Sucedió en Navidad
Sucio y harapiento. Como un jirón de la vida misma, que sólo era un pedazo de vida con alma oscura, Picochungo vagaba por las calles de la ciudad como un perro perdido entre un laberinto de adoquines y de humos. Su mugrienta chaqueta, nostálgica de cuidados, sus pantalones deshilachados, su cabellera rebelde y grasienta, su barba blancuzca y alborotada, sus ojos enrojecidos por la lluvia interior de un vino venenoso y turbio, le conferían una estampa lastimosa.
Picochungo no recordaba haber vivido nunca en una casa medianamente decorosa ni siquiera aceptablemente habitable. Apenas supo lo que era el calor que prestan unos padres ni por su puerta pasó nunca el soplo de una ilusión. Caminaba errante todo el día por las calles de la ciudad, alerta al hallazgo de cualquier cosa que le pudiera reportar algún beneficio, un beneficio siempre raquítico y despreciable. Procuraba después su venta a chamarileros sin escrúpulos, y con las monedas conseguidas atendía, antes que a cosa alguna, a su sed insaciable del vino barato que, con lenta tenacidad, le iba destrozando el hígado. Con lo que sobraba, si algo sobraba, llevaba a la chabola un poco de alimento sin vitaminas ni calorías, que añadía a los mendrugos de pan que había encontrado en su exploración diaria en los desperdicios que guardaban en su vientre los contenedores. Con ellos se mantenía él y mantenía a Cristalito.
Para Picochungo, eso del amor era algo desconocido. Una vez entró en conversación con una joven, tan mísera y sucia como él, y no tardaron en establecer un pacto de convivencia. Ambos compartieron el sórdido habitáculo que le servía de morada, y nueve meses después nació Cristalito. No había cumplido éste un año, cuando su madre desapareció. Desapareció para siempre. Picochungo no hizo nada por encontrarla, y poco después la había olvidado por completo. Pero como toda alma guarda un reducto de bondad, Picochungo prodigó con su hijo la cuota que a él le correspondía. Embotada su mente, sin embargo, por la ignorancia y la pobreza, ni siquiera pensaba que la vida de Cristalito no era la más apropiada para un niño.
Vivían ambos, padre e hijo, en una chabola a las afueras de la ciudad. Un techo de vieja y gastada uralita permitía el paso del agua cuando las nubes se desbocaban, y la inconsistencia de los materiales de aquella pobre fábrica no impedía que, en las inclementes noches de invierno, el frío azotara la piel de los dos desheredados. Un desvencijado camastro, abandonado en una calle, les servía de yacija, y dos sillas jubiladas completaban el mobiliario, sin contar el viejo cajón que usaban a modo de mesa.
Cristalito pasaba el día en la soledad de sus pocos años: él no sabía cuántos tenía, pero eran ya siete. Su padre, Picochungo, salía temprano “a ganarse la vida”, como le decía a él, y regresaba siempre tarde. El niño pasaba el día merodeando por los alrededores de la chabola; si podía, afanaba algo que llevarse a la boca. La escuela era una desconocida de la que nunca había oído hablar. Con otros niños tan desarrapados como él jugaba a las peleas y, a veces, a dar patadas a una pelota de trapos. Por la vía de su paladar nunca había pasado un manjar delicado, ni sabía lo que era enfundar su piel en ropas nuevas y limpias. Pese a todo, en sus ojos refulgía un brillo de bondad que lo emparentaba con los ángeles.
En las calles de la ciudad había estallado un grito de luz. Era Navidad y la vida hervía de alegría, sincera o fingida, natural o forzada, deseada o temida.
Aquel día, Picochungo salió temprano. Anunció a Cristalito, como siempre, que iba “a buscarse la vida”, y que seguramente volvería tarde. El niño lo miró con sus ojos de cielo.
– Me ha dicho el Púa, el hijo del Pelajopo, que hoy es Navidad. ¿Qué es Navidad? – preguntó desde el fondo de su inocencia.
– Yo que sé; tiene que ser cosa de la gente rica, y nosotros de eso no entendemos.
Sin ampliar explicaciones, que tampoco estaban muy a su alcance, Picochungo se marchó llevando el viejo saco, que pendía de su hombro como el pellejo de un cabrito, y que le servía para transportar la cosecha recolectaba entre las inmundicias urbanas.
Cristalito pasó el día como los pasaba siempre. Deambulando por el barrio inconsistente que formaban las chabolas esparcidas por aquel descampado inhóspito, persiguiendo gatos famélicos, cruzando pedradas con otros niños tan desemparados como él, martirizando su cuerpecillo tierno e indefenso.
