales para sustraerse a las reglas del derecho y a las del mercado, hizo emerger en esta clase de actuaciones, en el marco, pues, del Estado constitucional de derecho, una nueva modalidad, ciertamente paradigmática, de la clase de situaciones de ilegalidad cuya posibilidad se había querido conjurar.

Es así como surgen y se difunden en años todavía recientes los fenómenos conocidos como de corrupción, que, por su extensión e importancia, distan de representar una anécdota de ilegalidad para constituir un nuevo fenómeno macroscópico de degradación criminal del poder. En efecto, no se trata de episodios más o menos aislados de irregularidad en el manejo de los recursos estatales, sino de la apertura de un espacio público subterráneo, realmente franco de derecho, en el que una parte sustantiva de aquellos se desvían a zonas opacas de la actividad política en las que son objeto de apropiación por los partidos de gobierno, convertidos así en verdaderas agencias de gestión de intereses corporativos y, a veces, en paradójicos agentes difusores de ilegalidad en ámbitos institucionales. De este modo, bien puede decirse, una parte significativa de la política real se hace clandestina, y, por su importancia, condiciona desde ese plano las vicisitudes formales de la política en acto en los espacios formal-constitucionales.

Tales nuevas formas de criminalidad del poder han tenido una difusión extraordinaria y, como no podía ser de otro modo, han acabado por ser objeto de la intervención judicial. La experiencia de estos años sobre el particular es ciertamente riquísima y denota un grado de generalidad y extensión de las prácticas ilegales de los sujetos públicos realmente sorprendente. En particular, porque estas han dejado de ser privilegio de las llamadas repúblicas bananeras y de los países en precario grado de desarrollo, para hallar un escenario privilegiado en los del Primer Mundo con democracias constitucionales consolidadas.

Resulta del mayor interés comprobar cómo la intensidad y la calidad de la respuesta desde la legalidad a la corrupción suele estar en relación directa con el grado de independencia de la magistratura y, muy en particular, del ministerio publico. Así, en Italia, siendo cierto que por la singularidad de las vicisitudes políticas del país durante los años de la Democracia Cristiana y del pentapartito, la corrupción pudo alcanzar un altísimo grado de desarrollo, también lo es que el fenómeno no habría adquirido la visibilidad ni provocado la reacción jurisdiccional que se conoce de no haber sido por la garantía de independencia que allí asiste al fiscal, que goza de un estatuto similar al de la magistratura decisoria. A lo que habría que añadir la fuerte cultura de la jurisdicción que en el país ha hecho posibles formas de respuesta judicial a fenómenos como el terrorismo y la mafia.

Pero, en todo caso, las correspondientes actuaciones habrían resultado impensables, y de hecho nunca se dieron, en marcos constitucionales de la precedente generación.

Crisis de la Política y papel de la Jurisdicción: ¿la Política colonizada por la Jurisdicción, desde el Derecho?

El señalado reforzamiento del papel de la jurisdicción se ha alimentado también de otra dimensión de la realidad que ha sido seriamente condicionante al respecto: es la aludida profundísima crisis de la política, expresada sobre todo en el fuerte componente de criminalidad detectado en un importante segmento de ésta, que ha llevado al banquillo de los acusados a sus agentes, y al juez a ver fuertemente redimensionado su papel e intensamente reforzada la significación política del mismo.

De parte política se ha reaccionado ante esta situación denunciando supuestas desviaciones estructurales del modelo constitucional de Estado. Incluso se ha sugerido que ese supuesto deslizamiento de la política hacia el juzgado implicaba una degradación de la calidad de la democracia, por la invasión judicial del campo de la soberanía popular. Las nuevas formas de presencia judicial representadas por la persecución criminal de sujetos públicos, con la extraordinaria carga de deslegitimación que implica para estos el sometimiento al proceso, ha producido encendidas reacciones en el plano de la política práctica y también algunas consecuencias en el de la teoría política. La entrada de un imputado excelente en el proceso penal suele estar acompañada de un aparatoso despliegue de propaganda antijudicial que, por lo regular, mira a la descalificación no sólo de la singular iniciativa, sino de la institución en general. Al extremo de que ha sido de lo más frecuente que esa clase de inculpados hayan protagonizado verdaderos procesos de ruptura, poniendo en juego tácticas procesales dirigidas no a defenderse dentro de la causa, sino, directamente, a hacerla saltar. Resulta revelador comprobar que sujetos con responsabilidades de gobierno o que las han desempeñado en el pasado inmediato, notables exponentes del establishment, hacen uso, en marcos institucionales, de formas de actuación propias de quienes operan al margen del sistema y buscan su destrucción.

