La defensa del Ciudadano ante la Administración Local. Iniciativas promovidas por la Constitución de Cádiz
Prólogo
El abogado D. Luis Francisco del Castillo Torres de Navarra ha tenido el acierto de dedicar atención a la Constitución de Cádiz, ahora que se van a cumplir doscientos años de su aprobación y promulgación. Bueno será recordar que las Cortes se constituyeron en la Isla de León (San Fernando), el 24 de septiembre de 1810 y que solo poner en funcionamiento a las Cortes supuso un gran esfuerzo pues hubo que acondicionar un teatro para que en él se instalaran y funcionaran las Cortes. También hubo que buscar alojamiento en la Isla de León a tantos diputados en una época en que no existían grandes hoteles. Los ciudadanos de San Fernando facilitaron sus casas para que en ellas se acomodaran los diputados y según expone José María García León fueron necesarias 207 casas. Todo en un momento dramático con el rey obligado a abdicar y retenido en Bayona, España invadida por los franceses que llegaron a las puertas de San Fernando y de Cádiz.
La Constitución de Cádiz es la más extensa que ha habido en España con 384 artículos, cuando la vigente de 1978 tiene 169. Tuvo el mérito de aprobar por primera vez en España, la libertad de prensa lo que dio lugar a una importante actividad en las imprentas de Cádiz y a que apareciera la publicidad en los periódicos, dado el gran número de lectores que tenían. Otro gran mérito de la Constitución fue la abolición de la Inquisición. Sin embargo no se logró aprobar la extinción de la esclavitud. La tramitación y promulgación de la Constitución de Cádiz, que supuso pasar del Estado absoluto al Estado liberal, tuvo una resonancia universal y de ella se ocupó Carlos Marx para quien lo más importante fue la limitación del poder regio y dijo, como recuerda José María García León, que en la Isla de León había ideas sin hachones, cuando en el resto de España había acciones sin ideas.
El abogado Luis Francisco del Castillo por su dedicación profesional a las garantías y defensa del ciudadano en la Administración local, ha dedicado especial atención a dichas garantías en la Constitución de Cádiz. Recordando a Adolfo Posada, afirma que en los artículos 309 a 337 de la Constitución, están las verdaderas bases del régimen local español, teniendo en cuenta los decretos que las mismas promulgaron, primero en forma inconexa y posteriormente con intención codificadora en la instrucción de 1813, perfeccionada en la de 1823.
El examen del título VI de la Constitución bajo el título “Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos”, que comprende los artículos 309 a 337, le dan la razón a Luis Francisco del Castillo, ya que establecen que habrá Ayuntamientos en los pueblos que lleguen a mil almas, a los que se les señalarán el término correspondiente. Los Ayuntamientos estarán compuestos por el Alcalde o alcaldes, los regidores y el procurador síndico, presididos por el jefe político. El 320 establece que en todo Ayuntamiento habrá un secretario, elegido por éste por pluralidad absoluta de votos y dotados con fondos del común. El artículo 321 contiene un listado de las competencias de los Ayuntamientos y quiero señalar que la doctrina mantiene que la verdadera autonomía municipal radica en la existencia de una lista de materias y servicios que constituyen el núcleo de la autonomía municipal y muchas Constituciones posteriores a la de Cádiz, entre ellas la de 1978, carecen de esta lista de competencias aunque proclaman la autonomía municipal.
El capítulo II del título VI, se dedica al “gobierno político de las provincias, y de las diputaciones provinciales”. Las Diputaciones estarán presididas por el Jefe superior y compuestas por el intendente y siete individuos elegidos en la forma que se dirá y se renovarán cada dos años por mitad. La elección se hará por los electores de partido al otro día de haber nombrado los diputados de Cortes. El artículo 335 contiene un listado de las competencias de las Diputaciones, estableciendo en su apartado décimo, que las Diputaciones de ultramar velarán sobre la economía, orden y progreso de las misiones para la conversión de los indios infieles, cuyos encargados les darán razón de sus operaciones en este ramo, para que se eviten los abusos: todo lo que las Diputaciones pondrán en noticia del Gobierno. Todos los miembros de los Ayuntamientos y Diputaciones, al entrar en el ejercicio de sus funciones, prestarán juramento de guardar la Constitución, observar las leyes, ser fieles al Rey y cumplir religiosamente las obligaciones de su cargo.
La Constitución de Cádiz no contiene el número de provincias y habría que esperar al 30 de noviembre de 1833 para que a propuesta del granadino Javier de Burgos, se aprobara la actual división provincial que no ha tenido más modificación que la división en dos provincias de las Islas Canarias. Queda la incógnita de saber cuantas y cuales eran las provincias en la Constitución de Cádiz.
Hoy que las Diputaciones, no las provincias, constituyen un tema polémico en cuanto a su subsistencia para adelgazar a las Administraciones públicas y evitar un gasto innecesario, bueno es saber que estaban reguladas en la Constitución de Cádiz.
El trabajo de Luis Francisco del Castillo Torres de Navarra, que analiza con acierto el sistema de recursos contra los actos administrativos en la Instrucción de 1813 y en la más perfeccionada de 1823, está bien escrito con claridad y buena literatura y tiene la oportunidad de estar escrito cuando vamos a celebrar el bicentenario de nuestra primera Constitución que es la de Cádiz de 1812.
Manuel Clavero Arévalo.
Catedrático de Derecho Administrativo.
I. A manera de explicación
Conmemoramos este año 2012 el cumplimiento de los dos siglos de la Constitución que, tras las discusiones y estudios realizados por las Cortes Generales y Extraordinarias, reunidas en el oratorio de San Felipe Neri de Cádiz y, dando gracias a Dios en un solemne Tedeum en la Iglesia del Carmen, fue promulgada el jueves 19 de Marzo de 1812. El canto religioso se interrumpió por el estruendo del violento temporal que arrancó un gran árbol en la puerta del templo , circunstancia que fue interpretada por algunos como un mal augurio y varios Diputados comentaron si no sería vaticinio de la escasa vigencia de tan solemne norma.
Pero el pueblo –y más los andaluces- ha tenido siempre un sano sentido del humor y, al coincidir la promulgación con la festividad de San José, no se tardó en otorgar a nuestra primera Carta Magna el sobrenombre de La Pepa, expresión que se ha hecho proverbial, para indicar socarrona y jocosamente la irrelevancia de ese “papel”, al exclamar ¡y viva La Pepa! frente a cualquier circunstancia efímera e ineficaz.
Desconfianza que nace de la escasa raigambre que, al comienzo de nuestra historia constitucional, tuvieron las nuevas ideas en la conciencia popular, de lo que resultaba sintomática la imagen de las viejas plazas de nuestros pueblos donde aparecía, sobre las vetustas piedras, en efímeras letras de yeso, su solemne dedicatoria como Plaza de la Constitución, lo que provocó el certero comentario de Gautier: “Lo que late dentro de las cosas tiene que salir por algún lado. Una Constitución sobre España es un revoco de yeso sobre granito”.
