Obituarios
María del Carmen Gómez Jiménez
Cuando aparece así la muerte, tan impíamente, desoladora y abrasiva, es inevitable balbucir una interrogante: ¿porqué? Cuando el fin de los días se cierne en las vegas floridas de una joven, plena de vida e ilusión ¡yo maldigo la parca! A Mari Carmen no nos han dejado quererla. Ha venido tan traicionera la muerte que ha sesgado todos los tallos de todas sus rosas, en la plenitud de sus mayos. Apenas hemos tenido tiempo de retener la clara luz de sus ojos, correteando pasillos, abogando dulcemente, embutida en el ajado azabache de una toga.
Si. Se nos fue en mayo, cuando la Virgen pasea por las tardes andaluzas, cuando rutila el cohete, cuando las noches son amables ¿Por qué en mayo?
Solo después de haberla llorado, nos quedamos con el almíbar de su voz cantarina, con sus soñados ecos, acariciando ideales estrados y, solo entonces, empiezas a ver, cómo la mañana nos devuelve desde los campos, la estampa de esta compañera que murió empezando a vivir. Era como si mayo celoso la hubiera estado esperando. Era como si la Virgen Morena del Sur no quisiera tomar las tardes, más que de su mano, tibia y pequeña.
Manuel Fernández Fuentes. Abogado
A la memoria de nuestros compañeros Don José Antonio Moreno Suárez y Don Manuel Cruz Herrera, en el primer año del fallecimiento de Pepín
El pasado 19 de agosto se cumplió un año del fallecimiento de nuestro compañero Pepín Moreno, Decano en la década de los años ochenta y el próximo 27 de marzo de 2010 se cumplirán diez años de la muerte de Manolo Cruz, que por aquellas fechas desempeñó el de Vicedecano. Traigo aquí hoy el recuerdo de ambos, primeramente para seguir honrando su memoria, en un afán de agradecimiento a los dos por lo que representaron en la vida de nuestra Corporación como excelentes abogados y profesionales “íntegros, honestos y justos”.- son palabras de nuestro actual Decano en la prensa sevillana al ocuparse de la noticia de la muerte de Pepín-, y yo añadiría para ser aún más justos, que también por el alto concepto que tenían del corporativismo de que siempre está tan necesitada nuestra hermosa profesión, y en segundo término porque lo que es objeto de este artículo fue protagonizado por ambos.
A cada uno de ellos independientemente y a los dos conjuntamente les bullía fervorosamente en su interior este espíritu colegial de que siempre hicieron gala y practicaron, y pienso que ambos llegaron a la misma idea de celebrar anualmente el acontecimiento, para continuar aún más vinculados profesionalmente a sus compañeros, después de sus períodos de mandato. Y así fue como aquella idea terminó en algo positivo que perduró hasta la muerte de Manolo Cruz, desde cuya fecha Pepín, aunque no se encontraba con fuerzas para continuarlo, trató de hacerlo y recurrió a mí, y yo por especiales circunstancias que no son del caso, no quise asumir esta tarea, estimando sobre toda otra consideración que debían ser quienes la continuaran los que en aquellos momentos gobernaren la Corporación. Ante tal negativa, Pepín, aunque hasta el mismo momento de su desaparición, me consta por el contacto que tuve con él hasta el final, lo estuvo meditando, y decidió no reanudar aquella tarea. Me estoy refiriendo a lo que ellos, él y Manolo, llamaron “el almuerzo de los cincuenta”, cuya andadura comenzó el año de 1995, y continuó ininterrumpidamente hasta el año 2000 de la muerte de éste. Hace ya catorce años de aquella primera reunión. La finalidad y el espíritu de la misma reforzar aún más la unión entre los compañeros más antiguos que en ese momento eran altas en el ejercicio profesional, con independencia de la celebración anual de diciembre, para festejar a nuestra patrona la Inmaculada Concepción, a la que asistía la totalidad del censo colegial.
