¡Vaya Par de Testigos!
Seguro que más de una vez -acaso también más de dos y no descarto que incluso más de tres-, en este repertorio de anécdotas forenses habré señalado a los testigos como protagonistas absolutos del lance comentado. Es natural que así sea, porque el testigo es un personaje muy prodigado que, aunque episódico, participa en casi todos los procesos y acoge una gran variedad de especimenes, cada cual con su personalidad, con sus ocurrencias y, muchas veces, con su fantasía.
Para engrosar el censo de testigos que, al tener noticia de su peripecia, dejaron su huella en mi memoria, dedicaré este rato a rescatar la de dos de ellos que observaron una actitud desconcertante en la solemnidad del acto procesal en que comparecieron. En este punto, cúmpleme reconocer que no me procura felicidad la incredulidad de algunos amigos que me hacen la merced de leer estas intrascendentes páginas, y que ponen en duda la autenticidad de algunos de los hechos que desfilan por las mismas. Comprendo que algunas veces, por no sólitos, reclaman la sospecha sobre su veracidad, pero les puedo asegurar, a los de incierta fe y a todos los lectores de estas contraportadas, que cuantos sucedidos tienen aquí acogida son ciertos y responden a la verdad y sólo a la verdad, y tan es así que en prenda de esta aseveración no dudo en empeñar mi palabra de honor, que tengo por pieza muy preciada entre las que componen mi humilde patrimonio espiritual.
Líneas más arriba, antes de enredarme en la digresión que precede, aludía a los casos de dos testigos que me darían servido el tema de la presente página. El primero de ellos, datado hace años, me lo refirió el propio juez que celebraba el juicio; me lo contaba sin ocultar el asombro que le produjo el comportamiento de aquel hombre, en el que distinguió dos rasgos muy acusados: la desfachatez y la sinceridad. Desfachatez y cinismo, efectivamente, hacían falta para proceder de aquella forma; y sinceridad no le faltaba al sujeto, que, evidentemente, no caminaba por la vida con ánimo de engañar a nadie (por lo menos, no de engañar al juez). Lo cierto es que este juez se sintió desconcertado, y así me lo confesó, ante la actitud del testigo, al que reprendió como merecía, aunque le condonó la adopción de otras medidas. Prescindo de comentar la reacción de Su Señoría, y me ciño a la fugaz comparecencia del sujeto, cuyo testimonio él mismo invalidó de entrada.
– ¿Jura decir verdad? -le preguntó el juez, cumpliendo el rito.
– Depende -respondió el testigo.
– ¿Cómo que depende? ¿De qué depende?
– Depende de lo que me pregunten…
El otro caso que me dispongo a traer a colación, también antañón, hubo lugar en el Juzgado de un pueblo de nuestro ámbito territorial. Se celebraba un juicio de faltas en el que intervenía un fiscal que, además de competente jurista, era un acabado ejemplo de bonhomía. La decoración de su cara con un poblado bigote, pese al punto de severidad que confiere este aditivo piloso, no afectaba un ápice al aura casi de beatitud que envolvía su figura toda. Como este servidor de la Justicia está felizmente entre nosotros, para acreditar lo veraz del relato dejo impetrado su testimonio, si menester fuere para sosiego de espíritus incrédulos.
El juicio versaba sobre uno de los dos temas que copan, casi en exclusiva, este tipo de contiendas en los pueblos, que son los accidentes de circulación y las peleas entre vecinos. En nuestro caso, el hecho a enjuiciar correspondía al segundo supuesto; efectivamente, por un motivo banal, dos pugnaces lugareños se habían zurrado sin miramiento alguno, con la consiguiente secuela de hematomas y erosiones varias, y ambos reclamaban para sí la razón, manteniendo cada uno que sería flagrante injusticia que se la reconocieran al otro. Fueron varios los testigos convocados por una y otra parte, y de entre ellos se significó uno por sus modales y expresiones, que delataban su ubicación en el espacio difuso que la Naturaleza ha reservado entre los dos géneros en que se divide la especie que arrancó de Adán y Eva. Se comportaba con exquisita educación, acompañando sus palabras con delicados gestos y ademanes, y ofreciendo una versión de los hechos casada con la verosimilitud. Respondió a las preguntas del fiscal con firmeza y minuciosidad, empleando un tono extremadamente respetuoso, que causó excelente impresión en la Sala, sobre todo por contraposición al resto de los testigos, casi todos zafios y claramente inveraces.
Luego que hubo terminado su declaración y que el juez dispusiera que se retirase, el testigo en cuestión tuvo una reacción imprevista, que dejó estupefactos a los concurrentes al acto. Fue ello que, antes de encaminarse a la salida, avanzó unos pasos con un suave contoneo, subió al estrado y, dirigiéndose al fiscal, con el que tan correcto se había mostrado a lo largo del interrogatorio, le espetó en su misma cara:
-¡Vaya pedazo de bigote que te gastas, macho!