Sin embargo el pueblo, siempre dispuesto a festejar cualquier evento, cantaba eufórico, con el mismo buen humor del viva la Pepa, un tanguillo que recuerda Alcalá Galiano en sus Memorias : Del tiempo borrascoso / que España está sufriendo / va el horizonte viendo / alguna claridad. / La aurora de las Cortes / que, con sabios vocales, / remediarán los males / dándonos libertad. Pero el músico de turno compuso tan mal el acompañamiento, que el coro tuvo que repetir cuatro veces “que con sabios vocales”, para poder seguir el compás.
Fiesta jaranera, incongruencias e improvisación, notas muy españolas todas ellas. A más de contradicciones. Porque tan sólo dos años más tarde, si no las mismas personas, podemos afirmar que era el mismo estilo del pueblo el que, al grito de “vivan las cadenas”, iba a desenganchar los caballos de la carroza del “Deseado” para tirar de ella –gesto que les valió a los realistas extremos el remoquete de serviles-.
Pero en honor de la verdad, debe decirse que no todo fueron fiestas, jarana y cantos populares, que hubo un serio y concienzudo trabajo de quienes intervinieron en las Cortes -con las precariedades e inmadurez que se quieran-, empezando por el Consejo Supremo de Regencia de España e Indias y siguiendo por los Diputados integrantes de la Asamblea constituyente. Y resulta del mayor interés -para comprender mejor las diferentes actuaciones de estas Constituyentes- repasar las densas biografías de los Diputados, todos ellos hombres de profunda cultura, y comprobar que del intercambio de sus diferentes ideas, pudo surgir esta obra legislativa.
Los cinco individuos que componían el Consejo de Regencia -como se le llamaba escuetamente- comenzaron reconociendo que “el difícil encargo (es) realmente superior a sus méritos y a sus fuerzas”, tras lo cual el Consejo abrió el proceso constituyente. Y, en cuanto a los Diputados, baste citar la primera intervención con la que se abrió la primera sesión, por el catedrático y sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero y Ramírez de Moyano quien empezó trazando las bases sobre las que proponía que se iniciaran los trabajos. Transcribimos el párrafo del acta que acabamos de mencionar:
“… expuso cuan conveniente sería decretar que las Cortes generales y extraordinarias estaban legalmente instaladas; que en ellas reside la soberanía; que convenía dividir los tres Poderes, legislativo, ejecutivo y judicial,… al paso que se renovase el reconocimiento del legítimo Rey de España, el Sr. D. Fernando VII, como primer acto de soberanía de las Cortes declarando al mismo tiempo nulas las renuncias hechas en Bayona… “.
Y a continuación consta que las Cortes aprobaron estos puntos y los que propuso el Sr. Luján, “que era el que traía el papel” según se inserta literalmente en el acta.
De su biografía y de esta y otras intervenciones se deduce que Diego Muñoz Torrero era un hombre inteligente, aunque no pudo prever la actuación violenta del rey a su retorno y ni imaginarse siquiera la persecución política que le esperaba a él y a otros próceres comprometidos en Cádiz durante la reacción absolutista, hasta tener que exiliarse en Portugal, donde acabaría su vida en San Julián de la Barra, en marzo de 1829.
He tenido la suerte de integrarme durante mucho tiempo en la administración local, participando activamente en sus problemas públicos. A partir de aquí me he convencido de que el yunque en que se fragua la Administración Pública y por ende el Derecho Administrativo, que tiene la finalidad de regularla, se encuentra en los municipios y en las provincias, por su obvia cercanía a los vecinos, a sus problemas y, especialmente, a las necesidades que las administraciones públicas vienen obligadas a solventar y constituye el cimiento de la idea de servicio público. Y en la biblioteca de la Diputación de Sevilla encontré la Colección de Decretos de las Cortes de Cádiz, que se libró de ser quemada gracias a que el Duque de Medina Sidonia desobedeció lo ordenado por Fernando VII a su vuelta a España.
Pues bien, en cuanto a la Administración local se refiere, puede afirmarse que los Arts. 309 a 337 de dicho texto, en su Tit. VI, son “comprensivos de las verdaderas bases del régimen local”, como afirma Adolfo Posada. Por esto consideramos que la legislación local española –al menos en su estructura actual- arranca de las Cortes de Cádiz, y de los decretos que las mismas promulgaron, primero de forma inconexa y luego con una cierta intención codificadora, que se plasma en la primera de nuestras leyes locales, la de 1813, y se culmina y perfecciona en la Instrucción de 1823, al final del trienio constitucional, por más que sean interesantes como meros antecedentes históricos las regulaciones precedentes, por otra parte poco influyentes en nuestra actualidad.
Realmente la primera regulación es imperfecta y poco sistemática, plagada de defectos y lagunas –interesantes muchas veces-; pero es lo cierto que a la Constitución de 1812 le cabe el honor indiscutible de haber roto una antigua trayectoria absolutista, viciada por privilegios que hacían indiscutibles las resoluciones de la res publica. Por lo que puede afirmarse, con absoluta certeza, que el primer intento serio de someter la Administración al Derecho y trazar la constitucionalización de nuestra vida local figura entre las principales obras legislativas de Cádiz.
Sin embargo, aunque sentara los cimientos de la legalidad administrativa, La Pepa no fue la panacea, ni el bálsamo de Fierabrás. Seguirá habiendo abusos e irregularidades. No obstante las líneas maestras están trazadas. Ya el particular no se sentirá humillado por una indefensión sistemática, porque puede luchar –con mayor o menor eficacia- contra la arbitrariedad de los regidores locales.
Y posiblemente sea este el aspecto que más me ha interesado de nuestras ya biseculares leyes locales: el hecho de que, dando un giro de ciento ochenta grados desde el absolutismo más despótico, habilitaran que el ciudadano se defendiera frente a los abusos de la Administración y sus órganos políticos y de gobierno.
En efecto, se rompe con los antiguos privilegios y, aunque con deficiencias, se traza un sistema de recursos en vía administrativa e incluso se llega a someter a la fiscalización jurisdiccional los actos de las Administraciones locales.
Ya estas ideas habían cristalizado en la Francia revolucionaria, especialmente por obra de Turgot que, rompiendo con las tendencias de l’ancien règime, llegó a afirmar que “los derechos de los hombres reunidos en sociedad no se fundan sobre su historia, sino sobre su naturaleza. No puede justificarse perpetuar las situaciones creadas sin razón”.
Realmente resulta curioso que se asumieran como buenas las ideas liberales importadas por nuestros vecinos y, mientras más dura era la lucha contra el francés, las Cortes trataran de vestir las nuevas ideas con aspectos de nuestros viejos usos locales. En Cádiz se redactaba una constitución aceptando criterios franceses y al mismo tiempo se hacía frente a un duro asedio. Pero, con la gracia proverbial de la Tacita de Plata, cantaban los castizos por alegrías con el plomo que tiran los fanfarrones / se hacen las gaditanas tirabuzones.