Por estas razones creo llegado el momento, y así se lo he manifestado al Decano, José Joaquín Rodríguez Gallardo, que continúe aquella tradición, para honrar la memoria de dos excelentes compañeros en primer lugar, después como vínculo colegial entre los compañeros mayores en edad y gobierno, para que esto se produzca antes de que los que la comenzamos hayamos desaparecido, siguiendo el inexorable destino que la vida nos reserva siempre como broche final, como ya desgraciadamente ha ocurrido con muchos, muchísimos compañeros de los que iniciaron aquella andadura. Queda, pues, interpuesta la demanda de solicitud.
En la primera carta de convocatoria, que en este momento tengo a la vista, me decía Pepín que nos presidiría Don Salvador Dianez, hoy ya no vive, y aparte otras consideraciones, una de suma importancia, la de que “no habrá discursos ni lectura de carta alguna”, lo que me pareció muy apropiado para silenciar a algunos dispuestos siempre a contarnos sus batallitas, pero a continuación me decía que como el día fijado para la celebración era un viernes de Cuaresma, “habrá menú de vigilia”, lo que parece que algunos compañeros habían interesado, y esto ya no me pareció ni bien ni de recibo, al menos por mi parte, y sin pensarlo, sabiendo que estaba detrás el que impartía las bendiciones, Manolo Cruz, “obispo” bendecidor de larga y sacra mano, y que el almuerzo era en el Hotel Los Seises, de conocido tinte eclesial, me puse manos al ordenador y el siguiente 17 de marzo, su carta era del día 27 de febrero anterior, sin encomendarme ni a Dios ni a Samaniel, un diablo famoso que disfrazaba su nombre de Satanás, lancé contra el eclesiástico, que me constaba era golosazo y comilón, contra la vigilia y contra todo lo que pude sin faltar a nadie, todo a la buena usanza y maneras, la carta cuyo contenido, hoy, al cabo ya casi de quince años, ve la luz primera antes de que se publique en un libro que da vueltas en la urdidera de mi cerebro, uno de cuyos capítulos irá dedicado a tan fieles amigos y compañeros con un título como el que sigue o parecido a él: Un almuerzo y una carta gastronómica contra el Vicedecano del Colegio de Abogados de Sevilla, ilustre compañero y exquisito gastrónomo. Con escasas correcciones de estilo reproduzco su contenido y copio su texto. Es como sigue:
“Contesto tu carta de 27 de febrero, continuando nuestras varias conversaciones en relación con el “almuerzo de los cincuenta”, al que asistiré gustosísimo y honradísimo, esperando que esta feliz iniciativa tuya no caiga en saco roto y podamos celebrar muchas más, he dicho muchas, infinitas más, signo inequívoco de que nos acercamos a la edad de Matusalén.- Me parece muy bien, como me has indicado por teléfono, que el menú sea de viernes de Cuaresma, como han querido algunos, pero cuidado con ello, no vaya a ocurrir que estando encargado de dicho menú el “señor Obispo”, nos vaya a endilgar la comida del Dómine Cabra a sus pupilos, y veamos los tropezones nadar en un caldo de aguachirle, lo que no se corresponde ya con tan ancianitos como somos. Necesitamos más sustancia.- Creo que los ”mil duros” darán para algo más que el “ Domine benedicite, que los tragones de turno convirtieron en un refrancillo popular en los siglos de Oro” Domine tomo; benedicite, y como”, y yo ignoro si algo se nos dará por añadidura, tal vez algún palomino festivo. como al hidalgo cuerdo y loco a la vez, o sustancia que se pegue al riñón.