Manuel Azaña, político y hombre de leyes
I. Formación
Desde el profundo intimismo que le caracterizó, Manuel Azaña fue preparando su aparición –más bien eclosión–, en la vida pública española, con un punto de mira fijado en “ lo colectivo”. Así, su tesis doctoral La responsabilidad de las multitudes (3-4-1900), plantea un problema relevante que le lleva a la conclusión de no exculpar a los componentes de ese agregado de personas, su responsabilidad ante un comportamiento delictivo y, después de hacer disgresiones teóricas con citas de Spencer y Sigele, se confirma en su criterio de que es, precisamente, la libertad la “base, el fundamento necesario e imprescindible para la existencia del delito”, considerando errónea la equiparación del delito de multitudes (en el que prevalece lo heter ogéneo e inorgánico) con el delito colectivo (donde subyace más que el egoismo individualista, el ideario que mueve a sus componentes). En definitiva, el “libre albedrío” ha de ser el soporte de las acciones humanas, y por ende, de la responsabilidad ante la comisión de un delito, aunque éste se halle enmarcado en el contexto de una multitud. Tesis que instala en la que denomina “hermosa ciencia penal” y que probablemente se debe a la influencia de los padres agustinos del Colegio de El Escorial, en el que había recibido una enseñanza formalista y escolástica.
Azaña fue efímero “pasante” en el renombrado bufete de Cobeña (al que le había enviado un pariente, también jurista), si bien se evadía hacia quehaceres literarios y costumbristas, en un Madrid que califica de incómodo y desapacible: villa del adoquín y del tranvía. El derecho, de esta manera, “se entrelaza con otros contenidos de su existencia”, recuerda Pau Pedrón en su excelente ensayo y, en efecto, Azaña asite a tertulias a la Granja del Henar, el Café Regina, y pasea por las calles de la capital, siendo también asiduo a la Academia de Jurisprudencia y Legislación. En esta docta institución se decide, al fin, a intervenir disertando sobre La libertad de Asociación, y lo hace el 22 de enero de 1902, resaltando la utilidad del asociacionismo para aliviar la suerte de las clases trabajadoras, aunque anticipa los peligros provenientes de un excesivo recelo del Estado. Azaña, piensa que en las Asociaciones es, precisamente donde se disuelven las tensiones entre individuo y el ser social. Un aspecto interesante es el que hace referencia a las Asociaciones religiosas, que propiamente, no considera tales, ya que “nacidas en el ilimitado campo de la Iglesia, tienen personalidad propia sin acudir al reconocimiento de ninguna sociedad política en particular”, si bien, como han de desarrollar su actividad en el territorio de un Estado concreto, éste “tiene el derecho de reconocerlas o no como personas jurídicas”, sujetándolas –contínua– al cumplimiento de las disposiciones normativas generales, sin que haya razón suficiente que justifique la existencia de leyes especiales para los que denomina “institutos universales”. No obstante, las circunstancias históricas de cada pueblo, llevarán al Estado a celebrar convenios, a estipular condiciones especiales “fórmulas de transacción”… y ello por cuanto, sin abdicar de su soberanía, aquél no ha de atropellar, “valiéndose de su fuerza, el derecho y la conciencia de sus ciudadanos”… Palabras ilustrativas de la posición inicial de Azaña sobre el problema de las Asociaciones religiosas que suponen, a mi entender, un contraste con su radicalismo posterior. En efecto, el 13 de octubre de 1931, Azaña pronuncia el discurso que pasa por ser “el más celébre y polémico de toda la historia del parlamentarismo español”, en frase de Jiménez Lozanitos. A él se debe la desafortunada frase de que “España ha dejado de ser católica”… lo que bien entendido, no suponía un alarde de “jacobinismo”, sino la precisión de que el problema de las Asociaciones confesionales no era, en puridad, religioso, sino político, constitucional, desde la óptica del Estado laico, que establecía la separación con la iglesia; lo que no significa discusión sobre el hecho de que en nuestro país existieran “millones de creyentes”, en expresión del propio Azaña. Lo cierto es que, al aprobarse el proyecto de Constitución de 9 de Diciembre de 1931, el debatido artículo 26 proclamaba que las confesiones religiosas “serán consideradas como Asociaciones sometidas a una Ley especial”, cuyas bases se enumeraban y que, en la perspectiva del tiempo transcurrido, incluso resultaban sumamente restrictivas… Quedaban disueltas también, las órdenes religiosas que “estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado”… lo que claramente apuntaba a la Compañía de Jesús.