II. La estructura orgánica
A partir de las Cortes de Cádiz se plantea una disyuntiva que va a marcar toda nuestra historia constitucional y, por consiguiente, la vida local. Se trata de cómo va a trazarse el esquema orgánico de municipios y provincias y sus relaciones con el Estado, polarizándose el problema entre centralización o descentralización. O, dicho de forma más concreta, si los alcaldes y ayuntamientos estarán o no sometidos jerárquicamente a otras autoridades, ya sea a la Diputación provincial o al Jefe político (o, como escriben esos primeros textos, Gefe político). E incluso cómo se producirán los nombramientos de las autoridades y entidades locales; si mediante elección democrática o por instancias que se consideraran superiores.
Y esto es importante para responder a la cuestión de quién va a fiscalizar los actos de los alcaldes y Ayuntamientos. Es decir, ante quien ha de acudirse frente a un eventual abuso o arbitrariedad de cualquiera de esos órganos.
Era una época en la que todavía no se había afinado lo suficiente como para reconocer la personalidad jurídica de los entes locales; se hablaba de pueblos, ni siquiera aún de municipios; y era todavía muy pronto para hablar de la democratización de las corporaciones locales, que sólo se logrará con la revolución de 1868 y mucho menos era posible alcanzar la idea de autonomía municipal que no llegará a esbozarse hasta los nonatos proyectos de Maura, de 1909. Y faltaba más de un siglo y muchas ideas que madurar hasta que, entre 1924 y 1925, Calvo Sotelo redactara personalmente buena parte de los Estatutos Municipal y Provincial, durante largas vigilias en su despacho del Ministerio de la Gobernación, donde la ventana de su despacho permanecía encendida hasta altas horas de la madrugada.
Pero, a partir de la labor legislativa de Cádiz entre 1810 al 1813, se suprimen los confusos y venales cargos municipales de la monarquía absoluta, que tanto se habían adulterado y separado de sus precedentes castellanos y leoneses , para implantar cuatro órganos: dos unipersonales, predominantemente ejecutivos y de carácter gubernativo, Alcaldes y Jefes Políticos –precedente de los que luego vinieron en llamarse Gobernadores de provincias y, más tarde, Gobernadores civiles-; y otros dos corporativos, más deliberantes que ejecutivos y, lo que es fundamental, constituidos de forma representativa, Ayuntamientos y Diputaciones.
Contrariamente los alcaldes, que en 1812 empiezan a nombrarse por el pueblo , a partir de 1840 serían de nombramiento centralizado por diferentes y muy discutidos procedimientos que constituyen lo que Calvo Sotelo calificó de “cuestión batallona” , ya que de su forma de nombramiento dependía esencialmente su independencia y libertad de criterios o, por el contrario, les obligaba a actuar en la práctica como delegados de instancias superiores, trazándose una mayor o menor centralización y, por consiguiente atribuyendo o no a la superioridad jerárquica la resolución de las cuestiones litigiosas surgidas entre los particulares y los Ayuntamientos. Cuestión batallona que la Constitución de 1812 resolvió en la forma más democrática, ordenando que los Alcaldes “se nombrarán por elección en los pueblos, cesando los Regidores… y que esta elección se haría “a pluralidad absoluta de votos”, lo que andando el tiempo se derogó, convirtiendo ese importante cargo municipal en nombramiento centralizado a cargo de los Gobernadores Civiles o del Gobierno del Estado, para las ciudades mas importantes.
En cuanto a los jefes políticos, nombrados por el Rey, fueron en un principio los presidentes de las Diputaciones Provinciales. Y aquí encontramos otra contradicción entre las diferentes normas de las Cortes de Cádiz, consecuencia del forcejeo de las diferentes tendencias concurrentes en ellas. En efecto el 10 de Noviembre de 1812 dictaron una Orden que, por incumplirse, tuvieron que ratificar en otra de 13 de Junio siguiente , ordenando “… que los gefes políticos no tengan voto, y si los alcaldes y procuradores síndicos”.
El forcejeo a que hacemos referencia responde a coincidir en las Cortes diputados realistas que querían mantener el mismo sistema del antiguo régimen, moderados que querían retocarlo y liberales que propugnaban un sistema nuevo desde sus cimientos, aunque arrancando de las antiguas leyes españolas.
En orden a las ideas centralizadoras resulta sintomático –como veremos luego- que las Cortes gaditanas, al hablar de la actuación municipal no usan el término competencias, sino el de encargos, menos técnico, pero más sugerente de esa centralización, propia del liberalismo. Es decir, que los Ayuntamientos no tienen reconocidas atribuciones propias de su naturaleza, en el articulado de la Constitución, por más que en su Discurso Preliminar se dijera lo contrario, como veremos después, y la Instrucción de 1813 las regulara aunque tímidamente, como también examinaremos, sino que las instancias superiores -Diputación / Estado- les encargan las materias que deben resolver.
Del juego combinado de estos cuatro órganos -en expresión de A. Posada – dependerá toda la vida local y la mayor o menor eficacia de las garantías de los ciudadanos frente a la Administración, arbitrándose diferentes e incluso contrapuestos sistemas de actuación administrativa. Y, por supuesto, diferentes medios de defensa del ciudadano ante los abusos, arbitrariedades e injusticias de los órganos de la Administración local.
A los vaivenes de la revuelta política de nuestro convulso, pero apasionante, S/ XIX sigue una legislación paralelamente oscilante y así, o se hipertrofian las atribuciones de los Jefes Políticos, en momentos de una centralización asfixiante, o se exageran las competencias municipales, en etapas de euforia democrática llegando incluso a poner en peligro la institución provincial, o en el articulado de una norma se contradicen los principios de su exposición de motivos , como hemos referido en cuanto a la misma Constitución. Siendo de destacar el que el Jefe político era al tiempo delegado del Estado y presidente de la Diputación.
De otra parte, se daba una escisión entre las clases dirigentes y el pueblo. Aquellas progresistas; éste tradicional, capaz de alzarse en armas más que por seguir usando la capa larga (motín de Esquilache), por conservar sus costumbres y tradiciones. Concurriendo una absurda contradicción con lo anterior, frente al progresismo de los dirigentes, la política local se trazaba con criterios fisiocráticos, partiendo del sistema de voto censatario.
Por el contrario, el pueblo era esencialmente tradicional y en gran parte agrario, realista y legitimista, receloso de todo lo extranjero, religioso y, aunque casi exclusivamente en el Norte, fue años más tarde el soporte del carlismo, tradicionalista a ultranza, que hoy calificaríamos de extrema derecha. Pero en la mayor parte del país era el respaldo incondicional de los innumerables pronunciamientos militares, la mayoría con aspiraciones democráticas, de trazo romántico –Riego, Torrijos- que tuvo sus foros en las sociedades secretas, como La Confederación de Caballeros Comuneros, que desembocaría en una logia masónica, a la que pertenecieron ilustres políticos, entre ellos Alcalá Galiano. O en los cafés y en otras tertulias más políticas y conspiradoras que literarias, especialmente, ya en los años veinte, en La Fontana de Oro, que inmortalizó Galdós en su primera novela.