- Nunca hubiera pensado que a tí, tragón de turno y Pantagruel acreditado, se te hubiera ocurrido señalar un viernes de Cuaresma para el condumio, y que no podamos por esta causa elogiar como hizo Lope de Vega en su Epístola al contador Gaspar de Barrionuevo, la más excelente y exquisita de las “patas”: Jamón presuto de español marrano / de la sierra famosa de Aracena /donde huyó del mundo Arias Montano. Tan sabroso pernil, que ya no cataremos, hizo también el deleite de Baltasar del Alcázar, el ilustre sevillano, poeta chirle, según nuestro flamante y último Premio Nobel, que como sabes dijo: “Tres cosas me tienen preso, / de amores el corazón, / la bella Inés, el jamón / y berenjenas con queso. Yo, particularmente, estoy dispuesto a conformarme con una modesta tortilla cartujana, al gusto de las fabricadas por los frailes cartujos de nuestro Monasterio de Santa Mará de las Cuevas, que hoy, los necios innovadores de la gastronomía llaman tortilla francesa, que es tan antigua que ya en el siglo XVI el médico sevillano Juan de Malhara en su conocido libro Filosofía vulgar, publicado en 1568, ya se ocupaba del arte de confeccionarla. Arregla, pues, si puedes que nos den una tortillita, como mal menor, pero que sea frailuna y cartujana. Como es tiempo de vigilia, tú, que tienes influencia con el “Obispo”, procura que nos sirvan al menos, como complemento, como el pobre Sancho deseaba, en conversación con la Duquesa, “una misericordia de vino”, y lo que el despabilado pero mísero pícaro Estebadillo González, cató en la ciudad famosa del Betis, con lo que aplacó cansancio y hambre, “ostioncitos crudos y camaroncitos con lima”, léase sal y limón, que el muy granuja degustó en las merindades del famoso Puerto Camaronero de la Sevilla imperial.- Del “Obispo” Cruz Herrera, tu obispo sufragáneo, canónicamente hablando, ya que andamos de bendiciones, que depende de tu autoridad, debo decirte algo para que te guardes de él y desconfíes de sus bendiciones, item más en viernes y en Cuaresma, porque no me fío de él, y me avalan buenas y muy fundadas razones, No olvides que, como buen fraile, tiene reminiscencias eclesiásticas de la Iglesia medieval, aún no superadas, y aunque no te endilgue la excomunión, para lo que sin duda carece de facultades, sí puede aplicarte la excusión de la mesa común que la iglesia medieval imponía a los culpables de alguna falta. Doy fe de haber presenciado este castigo humillante en el Parador Nacional de Turismo de Vich, en Cataluña, impuesto por el “Papa Clemente” a uno de sus obispos, cuando yo, residente en el Parador en 1980, celebraba las bodas de plata con mi familia. Hicieron noche en el Parador el Pontífice y su cohorte de obispos, y a la mañana siguiente, antes de marcharse y en el desayuno se metieron entre pecho y espalda ocho botellas de Lágrima Virgen, el exquisito vino de Málaga; casi a una botella por barba porque iban diez, de paso para Francia. Y observé el castigo impuesto a uno de ellos, que ocupando puesto en la cabecera de la mesa con el Sumo, miraba obnubilado los platos de butifarra catalana con chícharos que se embaulaba aquella plebe. Y creo también, querido Pepe, que al citado “Obispo” Cruz Herrera se debe también el que al fraternal ágape no asistan nuestras esposas, otra antigua reminiscencia de aquella iglesia medieval, que consideraba los placeres de la alimentación y los banquetes siempre asociados a la sensualidad pecaminosa: prohibían comer con mujeres, orden categórica para los ascetas cristianos, para evitar, se decía, crear complicidad, alimentar el deseo y el placer sensual y erótico. No te extrañe por ello la abstención sobre todo de carne, – razón por la que el ladino príncipe de la iglesia ha fijado un viernes de Cuaresma- fuente de concupiscencia y por eso creo que nos bombardeará con chaparrón de vegetales, símbolo de pureza. Así llegan a la anorexia pero controlan las necesidades del cuerpo espiritualmente mediante el ayuno y la abstinencia. A esto llaman sobriedad, continencia y autocontrol. Es un hecho histórico que “por el alimento se introdujo la culpa”, lo dijeron San Agustín y San Bernardo siguiendo a San Pablo: “me abstengo del vino porque en el vino se encuentra la lujuria…: me abstengo de las carnes, porque mientras alimento mucho a la carne a la vez alimento los vicios de la carne”. En los siglos XII y XIII en que vivieron estos santos no pudieron catar ni el fino La Ina, ni el Tío Pepe o la manzanilla de Sanlucar, la chuleta de Moaña o la ternera de Avila, o un buen chuletón de Villagodio. Están, pues, disculpados. Así se guardaban en la mesa las estrictas reglas de la compostura, y no podía producirse, como demostraba en su De rudimento puerorum el filósofo franciscano Francesc Eximenis, el desagradable ruido que producía el erupto imprudente de los glotones, sonus epulantis, con que castigaban al comensal que la tornadiza suerte les deparaba como vecino en la mesa.