Regresando al discurso que el joven Azaña dirige en 1902, a la Academia de Jurisprudencia y Legislación, se ocupa de un aspecto que, posteriormente acarrearía una fuerte confrontación ideológica, cual era el de la libertad de enseñanza, en que considera más que un principio filosófico garantía en la que se “afianza la libertad de conciencia y la dignidad de los ciudadanos”. De la Iglesia dirá que “reducida a no contar más que con sus propias fuerzas, no debemos impedirle que disfrute de una parte de las comunes libertades, que luche en igualdad de condiciones, que se valga de los mismos medios que todos, de la asociación, que es la gran fuerza de nuestro tiempo”…. Palabras que denotan liberalidad y que, al debatirse el art. 26 de la constitución, como se ha expuesto, serán sustituidas por una radicalización ideológica, lo que provocó la dimisión del Presidente del Gobierno, a la sazón don Niceto Alcalá Zamora, y su sustitución por el propio Azaña, quien, ante el hemiciclo parlamentario, se expresaría así: “En ningún tiempo, ni mi partido ni yo, en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las órdenes religiosas el servicio de la enseñanza”…
II. Vida Administrativa
De ella y de la actividad jurídica de Azaña se ocupa Antonio Pau Pedrón, recorriendo etapas decisivas tales como su participación en las Oposiciones a auxilares terceros para el Cuerpo técnico de Letrados de la Dirección General de Registros y del Notario, convocadas en 31-7-1909, desarrollando un escrito que versaba sobre “El estado civil” (que, como los propios de su clase, no tiene excesivas aportaciones teoréticas). Azaña se vió -al igual que otros personajes de la vida pública española- sumergido en los aconteceres de su tiempo, ligado al empeño común de un amplio sector intelectual, de renovar en profundidad la sociedad española.
Ya en 4 de febrero de 1911, en la Casa del Pueblo de su ciudad natal, Alcalá de Henares, dio una conferencia bajo el título “El problema español”, en que pone de relieve su entusiasmo regeneracionista (“hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad”) siendo preciso para ello, “reconstruir la conciencia nacional”. Propugna la “revolución desde arriba”, como deseaba Joaquín Costa, o sea, desde el complejo mecanismo del Estado moderno, “auténtico restaurador del alma del pueblo”… Años más tarde, Azaña proclamará su fe en el intervencionismo estatal, reprochando su tradicional y voluntaria abstención.
Vemos al personaje, becado por la Junta de amplicación de Estudios, en las clases de derecho que el prestigioso Saleilles dictaba en París, y enviar crónicas, en 1911, a “La correspondencia de España”. Retornará a la capital francesa en 1919… entre tanto, transcurre su quehacer burocrático en el Ministerio, bajo la dirección del eximio hipotecarista don Jerónimo González, si bien, ante esa realidad profesional, Azaña se encuentra “ahogado por el ambiente” (Pau Pedrón), lo que compensa con actividades muy diversas, en el campo literario y en Ateneo de Madrid, “lazareto del libre pensamiento”, del que es nombrado secretario en 1913, para terminar siendo su presidente (1930).
De 1927 a 1931, Azaña estará a cargo del Registro de Actos de Ultima Voluntad, destacando durante ese periodo resoluciones de marcado carácter progresista. Se aportan en la obra comentada documentos de índole muy varia, entre ellos los que acogen los sucesivos nombramientos de don Manuel Azaña en el prestigioso cuerpo de Letrados al que, como se ha indicado pertenecía. Firmados por S.M. el Rey don Alfonso XIII quien, proclamada la II República, y ya en su exilio voluntario, recibió de Azaña palabras muy duras de reproche y condena. (Sesión de Cortes, de 19 de noviembre de 1931).
Azaña forma parte de Tribunales de Oposiciones y, con tal motivo, hallándose en Burgos, visita la Abadía de Fersdelval, nombre que le atrae y que cambia en Fresdeval por razones meramente eufónicas, como recuerda Jean Becaraud. Se trata de una novela sin acabar, en que aparecen enfrentadas familias, Budía y Anguix, como símbolo de las luchas y tensiones de nuestro agitado Siglo XIX.
Azaña sufre por su enfrentamiento con el régimen monárquico, apertura de un expediente administrativo, en virtud de un oficio (2 de enero de 1931) remitido por el Director General de Seguridad, Emilio Mola, al Ministro de Justicia, en que le participa -reservadamente- que la autoridad militar ha acordado la detención del político “por su intervención en la preparación revolucionaria” (sic) y hallazgo y reparto de armas en el Ateneo que preside. Actuaciones administrativas instructoras que fueron encomendadas a don Jerónimo González, quien solicita el sobreseimiento que, finalmente, es refrendado por el entonces Director General de los Registros y del Notariado, don Antonio Carrigues, dados “los valiosos servicios prestados a la causa republicana y por el Derecho de Amnistía”, promulgado el 14 de abril de 1931, con lo que se cierra así este penoso incidente, siendo ya Azaña Ministro de Guerra del Gobierno Provisional….