Quizás, por todas estas complejas circunstancias, donde arraigó mejor el constitucionalismo fue en la sociedad ciudadana, culta y europeizada y más propicia a la influencia de los afrancesados, aunque no lo reconocieran expresamente y les despreciaran como traidores.
Estas aspiraciones de libertad se defenderán por el pueblo, a veces con estridentes algaradas, que causaron la ruina de las nuevas tendencias, al son del Tágala, -“Traga la Constitución”- que en el trienio constitucional cantarían en las narices de Fernando VII, aunque actuando sin un planteamiento sistemático para conseguir mayores libertades, idealizadas en el sufragio universal que sólo lograrán en 1868, tras un largo y a veces sangriento forcejeo entre realistas y constitucionalistas, progresistas y moderados, carlistas e isabelinos y, desde finales del XIX, entre liberales y conservadores. En definitiva, siempre enfrentadas las dos Españas, atizándose garrotazos, como la interpretó el genio de Goya, hasta partirse el corazón, como dijo Machado, desde las revueltas doceañistas y las guerras carlistas a la última guerra civil de 1936.
Todo esto determina que las garantías del ciudadano van a sufrir unas profundas alteraciones a partir de las Cortes de Cádiz, como diapasón del sistema político imperante, reflejando, de una parte, la mayor o menor centralización; y, de otra, la democratización o incluso la autonomía de que disfrutaron las Administraciones locales.
III. Los primeros trazos
Se deben a la Constitución de Bayona, lo que suponía tan mal comienzo, que estuvo a punto de hundir los sueños democráticos y liberalizadores de los constituyentes de 1812, por varias razones. En primer lugar, porque la de Bayona era una verdadera carta otorgada, no debida a un poder constituyente representativo del pueblo y defensor de sus libertades. Y, por si esto fuera poco, que no había sido imposición del añorado Fernando VII, sino una ocurrencia napoleónica.
Por esto, la Junta Central dictó un Decreto por el que se declaraba nula la Constitución de Bayona, al paso que se reconocía a Fernando VII como Rey legítimo. Y, por otro Decreto de la misma fecha, fueron convocadas las Cortes.
De todas formas, es un precedente importante en la Constitución de Bayona el Art. 98, 2 que suprimió los “Tribunales que tienen atribuciones especiales y todas las justicias de abadengo, órdenes y señoríos”. El 118 extinguió los privilegios fiscales. Y el 135 acabó con los fideicomisos, mayorazgos y sustituciones. Finalmente es interesante destacar que el Art. 72 introdujera por primera vez en nuestro Derecho público un principio liberal de corte fisiocrático al establecer que “para ser diputado por las provincias o por las ciudades se necesitará ser propietario de bienes raíces”, con lo que legaliza en España el pensamiento de Turgot, con ideas que tanta importancia tendrán en nuestra administración local, hasta desembocar en el caciquismo que acabaría prostituyendo la institución provincial y convirtiendo a las Diputaciones en “haz de caciquismo y dogal que llevan al cuello los municipios españoles”, como las definió Calvo Sotelo.
Ciertamente se echa de menos en esta primera Constitución una regulación de las administraciones locales, pero las bases estaban puestas para trazar unas entidades democráticas, y sin privilegios aristocráticos, religiosos o de cualquier otra índole, aunque luego en Cádiz se empeñarían en andar solos, por ejemplo dictando un decreto en 1811, repitiendo la supresión de los señoríos.
Y también destaca que se preocupa casi exclusivamente por la regulación de la materia política y electoral, con olvido de la actuación administrativa, lo que resulta explicable, dada la inmadurez constitucional de la época que pocos años después dará lugar a manifestaciones tan candorosamente obvias como considerar “obligaciones principales de todos los españoles… ser justos y benéficos” , además del amor a la patria.
Pero, al menos, con sus grandes defectos, la ideología liberal había irrumpido en nuestro país. Y, aunque dos años más tarde volvería a instaurarse el absolutismo, el antiguo régimen estaba sentenciado a desaparecer, al menos en cuanto tenía de despótico y despectivo de la voluntad de los ciudadanos.
IV. El origen de las nuevas garantías. Normas de la Constitución de 1812
El 20 de Diciembre de 1810 se creó una Comisión encargada de la elaboración de la Constitución, que leyó las dos primeras partes el 18 de Agosto de 1911, durando los debates hasta el 23 de Enero de 1812.
Fue aprobada por un Decreto de la Regencia de 8 de Marzo siguiente, disponiendo que se firmara por los Diputados, se imprimiera y publicara. Y por otro Decreto del mismo día se ordenaban las solemnidades con que debía jurarse y proclamarse en todos los pueblos de la Monarquía, señalando para ello el 19 del mismo mes.
La estructura orgánica a la que antes aludimos se asienta en tres círculos concéntricos: El Rey con las Cortes, a semejanza del sistema inglés; la Diputación provincial, con o bajo el Jefe Político –según el grado de centralización- y el Ayuntamiento con o bajo el Alcalde. Estos tres círculos quedan concadenados en un único radio de jerarquía, principio que ordenará el sistema de recursos: será la Diputación el órgano superior jerárquico de los Ayuntamientos y la suprema instancia sería en la vida local el Jefe político, como presidente –generalmente- de las Diputaciones.
Es del mayor interés en la materia local el Título VI de la Constitución de 1812 “Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos”
Ampliando la idea ya apuntada antes, nos encontramos con que el Art. 321 encabeza la enumeración de sus competencias -que no designa con este nombre- diciendo que “estará a cargo de los ayuntamientos…”, lo que supone que no se reconocen atribuciones que emanen de la propia naturaleza del municipio, sino encargos de sus superiores jerárquicos.
Aún no se ha perfilado la idea del Municipio como entidad territorial, basada en un término municipal, una población y unos órganos de gobierno, con unos fines propios y unos servicios propios que prestar. Y, por supuesto, ni se vislumbra su personalidad jurídica.
Esta concepción, pobremente municipalista, se reafirma en el Art. 323, cuando establece que “los Ayuntamientos desempeñarán todos estos encargos bajo la inspección de la Diputación provincial, a quien rendirán cuenta justificada cada año de los caudales públicos que hayan recaudado e invertido”.
Colocado este precepto al final de la enumeración de atribuciones o encargos, nos sugiere tres cuestiones muy discutibles, desde la perspectiva actual:
1. Que no sólo los Ayuntamientos no tienen reconocida entidad propia, sino que dependen jerárquicamente de las Diputaciones respectivas. Lo que supone que no se había llegado a la perfección conseguida en Francia, donde la Asamblea Constituyente estableció que “los cuerpos municipales tendrán dos clases de funciones que cumplir, las unas propias del poder municipal, las otras, propias de la Administración General del Estado y delegadas por ella a las municipalidades”.