En el primero de estos, podría hablarse sin exageración de la conformación de un verdadero partido transversal, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, es realmente llamativa la simetría de las actitudes, si no de una auténtica internacional de políticos perjudicados por la jurisdicción, que proclaman los riesgos de un “gobierno de los jueces”, de la existencia de un “poder judicial” irresponsable y no democrático. En este tipo de afirmaciones, que nada tienen que ver con la crítica, tan necesaria como lamentablemente ausente, hay, además de altas dosis de miseria teórica y de irresponsabilidad política, un claro propósito táctico de desestabilización de procesos en curso y de inducción de descrédito sobre algunas actuaciones judiciales concretas. Y por que no decirlo, con un uso impropio y abuso del sintagma “poder judicial”.

En contra de lo que con frecuencia se ha sugerido, en el diseño de Estado constitucional que se contempla, la jurisdicción no tiene atribuida una función de contrapeso político en sentido fuerte. Pues no ejerce una fiscalización capilar ni superpone su actuación de forma sistemática a las de las otras instancias de poder, con las que no mantiene una interlocución crítica permanente. Antes bien, sus intervenciones son ocasionales y de carácter que ver con actos concretos, a los que también se limitan los efectos de aquellas; y se producen sólo a instancia de parte y generalmente privada, y nunca de manera caprichosa. Más aún las causas penales únicamente se inician en presencia de aparatosos indicios de delito; y, de existir alguna inercia en la materia, esta por razones culturales y de complicidad institucional (piénsese en la general inhibición del fiscal), operará en el sentido más favorable a la impunidad de los delitos producidos en ámbitos públicos, como ha sido históricamente la regla. Regla que, incluso hoy, tiene un elevado índice de vigencia, puesto que hay plenas razones para afirmar que la cifra oscura de la criminalidad en esos medios sigue siendo bien alta.

Si analizamos el Consejo General del Poder Judicial, vemos que no tiene capacidad legal ni posibilidades reales de adoptar decisiones que pudieran afectar a la generalidad de los ciudadanos; y lo mismo ocurre con el poder judicial, es decir, con la jurisdicción, cuya activación se produce de manera ocasional y no de forma sistemática ni conforme a un plan, siempre a requerimiento de parte y mediante actuaciones precisas, cuyo ámbito queda circunscrito por los propios límites objetivo y subjetivo de la cuestión suscitada. Por eso, la mejor caracterización del órgano es el que lo define como de “administración del la jurisdicción”. Es decir, de ejecución de las actividades administrativas que resultan instrumentales al ejercicio de las funciones jurisdiccionales. Ahora bien, no hay que eludir una reflexión orientada a determinar hasta qué punto esta circunstancia no obliga a tener en cuenta el papel que el poder judicial asume dentro de la correspondiente forma de gobierno. Sobre todo desde el momento en que la sumisión a la ley de todos los poderes convierte en potencialmente justiciables cuestiones que pueden ser de extraordinaria relevancia política, dejando claro que no es órgano de dirección política, aunque su proyección no es políticamente indiferente, y que no es en modo alguno órgano de representación de intereses corporativos de los jueces. Y tampoco órgano de autogobierno, sino de gobierno autónomo, por el carácter mixto de su composición y porque no gestiona intereses propios, sino que su actividad se inscribe en los presupuestos y condiciones de posibilidad de la prestación de la tutela judicial efectiva por los jueces, en condiciones de independencia.

Por la importancia que tiene en la economía de este relato vale la pena realizar una sencilla labor de precisión conceptual sobre la palabra poder judicial.

En el debate que precedió a la aprobación de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 se habló insistentemente del Consejo General como poder judicial tout court, cuando no como titular de poder judicial. En ocasiones parecería que el poder judicial lo tienen o lo encarnan los jueces. De ahí, es decir, de la sugerencia de que pudiera tratarse del atributo de un órgano colectivo, asimilable en su naturaleza y en su forma de proyección al propio poder político, se pasaba sin solución de continuidad a predicar de él una inexcusable necesidad de legitimación democrática. Ahora bien, no puede ser más obvio que el Consejo General ni es ni cuenta con poder judicial; y que éste tampoco tiene a los jueces por titulares. Podría afirmarse que ni siquiera al juez genérico, sin más. Porque poder judicial es sólo la jurisdicción y ésta se actualiza para el caso concreto y en el juez o tribunal concreto, legalmente habilitado para conocer. De este modo, jurisdicción es decir el Derecho, pero cuando esta función la ejerce un sujeto dotado de determinadas condiciones estatutarias e investido, por la acción de un tercero, del conocimiento de un asunto, en virtud de las reglas de determinación de la competencia.