- Todo, pues, en esta convocatoria, querido Pepe, lo atribuyo a la malsana influencia del “Obispo” en cuestión, que, además, ya observarías en la ocasión anterior como nos colocó en riguroso orden de antigüedad, siguiendo al pie de la letra el mandato de San Vicente Ferrer en el Tratado de la vida espiritual (cap. IX), sobre el orden que se ha de guardar en la mesa: “luego te sentarás según tu antigüedad “.- Razones justas me llevan a advertirte sobre su vigilancia. Es, por otra parte, golosazo y comilón, adjetivos que Don Quijote aplicaba a Sancho por tragaldabas y perfecto perevaricador gastronómico, al que he visto devorar un buen plato de cocido – de olla de tres vuelcos-, con una buena pringada, una morcilla como la pata de un gitano y un tocino como la manga de un abrigo, y después embaularse de postre un nutrido plato de “poleás”. Si no se viere no se creyere. Mi testimonio créelo como verdadero, lo observé con mis propios ojos, observando por otra parte su excelente disposición para tragar las aceitunas, que como plato del ante vinieron a la mesa, que me recordó el calificativo que empleara el Dr. Thebussem de un engullidor de tan precioso fruto, por su habilidad desmedida de llevarlas del plato a la boca, un acto de auténtica “piratería gastronómica”, que no permitía a los demás comensales gozar del fruto mediterráneo por excelencia, decía el ilustre gastrónomo.- Tienes que tomar nota para que no te engañe y nos sorprenda. Viernes y Cuaresma, “quadragesiman diem”, símbolo del ayuno de cuarenta días observado por Jesucristo en el desierto. Y viernes, abreviatura de la locución latina “veneris dies”, día de Venus, la diosa romana protectora de la naturaleza, del amor y de la fecundidad. Fíjate bien la malicia puesta en escena por el “Obispo” Cruz Herrera, que está rogando y con el mazo dando. Seguro que nos contenta con un modesto bacalao cuaresmal y él se prepara algún capón de Villalba de los de “menear la cabaeza”. Nos quiere confundir, a mí te aseguro que no, con el ayuno total de los viernes que recomendaba el apicarado Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor, siendo él de aquellos que decía el tal Juan Ruíz: “…desque te conocí nunca te ví ayunar; / almuerzas de mañana; no pierdes la yantar; / sin mesura meriendas; mejor quieres cenar; / si tienes qué, a la noche, o puedes cahorar…” (tomar una sobremesa).- Tan falaz eclesiástico sigue la costumbre de los monasterios medievales. Cuando el abad almorzaba con huéspedes o recibía a algún monje invitado, comía carne. Fray Justo Pérez de Urbel, que no puede ser sospechoso, en su obra Los monjes españoles en la Edad Media, afirma que éstos, los monjes, conforme a una vieja tradición, se negaban a ayunar o soportar restricciones alimenticias los sábados y los domingos. El abad Don García, coetáneo de San Fernando, falleció en 1251 aquejado de agudos dolores de gota, y un sucesor suyo, dice García Colombás en El monacato primitivo protagonizó en el año 1331 uno de los atracones más descomunales ocurridos en la historia monástica española en su convento de Sahún, en Puente la Reina: comió con sus acompañantes, 150 en total, 33 perdices, 8 carneros, 6 espaldas de carnero, 16 pollos, tocino por valor de 26 sueldos, 3 gansos, un puerco, etcétera, etcétera. Cuando supe de esta noticia te confieso que estuve a punto de retirar el donativo que cada año vengo haciendo a los Padres Reparadores de Puente la Reina, pero…. como en Las Partidas – 1.5, ley 36-, Alfonso X legisló “que los perlados –como nuestro fementido “Obispo”Cruz Herrera,- deuen ser mesurados en el comer, e en el beuer”….”y que no conviene que aquellos que han de