2. Que debió existir una gran confusión en cuanto a territorialidad se refiere y a la subsiguiente pertenencia a la circunscripción provincial correspondiente, ya que la propia Constitución de 1812 reconocía la deficiente división provincial existente. La nueva división no sería trazada con exactitud hasta veintiún años más tarde por Javier de Burgos.
3. Que se limita la fiscalización esencialmente a la materia económica, estableciéndose –en otras normas- un procedimiento para la aprobación de las Ordenanzas municipales y la imposición y establecimiento de nuevos arbitrios que, en definitiva, serían aprobados por las Cortes, a las que elevarían las Diputaciones estas materias junto con su informe. (Art. 335, 2º).
De forma que las actuaciones económicas de los Ayuntamientos quedaban sometidas a la autoridad jerárquica de la Diputación respectiva. Y, como el Jefe político era el presidente de la Diputación, e incluso del Ayuntamiento de su residencia, conforme establecían los Arts. 309 y 325, y de nombramiento real, siendo quien ostenta el gobierno político de las provincias (Art. 324), esto supone que la decisión definitiva de los asuntos municipales estaban en sus manos, en cuanto delegado del poder central.
Es decir, que la centralización se refuerza por dos caminos: 1. Los problemas municipales de orden económico dependen de la Diputación, presidida por un delegado del Gobierno de la nación, el Jefe Político. Y 2. Serán las Cortes las que resuelvan en definitiva todas las incidencias que se planteen, entre ellas los recursos. Y, por añadidura, el rey tiene la potestad de suspender a los miembros de la Diputación, dando cuenta a las Cortes (Art. 336).
Este planteamiento determinará en breve que el recurso de alzada sea el medio ordinario, generalizado, de impugnar los acuerdos municipales, ascendiendo por la línea jerárquica que acabamos de indicar.
Comenta esta cuestión Adolfo Posada diciendo que “el régimen local ideado en Cádiz, y sostenido, acentuado y perfeccionado en el proceso histórico-político ulterior, entraña… (la) regulación de un régimen de recursos respecto de las decisiones de los Ayuntamientos que ponen, en buena parte, la marcha de la vida local en manos de sus superiores jerárquicos, suscitando por tal manera el régimen de centralización democrática… siguiendo en este punto muy fielmente la inspiración francesa”.
A pesar de todo esto, existe un atisbo de reconocimiento de atribuciones privativas del Municipio. Pero que se da no en el cuerpo articulado de la Constitución, sino en su Discurso Preliminar, en cuyo párrafo LXVII -que se discutió a finales de 1811 – se hace referencia con reiteración a la regencia de los intereses propios de los pueblos por órganos populares y a la no intromisión de órganos centrales en las materias de exclusivo interés local, concluyendo y fundamentando esta declaración en que “los vecinos de los pueblos son las únicas personas que conocen los medios de promover sus propios intereses”. Lo que nos resulta desconcertante a la luz de los artículos del texto constitucional, incongruencia que debe achacarse simplemente a una falta de técnica en la redacción de las normas que dio lugar a esta contradicción entre el Discurso y el articulado. O quizá más bien al forcejeo de las diversas tendencias concurrentes en las Cortes entre realistas, moderados y liberales, pese a la hegemonía de éstos, como ya hemos destacado antes.
Menos mal que, en última instancia, la facultad jurisdiccional “pertenece exclusivamente a los Tribunales” (Art. 242), aunque queda una duda: este artículo se refiere solamente a “la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales”, nada dice de la Administración, si bien entendemos que esto es una simple falta de técnica resulta que vino a subsanarse por el Decreto CCCIX de 13 de Septiembre de 1813.
Además, apartándose de la orientación centralizadora, nos encontramos con unas materias que se han encargado a los Ayuntamientos, excluyendo la fiscalización señalada: las de policía y las de orden público (Art. 321, 1º y 2º). Esto es el comienzo de la delimitación entre lo gubernativo y lo simplemente administrativo, siendo un tanto incomprensible que para las cuestiones administrativas –de carácter económico- se implante la fiscalización centralizada y para las de orden público y policiales se establezca la competencia municipal exclusiva.
V. Desarrollo normativo provisional
En el periodo que media entre los trabajos preparatorios de la Constitución y la Instrucción de 1813 -nuestra primera ley de régimen local constitucional, que estudiaremos en el apartado siguiente- se dictaron otras normas, que interesa analizar.
Destaca el Decreto CLXIII, de 23 de Mayo de 1812 , que adopta medidas trascendentes para los planteamientos posteriores y que traemos a colación por cuanto refuerza las garantías del ciudadano.
Suprime los regidores perpetuos, en cumplimiento del Art. 312 de la Constitución, materia a la que prestaron las Cortes tal importancia que el mismo día de la promulgación de la Constitución, dictaron una Orden prohibiendo que los regidores entrantes fueran parientes de los salientes para impedir “la posibilidad de que tales cargos se perpetúen en unas mismas familias”.
Y se convocan elecciones para cubrir aquellas vacantes, “a pluralidad de votos”, según lo dispuesto en los Arts. 313 y 314 de la Constitución (Art. XXII del citado Decreto de mayo de 1812).
Este mismo Decreto reafirma la superioridad jerárquica de las Diputaciones, disponiendo que sea la institución provincial la que decida incluso sobre la constitución de Ayuntamientos en los pueblos que, aunque no cuenten con 1.000 almas, sus circunstancias de agricultura, industria o población así lo aconsejen.
Culmina la misma disposición la centralización, ahora en manos del Jefe Político, concediéndole la presidencia de las Juntas de Electores y de las Juntas de Parroquia, lo que entraña el interés de que, al año siguiente, al aprobarse la Instrucción que analizaremos seguidamente, sería el fundamento para la estructuración de los recursos electorales.
VI. Nuestra primera Ley de Régimen Local.
La Instrucción de 1813
El 23 de Junio de 1813 promulgaron las Cortes de Cádiz el Decreto CCLXIX, bajo el título de Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias.
Se dicta esta norma durante un periodo en el que no estaban las tensiones políticas tan exacerbadas como en las épocas posteriores, e incluso puede decirse que la vida pública discurría con la mayor unidad que le prestaba un importante elemento aglutinador, la lucha contra el invasor francés. Pero tampoco la formación de la Cámara constituyente era homogénea, ni pacíficas sus deliberaciones.
Hay tres tendencias en pugna que conforman de cierta manera la normativa en la que van a plasmarse las ideas concurrentes en las Cortes: de una parte, los partidarios del antiguo régimen que, aunque ya superado, intentan mantenerlo en pie. De otro lado, los realistas que, aunque disconformes con el absolutismo y otros aspectos del sistema precedente, propugnaban reformarlo solamente. Por último, los liberales, que pretendían un nuevo régimen desde sus cimientos.
Predominó la tendencia liberal, intentando renovar cuanto encontraban criticable en la cosa pública, aunque con la preocupación por mantener las tradiciones, conservando la esencia de las instituciones patrias más vetustas.