III. El Derecho y su proyección social
La concepción del derecho en Azaña, que no se encuentra formulada en texto concreto alguno, “no era para él un tema, sino el trasfondo de todos los temas” (A. Pau Pedrón). Lo más profundo de su pensamiento lo hallaremos en la oratoria, de ahí la necesaria búsqueda en las intervenciones parlamentarias y en los que se conocen como “discursos en campo abierto”. Destaca, en su faceta de hombre de Derecho, su “estatalismo”, ya que Azaña, como se indicó, entiende que el Estado es el instrumento de la transformación social, cultural, política en suma, del país. La Constitución Republicana de 1931, dota a España de un “Estado integral, compatible con las autonomías de los Municipios y las Regiones”. Jiménez de Asúa, a quien se atribuye la expresión, pues “hubiese sido impropia de la precisión jurídica y correción lingüística de Azaña” (Antonio Pau Pedrón) había dado en la clave de esta definición, al presentar el proyecto de Constitución, afirmando que tanto el Estado unitario, como el Federal (y es inevitable la cita que hace del “pacto sinalagmático” de Pí y Margall) están en retroceso, “en franca crisis”, y por ello, superando esta antítesis, propone (y se refiere a Hugo Preuss), la construcción de un Estado integral, “en que cada una de las regiones reciba la autonomía que merece por su grado de cultura y progreso…”
Refiriéndose a Cataluña, Azaña, que se mueve en un terreno realista, dirá que hay que hallar “una solución de paz, dejando a salvo lo que ningún español hubiera consentido comprometer, la unidad de España y la preeminencia del Estado”. Tan respetuoso se mostró este gran español con las autonomías, que en su discurso del 4 d e abril de 1932 en Valencia, afirmaba que las regiones son “los sillares en que se asienta la figura majestuosa de la patria”…
Sin embargo, por encima del Estado y la política, Azaña “veía situados al Derecho y la Justicia”, nos dice el autor que comentamos. Injusticias, en efecto, sufrió en propia carne, enfrentándose con la grave acusación de haber participado en los sangrientos sucesos de 1934, en la cuenca minera asturiana, lo que le valió el confinamiento en el buque “Sánchez Barcaiztegui”, anclado en el puerto de Barcelona, siendo, finalmente, exculpado de responsabilidad.
Durante la contienda civil que enfrentó a los españoles, Azaña, Presidente de la República desde febrero de 1936, no cesó de argumentar con criterios jurídicos la necesidad de circunscribir el conflicto al ámbito propio de una cuestión interna de la política española, solicitando “la retirada de tdoos los combatientes extranjeros”. Los acontecimientos, sin embargo se rebelaron contra este propósito, y la lucha acabó internacionalizándose. “Discusiones bizantinas” llama a las sostenidas en el seno del Comité de No-Intervención, con sede en Londres, sobre la abstención de potencias extranjeras, que lo que pretendía era hibernizar el tema e impedir al Gobierno proveerse de armamento en el exterior.
El pacifismo de don Manuel Azaña, consecuencia de su escepticismo y de saber perdida la guerra para la República, le lleva a aprovechar la resistencia, con el prioritario objetivo de conseguir la Paz, su trayectoria vital, desde entonces, bordea el drama personal. Su mensaje, dirigido a todos los españoles (“Paz, piedad y perdón”) no es atendido y así, camino de la desesperanza, dirá, a través de un personaje de su ensayo “La Velada de Benicarló” (1937), que personas como él, han venido “demasiado pronto o demasiado tarde”…
El exilio. Paris. Últimos intentos de mediación para la paz, ya imposible. La carta de 27 de febrero de 1939, dirigida a Martínez Barrio, presidente de las Cortes itinerantes, testimonió su “irrevocable dimisión” por carecer de la representación jurídica necesaria para hacerse oir por los gobiernos extranjeros. Y este español ejemplar rinde su corazón en un Hotel de la localidad francesa de Moatauban, acogido por la generosa protección del Presidente Cárdenas, de México.
Es el día tres de noviembre de 1940.
El libro que hemos comentado, extrapolándonos en citas y reflexiones personales sobre la ingente figura de Azaña, que espero merezcan la aprobación benevolente del autor, resume preciosos documentos en facsímil, para el estudio de la faceta jurista que tuvo el Presidente de la II República; aspecto que quedaba sin contemplar en la profusión de ensayos que se han hecho con motivo del cincuenta aniversario de su muerte.
De la documentación aportada me permito destacar, por la humana sensibilidad de su contenido, un escrito de 2 de noviembre de 1969, en que el Habilitado de Clases pasivas, Sr. Jiménez Lablanca (a quien conocí en los años de la transición y que fue personas de convicciones democráticas), solicita, a efectos de pensión de doña Dolores de Rivas Cherif, viuda de Azaña, certificación de los servicios prestados por éste y sueldo asignado a su categoría.
Reflejo del tiempo que fue preciso esperar para deshacer el silencio administrativo sobre don Manuel Azaña Días, Letrado del Ministerio de Justicia y muerto en el peregrinaje del exilio, y ahora, afortunadamente recuperado para nuestra andadura histórica.