Tanto por las circunstancias históricas en las que se produce su irrupción en la escena del constitucionalismo, como por el contenido de los debates que acompañaron a este momento, como, en fin, por el diseño orgánico de que se le dota en el constituyente italiano, es claro que el Consejo resulta concebido como institución de garantía. De garantía de un valor, la independencia judicial, ahora de rango inequívocamente constitucional, que, al menos en la experiencia europea continental, hasta la fecha no había contado con un aparato institucional capaz de servirle de eficaz soporte. Lo que se busca garantizar mediante el Consejo es la independencia judicial, pero no cualquier forma de independencia, sino una independencia de cierta calidad y para un fin bien determinado.

Se trata de la independencia necesaria para asegurar la aplicación de la ley (ley más Constitución) como medio de tutela de derechos.

Es una fácil y tosca asimilación de gobierno judicial a gobierno político, con olvido de que el modelo de Consejo se ha forjado, precisamente, como alternativa a ese planteamiento, ya bien experimentado en sus negativas consecuencia, se hace hincapié en la dimensión de poder.

Al razonar de ese modo se pierde de vista el sentido propio de la institución, que da, a su vez, sentido al modo de formación que registra el modelo originario de Consejo. El modelo de Consejo se orienta, primero y antes que otra cosa, a hacer imposible tanto alguna forma de heterogobierno político de la magistratura como de autogobierno corporativo de los jueces, precondición para la creación de un espacio de gobierno o “administración de la jurisdicción” no sólo compatible sino esencialmente funcional al ejercicio independiente de esta última, es decir, de la justicia.

Se trata, pues, de un gobierno, en lo relativo al estatuto del juez, con límites precisos en su contenido, que se concreta en actos singulares, en gran medida reglados. De un gobierno que, a su vez, ha de ejercerse en condiciones de independencia del poder político verdadero y propio, que es frente al que habrá de prestarse normalmente la función de garantía, primer cometido institucional del Consejo.

El Consejo debe ser una institución muy plural en su composición para que pueda estar ampliamente abierta al pluralismo de los valores, incluidos los de la jurisdicción, con objeto de favorecer la permeabilidad de los mecanismos de tutela jurídica a todos los que legítimamente concurren en la sociedad. A este respecto no cabe olvidar que la demanda de garantía judicial de los derechos emerge, normalmente, de los titulares de los que más la necesitan, es decir, de los sujetos que son débiles por hallarse en posiciones de debilidad.

En esa perspectiva el Consejo debe ser un órgano caracterizado no por la proclividad a la adopción de acuerdos preconstituidos en virtud de la homogeneidad o la afinidad política o ideológica de sus integrantes, sino por la disposición al debate políticamente desinteresado. El Consejo debe ser un órgano apto por su composición para desarrollar adecuadamente esa función de tutela de la independencia de cada magistrado en el contexto de una magistratura internamente diversificada y plural.

Esta forma de concebir la función del Consejo es la más acorde con el papel de la jurisdicción en el Estado constitucional de Derecho, asimismo cuando se mira a las peculiares características de la legalidad.

Siendo, pues, de otra y muy diferente calidad la independencia y la profesionalidad judicial que debe ser tutelada, es inobjetable que la misma demanda, junto a otro tipo de juez, un, también diverso, órgano de garantía. Este, el Consejo, debe ser, como ya he dicho, una instancia muy plural en su composición. Una instancia que sirva de espacio al juego de una diversidad de dinámicas: las procedentes del mundo de la política y de la sociedad civil y las expresivas de los valores y la cultura específicamente judicial. Es el modo de propiciar una política de la justicia fisiológicamente integradora de todos los vectores que deben concurrir a su formación en una sociedad democrática; es decir, abierta a la sensibilidad y a las demandas sociales y, al propio tiempo, al respeto de las exigencias de principio que se derivan de la naturaleza constitucional de la función judicial y del principio de independencia.