Resulta interesante a este respecto un párrafo del Discurso Preliminar de la Constitución, en el que dice: “Sentadas ya las bases de la libertad política y civil de los españoles, sólo falta aplicar los principios reconocidos en las dos primeras partes de la Constitución, arreglando el gobierno interior de las provincias y de los pueblos conforme a la índole de nuestros antiguos fueron municipales… “.
Y aquí encontramos otro punto en el que la Instrucción no es congruente con la Constitución que trata de desarrollar. Porque lo primero que nos choca es que la Instrucción hable solamente del gobierno de las provincias, mientras que el título VI de la Constitución se refiere al gobierno de las provincias y de los pueblos.
Sin embargo, la Instrucción tiene más consideraciones con los pueblos que la propia Constitución, lo veremos al estudiar sus atribuciones, distinguiendo algunas no sometidas a la fiscalización y, aunque de momento no vaya a tener repercusión alguna en cuanto al régimen de recursos -al no plasmarse esta distinción en cuanto a los medios de defensa del ciudadano- queda abierto el camino para lo que diez años más tarde regularía la Instrucción de 1823, mucho más técnica que su precedente que estamos estudiando, como veremos en el próximo capítulo.
En efecto, pese a todas las distinciones que hemos bosquejado, aunque la Diputación ostente la superioridad jerárquica de los Ayuntamientos y, por ello, la fiscalización de sus actos, todos los recursos serán resueltos por el Jefe Político, salvo escasas excepciones, que veremos luego. Esta incongruencia se superaría -como hemos apuntado- en la Instrucción de 1823.
VII. Problema de las atribuciones municipales en 1813
Es de especial interés para luego estudiar el sistema de recursos por los que el ciudadano puede defenderse de los actos injustos o arbitrarios de la Administración local.
Superando el pobre trazado de la Constitución, tacaño con los pueblos, la Instrucción de 1813 distingue -aunque con la explicable falta de rigurosidad- tres grupos de atribuciones:
A) Una reducida faceta que cabe calificar como de actividad privativa de los Ayuntamientos y Alcaldes, aunque todavía no se realiza una enumeración clara y definitiva, lo que sólo ocurrirá sobre todo a partir de la Ley Municipal de 1840, pese a su carácter excesivamente centralista.
Pero se trata de unas facultades mucho más amplias que las que se les reconocerán más adelante, eximiéndolas de la ingerencia de los órganos superiores. Se trata de la policía de la salubridad y comodidad, el cuidado de los montes del común, el abastecimiento de agua y “comestibles de buena calidad”, el orden público y el fomento de la riqueza..
B) Otro grupo de atribuciones indican claramente la dependencia de Ayuntamientos y Diputaciones bajo la autoridad superior del Jefe Político.
Aquí se sitúan las competencias delegadas a las que se refiere el Art. VI del Cap. I de esta Instrucción, ordenando que la comunicación con el Jefe Político se refiere no sólo a la materia de caminos y obras de interés municipal y provincial (lo que supone una contradicción con el criterio del Discurso Preliminar de la Constitución), sino que “lo mismo deberá entenderse de las obras públicas nacionales, como carreteras generales… “. Y añade este mismo Art. VI que el Ayuntamiento “tendrá además aquella intervención que le fuere cometida por el Jefe político de la provincia”.
Una primera lectura de los textos da la impresión de que la obligación de las Administraciones locales se reduce a poner en conocimiento del Jefe Político sus actuaciones en estas materias, pero en definitiva es éste quien resuelve todos los problemas que surjan, que es la finalidad de tales comunicaciones y, por el sistema de hacer llegar las instrucciones de dicho jefe a los Ayuntamientos, a través del más importante de la comarca, cabeza de partido judicial.
En este orden se encuentran las materias demográficas, sanitarias, de caminos y obras, beneficencia particular, positos. Y, lo que es más importante, hasta la renovación del mismo Ayuntamiento.
C) Finalmente, la dependencia de los Ayuntamientos bajo las Diputaciones Provinciales, se manifiesta en un grupo de atribuciones de la mayor importancia, como son la imposición de arbitrios, la dotación de maestros, la rendición de cuentas justificadas, la remoción del Secretario o las operaciones de crédito.
VIII. El sistema de recursos en la Instrucción de 1813
Lógicamente el régimen de impugnaciones de las resoluciones dictadas por estas Administraciones locales, se construye –en líneas generales- sobre esta estructura orgánica, por lo que predomina el recurso de alzada en busca de la resolución del superior jerárquico, aunque sin un gran afinamiento jurídico, deficiencia que se manifiesta especialmente en el hecho –que ya anunciábamos- de que no se establecen de forma clara diferentes medios impugnatorios según que los actos recurridos se hayan dictado en ejercicio de atribuciones municipales privativas o aquellos otros que lo son por delegación de otras instancias que se consideraban jerárquicamente superiores.
Es por lo tanto un esquema rudimentario, lógicamente inmaduro, que se verá superado en 1823 y seguirá los vaivenes políticos y administrativos de las épocas posteriores.
Este esquema se diseña con tres tipos de recursos:
1. El recurso general de alzada ante el Jefe Político, contra los actos del Ayuntamiento o del Alcalde.
2. El recurso de reposición ante el Alcalde, y ulterior alzada ante la Diputación contra las resoluciones de aquél en materia de abastos y de reclutamiento y reemplazo.
3. Y, finalmente, un recurso de alzada diferente ante el Jefe Político en materia electoral. Vamos a analizarlos.
1. El recurso general de alzada.
Se establece en el Art. XVIII del Cap. I: “Si algún vecino se siente agraviado por providencias económicas o gubernativas dadas por el Ayuntamiento, o por el Alcalde, sobre cualquiera de los objetos que quedan indicados, deberá acudir al Gefe político, quien por sí, oyendo a la Diputación provincial, cundo lo tuviera por conveniente, resolverá gubernativamente toda duda, sin que por estos recursos se exija derecho alguno”.
Este precepto tiene la importancia de que, por primera vez en nuestro Derecho local, se introduce un medio de impugnación. Pero está plagado de defectos.
En primer lugar, reduce la legitimación a los vecinos, dejando en indefensión a quienes –sin serlo- pudieran ser titulares de derechos o intereses en ese término municipal, como el que luego se ha llamado hacendo forastero.
Por otra parte, no se establece en qué plazo puede entablarse este recurso, contrariamente a lo que se hará con el recurso electoral, que estudiaremos más adelante.
El defecto más importante por su falta de congruencia con el esquema de competencias trazado por la propia Instrucción, esbozado en el apartado VII , dado que se someten a este recurso de alzada casi todos los actos de Alcaldes y Ayuntamientos, sin una clara distinción entre que se hayan dictado en ejercicio de competencias propias o por delegación de instancias superiores y ni siquiera se exige el informe del órgano cuyo acto se impugna.
Se reduce el papel de la Diputación provincial a ser un asesor ocasional, cuyo informe ni es preceptivo ni vinculante.