predicar la pobreza, e la cuyta que sufrió Nuestro Señor, que lo fagan con las fazes bermejas, comiendo e beuiendo mucho” lo pensé mejor y sigo contribuyendo. El pillo de Lázaro, redomado pícaro de la pero ley, cuenta en la II Parte del Lazarillo de Tormes, que cuando el General de los franciscanos ofreció a nuestro emperador 22.000 frailes entre 22 y 20 años, para nutrir sus ejércitos diezmados por tantas guerras, el invicto César respondió que se los guardara, “porque había menester 22.000 ollas todos los días para sustentarlos, dando a entender ser más hábiles para comer que para trabajar”. Está saturada nuestra literatura de clérigos glotones, golosazos y comilones, como nuestro buen “Obispo”. El Dr. Pedro Recio de Tirteafuera, flagelador inmisericorde de la mesa y del estómago de Sancho en la Ínsula Barataria, mantenía al pobre y tragón gobernador alejado de la olla podrida, porque decía, “allá las ollas podridas para canónigos o para los rectores de Colegios”. Y Góngora, en una de sus coplillas remachaba: “Canónigos, gente gruesa, / que tienen a una cuitada, /entre viejas conservada / como entre pajas camuesa”.- Después, ya en el siglo XX, Julio Camba, en su libro La casa de Lúculo, una de las mejores obras escritas sobre gastronomía, recomendaba no aceptar convite de cura gallego, de mesas bien ahitas y repletas, porque después del banquetazo de la cena, desde media noche hasta las seis o las siete de la mañana, no pueden “tomar nada más que chocolate, y eso gracias al sabio Escobar, quien decidió que liquidum nom rumpit jejunium”. Uno de nuestros visitantes, curioso impertinente, de nuestro siglo XIX, que vivió en Sevilla desde 1830 a 1833, Richard Ford, afirmaba en su conocido libro Las cosas de España, refiriéndose a la calle Abades, que era el lugar donde los dignatarios eclesiásticos,” sus vientres bien forrados de buenos capones, almorzaban, comían y cenaban”. Yo creo también, Dios me perdone tan torvo pensamiento, que el “Obispo” Cruz Herrera nos trae a este marco del Hotel los Seises para mantener la tradición gastronómica de aquellos opulentos dignatarios de la Iglesia sevillana, compañeros suyos al fin y a la postre.- Yo he tenido ocasión, querido Pepe, de observar el sibaritismo culinario de nuestro fementido “Obispo”, y he de decirte que en las comilonas que celebra por ahí con sus amigos de la buena mesa no se olvida ni del soplo de San Emeterio, que desde la alta Edad Media era el utilizado por los frailes para incorporar el aroma de limón y la leche de burra, práctica famosa en la cocina de los monjes de Cluny, ni de la presencia de la piedra serpentina para que el aroma de la manzanilla no cortase las claras a punto de huevo, “ que se serenaban como nubes de septiembre en la cúspide del bizcocho que se llamaba Monte Santo” No lo digo yo, lo dice Alvaro Cunqueiro en La cocina cristiana de Occidente, uno de sus libros más logrados en gastronomía.- Te prevengo, pues, porque deseo que todo salga bien, contra las veleidades culinarias de tu “Obispo”, y ten presente que estará dispuesto si no lo remedias a condenarnos a un plato de lentejas, que eran la comida de los viernes del hidalgo manchego Alonso Quijano el Bueno, que desde tiempo inmemorial, acaso reminiscencia del que comió Esaú y le costó la primogenitura, era calificado por muchos de pésima comida. Nuestro médico Juan de Aviñón, que lo era de Don Pedro I de Castilla, para mí el Justiciero, que amó a muchas mujeres pero que amó más a Sevilla, en su curiosa obra Sevillana medicina, publicada en 1545, a los dos siglos de escrita, dijo de las lentejas “·que son malas e melancólicas”, y el más conocido de nuestros cuentistas del Siglo de Oro, el sevillano Juan de Arguijo, habló así de las lentejas en uno de sus famosos cuentecillos:” Un viernes en Salamanca daba un criado a su amo a comer potaje de lentejas, y dijo: mira que estas lentejas son la misma melancolía”. Y así se expresó también el médico Arnaldo de Vilanova en su Libro de medicina, publicado en Granada en 