Profesores y Abogados
He titulado esta breve disertación “Profesores y Abogados”. Parece que están claros los términos y no dejan duda sobre mi intención; pero en esta Sevilla maniquea, que parte la realidad en dos, en la constante dicotomía de “los de José y de Juan” (Joselito y Belmonte), del “Sevilla y el Betis” (el Betis y el Sevilla), Macarena y Triana, hay que aclarar que, en este caso, la copulativa y (Profesores y Abogados) expresa vínculo, unión o, mejor, coincidencia. No se trata de diferenciar ni de contraponer los términos de la proposición (profesores a abogados), como en el uso lingüístico sevillano, en el que la conjunción tiene más de disyuntiva y hasta de adversativa que de copulativa, sino de unir las dos condiciones profesionales en una misma persona. En Sevilla no se concibe que una sola persona pueda ser, a la vez, bético y sevillista, por ejemplo; por eso, es obligado aclarar que cuando hablo de “profesores y abogados” me refiero a quienes reúnen ambas condiciones profesionales, como yo. Perdonen que me ponga de ejemplo, aunque sea sólo a efectos didácticos, pero, como decía Unamuno, “es que no tengo otro más cerca”.
La aclaración es necesaria porque en la dicotomía profesor-abogado se ha personalizado una de las contraposiciones más falsa y nociva de nuestra sociedad: la que enfrenta “teoría” y “práctica”. El profesor sería, por antonomasia, un teórico y el abogado, un práctico. Y, además, la dicotomía tiene una carga de connotación valorativa, despectiva para la teoría y laudatoria para la práctica, menosprecio de los teóricos y alabanza de los prácticos.
El origen de tan perversa contraposición está en ese falso concepto de la teoría que tan exactamente captó Ortega y Gasset. Me refiero al personaje castizo cuya imagen brindó Ortega al autor costumbrista Arniches en su brindis del P.E.N. CLUB de Madrid (Diciembre de 1935, Obras Completas, VI, 5a ed., Madrid, 1961, p. 231). En una noche de crudísimo invierno y feroz nevada, un “hombre de magnífico porte”, sombrero y capa “salpicados de copos de nieve”, se acercó a su nutrida tertulia del Café de Levante y al tiempo que se desembozaba con un espléndido gesto y se sacudía los copos, saludó a sus contertulios diciendo: -“Señores, ¡buenas noches… teóricamente”. Don José, que cenaba solo en un rincón, recogido en sí mismo –“ensimismado”-, “abriendo los poros a la casticidad que pasa”, anotó:
“Nunca he visto más enérgicamente vivida la idea que nuestro pueblo hace de la teoría.
Teoría es para él lo que no tiene nada que ver con la realidad, lo que jamás coincide con ella”.
Teórico es, pues, en esa falsa idea, el ignorante de la realidad, el que vive de espaldas a ella, en la irrealidad.
No es eso la teoría, mucho menos la teoría jurídica. Las normas se dictan para “realizarse”, para incidir en la realidad y ordenarla en el sentido de la Justicia. La teoría parte de la realidad para encasillarla en conceptos –personas, cosas, derechos, acciones; personas naturales, jurídicas; cosas muebles, inmuebles; derechos reales, de disfrute, de garantía; derechos de crédito; acciones declarativas, constitutivas de condena-, un repertorio de ideas instrumentales, generalizadoras, que sirven para clasificar la realidad, dominarla y actuar sobre ella. La teoría no puede prescindir de la realidad, que es su punto de partida y de llegada, a través de la elaboración, la interpretación y la aplicación de la norma. Sólo gracias a la teoría puede construirse un sistema unitario, ordenado y sistemático del Derecho; pero la teoría es meramente instrumental, porque sirve al fin de la realización del Derecho, de su paso de la norma a la vida, a través de su aplicación y ejecución.
La teoría que se queda en la idea, ni es teoría ni para nada sirve; será un puro juego de conceptos, un vacío “conceptualismo”, que prescinde de la realidad social, única destinataria de las normas jurídicas, y de la finalidad de éstas, que es la de resolver en justicia los conflictos de intereses.
Por eso, el método jurídico de observación de la realidad predica, frente a la jurisprudencia de conceptos, la jurisprudencia de intereses. Los conceptos son necesarios, pero el jurista no debe permanecer atrapado en ellos en un estéril bizantinismo, sino servirse de ellos para solucionar los conflictos de intereses, para incidir en la realidad y transformarla, para hacer realidad el ideal de justicia que inspira todo el sistema jurídico.
Han sido, precisamente, los mercantilistas quienes, sin duda por más apegados a la realidad económica, han propugnado el método de observación como el más adecuado al Derecho. El antológico consejo del italiano Vivante de no tratar ninguna institución jurídica sin conocer a fondo su estructura técnico-económica, de acudir a las bolsas, a los bancos, a las agencias, a las sociedades, a los juzgados antes que al estudio de la institución, acredita que no hay teoría sin práctica.
En palabras de mi admirado y recordado colega el Prof. Santini (Commercio e servizi, Bolonia, 1988, pp. 42 y ss.), hay que partir de la economía, o “si se quiere, de la práctica”, para buscar la norma y sus consecuencias jurídicas.
