A la memoria de Don Enrique Álvarez Martín.
Enrique, mi amigo Enrique, era el tipo de genio que te podrías encontrar, con suerte, de generación en generación. Era una rara avis en esta jungla de envidias y pasiones en la que se ha convertido nuestra sociedad.
Para el que no lo sepa le diré que a Enrique, a mi amigo Enrique, le conocí muy bien pues compartimos, literalmente, mesa que no mantel, en la Comisión de Honorarios del Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla durante al menos ocho años, que se dice pronto. Le conocí de frente, de perfil y, por qué no decirlo, desde cualquier ángulo. Aunque pudiera parecer una persona difícil en el trato para el que no lo hubiera tratado mucho y para el que sí un poco también, defectos los tenemos todos, para qué engañarnos; sus virtudes, que eran muchas y variadas, iluminaban tan fuerte que lo otro se quedaba siempre en un segundo plano.
Enrique, mi amigo Enrique, era una persona humilde, de las más humildes que podría conocer en mi vida, aunque los hechos que describían su vasta experiencia profesional y humana así lo contradijeran. Nunca le concedieron distinción ni medallas; tampoco las hubiera aceptado, aunque las mereciera sin ninguna duda.
Enrique, mi amigo Enrique, era generoso, daba todo lo que tenía, y transparente a más no poder. Lo que se veía de él pues era el mismo. Sin ambages ni cortapisas, simplemente era él, Enrique. No tenía secretos para el que lo quisiera escuchar ni podía sorprenderte con cuchilladas por la espalda. Lo veías venir a leguas y eso, mis queridos compañeros, es tan difícil de toparse en estos tiempos oscuros que resultaba tan extraño como esperanzador a partes iguales.
Enrique, mi amigo Enrique, era un gran pintor, de lo cual hace fe la exposición que compartió con todos sus compañeros (de género neutro como bien solía esbozar con gran vehemencia siempre que hubiere lugar) en el patio insigne del Colegio de Abogados de la Calle Chapineros de Sevilla.
Enrique, mi amigo Enrique, como ya todos sabéis, era un abogado de vocación, de emociones a flor de piel y de raza, tranquilo en su exposición pero siempre inquebrantable en sus fuertes convicciones de justicia. Enrique siempre se vanagloriaba de su profesión y cuidado de aquél que osare injuriar y menospreciar a ese magno oficio, pues caería contra él la mayor de las iras. Más que una profesión, para Enrique era una filosofía y estilo de vida que llevaba a rajatabla cual monje benedictino.
Pero por encima de cualquier otra cosa, al menos desde mi particular y subjetivo punto de vista, Enrique, mi amigo Enrique, era un escritor en mayúsculas. En su brillante mente siempre se esbozaban palabras, frases y párrafos magistrales que trascribía sin esfuerzo aparente en una cuartilla de papel con esa caligrafía perfecta que tanto le caracterizaba. Podría escribir igual unos sonetos de poesía como un relato corto o un artículo de opinión para su publicación cercana en el períodico de tirada nacional. De todo esto sé bastante pues conjuntamente escribimos, él y yo, esto lo sabe muy poca gente, un librito sobre honorarios cuyo proyecto nunca salió a la luz por circunstancias adversas que no vienen al caso. Compartimos muchas charlas sobre escritura, sobre abogacía y sobre la vida misma, como habréis podido intuir. Todos esos momentos quedarán en mi recuerdo constante e imborrable para siempre.
De mi amigo Enrique tengo infinidad de anécdotas, a cual más peculiar, como aquella frase excepcional que siempre profería para las personas de su confianza como era: “Tú sí puedes cagar en mi cuadra”. Para no hacerlo muy largo, mi amigo Enrique me diría sin pudor, y sin cortarse un pelo, que escribo más que la tostá; os compartiré sólo dos, como reconocimiento humilde, sincero y eterno para con él.
La primera de ellas fue importante para mí, pues siempre al despedirse del trabajo en la Comisión me la recordaba. Reza así:
Resulta que acababa de tener una cita de trabajo en su despacho profesional, hace ya mucho mucho tiempo, con un cliente algo coñazo a su entender y cuando éste marchaba, y a cierta distancia, Enrique no pudo contener su impulso ni reprimir la frase en voz baja: “Váyase usted a la mierda”. El cliente, que otra cosa no tendría pero sí un oído prodigioso, se volvió y con tranquilidad le contestó sin reparos: “Igualmente le digo”. Pues sí, cuando salía de Honorarios de su jornada laboral, esta vez con cáracter cariñoso, me decía: “Que te den”, y yo le contestaba sin rubor: “Lo mismo te digo”.
La segunda de las anécdotas la recuerdo con cariño y ternura, pues me enseñó algo que todo abogado que se precie nunca debe perder ni olvidar, que es el respeto hacia su persona y su profesión:
Imaginemos la escena. Enrique con su pelo encanado, tendría alrededor de 60 años, informando como abogado de la defensa en un procedimiento penal y, por contra, Su Señoría, Juez imberbe, muy joven en apariencia, como recién salido de la carrera judicial y grandes aires de grandeza, haciendo aspavientos varios, como si no le gustara las argumentaciones que profería nuestro querido amigo, movimientos de manos, cabeza y ruiditos de disgusto que auguraban lo peor. Enrique, que era perro viejo y curtido en estas lides, quedó en silencio por unos segundos mirándolo fijamente, segundos que parecieron eternos, y solemnemente dijo: “Con la venia Señoría, me voy a levantar y me voy a ir, usted me está poniendo muy nervioso con sus gestos y forma de moverse y no puedo seguir con mi alegato”. El Juez, al acordarse quizás de que la vista se estaba grabando en formato de vídeo y audio, le pidió mil disculpas, todas ellas sinceras; sólo le faltó hacerle una reverencia real y le aseguró que no volvería a pasar. Y así fue terminando su informe como a él le gustaba. Su cliente, como bien podéis imaginar, fue condenado, todo hay que decirlo, pero Enrique se quedó sumamente “a gustito” con lo que creía que era su deber.
Enrique, mi querido amigo Enrique, te fuiste demasiado pronto; la Comisión de Honorarios y el Colegio de Abogados en su conjunto ya no serán los mismos sin ti; te echaré mucho de menos y, si me estás escuchando allá donde te encuentres en compañía de tu esposa Lola, la que tanto amabas, te diría con rabia, con cariño pero también con razón, ahora sí, “Que te den”. Y tú, que no podrías callar tamaña afrenta, aseguro que me contestarías “Lo mismo te digo, hijo”.
Un gran abogado, una gran persona y un gran artista. Lo conocí en las tres facetas (en la primera, lo sufrí como contrario, pese a lo cual aprendí bastante de él) y en todas ellas dejó en mí un grato recuerdo. Me entero ahora de su fallecimiento y me entristece. Te doy la enhorabuena, compañero, por tus líneas, demostrativas del mutuo afecto que os profesabais.