Reflexiones sobre el Proyecto de Reforma de la Ley de Arbitraje
Se encuentra en sede de tramitación parlamentaria el Proyecto de reforma de la Ley de Arbitraje, aprobado por el Consejo de Ministros el 16 de julio de 2010 y publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales el 8 de septiembre. Esta iniciativa legislativa se enmarca dentro del denominado “Plan de Modernización de la Justicia 2009-2010”, que comprende la adopción de diversas medidas tendentes a impulsar los sistemas alternativos de resolución de conflictos para paliar la carga de trabajo y costes que soporta nuestra Administración de Justicia. Aún cuando la idea inicial era que ésta reforma fuera acompañada con la aprobación de la Ley de Mediación (prevista en el Anteproyecto como trámite obligatorio para las reclamaciones judiciales de menos de 6.000 euros), el legislador ha considerado prioritario corregir los problemas que se han ido manifestado desde la promulgación de la Ley 60/2003, dejando en un discreto segundo plano a la mediación.
Sabido es que analizar de antemano un Proyecto de Ley se antoja aventurado por las modificaciones que puede sufrir hasta su aprobación definitiva, si bien considero interesante hacer en éste punto una serie de reflexiones por la transcendencia de alguna de las iniciativas que se pretenden incorporar.
Una de las modificaciones más destacadas del Proyecto de Ley consiste en el reconocimiento legislativo del denominado “arbitraje estatutario”, entendido como sistema alternativo al judicial para la resolución de las impugnaciones de acuerdos sociales por parte de los socios y administradores de una sociedad. Éste reconocimiento marca un hito en una materia tradicionalmente no exenta de polémicas. Al efecto debemos recordar que a partir de los años cincuenta (coincidiendo con la promulgación de la Ley de Sociedades Anónimas y la primera Ley de Arbitraje) la Jurisprudencia rechazaba de plano la validez del arbitraje como sistema de resolución de impugnación de los acuerdos sociales, basándose en la naturaleza de la acción impugnatoria que consideraba materia de ius cogens y por tanto sustraída de la libre disposición de las partes. Este panorama no cambiaría hasta la promulgación de la Ley de Sociedades Anónimas de 1989, que vino a suprimir el antiguo cauce jurisdiccional establecido específicamente para esta materia, abriendo un cambio de tendencia que se plasmó en nuestra Jurisprudencia a partir de la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de abril de 1998.
Actualmente, si bien es cierto que el arbitraje societario encuentra respaldo en una abundante doctrina, no lo es menos que su reconocimiento legislativo puede y debe servir de cauce para reafirmar esa tendencia y ampliar su ámbito de cobertura dando cabida a la resolución de conflictos entre socios (derivados de la tenencia de acciones), entre socios y administradores o entre éstos y la sociedad; medida que ayudaría a descongestionar la carga de trabajo que actualmente soportan los diferentes Juzgados de lo Mercantil. Además no hay que perder de vista que si hay una materia donde se puede apreciar en toda su dimensión las bondades del arbitraje (rapidez, inmediatez, confidencialidad) esa es sin duda alguna la societaria.
Del mismo modo ese reconocimiento puede contribuir a resolver la duda de qué ocurre cuando la sumisión a arbitraje no viene reflejada en los estatutos originarios de una sociedad, sino que se incorpora posteriormente mediante acuerdo de los socios. ¿Qué ocurre con aquellos que no lo aprueban? ¿Deben quedar vinculados por esa sumisión a pesar de no haber prestado su consentimiento, cuando éste se erige en piedra angular de la institución arbitral?. La redacción del Proyecto contempla que la incorporación de esa cláusula a los estatutos deba ser aprobada por unanimidad de los socios, solución que resolvería la referida problemática pero que en la mayoría de casos haría inoperante el propósito de impulsar el arbitraje. Lo más lógico parece ser que el acuerdo deba ser aprobado por el régimen de mayorías reforzadas de los Arts. 199 y 201 de la Ley de Sociedades de Capital, planteándose únicamente su oponibilidad respecto de aquellos socios que se hubieran opuesto expresamente a su adopción, pero no respecto de los futuros y los ausentes.