Una instancia de este tenor, gozaría de la legitimación democrática implícita en la extracción parlamentaria de una parte de sus componentes (1/3); y, a la vez, del consenso que normalmente suscita entre los gobernados los jueces en este caso la participación activa en la conformación del órgano de gobierno mediante elección directa y con sistema electoral proporcional (2/3).

Tal es la lógica, por cierto que no fue fruto de la improvisación, de las exigencias de la pequeña política o de la inexperiencia, que late en el modelo original italiano y que, lamentablemente no pudo desarrollarse en el imposible modelo español.

Como órgano previsto en garantía de la independencia en la doble dimensión, externa (de la magistratura como instancia) e interna (la de cada juez en particular), sus componentes deberían ser personas connotadas por, y designadas en función de su libertad de criterio, su apertura cultural, su capacidad de autonomía y su predisposición al debate. En tanto que personas con afinidades de partido y de asociación judicial, no podrían dejar, obviamente, de estar situadas dentro de los respectivos espectros, pero nunca para representarlos de forma acrítica, preconstituida y dogmática, al margen de la calidad de los valores en juego y del juego de las opciones de valor, a tenor de las cuestiones en presencia. La naturaleza y el papel constitucional del Consejo repudian la lógica unidireccional y fácilmente inductora de sectarismos del mandato imperativo, de la “correa de transmisión”, que, la experiencia española habla por sí sola, brillan tanto por su peculiar rigidez en la defensa de los intereses más coyunturales, como por una llamativa flexibilidad en las cuestiones de principio.

Respecto a la de jurisdicción, no es una noción fácil. Lo prueba que los autores han encontrado serias dificultades para dar de ella un concepto en función de las características materiales de su contenido, que no sería propiamente definitorio. Porque el acto de decir el derecho es identificable, por ejemplo, en un sinnúmero de prácticas administrativas a cargo de órganos que también estarían sujetos, en línea de principio, a un imperativo de imparcialidad en sus actuaciones. Por eso, para caracterizar la jurisdicción tal y como resulta concebida en nuestros ordenamientos constitucionales, hay que atender a las peculiaridades de la posición estatutaria del juez. En particular a su condición de tercero frente a las demás instancias de poder. A su autonomía política, a la exención de toda subordinación, que es lo que le hace independiente. Independiente para y sólo para la aplicación tendencialmente igualitaria de la ley al caso concreto como sujeto imparcial.

La jurisdicción así entendida es todo y lo único que hay de poder verdadero y propio en el espacio judicial.

De esta manera, es claro que el juez que encarne adecuadamente el modelo, lo que implica necesariamente un correcto diseño orgánico, no planifica ni gradúa los ritmos o las secuencias de sus intervenciones, que deben serle solicitadas. De este modo, cuando, como ha sucedido en los últimos tiempos, se produce la evidencia de una masiva precipitación de los actos del poder en la ilegalidad, la intervención judicial resulta determinada, de forma inmediata, precisamente, por las desviaciones legales (y más si de código penal) que hayan podido producirse; y, en último término, también por el incumplimiento -a veces verdadero objetivo abandono- de su papel por parte de las instancias de control político y de legalidad administrativa que deberían haber actuado en vía previa y no lo hicieron.

De darse en la política una adecuada prestación de los controles constitucional y legalmente debidos, el papel de la jurisdicción en tales ámbitos políticamente calientes se vería sensiblemente reducido, como es lo ideal. A este ideal pertenece, pues, la reducción de ese papel, pero no por la colocación del poder judicial en una situación de incapacidad objetiva de desempeñarlo, sino por la deseable ausencia de una necesidad real y actual de ejercicio del mismo. Ahora bien, que exista la posibilidad de ejercerlo con eficacia cuando fuere legalmente necesario, es la precondición de una política de calidad y también de democracia, como creo que se ha demostrado. Mientras no es política ni realmente posible una democracia judicial, tampoco cabría hablar de democracia allí donde la jurisdicción no tenga asegurada la posibilidad de cumplimiento de su papel constitucional en presencia de acciones que constituyan desviaciones legales, y más si éstas son de naturaleza criminal.

Demasiado derecho, demasiados derechos, demasiado rígidos, parece ser el lema y el problema, con el resultado, se dice, de una especie de cancelación de la autonomía de la política, que habría acabado por ser sofocada por el orden jurídico y, sobre todo, por las prácticas judiciales que este, en su modo de ser actual, hace posibles.

