Un equívoco justificado
A buen seguro –así, al menos, lo espero– que el compañero que protagonizó el lance que me apresto a relatar, leerá esta página. Su lectura lo retrotraerá a un tiempo ya lejano en el que teníamos menos años y más pelos, menos desencantos y más ilusiones en las alforjas del alma.
Este letrado, afable en el trato y competentísimo en su profesión, era a la sazón asesor de una Compañía de Seguros. Una mañana de finales de julio, de un año que casi se pierde en la memoria, recibió un aviso urgente de la aseguradora. Fue informado de que se estaba tramitando un siniestro (nombre poco alentador con que las Compañías de Seguros denominan sus expedientes) con motivo de un accidente de graves consecuencias, y era preciso conocer sin demora determinadas circunstancias del mismo, de las que únicamente había constancia fiable en las actuaciones judiciales a que había dado origen, que se seguían en el Juzgado de Instrucción de un pueblo, que, por cierto, me es especialmente caro. Por tanto, era necesario que el abogado se desplazara a dicho pueblo y, a ser posible, examinara los autos y tomara conocimiento de los datos de especial relevancia que permitieran formar un juicio lo más acertado posible de la dinámica del accidente.
Cuando, a media mañana, el letrado terminó sus obligaciones inaplazables en los Juzgados de Sevilla, emprendió viaje al pueblo en cuestión, al que llegó cerca de las dos de la tarde, agobiado por el rigor inclemente de nuestra dura canícula, con más ganas de darse a la ingesta de una cerveza fresquita que, con su nerviosa, orlara de blanco sus labios, que de entregarse al poco estimulante examen de unos autos judiciales. Pero, hombre exigente con sus propias responsabilidades, se fue directamente al Juzgado.
Cuando entró en el hermoso palacio que servía de sede a la tarea de administrar Justicia, se sintió como perdido en un desierto. Una absoluta soledad reinaba en el noble recinto; el silencio lo envolvía todo. Fue recorriendo todas las dependencias, sin que la vida alentara en ninguna. Aquello era un mustio collado. Pensó en pronunciar el clásico «¡Ah de la venta!», pero estimó más adecuado vulgarizar la invocación:
– ¿No hay nadie?
Al conjuro de su voz, y sin saber de dónde, apareció un joven, de facciones agradables, vestido como requerían el día y la hora, es decir, con sucinta camisa a cuadros, pantalón claro de liviano tejido y alpargatas blancas. Con voz que inspiraba confianza, se dirigió al letrado.
– ¿Quería usted algo de aquí?
– ¿No está el oficial, o el auxiliar?
– No está ninguno. Entre los que están con el permiso de verano y el calor que hace, a esta hora ya no hay nadie en el Juzgado.
– ¡Vaya por Dios! –se lamentó el jurisperito–. Yo soy abogado y vengo de Sevilla para ver con urgencia unos autos, y me tendré que volver de vacío. ¡Con el calor que he pasado en el camino, y el que me queda que pasar!
El jovencito, sin que una leve sonrisa se despegara de sus labios, le ofreció:
– Si yo puedo ayudarle.. No sé donde estará lo que usted busca, pero intentaré echarle una mano. ¿Qué es lo que quiere ver?
El letrado le indicó el número de las Diligencias Previas que procuraba, y el imberbe se afanó en su búsqueda, removiendo todos los estantes, desordenando los expedientes y sembrando el caos en aquella oficina.
– ¡Aquí están! –proclamó con aire triunfal, exhibiendo, como un trofeo, los autos interesados.
Se los entregó al abogado, al tiempo que le invitaba:
– Siéntese, lea tranquilamente lo que quiera y tome las notas que necesite –y en así diciendo, salió de la estancia.
Nuestro compañero, tras agradecer tanta amabilidad, se entregó al minuncioso examen de las actuaciones de las que fue transcribiendo aquellos extremos que le parecieron más importantes para elaborar su informe. Cuando terminó su tarea, salió al patio. No había nadie.
– ¡Muchacho! –– clamó el letrado, con voz recia.
El muchacho apareció, como surgido de un rincón.
– Ya he terminado. Sobre la mesa he dejado los autos. Te estoy muy agradecido por la atención que me has dispensado. Toma, para que te tomes una cerveza, que con estos calores sienta muy bien –le dijo, alargándole un billete de cien pesetas.
El joven, acentuando su perenne sonrisa, le respondió:
– Se lo agradezco de verdad, y de muy buena gana cogería los veinte duros, pero estaría feo porque. ¿sabe?, yo soy el juez…