Y esto choca especialmente porque, cuando hemos estudiado las competencias municipales, distinguíamos entre las que son fiscalizables por el Jefe político y las que son fiscalizables por la Diputación, por lo que resulta esclarecedor del designio centralizador el hecho de que los recursos hayan de resolverse siempre por el Jefe político, sin la preceptiva audiencia de la Diputación, ni siquiera en los casos en le compete fiscalizar los actos impugnados. Y es que los Jefes políticos están configurados como los “primeros agentes del Gobierno en las Provincias” y órganos de la confianza del poder central, como nombrados por éste.
Al llegar a este punto tenemos que formularnos una cuestión muy discutible, pero importante para considerar o no afianzado un buen sistema de garantías por la labor de las Cortes de Cádiz:
¿Era impugnable la resolución dada al recurso de alzada por el Jefe político?
El Art. XVIII del Cap. I que analizamos no lo niega, al menos expresamente, mientras que el Art. I del capítulo siguiente, al regular las “quejas” cuya resolución encomienda a la Diputación, ordena que “con la debida instrucción, las resuelva sin ulterior recurso”, lo que igual pudo disponer para el de alzada, si tal hubiera sido la voluntad del legislador del año trece.
Entendemos que, al disponer este precepto que “resolverá gubernativamente”, enfrenta lo gubernativo y lo administrativo, pero no lo gubernativo con lo judicial. Esto quiere decir tanto como que la resolución del recurso de alzada por el Jefe político agotaba la vía administrativa –hablando en términos actuales-, pero quedando siempre expedito el camino para acudir a los Tribunales ordinarios.
Nos basamos para pensar así, pese a la preponderancia del Jefe político, en lo dispuesto en primer lugar por el Art. 242 de la Constitución, aunque se refiriera solamente a las causas civiles y criminales. Reducción que más cabe imputar a una explicable falta de técnica en los albores de nuestra legislación moderna que al designio de hacer inimpugnables aquellas resoluciones.
De otra parte, las Cortes dictaron el 13 de Septiembre del mismo año 1813 otro Decreto, el CCCIX , es decir, sólo unos tres meses más tarde de la Instrucción que analizamos, disponiendo que se sometieran al conocimiento de “jueces letrados”, en primera instancia, y a las Audiencias, en segunda, las cuestiones litigiosas surgidas sobre materias de la competencia de la Hacienda Pública. Sigue, no obstante, la duda en pie, dado que esta norma reduce la impugnación a las cuestiones económicas, por lo que tendríamos que preguntarnos qué ocurría cuando el litigio no se centraba en cuestiones civiles, criminales o de hacienda.
Finalmente, como ya esbozábamos más arriba, si se declara inimpugnable la resolución del Jefe político en los recursos electorales, igualmente pudo regularse en los demás supuestos, si la voluntad del legislador hubiere sido esa. Más aún teniendo en cuenta que –como veremos en el recurso en materia electoral- la exclusión de una impugnación posterior se refuerza de una manera especial al decir que el Jefe político resolverá sin pleito ni contienda judicial, con lo que excluye esa materia del conocimiento de los Tribunales. En consecuencia, si aquí no lo ha hecho es exponente de que el legislador de Cádiz pensó en el posible recuso ante los Tribunales.
Además, como veremos en el apartado siguiente, cuando el legislador desea que se pueda seguir impugnando, arbitra un segundo recurso, como es el caso del sistema de reposición seguido de la alzada.
2. El primer planteamiento del recurso de reposición.
Existen tres materias en la Instrucción en las que, para la resolución de las discrepancias que pudieran surgir, se establece el recurso de reposición: el repartimiento de contribuciones, lo referente a abastos y el reclutamiento y reemplazo para el ejército.
Aún no se ha llegado a concretar como principio que, en el caso de impugnarse actos emanados del Ayuntamiento en ejercicio de sus atribuciones, sea el procedente el recurso ante el propio Ayuntamiento, se le llame o no de reposición. Esto sólo se conseguirá en la Instrucción de 1823.
Estos recursos se regulan en el Art. III del Cap. II, que comentamos seguidamente.
a) “El repartimiento de contribuciones”.
Las contribuciones del Estado se repartían en tres fases, el reparto que las Cortes hacían a las provincias; el que las Diputaciones hacían de su parte a cada pueblo de su circunscripción y el que los Ayuntamientos hacían entre los particulares, sin concretarse que fueran o no vecinos, aunque obviamente debían estar grabados todos los titulares de bienes y actividades en el municipio, vivieran o no en el mismo.
La Instrucción establece el sistema de recursos para las dos últimas fases en la forma que sigue:
1. El repartimiento que se hacía por la Diputación provincial a los pueblos, concretando “el que les hubiera cabido” a los de su circunscripción se podía impugnar en un verdadero recurso de reposición ante la Diputación que lo había hecho.
Establece la norma que “toda queja o reclamación que hagan los pueblos” sobre esta materia, “se dirigirá por medio del Gefe político a la misma Diputación provincial”. Y continúa ordenando que esta corporación “sin perjuicio de que se lleve a efecto el repartimiento hecho, examinará maduramente la reclamación, y confirmará o revocará el repartimiento hecho, para la debida indemnización en el repartimiento inmediato, todo sin ulterior recurso”.
Este primer apartado del Art. III del Cap. II nos sugiere las siguientes anotaciones:
Lo primero que choca es que la legitimación –que obviamente no se denomina así- corresponda al pueblo, pese a que, como hemos apuntado más arriba, no se habían dotado aún de personalidad jurídico – administrativa a los municipios.
Y por lo tanto, siendo simples órganos, dependientes jerárquicamente de las Diputaciones, resulta incomprensible cómo se arbitra este recurso de un inferior jerárquico contra actos de su superior.
Par otra parte, se sigue con la falta de técnica. No se distingue entre queja o reclamación, ni se habla de recurso; tampoco se establece en qué plazo debe interponerse ni, por supuesto, las consecuencias de la falta de interposición.
Aparece que la resolución impugnada, por la que la Diputación hizo el repartimiento, es ejecutiva, ya que se llevará a la práctica de inmediato, pese a haberse interpuesto esta queja o reclamación, con la obvia salvedad de que si procede la rectificación, se compensará “para la debida indemnización en el repartimiento inmediato”.
Y, finalmente, que la resolución de la Diputación agota la vía administrativa y será impugnable solamente ante los Tribunales, por las mismas consideraciones que hemos hecho al concluir el apartado precedente.
2. El repartimiento que se hacía por el Ayuntamiento a los particulares.
Una vez que la Diputación concretaba el repartimiento de las contribuciones a los pueblos de su demarcación, se hacía por cada Ayuntamiento la asignación a cada contribuyente de lo que debiera pagar , “… con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”, según ordenaba el Art. 339 de la Constitución.
Aquí establece el Art. III del Cap. II de la Instrucción de 1813 que
“Del mismo modo las quejas de los particulares en el repartimiento que a cada uno haya hecho el Ayuntamiento de su pueblo, si aquél no las hubiere satisfecho, serán dirigidas a la Diputación provincial por medio del Gefe Político, para que con la debida instrucción las resuelva sin ulterior recurso”.