En tal contexto no faltan expresiones de añoranza de formas más férreas de organización de los jueces, conforme al patrón de la jerarquía administrativa, que sometieran eventuales iniciativas de alto riesgo al prudente tamiz de instancias de vértice, con mayor sentido del Estado. No es infrecuente que con ocasión de algunos procesos, llevados con inobjetable legalidad, contra sujetos con altas responsabilidades políticas, a falta de otro posible reproche, se haya imputado a los jueces falta de sentido del Estado, es decir, insuficiente conciencia de la singular naturaleza de los sutiles equilibrios en que de ese modo incidían de forma perturbadora, dificultando objetivamente la gobernabilidad (no importa que las causas pudieran seguirse por verdaderos crímenes de Estado).

La objeción, sin embargo, no puede tenerse en pie, cuando lo cierto es que en el modelo de Estado que se contempla la política democrática tiene reservado un espacio tan amplio como que sus límites van desde lo jurídicamente indiferente hasta lo inconstitucional y lo ilegal y, en particular, hasta el Código Penal. Y no debe perderse de vista que sintomáticamente la reacción frente al actual sistema cuando realmente se ha producido con mayor beligerancia es frente a la apertura de causas por actuaciones de sujetos públicos de evidente y gravísima relevancia criminal. Resulta paradigmático al respecto el que en España se conoce como caso Marey, que, además, va bastante más allá de la simple irregularidad en el manejo de fondos públicos, que, por supuesto, también se produjo. Se trataba del secuestro de un ciudadano francés, supuestamente integrado en la banda terrorista ETA, organizado desde el ministerio del Interior. El Tribunal Supremo dictó sentencia condenatoria, entre otros, contra un ex ministro del ramo, un ex secretario de la Seguridad del Estado y un ex director general de la Policía, sentencia que ha sido recientemente confirmada por el Tribunal Constitucional, al rechazar los recursos de amparo formulados contra ella. Pues bien, el Partido Socialista, en el gobierno en la época de los hechos, con el ex presidente González a la cabeza, protagonizó una auténtica revuelta contra la jurisdicción, tachando la sentencia de injusta y política, incluso con concentraciones ante la prisión en la que tuvieron que ingresar los condenados, sobre los que, por cierto, pronto llovieron indultos.

La línea de oposición al modelo constitucional pasa, pues, sobre todo, por la impugnación del Código Penal como frontera de las acciones de gobierno. De ahí la reivindicación del viejo concepto de soberanía como suprema potestas propio de un poder que se quiere a sí mismo legibus solutus.

Al fin, lo contestado no han sido defectos de legalidad que pudieran haberse producido en actuaciones judiciales concretas. Lo verdaderamente cuestionado de manera frontal es el marco y el diseño de Estado que hace posible la intervención jurisdiccional como tal allí donde afloren indicios de delito o de actuaciones antijurídicas, en el operar de los sujetos públicos. Y, sistemáticamente, la denuncia es de invasión abusiva de la esfera política, con la pretensión de hacer pasar el dato altamente significativo de que, en tales supuestos, la única extralimitación denunciable es la de quien trasciende los límites de la legalidad, con frecuencia de la legalidad penal. Ante supuestos de esta clase, resulta aberrante que pueda ponerse en duda la legitimidad del juez para actuar, y más aún que esto se haga en nombre de la democracia. Cuando lo cierto es que, en vicisitudes procesales de ese género, toda la legitimidad democrática está de parte de quien aplica la ley conforme a la Constitución, ambas, la más decantada expresión de la soberanía popular, frente a los malversadores del poder que esta les había conferido. En un marco de Estado constitucional de derecho, cuando la ilegalidad aflora en ámbitos públicos, no hay alternativa: la acción de la justicia debe invadir los espacios del delito, aunque estos sean nucleares dentro de la institucionalidad estatal, aunque pertenezcan al sancta sanctorum de ésta. En tales casos, si hay alguna invasión ilegítima que denunciar, no será precisamente la del juez, debida por razón de legalidad, sino la representada por las conductas, siempre graves, en ocasiones gravísimas, violadoras de esta. Sonroja tener que recordar algo tan obvio como que el mal está siempre en la llaga y no en el dedo que la señala.

Debe rechazarse, pues, la insidia consistente en presentar a la jurisdicción como instancia ajena, cuando no antagónica, de la institución parlamentaria. De manera que, mientras el político corrupto e incluso delincuente convicto seguiría ungido por el fluido legitimador de las urnas, el juez sería siempre un operador deficitario en materia de legitimidad por su ajeneidad a aquellas. Y, por tanto, su intervención ilícitamente perturbadora del curso y del pulso de la democracia política.