1529: “El gobierno de las lentejas engendra mucha melancolía, e turba mucho el ingenio”. Llamadas vulgarmente las once mil vírgenes en Andalucía, y las mil y quinientas en Castilla, fueron, sin duda, las causantes de la locura de don Quijote, que entre ellas y los libros de caballería acabaron por sacar de quicio el entendimiento más fino y bien templado que tuvo hombre en el mundo. Yo te digo seriamente que a mí no me las hará comer, porque si ello ocurriera, lentejas por la fuerza, me levanto de la mesa con el mayor respeto a todos, pero no sin antes de marcharme hacer al “Obispo” una descarada buzcorona.- No lo permitas, mi caro amigo, que las recete a nuestros ya trabajados estómagos, debes imponer tu autoridad, primus inter pares, porque si no lo haces se reirá de todos nosotros, él se las ingeniará para comer algún manjar suculento que de seguro le prepararán, son muchos sus recursos, y cuando como el Dómine Cabra nos mate de hambre, observarás como al final del ágape fraterno- alboroque, que decían nuestros rebisabuelos- le verás meneando la cabeza a un lado y a otro, como era costumbre de los de su clase en nuestro Siglo de Oro, conforme al gusto que recibían , y que me trae a la memoria a aquel clérigo tragaldabas de quien cuenta Caramanchel en el acto I de Don Gil de las calzas verdes, del fraile Tirso de Molina, que hacía ayunar a sus criados “ Y él, comiéndose un capón, / quedándose con los dos alones cabeceando, / decía, al cielo mirando: / ¡Ay, ama, que bueno es Dios¡.- Pepe, estos frailes son la leche. En el monasterio de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, cuya bodega era en el Siglo de Oro una de las mejor y más surtidas de España, el hermano lego encargado de servirla, que no debía ser ningún tonto, hacía lo que recogen los documentos del archivo del cenobio covitano: “… procuraba que no se adelgazara ningún vino, y si se adelgazaba, que no se perdiera, a cuyo efecto lo mezclaba con otros vinos para gastarlo lo antes posible, con lo cual daba siempre mal vino. Del uno daba a los religiosos y del aguado a los oficiales y criados, porque no se desatinaran”.- Habrá, pues, que procurar que el “Obispo” tampoco se desatine y al menos nos satisfaga con lo que formaba parte del yantar de una familia de mediana fortuna en nuestro sin par Siglo de Oro, según el testimonio prestado por Quiñones de Benavente en su Entremés del mayordomo, obra de teatro del momento: “Los viernes, lentejita con truchuela; /, los sábados que es día de cazuela, / habrá baja bazofia y mojatonía, / y asadura de vaca en pepitoria, / y tal vez una panza, con sus sesos, / y un diluvio de palos y de huesos”.- De verdad, querido Pepe, te confieso mi preocupación. Me gustaría salir del Hotel los Seises satisfecho, con la andorga bien repleta, que no fuera aquel ágape, que como somos abogados bien pudiera suceder, como en la roboratio o el alboroque, la confirmación de una compraventa con pan y vino y alguna que otra zarandaja, y aunque no fuere banquete de los nutridos tordos que Horacio en el Beatus ille… llamaba manjar exquisito en boca de los glotones emperadores de Roma, me gustaría, te repito, para comenzar y como el plato del ante degustar una buena sopa, por aquello de que “ Siete virtudes, / tienen las sopas.- : / quitan el hambre, / y dan sed poca; / hacen dormir, / nunca enfadan, / siempre agradan, / y crian la cara / colorada”.- No es mi intención, puedo jurarlo, la de tener un banquetazo de los que Marco Apicio, nacido el año 25 a. de C., preparaba en Roma. Notoriamente rico, homosexual y sibarita, prodigus, voraz e golosus, al decir de Séneca, Plinio y Juvenal, festejaba a sus invitados con lenguas de papagayos condimentadas con miel. Poseedor de una inmensa fortuna hizo cuentas sólo una vez en su vida, y conocedor de que le quedaban unos seis millones de sextercios, una fortuna muy considerable, decidió suicidarse. Antes de ello nos legó el Ars magirica, el primer libro de cocina escrito en el mundo.