Otra de las novedades beneficiosas que podría aportar la aprobación definitiva del Proyecto de Ley consiste en la atribución a la Sala de lo Civil y lo Penal de los Tribunales Superiores de Justicia de la competencia para el nombramiento judicial de árbitros, la acción de anulación y el reconocimiento de laudos extranjeros. Si anteriormente esas competencias se encontraban distribuidas entre los Juzgados de Primera Instancia (nombramiento judicial de árbitros y reconocimiento de laudos extranjeros) y las Audiencias Provinciales (acción de anulación), ahora quedarían concentradas en una única Sala, consiguiéndose no sólo una homogeneidad competencial, sino también doctrinal, requerida desde numerosos sectores a la vista de los dispares criterios que en estas materias habían ido adoptados cada una de las Audiencias Provinciales. En una decisión a mi modo de ver plausible, continuarán ostentando los Juzgados de Primera Instancia la competencia respecto aquellas materias que precisan una mayor cercanía de la Justicia con sus administrados, como son la asistencia en la práctica de pruebas y la adopción de medidas cautelares o la ejecución forzosa de los laudos.
El Proyecto que analizamos también se encarga de modificar el vigente Artículo 15 de la Ley 60/2003, que exige al árbitro que resuelva en derecho la condición de Abogado en ejercicio. Ni que decir tiene que ese requisito profesional, tal y como hoy día está planteado, veta injustamente el campo de actuación en esos arbitrajes a profesionales tan o más capacitados para resolver en derecho una controversia que los abogados en ejercicio. Ese veto se extendía (por poner sólo unos ejemplos) a Notarios, Registradores o Catedráticos eméritos o en ejercicio. En puridad, si el arbitraje era en derecho y no mediaba autorización previa de las partes (lo cual ocurría en la mayoría de ocasiones), estos profesionales que formaban parte de una Corte de Arbitraje o eran designados ad hoc para resolver una controversia, debían abstenerse de conocer el asunto que se les asignaba aún cuando nadie pudiera dudar de su capacitación, experiencia y especialización para resolver la materia controvertida. Asimismo se incorpora un nuevo apartado al Art. 14 que preceptúa la obligación de las instituciones arbitrales de velar por el cumplimiento de las condiciones de capacidad e independencia de los árbitros, así como por la transparencia en su designación, obligaciones cuyo éxito dependerá en gran medida del desarrollo que se efectúe en los respectivos reglamentos de funcionamiento internos de esas Instituciones.
Junto a estas positivas aportaciones, encontramos en el Proyecto otras propuestas que únicamente merecen ser catalogadas de reformas bienintencionadas, tal y como las califica la doctrina mejor cualificada. Es el caso de la nueva redacción que se le daría al apartado 4º del artículo 37, por el cual los laudos deberían estar siempre motivados sin que quepa autorización en contra de las partes. Esa exigencia de motivación, tal y como se expresa en la Exposición de Motivos del Proyecto, responde a la preocupación del legislador por dotar al arbitraje de una mayor seguridad jurídica y eficacia. Qué duda cabe que si las sentencias judiciales y los laudos tienen la misma fuerza ejecutiva, lo lógico es que también se equiparen en cuanto a los requisitos que deben cumplir para garantizar el respeto a los principios procedimentales y a los derechos de las partes, entre ellos la exhaustividad, congruencia y motivación que exige el Art. 218 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Y si bien desde un punto de vista formal esa exigencia de motivación de los Laudos puede resultar plausible, mucho nos tememos que tan loable propósito teórico pueda quedar relegado en la práctica a una mera declaración de intenciones. La remisión a conceptos jurídicos indeterminados, como es el caso de la motivación, no siempre se antojan como remedios acertados cuando con ellos se pretende atajar problemas y vicios de gran calado.