Cuando así se discurre se lleva a cabo una intolerable reducción procedimental de la democracia que, en el Estado constitucional, es cuestión no sólo de formas sino también de principios y contenidos, de derechos fundamentales, que deben ser respetados y realizados para que aquellas alcancen su verdadero sentido, que radica en servir de garantía a la plena vigencia universal de estos últimos.

Exigencias del Estado Constitucional al Juez: independencia y responsabilidad

El Estado constitucional de derecho, es verdad, comporta cierta redistribución de poder en favor del judicial, como consecuencia de la mayor relevancia del papel de este y de la consiguiente revitalización de su independencia. También conlleva un replanteamiento del criterio de legitimidad de la jurisdicción. Ahora bien, de una correcta inteligencia y consideración de estos rasgos estructurales del modelo se sigue no sólo el reforzamiento de la capacidad legal de intervención del juez, sino, asimismo, una serie de exigencias en materia de profesionalidad y de control, obviamente de carácter no político, de responsabilidad por sus actuaciones que, por cierto y es de lamentar, en general, no han sido objeto de la debida atención y desarrollo, sumado a importantes defectos estructurales de la jurisdicción. Los más evidentes son los endémicos de infradotación, hiperburocratización y carencia de autonomía instrumental, que se traducen en enormes dificultades en el plano de la funcionalidad a las nuevas tareas, para las que evidentemente el juez no había sido pensado. Concurre también, una peculiar síntesis de defectos estructurales y de concepción organizativa.

El juez no es un sujeto político y tampoco un órgano de representación, pues le compete el desempeño de una función de garantía en última instancia de la efectividad de los derechos fundamentales y, en general, de la observancia de la legalidad; de lo que se sigue, como corolario, la exclusiva sujeción a la Constitución y a la ley y la ajenidad al sistema de partidos. Es por lo que su legitimación no puede depender del sufragio; sino que, cumplidas las exigencias legales precisas para el acceso a la función, la legitimación se tiene (o no) por el correcto ejercicio de aquella dentro de los parámetros constitucionales y legales. Es decir, mediante la observancia de las prescripciones estatutarias y de las reglas del proceso contradictorio, y, de estas, muy en particular, el imperativo de motivación de las resoluciones en materia de hechos y en derecho.

Así las cosas, la legitimidad del juez no es formal sino materialmente democrática, en cuanto su función está preordenada y es esencial para las garantía de los derechos fundamentales, que constituyen la dimensión sustancial de la democracia, y debe ajustarse estrictamente a la legalidad constitucionalmente entendida, siendo, así, esta su vía de conexión con la soberanía popular. Se trata de una clase de legitimidad que no es asimilable a la derivada de la litúrgica investidura de las magistraturas del Estado liberal: sacramental y para siempre; sino condicionada y estrechamente vinculada a la calidad de la prestación profesional, sometida a la crítica púbIica y a eventuales exigencias de responsabilidad previstas en el ordenamiento.

El régimen estatutario del juez que demanda el modelo de referencia es, desde luego, rigurosamente incompatible con los criterios de articulación jerárquica que atentan contra su independencia; y también con las modalidades de disciplina que pudieran hacerlo contra su libertad ideológica y de conciencia en la valoración de las pruebas y en la aplicación de la ley al caso. Así, en cuanto a lo primero, y dicho en positivo, la organización judicial debería responder a criterios de horizontalidad, es decir, adoptar como imagen plástica de referencia la del archipiélago en lugar de la pirámide, para evitar que el momento jurisdiccional resulte interferido por el momento político-administrativo, como es la regla en el diseño napoleónico. En ese modelo, el sistema de instancias jurisdiccionales corre en paralelo a la escala jerárquica, de manera que, por lo regular, la instancia que conoce del recurso promovido contra la resolución de otra, no sólo expresa un diferente momento procesal, sino un superior grado en el escalafón de la carrera. De este modo, y puesto que en este plano jerárquico en el que tienen su sede funciones de control de marcado perfil ideológico, es obvio que esta clase de fiscalización se filtra también, de manera eficaz, en las decisiones de los tribunales superiores. Y por lo que se refiere a la cuestión, central, de la disciplina, la reacción de esta clase sólo debería estar asociada a los incumplimientos profesionales, suficientemente tipificados y, además, por lo general, fácilmente detectables y objetivables con las necesarias garantías, para evitar manipulaciones inaceptables. Resulta revelador que el régimen legal y la exigencia práctica de la responsabilidad disciplinaria sobre los jueces ha estado generalmente dirigido a velar por valores como el prestigio o el decoro, fácilmente instrumentalizables en clave de control ideológico y generadores de enorme inseguridad jurídica; mientras que los incumplimientos profesionales en perjuicio del justiciable estándar han podido producirse, en general, en un cierto régimen de impunidad. Es por lo que en ocasiones se ha hablado, con razón, de un pacto no escrito, en cuya virtud el sistema aseguraría a los jueces inmunidad frente al exterior, a cambio de fidelidad y funcional integración en la política en acto. En tal sentido, democracia en el ámbito de la jurisdicción quiere decir ausencia de jerarquía como criterio de articulación política incompatible con la independencia, máxima difusión territorial del poder de juzgar, y cultura de la independencia como exclusiva sujeción a la ley.

