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Una diligencia frustrada

Desde el día en que causé alta en nuestro Colegio -¡válame el cielo, y cuán lueñe queda!- hasta el día en que tecleo este articulillo, mucha agua ha corrido bajo los puentes, mucha Historia nueva se ha ido escribiendo y muchas cosas han ido cambiando. Y es que, como dijo el filósofo griego, nada es, todo fluye, todo cambia. Hay costumbres que cambian porque otras nuevas las impregnan de obsolescencia y las sustituyen. Otros usos se convierten en desusos por el advenimiento de nuevas circunstancias que los hacen inviables. Tal ocurre con determinadas diligencias judiciales, que si en un tiempo pasado tuvieron la consideración de habituales, hoy, por las circunstancias sobrevenidas, son simplemente impensables.

Una de éstas, y afronto el tema de la presente página, fue la diligencia de reconstrucción de los hechos cuando se trataba de investigar la dinámica de un accidente de circulación, que permitía establecer si había mediado una conducta punible.

Hubo un tiempo en que, de cuando en vez, los jueces acordaban la práctica de esta diligencia, sobre todo si en el siniestro se habían causado víctimas mortales. A tal fin, cursaban una orden a la Policía o a la Guardia Civil para que interrumpieran el tráfico en la zona donde había de realizarse la reconstrucción de los hechos, ya se tratara de vía urbana o de una carretera. Los conductores implicados, así como los testigos presenciales del suceso, eran citados para que se personaran en el lugar de autos, al que, por lo común, también concurrían los letrados que intervenía en el procedimiento. Allí, in situ, se reproducían, lo más fielmente posible, los movimientos, maniobras y demás contingencias determinantes de la colisión. Claro es que por aquel entonces eran escasos los vehículos que rodaban por calles y carreteras, y la interrupción del tráfico durante un tiempo, generalmente corto, no causaba especial quebranto al discurrir de la vida normal. Actualmente, con el tráfago que nos acongoja, esta situación no puede ni soñarse.

Hoy me propongo traer a esta página el lejano recuerdo de una de las diligencias de este tipo en las que participé, en mi condición de abogado de uno de los conductores implicados en el accidente. Ocurrió éste en una carretera correspondiente al Partido Judicial de Utrera, no muy lejos de las marismas de Isla Menor. El juez titular de la ciudad de los mostachones acordó la práctica de esta prueba, señalando al efecto una fecha de finales del mes de julio, a las siete de la tarde; todo, pues, garantizaba que no íbamos a pasar frío. La Guardia Civil cuidó de que aquel tramo de carretera quedara libre de obstáculos durante el tiempo preciso.

Infinito es el número de mis experiencias profesionales que yacen sumergidas en el inmenso mar del olvido, pero aquélla permanece viva, fresca y lozana en mi memoria pese a los lustros transcurridos, y así permanecería si transcurriera un milenio, aunque abrigo serias dudas de que me sea concedida tan ambiciosa longevidad. El hecho cierto es que yo me trasladé al punto indicado en un automóvil que compartía con don Manuel Garrido, que era mi procurador utrerano en aquel asunto. En otro coche se desplazaron el juez, el secretario, un oficial y el agente judicial. Ambos vehículos arribaron al lugar simultáneamente. En aquella época del año y a aquella hora, el sol refulgía glorioso en el alto cielo y el aire era azul y transparente. Pero, tan luego nos hubimos bajado de los coches, el aire comenzó a oscurecerse y un negro velo fue cubriendo aquel trocito del planeta. En pocos segundos nos envolvió un manto de densa sombra. Asistíamos, atónitos, al prodigioso tránsito del día a la noche sin solución de continuidad. Sin embargo, no se trataba de un raro fenómeno atmosférico, sino de la súbita aparición de la nube de mosquitos más espesa que nadie pueda imaginar. Miríadas de aquellos belicosos dípteros se abalanzaron sobre la inerme embajada judicial, a cuyos desprevenidos integrantes atacaron sañudamente. En efecto; los diminutos invasores, inmisericordes, despiadados, ferósticos, iracundos, no daban un punto de respiro a la gente de la curia. La desigualdad numérica entre ambos bandos contendientes no tardó en hacerse notar. La chaqueta blanca que vestía Su Señoría, cuajada de bichitos, tornóse negra como el carbón, al igual que los atuendos de tonos claros que todos lucíamos. La única estrategia que nos permitía causar algunas bajas en el enemigo consistía en abofetear nuestra propia cara, parcela de la epidermis que se ofrecía apetitosa a aquel ejército de voraces y protervos violeros, que succionaban con fruición la sangre caliente y alborotada de los pobres servidores de la Justicia, a los que ponían en grave riesgo de quedar exangües.

Por eso, tras unos minutos de encarnizada lid, y reconociendo humildemente nuestra derrota, el juez hubo de pasar por el duro trance de ordenar la precipitada y oprobiosa retirada de sus huestes, al tiempo que profería un dolorido lamento:

-¡Lo que más me fastidia es el mal gusto que tienen estos mosquitos! ¡Mira que gustarles la sangre de los curiales!

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