La motivación no es más que la exteriorización de un razonamiento, una explicación o expresión racional de las causas que han conducido a una determinada resolución, lo que ha de hacerse tras la fijación de los hechos de que se parte y su posterior incardinación en la normativa jurídica aplicable. Sabido es que esa exigencia de motivación no es nueva. Así, el Art. 54 de la Ley 30/1992 la preceptúa como presupuesto de determinadas resoluciones administrativas, lo que en principio garantizaría la defensa de los derechos e intereses de los administrados. Sin embargo la aplicación práctica de esa exigencia en ese y otros órdenes jurisdiccionales ha quedado en demasiadas ocasiones mermada por el principio de conservación de los actos procesales. Esperemos que la tibieza de la reforma en este punto (exteriorizada en el hecho de que su infracción no se contemple como una nueva causa de anulación del Laudo) no nos conduzca a la misma solución en ésta materia.
Otras cuestiones del Proyecto de Ley que deberán ser objeto de un más detenido estudio parlamentario y una mejora técnica del articulado (tal y como demandan la doctrina, las instituciones arbitrales y la mayoría de grupos con representación parlamentaria) son las que se contemplan en relación con la modificación de la alegación de excepción al arbitraje, el pseudo-arbitraje administrativo que postula la Disposición Adicional única del Proyecto y el seguro de responsabilidad civil que se exigiría a los árbitros e instituciones arbitrales (y que a la postre supondría mayores costes que terminarían redundando en las partes del arbitraje). Lo reducido de éste articulo impide detenerse en ellas, mucho más cuando el número de enmiendas presentadas auguran modificaciones sustanciales en éstos puntos.
Por último conviene referirse al apartado más polémico de la reforma, cual es la modificación del Art. 34 de la Ley 60/2003 con el que se pretende suprimir la equidad como medio de resolución en los arbitrajes internos, no así en los internacionales, en los que las partes podrían seguir optando por su aplicación en una clara discriminación sin aparente justificación alguna.
Está demás afirmar que la equidad, como medio de resolución de conflictos, tiene gran arraigo en nuestra cultura arbitral, al haber sido la modalidad supletoria en defecto de acuerdo de partes hasta la promulgación de la Ley 60/2003. En estos procedimientos el Árbitro no está sujeto a Derecho para resolver el asunto litigioso, pero ello no significa que goce de albedrío o discrecionalidad absolutos, pues siempre habrá de respetar los principios de audiencia, contradicción e igualdad de las partes y el resto de normas procedimentales que contiene la Ley de Arbitraje. Respetándose esos principios, y estableciéndose la obligación de motivar los laudos, parece perder sentido la justificación que invoca el Proyecto de Ley para fundamentar la reforma (seguridad jurídica). La seguridad jurídica no se refuerza por dejar apartada la equidad a un segundo plano (como pretendía, sin mucho éxito la Ley 60/2003), ni por eliminarla. Esa seguridad únicamente se consigue con el reforzamiento de las garantías procedimentales. Si el Juez puede ponderar la aplicación de las normas en equidad (Art. 3,2 del C. Civil), y hasta moderar la pena en atención a las circunstancias (Art. 1154), no se entiende porqué el árbitro en esa misma función paralela no podrá acudir a ella si, según su “leal saber y entender”, considera en un momento determinado que el derecho positivo lo encorseta a la hora de alcanzar el ideal de Justicia.
A la vista de lo indicado entiendo que no puede sino concluirse que la supresión indicada, a parte de constreñir gravemente la autonomía de voluntad de las partes (que pueden apartarse de la jurisdicción ordinaria pero no acogerse a la equidad), carece de una fundamentación mínimamente plausible.
Como decíamos al comienzo de éste artículo, aún quedando un largo camino de tramitación parlamentaria, el Proyecto ya nos ofrece diversas reflexiones (las expuestas y otras que pudieran surgir), que deberán ser desarrolladas en aras a alcanzar con éxito el objetivo pretendido con la reforma, potenciar el arbitraje como medio adecuado y seguro de resolución de conflictos.