La verdad es que en estas materias, no obstante su relevancia, suele haber un serio déficit de desarrollo de las aludidas exigencias constitucionales. Y el resultado es que, en la práctica, y tanto en el tema de la organización como en el de la disciplina, por lo general, siguen estando vigentes reglas legales y pautas bien poco compatibles con el actual perfil constitucional de la función jurisdiccional y del juez. Por no hablar de líneas de nombramientos, tanto para cubrir puestos con funciones de gobierno como en los altos organismos judiciales, inspiradas en motivaciones político-partidistas, cuando no pensadas para condicionar en una determinada dirección la resolución de una causa relevante, en curso o de posible incoación. Más aún, cuando se producen planteamientos críticos sobre el particular a raíz de alguna actuación judicial incómoda o cuestionable, no es raro que surjan demandas de restauración del viejo modelo burocrático, que aseguraría la correspondencia de cada resolución a los criterios, siempre más fiables, del superior. Así, tampoco es infrecuente la irresponsable añoranza, como factor de certeza, de cierto tipo de vinculación al precedente judicial, sólo posible al precio de la falta de independencia del juez. Es la que concurre cuándo este debe asumir mecánicamente los criterios del superior en el orden procesal y jerárquico, como única forma de hallar satisfacción en sus expectativas de carrera. Sistema que presupone una magistratura esencialmente cortada por el patrón de la administración, sustancialmente impermeable al pluralismo político-cultural, y que produce certeza, sí, pero sólo para el grupo social dominante y al precio de una justicia inequívocamente de clase.

Con todo, no cabe negar que demandas incluso como la de formulación tan impropia a que acaba de aludirse, apuntan a un problema real de la jurisdicción en el actual modelo de Estado. Y es que, en efecto, la mayor libertad operativa del juez en que se traduce su reforzada independencia y el inadecuado tratamiento de la responsabilidad profesional, sobre todo, cuando van acompañados de algún déficit de formación, pueden ser, y de hecho son, claros factores de inseguridad jurídica.

Ahora bien, este no es un resultado que deba cargarse en la cuenta del principio de independencia del juez rectamente entendido según el modelo constitucional, puesto que sólo se debe a un inadecuado tratamiento y desarrollo de este último. En efecto, la clase de certeza del derecho y de seguridad jurídica resultantes de la vigencia del sistema napoleónico de organización judicial no tenían que ver con la constitucional sujeción del juez a la ley, sino con su dependencia político-administrativa y la consiguiente homogeneidad ideológica, producidas en los términos antes ilustrados. Pero lo cierto es que los vínculos derivados de la sumisión a la jerarquía y del control ideológico capilar de los jueces como factor de certeza y seguridad jurídica, no han sido eficazmente sustituidos por mecanismos compatibles con el sentido constitucional de la independencia realmente aptos para producir la razonable y necesaria armonía y estabilidad en los criterios jurisprudenciales, de la calidad que demanda un Estado que sea efectivamente de derecho y, sobre todo, de derechos. Estos mecanismos son, en lo sustancial, una consistente dotación cultural, pienso no sólo en la imprescindible preparación técnico-jurídica, sino en la necesidad de un comprometido esfuerzo de formación de la sensibilidad profesional de los jueces en ciertas materias, como, muy en particular, el respeto de las garantías y el celo en la motivación de las decisiones, un bien articulado sistema de instancias y recursos, que impida la dispersión de criterios jurisprudenciales y un tratamiento adecuado y riguroso de la responsabilidad disciplinaria por los incumplimientos profesionales. Todo en un marco permeable y abierto a la crítica pública de las resoluciones judiciales.