Cuando las sombras de la noche tendieron su manto sobre aquella triste ciudad de pobreza y abandono, Cristalito se arrebujó en la vieja manta que cubría el jergón sobre el que dormía. Apenas había catado alimento aquel día, su cuerpo estaba destrozado de tanto trajín, y, pese al frío despiadado que penetraba por las rendijas de la chabola, el cansancio y el sueño vencieron a los tiritones y pronto se quedó dormido.
Dormía profundamente Cristalito, cuando algo, acaso una suaves sacudida en un brazo, lo despertó. La chabola, en penumbra durante el día y con una densa oscuridad por la noche, estaba, sin embargo, inundada de una luz limpia y vivificadora. El niño, no habituado a aquella cegadora claridad, tardó unos segundos en situarse, sin saber muy bien si estaba realmente despierto o perdido en la pradera de los sueños. Ya con los ojos bien abiertos, vió ante sí, entre un haz de resplandores, la figura de un niño de parecida edad a la suya, que vestía blanca túnica con botonadura de oro, de pelo rubio como el sol y ojos brillantes, que le sonreía.
– ¡Anda éste! ¿Quién eres tú? – preguntó Cristalito.
– Soy tu amigo.
– ¿Mi amigo? Yo no te conozco. Pero, bueno, es igual… Yo me llamo Cristalito. ¿Y tú, cómo te llamas?
– Jesús.
– ¡Jó, qué nombre más raro! ¿En qué chabola vives?
– Yo vivo en el aire, en la luz y en el cielo.
– Vaya tío qué eres macho. ¿Y qué haces aquí, en mi chabola?
– He venido a verte porque es Navidad.
– Mi padres no sabe lo que es Navidad. ¿Y tú, lo sabes?
– Sí, Navidad es mi cumpleaños.
_ ¿Y cuántos años tienes?
– Más de dos mil.
– ¡Ahí va! Eso tiene que ser mogollón.
Cristalito se había incorporado en su lecho, y una abierta sonrisa dejaba al descubierto su incompleta dentadura. Miraba fascinado a su nuevo amigo, sin comprender nada de lo que estaba pasando.
– ¿Tú sabes jugar a la pelota? Yo tengo una – informó a su visitante.
– ¿Me la enseñas?
– Bueno; la tengo guardada aquí, debajo de mi cama – dijo, al tiempo que se arrodillaba y casi se metía debajo del camastro– Mírala…
El niño tenía en sus manos una pelota de colores tan vivos y brillantes que casi quemaban.
– ¡Pero si mi pelota era de trapo! ¿Quién me la ha cambiado por esta pelota tan bonita?
El nuevo amigo de Cristalito no contestó. Antes bien, hizo una pregunta:
– ¿No tienes más juguetes?
– Tengo un camión. ¿Quieres verlo?
Nuevamente se echó al suelo y exploró debajo de la cama. Cuando se incorporó, en sus manos tenía un camioncito de preciosa factura, con todos los detalles miniaturizados que puede tener un camión auténtico Cristalito abrió desmesuradamente los luceros de sus ojos.
– ¡Jó! ¡Jó! ¡Si mi camión era una caja de cartón con una cuerda de la que yo tiraba!
El niño de visita miraba complacido la cara de asombro y de felicidad de Cristalito.
– ¿Te gustan los pasteles?
– Claro.
– Entonces, ¿por qué no te comes esos que están ahí?
Cristalito dirigió su mirada al cajón que hacía las veces de mesa y vió, perfectamente alienado, el ejército de pasteles más variados y sugerentes que jamás hubiera podido soñar. Se abalanzó sobre ellos, y comenzó a comer con fruición, con la enfervorizada glotonería de un niño al que dan libertad para engullir dulces sin limitación alguna, con la desmesura exigida por sus hambres antiguas.
Cuando se hubo saturado, con la boca orlada de crema y menta, se volvió y dijo:
– ¡Qué buenos están, Jesús! ¿Quieres comerlos tu también?
Pero nadie le respondió, porque en el triste recinto de la chabola ya no había nadie. Cristalito, rociando con su mirada el silencio, clamó, con un punto de compunción en su voz:
– ¡Jesús! ¡Jesús! ¿Dónde estás?
Sus llamadas se perdieron en el aire. El niño salió a la puerta de la chabola, sin dejar de llamar:
– ¡Jesús! ¡Jesús!
A lo lejos rutilaban las luces de la gran ciudad. Cristalito estaba solo en medio de la noche. Dirigió sus ojos de miel a lo alto y se quedó absorto contemplando las estrellas. Una brillaba sobre las demás, con un brillo intenso y blanco.
– ¡Ya sé dónde estás, Jesús!