- Tampoco me agradaría salir de tan fraternal condumio y que alguien pudiera decir de mí o de cualquiera de nosotros lo que el epigrama de Jacinto Polo de Medina relató del hidalgo pobre, pero pretencioso y engreído del siglo de Cervantes: “ Tú piensas que nos desmientes / con el palillo pulido / con que sin haber comido, / Tristán, te limpias los dientes; /pero el hambre cruel / da en comerte y picarte / de suerte, que no es limpiarte, / sino rascarte con él”.- Y termino, caro amigo, esta contestación a tu invitación con los archiconocidos versos del padre de nuestro vulgar castellano, otro fraile también, Gonzalo de Berceo “ Quiero fer una prosa / en román paladino, / en el cual suele el pueblo fablar con su vezino; / ca nom so tan letrado / por fer otro latino. / Bien valdrá, como creo / un vaso de bon vino”.- Ya me despido, pero antes te hago la recomendación de que cuando tropieces con el tan citado “Obispo”Cruz Herrera le adviertas, por si no lo sabe, que lo sabrá, porque está muy versado en letras, que recuerde y no olvide que en 1316, en pleno siglo XIV, otro fraile como él, Martín Pérez, publicó el Libro de las confesiones, y entre los grupos sociales con derecho a la buena mesa, señaló en primer lugar como los de mejor derecho, menesteres buenos e provechosos, a los abogados y a los procuradores, aunque tengo para mí que después sufrió un lapsus memoriae, porque en ese grupo incardinó también a los triperos, pellejeros, sastres, regateros, remendadores de viejo, buhoneros, especieros, y algún que otro oficio poco recomendable. No hay que inquietarse por ello, la dignificación profesional nos llegó después y ahora cada uno está en su sitio. Pero dile al “Obispo” que yo reclamo el derecho en nombre de todos, como ya señaló Martín Pérez, y luego que vengan sus bendiciones.- Recibe mi sincero reconocimiento por tan oportuna convocatoria, que pido a Dios te permita a ti en particular y en general a todos nosotros celebrar este almuerzo fraterno durante muchos años. P/D. El “Obispo” Cruz Herrera, por si esta carta llegara en su día a ser documento, tengo que decir que es un ilustre compañero, Don Manuel Cruz Herrera, Vicedecano del Colegio de Abogados, un excelente profesional, no menos excelente gastrónomo y experto en literaturas, y esta carta una “coña” que me consta, porque le conozco bien, que a él, entrañable amigo, le caerá como agua de mayo. Los años que permaneció como Delegado de nuestra Mutualidad son recordados por muchos compañeros a quienes prestó su ayuda. Y quiero también recordar que en los últimos años que precedieron a su fallecimiento su amor a nuestra Corporación le llevó a pensar en la creación de un premio literario, cuyas bases redactadas por él me envió para conocer mi parecer sobre ellas. Su muerte impidió que se llevara a cabo. Otra muestra indudable de su sentido corporativo.
Ni discursos, ni lectura de carta alguna, has dicho en la tuya imperativamente, y me parece muy bien que nos hayas cortado las alas irremisiblemente. Así, ya que somos propicios a la fecundidad de la palabra, tendremos la oportunidad de hacer buenas las de aquel abogado sevillano del siglo XVII, Alonso María de Acevedo y Bravo de León, autor de una monografía que debieran leer muchos abogados, titulada La importancia de la brevedad en los pleitos, cuando afirmaba que “lo bien dicho se dice presto”. Y yo, ya termino porque estoy de acuerdo con esta máxima, y porque me aplico aquel principio que recordarás cuando estudiábamos Derecho español, en nuestros comienzos, que se contenía en el Fuero Juzgo, código de leyes que diera el Rey Fernando III a Sevilla, “el facedor de las leyes debe hablar poco e bien”, en virtud del cual si no acabo ya pensarás que me pongo por montera tan sabios principios y prudentes axiomas jurídicos. Sigo, pues, el consejo, me marcho, pero antes te envío un fuerte y cordial abrazo, copiando la despedida que el ilustre abogado Cicerón acostumbraba terminar sus cartas a sus más caros y buenos amigos: Unus de tuis.
José Santos Torres, Abogado