Mirando atrás con serenidad
Rebasado está el medio siglo desde que salí de nuestra Universidad con el título de Licenciado en Derecho bajo el brazo. Como la edad que a la sazón teníamos conservaba mucho dorado en sus pliegues, la evocación de aquella época nos depara todavía un cierto regustillo de emoción. Se nos abría a los pies un largo camino, que nos aprestábamos a recorrer confiados en alcanzar la meta que -en el grado en que cada uno fuera decidido, capaz o iluso- nos habíamos fijado.
No sería fiel a mis sentimientos si afirmara aquí que los cinco cursos de que constaba la licenciatura constituyeron el ciclo más dichoso de mi andadura vital, porque no es cierto. Mis auténticas nostalgias se refugian, como pájaros asustados, entre los viejos muros del Instituto de mi pueblo donde alcancé el grado de Bachiller. Tampoco rendiría culto a la verdad si optara por asegurar que la época dedicada a la Universidad dejó un poso amargo en el fondo de mis recuerdos. No es eso. Los cinco años que transcurrieron en la Facultad de Derecho, aparte de corresponder a una etapa de la vida en la que se siente cercano el amor y lejano aún el dolor del alma, me depararon la impagable oportunidad de ampliar el elenco de mis amigos en sensible cantidad y en mejor calidad.
Desde diversos orígenes, nos encontramos en pos de un destino común: alcanzar el título de licenciados en Derecho. Antes, nunca nos habíamos visto; a partir del primer curso, ya se estaban anudando los lazos de la amistad entre muchos de nosotros, hasta abarcarlos a todos; en unos casos, lógicamente, con más fuerza que en otros. El discurrir de los años, hasta el adiós a las aulas, consolidó aquellos lazos, que llegaron a ser indestructibles entre algunos, de modo que hoy, cuando las canas o la nada coronan nuestras cabezas, se mantiene vivo el fuego de una fraternal amistad que tuvo su arranque un lejano día de tierno otoño en la primera clase de don Francisco de Pelsmaeker.
Llegados a este punto, es inevitable abrir la espita de la memoria para que manen mansamente los recuerdos. Y así surge, entre bruma y pena, la evocación dolorida de aquellos queridos compañeros de curso que dejaron entre nosotros el hueco de su ausencia definitiva, como Enrique Cisneros, los Enrique Sillero (Cáliz y Gómez), Manolo Batanero, Paco Caballero, mi inolvidable Carlos Sánchez de Lamadrid; Pepe García Gómez, Pepe Caraballo, Antonio Bono, Domingo Fernández, Juan Antonio Escobar, Emilio Peña, lágrima aún caliente; Lolita Estrada, delicada como una orquídea; Alberto García Ulecia, mi alma gemela, el sembrador de versos bajo la luz herida de cada atardecer…
Y, junto al dolor de aquellas pérdidas, el gozo de poder hablar, cuando la ocasión lo propicia, con los que, felizmente, siguen siendo compañeros de curso en el prolongado curso de la vida. Unos en la cima de los afectos y todos con un lugar en el corazón; así surgen los nombres de Antonio Guzmán, Juan Antonio Carrillo, Pedro Luis Serrera, Rafael Leña, Manolo Cabral, Luis Luengo, Joaquín Collantes, Ramón Espejo, Angel Tarancón, (el cariño fraternal a Eloy Reina ya hundía sus raíces en la infancia, y a lo largo del camino se ha mantenido y se mantiene sólido y firme como una roca); y “nuestras niñas”, orgullo de “sus niños”: Matilde Donaire, Lolita Maestre, Merche Ferrari, Herminia Martínez…
Sin querer, queriendo, este articulillo lo está dictando mi talante por naturaleza serio y circunspecto, y con ello voy traicionando el espíritu de esta página, de suyo jocundo, al menos en mi propósito. Intentaré, pues, retornar a do solía.
El sistema de estudios, en los tiempos en que cultivábamos rosas en el alma -no sé cómo será ahora-, no permitía salir de la Facultad con el suficiente bagaje de conocimientos como para lanzarse al ejercicio de la profesión de abogado. No existía entonces la Escuela de Práctica Forense, que con tanto acierto sostiene hoy nuestro Colegio. Hasta llegar al despacho de mi maestro, don Juan Cotta, a cuya memoria rindo perenne culto, para mí un auto era el Studebaker de la calle Tetuán, y no conocía más providencia que la Divina. Pues bien, el último día de clase del último curso de la carrera, el catedrático de una disciplina básica para oficiar la abogacía, nos despidió con un sentido discurso y, más o menos, nos dijo:
-A partir de ahora, ya pueden ejercer como abogados. Confío en que mis enseñanzas les hayan sido provechosas. Quiero comprobarlo. Cualquiera de ustedes, imagine que ya tiene su bufete. Usted, por ejemplo.
Y, en así diciendo, señaló a un compañero de curso al que no he vuelto a ver desde aquel día, aunque alguna noticia difusa me avisó de que triunfaba, fuera de aquí, en menesteres alejados del mundo del Derecho. Era un chico inquieto, de corta talla y largo ingenio, con un brillo como de ascua en los ojos parapetados tras los gruesos cristales de sus gafas. Al ser el designado, se puso de pie.
-Veamos –le dijo el profesor-. Usted está en su despacho y la secretaria le anuncia una visita. Es un nuevo cliente. Le plantea su caso. Ha vendido un cacho de tierra, de una superficie de noventa y cuatro áreas, y el dueño de la finca colindante, de la que la suya está separada por una acequia, le amenaza con ejercitar el derecho de retracto. ¿Qué le aconsejaría usted?
-¿Qué le aconsejaría yo? Pues le aconsejaría…le aconsejaría…¡le aconsejaría que fuera a ver a otro abogado, porque yo de eso no sé ni papa…!