La templanza de Jueces y Abogados
La labor de juzgar constituye una ilusionante y responsable aventura para todos quienes constituimos el entramado de la Administración de Justicia. Definidos los múltiples papeles de sus operadores, recae en los jueces, integrantes de un poder estatal anhelantemente independiente, la función constitucionalmente consagrada de sancionar los debates promovidos ante los distintos órdenes jurisdiccionales.
Sin embargo, la necesaria preponderancia del juez resulta social y mediáticamente tan evidente que se asocia a ellos el propio concepto de Justicia, de tal suerte que cuando las encuestas manifiestan las quejas ciudadanas sobre su funcionamiento, el reproche parece recaer exclusivamente en los jueces, como si aquél no dependiera de una multitud de instituciones y personas, comenzando por el propio legislador, siguiendo por letrados, procuradores, fiscales y un largo etcétera, que en cada caso depende de la naturaleza de cada proceso.
Siempre he pensado que los letrados son los principales jueces de los jueces. Unos y otros se enfrentan no pocas veces en sus funciones y resulta inevitable que ese recíproco enjuiciamiento vea ensombrecida a veces su serenidad según aceptemos unos y otros las posturas procesales de cada cual y, naturalmente, según se aquieten los argumentos del otro a lo que cada uno piensa, bien entendido que ambos defienden valores no siempre conciliables.
Con todo, y pese a lo que se diga por algunos, tradicionalmente jueces y abogados, al menos en lo que he vivido en mis casi treinta años de profesión, se han dispensado un respeto exquisito. Claro que he tenido la suerte de ejercer la mayor parte de mi vida profesional en esta tierra generosa, donde la mayoría de los letrados que conozco son amigos y donde me he sentido siempre compañero de los abogados, que nunca para acceder a mi despacho han tenido que llamar siquiera, de igual modo que me he sabido en mi casa las muchas veces que he acudido a la sede colegial. Las discrepancias entre las posturas, los criterios, las alegaciones y fundamentos se archivan con los procesos y todo el mundo entiende que ambas relaciones, profesional y personal, transiten paralelamente sin incidir en esfera alguna que no sea la larga secuencia procesal.
Naturalmente, la consecución de la justicia constituye una apuesta difícil y difícil resulta obtener resoluciones que parezcan aceptables a todas las partes. Con razón escribía Azorín en Trasuntos de España con indisimulada exageración: “La Justicia, la Justicia pura, limpia de egoísmos, es una cosa tan rara, tan espléndida, tan divina, que cuando un átomo de ella desciende sobre el mundo, los hombres se llenan de asombro y se alborotan”. Exageración sin duda, como aquélla que expresaba, hablando de abogados, Diego de Saavedra Fajardo, en su República Literaria: «Tales son los hilos de la jurisprudencia que es menester pagallos porque hablen y porque callen. Yo los tuviera por los más dañosos del mundo, si no hubiera médicos. Porque si los letrados nos consumen la hacienda, éstos la vida». Incluso un cuerpo normativo de tanta ponderación con las Ordenanzas de Bilbao ordenaba que las cuestiones de comercio se resolvieran al “estilo de mercaderes”, proscribiéndose “la presentación de escriptos i libelos de letrados, que hacen los pleitos inmortales en gran daño i perjuicio de la mercadería”. En cuanto a los jueces, basta asomarse a cualquiera de los medios de comunicación, que resaltan diariamente los disparates que cometen (hay que convenir que no son muchos, habida cuenta del número de resoluciones que dictan), sin demasiadas aclaraciones sobre la extracción del resolvente y su condición de titular, interino, sustituto…
Ni unos ni otros somos tan malos, aunque nos contraría naturalmente que no compartan siempre nuestras razones en cuestiones tan trascendentes como ha de suponerse que acceden a los juzgados y tribunales. En el fondo, no pocas veces el juez tiene la sensación de que “el letrado perdió el pleito”, frente a actuaciones brillantes, sólidas y consecuentes a un riguroso trabajo científico, como en la mayoría de los casos ocurre. Nunca debe manifestarlo sin embargo, nunca, en ningún caso, pues el respeto es la base de nuestra convivencia. Y, naturalmente, el letrado puede enjuiciar negativamente la labor del juez ante unos razonamientos que no comparte o tras la valoración de un trabajo que estima inadecuado. Seguramente a unos y otros les falta a veces el conocimiento de razones y realidades que secretamente gravitan sobre los papeles y que en el proceso no encuentran cabida, por más que “lo que no está en el proceso no está en el mundo”.
Con todo, el enjuiciamiento, en el que participamos todos, debe legitimarse con actitudes y virtudes indeclinables, el sosiego en el dictado, el sometimiento a las normas y la búsqueda de la verdad. Y en cuanto a las formas, el más absoluto respeto a la función de cada cual en el proceso, en la confianza de la rectitud de todos. El enjuiciamiento de las conductas no puede obedecer, dentro o fuera del juicio, a actitudes pasionales, desde la aceptación de que los justiciables son los destinatarios del servicio público al que todos nos debemos, lo que debe estar sin duda por encima de cualquier otra consideración. Tiemblo cuando he visto a un letrado llamar a su defendido “cliente”, pareciendo dotar así a su relación de un contenido retributivo preponderante.
El enjuiciamiento debe asimismo ser sereno. Líbrenos Dios de jueces o letrados capaces de albergar ira, sentir desprecio o actuar para satisfacer un desahogo. En La Eneida dice Virgilio que “la ira improvisa las armas”. Ramón Llull escribió en el siglo XIII el Libro del orden de caballería, donde puede leerse que “la ira es la perturbación en el corazón de la facultad de recordar, entender y querer. Y por esa perturbación, el recuerdo se convierte en olvido, y el entender en ignorancia, y el querer en iracundia”.
Lejos de la ira, la justicia, de principio a fin, necesita la templanza como instrumento en que asentar serenamente, la expresión, el enjuiciamiento, la valoración de la conducta ajena, siquiera sea por esa conformidad que Epicuro ponderaba cuando afirmaba que “el más grande fruto de la Justicia es la serenidad del alma”. Nada más ajeno a la justicia que la ira.
Sí, líbrenos Dios de jueces y letrados capaces de albergar ira. Con razón decía el citado pensador mallorquín que “el hombre airado no es capaz de una buena defensa”.