Las cuestiones problemáticas suscitadas por el papel del juez en el modelo constitucional de referencia tienen también una importante dimensión cultural que no puede ser desatendida. Las reticencias de raíz política y frente al poder de aquel con su reforzado estatuto, favorecidas por la inercia en materia de formación, han llevado a hacer que los jueces sigan viéndose a sí mismos preferentemente en el espejo heredado del jurista del positivismo dogmático. Es decir, como intérpretes privilegiados del único sentido de la ley, cual mecánicos y naturales productores de certeza. Ello a consecuencia de una deficiente comprensión del orden jurídico, cuyo modo de ser actual no tiene la necesaria presencia en los textos de preparación del ingreso en la magistratura y tampoco aparece debidamente incorporado al sentido común profesional de sus operadores. Así, no es exagerado afirmar que el juez de estos años padece, en la materia, cierto síndrome del burgués gentilhombre, es decir, un mal conocimiento o incluso desconocimiento de la verdadera calidad de los instrumentos que emplea, por ejemplo, cuando pondera en la aplicación de principios sin plena conciencia del alto margen de discrecionalidad que se abre ante él y de la necesidad de justificar adecuadamente su uso.

Curiosamente, a producir el resultado que se expresa en este fenómeno han contribuido no poco, desde el ámbito académico, autores que, preocupados por el extrapoder del juez y por los riesgos del activismo judicial, han tratado de mantener a aquel en su adscripción al más rancio de los paleoformalimos.

Por esta y otras vías de similar inspiración, se contribuye a generar y perpetuar el tipo más peligroso de juez: el que opera desde la falsa conciencia de los perfiles reales del propio papel, de la naturaleza del poder que ejerce. La insistencia en la apología del formalismo interpretativo y hasta del paradigma exegético, lleva directamente a la difusión de actitudes judiciales irresponsables presididas por el uso irreflexivo, por inconsciente, de la discrecionalidad inevitable.

Creo, sinceramente, que en este plano, frente a las distintas formas de defraudación de las exigencias del vigente modelo constitucional en materia de jurisdicción que habitualmente se ponen en juego, con sus lamentables consecuencias de diversa índole, sólo cabe, por ineludible imperativo de respeto al mismo y porque, además, es el único modo de conjurar riesgos como los apuntados, procurar que los jueces sean operadores plenamente conscientes de la centralidad de su función y de la verdadera calidad de su poder. Sólo así podrán ejercerlo del único modo legítimo que cabe, es decir, con estricta sujección a la ley, con el adecuado sentido de la responsabilidad, con pleno respeto de las reglas procesales del juego, con conciencia informada del alcance de sus decisiones y dotando a estas de justificación racional en todos sus aspectos, que las haga suficientemente comprensibles.

Las garantías jurídicas constitucionalmente fuertes en cuanto presididas por la vocación de efectividad que les confiere el hecho de ser judicialmente accionables, comportan, según se objeta en algunos casos, cierta hipoteca para la libertad de acción de las mayorías actuales, impuesta por una mayoría, un día constituyente, que ahora no existe, con la no-democrática mediación judicial. Pero la cuestión no está en la existencia de la hipoteca en sí misma, sino en lo que realmente garantiza y en la calidad de la alternativa que representaría su inexistencia como tal. Y a este respecto hay buena constancia histórica y actual de la clase de hipotecas que el constitucionalismo débil y la falta de garantía jurisdiccional de los derechos supone para las ciudadanías presentes y por venir. Y, asimismo, experiencia sobrada de hasta dónde puede y suele llegar el poder político, incluso democrático y progresista, librado a su propia dinámica: esto es, sin límites de derecho, jurisdiccionalmente accionables, a su actuación.

El judicial no responde, obviamente, a la tópica imagen de poder bueno perse que durante tanto tiempo ha difundido de mismo. Está sujeto a idénticos riesgos de degradación que el ejercido por cualquier otra instancia y toda su bondad posible depende del juego eficaz de las garantías, que son formas institucionalizadas de legítima desconfianza frente al juez. Por tanto, es claro que sin garantías procesales, que a su vez las presuponen, no hay ejercicio de poder judicial constitucionalmente aceptable. Del mismo modo que sin poder judicial que ocupe el espacio que la Constitución le asigna no hay democracia efectiva, es decir, de sujetos con derechos.

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