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La Justicia y el Perdón

Dada de baja en el ejercicio activo de la profesión, mis únicos nexos de unión con el mundo de la abogacía son los amigos abogados que siguen en él y La Toga, que leo con atención cuando me llega y de la que saco buen provecho en todos los sentidos.

He leído con admiración el artículo enviado por nuestro compañero Luis Francisco del Castillo Torres (“La mejor lección de mi Maestro”), en el número de marzo-abril, y quisiera apuntar simplemente la reflexión que me ha sugerido.

No está de moda, pero veo importante resaltar la importancia y el alto valor positivo del perdón (en nuestra profesión entiendo que es esencial), que en ámbitos cristianos también se llama misericordia. Ahora que casi cualquier manifestación cristiana, por el hecho de serlo, está en la picota y es objeto de ataques más o menos directos, me parece que debería resaltarse y fomentarse la capacidad de perdón que el ser cristiano lleva consigo (pero que no es exclusiva del cristianismo, gracias a Dios). Cualquier cristiano debe saber perdonar como perdonó en su día el padre de este compañero nuestro; y cualquier persona, sin merma de la justicia, debe saber ejercer esta utilísima  herramienta de convivencia.

Y el perdón debe ser completo: no es compatible con ese viejo subterfugio que se resume en la frase “yo perdono, pero no olvido”. El padre de nuestro compañero se empeñó no sólo en perdonar, sino también en olvidar y en hacer que su familia olvidase aunque no quisieran, sin cargar a generaciones futuras con ninguna clase de odio ni rencores por el pasado.

Mi abuela siempre nos cuenta que en la guerra ella perdió a un tío abuelo suyo por las manos de un bando, y a un primo mayor (al que por cierto adoraba) por manos del otro, por lo que siempre termina con la misma frase: todos eran iguales, todos de la misma cuerda. No había bandos buenos ni malos, en la guerra civil ningún bando fue justo, en ambos se cometieron actos espantosos, injustificables, inhumanos.

Creo que la actitud del padre de nuestro compañero es la que todos debemos imitar, porque alimentar ese recuerdo enconado de los años de la guerra, y de los que los precedieron y sucedieron, no ayuda a construir una sola sociedad, sino que fomenta la perpetuación de los antagonismos en las generaciones que se van sucediendo. La guerra se acabó hace sesenta y cinco años. Ensalzar y desenterrar las víctimas de un bando y luego las del otro bando, en pro de la justicia o de la memoria histórica solamente lleva de nuevo a la división y está demostrado que no pacifica ni mejora la convivencia.

El padre de nuestro compañero legó a éste y a sus descendientes el fruto del perdón, que es la paz y la concordia, de forma que ni nuestro compañero ni sus hijos sabrán tan siquiera el nombre del que casi ocasiona la muerte de su padre y abuelo. Ya es hora de que muchos tomen nota y piensen qué quieren dejar a sus hijos y nietos en herencia.

Si la justicia no va acompañada del perdón, corre el riesgo de convertirse en venganza institucionalizada. Como nuestro querido Juan Pablo II se hartó de decir, la paz es fruto de la justicia, pero la justicia bien entendida no está reñida con el perdón, que tiene exactamente ese mismo objetivo.

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