Lo cual no significa que el método adecuado sea el del llamado “análisis económico del Derecho”, que orienta la interpretación y aplicación de la norma a la eficiencia económica y a la lógica del mercado, como mantiene actualmente la escuela de Chicago, con seguidores en España. No es el Derecho el que debe plegarse a los intereses económicos, sino la economía la que ha de respetar en un Estado de Derecho el imperio de la ley, los valores que ésta protege y la seguridad jurídica.
En suma, el Derecho no es un sistema cerrado sino que gravita en torno a fenómenos económicos que integran también un sistema, y hay que acercarse a la realidad para “redescubrirla” a partir de la economía; pero no para someter el Derecho a la economía.
Teoría –conocimiento del sistema normativo- y práctica –realización del Derecho a través de la aplicación de la norma- han de ir unidas, sin que se pueda prescindir de ninguno de esos elementos.
Hace unos días, en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, rendía yo homenaje en memoria de un maestro recientemente fallecido, el Prof. Gutiérrez-Alviz, y señalaba precisamente su doble condición de profesor y abogado, de “jurista de una sola pieza”, de los que “saben” y “saben hacer”, que integran armónicamente la artificiosa contraposición entre teoría y práctica. Recordaba que, en mis años de estudiante en la vieja casa de la calle Laraña, aprovechábamos cualquier hora libre de la mañana para asistir, en la antigua Audiencia de la Plaza de San Francisco, a las vistas, particularmente a las de apelación en salas de lo Civil cuando en ellas contendían nuestros maestros (los profesores Candil, Giménez Fernández, Cossío, Royo, Campo-redondo y Gutiérrez-alviz ejercían la abogacía). Pues bien, allí, en los bancos de la audiencia pública, aprendí un complemento de las lecciones que recibí en las aulas: que maestro es el que “sabe” y “sabe hacer”; que aquello que nos enseñaban en la Facultad –la teoría- servía para defender los intereses de las personas y pedir su protección en justicia –la práctica-; que la realidad de la vida es la más completa colección de casos prácticos; que el más fiel contraste de una buena teoría es una buena práctica.
Sin ese contraste, la teoría es inútil. Suelo ilustrar esta idea con la anécdota de otro filósofo, en este caso de Lagartijo, el “califa” cordobés. La cuenta Grecorio Corrochano en su antológica crónica “Es de Ronda y se llama Cayetano”. Un inexperto “sobresaliente” describió minuciosamente al maestro los diversos movimientos que requería la suerte de matar, desde perfilarse hasta hundir el estoque en el hoyo de las agujas, y al concluir la disertación le preguntó: “¿Falta algo, maestro? Rafael, que había sido sobresaliente de “El Gordito” y tenía su propio sistema de ejecutar la suerte, su hábil “media lagartijera”, respondió sentencioso: “Falta hacerlo”. Como en el toreo; en Derecho, el que sabe pero no sabe hacer, será un aficionado, nunca un diestro, pero el que sin saber intenta hacerlo, será un matarife, un “pinchauvas”, no un maestro.
No basta con saber; hacer falta “hacer”, o al menos, saber hacer. No es que todos los juristas hayan de ejercer la abogacía o cualquier otra de las profesiones jurídicas; pero de lo que no pueden prescindir es de la realidad, porque dejarían de ser juristas.
Si tuviésemos que señalar a un jurista “teórico” por antonomasia, elegiríamos al sevillano Federico de Castro, el gran maestro del Derecho civil del pasado siglo, que no ejerció otra profesión que la de profesor, salvo la de asesor del Ministerio de Asuntos Exteriores y, en el último tramo de su vida, la de magistrado del Tribunal de La Haya; pero precisamente fue él quien enseñó que las normas jurídicas nada son si no se convierten con su cumplimiento en “realidad jurídica eficaz”; que el jurista ha de especializarse “en la realización del Derecho” y de la “Justicia”, en “dar sentido, animar y hacer eficaces las normas jurídicas”; que tiene que “unir conocimiento y práctica” –esto es, “saber” y “saber hacer”-, para lo cual, lo primero es la teoría, la “elaboración científica”, “la que proporciona el conocimiento y la fundamentación necesaria para la práctica”. “La especialidad de la doctrina jurídica -añadía De Castro- está en que no es puramente científica ni teórica”. Y tanto condenaba la jurisprudencia de conceptos, “ajena a la realidad”, como el ilimitado “casuismo”, carente de sistema.
La crítica de la teoría suele partir de quienes de ella carecen, que “desprecian cuanto ignoran”, y, como decía mi maestro Bigiavi, “en teoría son poco prácticos”. Las profesiones jurídicas -por antonomasia, la de abogado- son de estudio, y mal práctico será el que de él prescinde y lo confía todo a lo que aprendió en el ejercicio, casuístico y forzosamente limitado. Es la teoría la que, al menos, da las pistas para el estudio, desde la elección de la norma aplicable al caso, a su interpretación, al apoyo de ésta en los autores (interpretación doctrinal) o en los tribunales (interpretación jurisprudencial). Sin teoría no hay verdadera práctica jurídica, sino vulgar rutina, hacer inconsciente, propio del “practicón” o del “zurupeto”.
Jurista docto –de docere- es el que a través del estudio ha adquirido conocimientos. Obsérvese que de la misma raíz latina doc derivan doctor, doctrina, documentum. Quien carece de doctrina es un indocumentado, aunque “tenga papeles”, un ignorante, un inculto. Para ejercer la profesión se exige el título que acredita una formación; pero no basta con enmarcarlo y colgarlo, es necesario seguir estudiando, completar, aumentar, perfeccionar los conocimientos.