Por lo tanto, si algún particular se sintiera afectado por un error o un agravio comparativo en la asignación de las cargas fiscales, podía acudir a este sistema que arbitraba el que más adelante se llamaría recurso de reposición presentando ante el Ayuntamiento sus quejas y “si no las hubiere satisfecho”, podrá acudir a la Diputación, a través del Jefe político.
Precepto que tiene un gran interés por introducir en nuestro Derecho administrativo el sistema de reposición-alzada que tanto arraigo ha adquirido en nuestra legislación posterior.
Es decir, en la reposición se acude al órgano que emanó el acto, en petición de que lo revise, que es la verdadera esencia de este tipo de recursos; mientras que en la alzada se acude a la Diputación en su calidad de superior jerárquico de los Ayuntamientos, jerarquía que sólo desaparecerá al introducirse en nuestro Derecho el concepto de la autonomía municipal, reconociéndoles entidad propia.
Se mantiene el mismo defecto de no indicar en qué plazo se pueden interponer estas reclamaciones, ni ante el Ayuntamiento ni ante la Diputación. Y, por supuesto no aparece en absoluto la idea de denegación presunta en el caso de que el Ayuntamiento no resuelva.
Por último, concurre otra deficiencia más de fondo aún, consistente en que, al referirse al “repartimiento que a cada uno haya hecho el Ayuntamiento de su pueblo”, parece limitar la legitimación a los vecinos, aunque aún no tenían delimitado su estatuto, pero olvida esta Instrucción que en casi todos los pueblos hay titulares de propiedades u otros derechos que viven en otro lugar, forasteros que quedaban en una clara indefensión frente a esos repartimientos que les podían afectar.
b) En materia de abastos.
Eran cuestiones de la exclusiva competencia del Ayuntamiento, no enumerada en el Art. 321 de la Constitución , pero sí establecida por la Instrucción en el Cap. I, Art. V.
El Ayuntamiento es el único órgano competente para entender de estas cuestiones y por eso dice este artículo que “Lo mismo se observará con las reclamaciones y dudas que ocurran sobre abastos… “.
Lo que significa que, igual que en el supuesto anterior, primeramente podrá el interesado recurrir ante el Ayuntamiento –recurso de reposición- al ser el órgano que dictó el acuerdo impugnado, para acudir luego en alzada a la Diputación por medio del Jefe político, con base en la relación jerárquica antes indicada.
Como no se concreta nada al respecto, se sigue en la incertidumbre respecto de qué plazo había para entablar estos recursos.
Por el contrario, al no hacerse referencia a la legitimación, limitándola a “su pueblo” y aunque se diga que “lo mismo se observará”, parece lo más correcto concluir que podría recurrir cualquier afectado, fuera o no vecino.
Finalmente, en cuanto a las posibilidades implugnatorias, consideramos que la vía administrativa se concluye en la resolución de la Diputación, por equiparación al apartado precedente: sin ulterior recurso. Y, contra la resolución de la Diputación cabría igualmente la acción ante los Tribunales.
c) En materia de reclutamiento y reemplazo.
No encontramos en la Instrucción ninguna norma reguladora de esta materia, a la que se refiere en último lugar el Art. III del Cap. II que estamos comentando, que dice:
“Igualmente y mientras las Cortes otra cosa no determinen, en virtud del Art. 357 de la Constitución todas las dudas y quejas que se susciten en los pueblos por el pueblo mismo o por particulares sobre reclutamiento y reemplazo para el ejercito, por el mismo método de que habla este artículo para las contribuciones; sin perjuicio de que la Autoridad militar ejerza la intervención conveniente acerca de la aptitud y robustez de los individuos”.
Ni esta competencia está relacionada como materia que “tocará a las Diputaciones” por el Art. 335 y tampoco se enumera entre lo que “estará a cargo de los Ayuntamientos” conforme al Art. 321, ambos de la Constitución. Es otra disposición, el Decreto de las Cortes CCLX, de 8 de junio de 1813 , la que al regular “cómo han de contribuir todos los españoles a la manutención y servicio de los ejércitos nacionales”, señala la competencia de los Ayuntamientos en esta materia.
Tampoco el Art. 357 de la Constitución dice cómo se hará el reclutamiento. Pero la remisión del precepto que comentamos al sistema de impugnación para los repartimientos de contribuciones, habilita a la doble vía examinada en el apartado a) de este punto, es decir:
La Diputación debería hacer el reparto de los mozos de reemplazo entre los diferentes pueblos de su jurisdicción, teniendo en cuenta las respectivas poblaciones
Por esto los pueblos podían recurrir en reposición ante la Diputación si disentían de ese reparto.
A su vez el Ayuntamiento llamaba a filas a los hombres que considerara necesario. Y si éstos no estaban de acuerdo podían recurrir en reposición ante su pueblo y la resolución de éste, en alzada ante la Diputación por medio del Jefe político.
La Diputación resolvería sin ulterior recurso. Por analogía con el sistema de repartimientos de contribuciones, estos acuerdos serían ejecutivos inmediatamente. Tampoco se establecen los plazos para recurrir. Y, obviamente, en cuanto a legitimación se refiere ha de concluirse que sería la de los mozos disconformes del pueblo. Por último, señalar que el acuerdo de la Diputación agotaba la vía administrativa sin ulterior recurso. Salvo, naturalmente, el jurisdiccional ante los Tribunales.
3. El recurso en materia electoral.
Se formula este medio impugnatorio por la Instrucción de 1813 en el Art. XXIII del Cap. III, que copiado a la letra, dice:
“Corresponde al Gefe político el conocimiento de los recursos o dudas que ocurran sobre elecciones de los oficios de Ayuntamiento, y las decidirá gubernativamente y por vía instructiva sin pleito ni contienda judicial. El que intentare decir de nulidad de las elecciones, o de tachas en el nombramiento de alguno, deberá hacerlo en el preciso término de ocho días después de publicada la elección, y pasado aquél no se admitirá la queja; pero en ningún caso se suspenderá dar posesión a los nombrados en el día señalado por la Ley a pretexto de los recursos y quejas que se intenten”.
La interpretación de este interesante precepto sugiere una serie de problemas que intentaremos exponer a continuación.
Lo primero que se plantea es qué sentido tiene la expresión elección de los oficios de Ayuntamiento. Es decir, si hace referencia a los funcionarios municipales o a los que hoy llamamos concejales y entonces se denominaban individuos de Ayuntamiento, de los que habla el Art. XXII del Cap. I de la Instrucción, expresión que bien pudo utilizarse en este precepto para mayor claridad, aunque tampoco es muy técnica y hubiera sido en todo caso preferible que se hablara de regidores, expresión que sigue causando recelos a las Cortes gaditanas desde que ordenaron la supresión de los de carácter perpetuo por el Art. 312 de la Constitución. Creemos que por esta razón no vuelve a usarse luego y así no se encuentra la palabra regidor en toda la Instrucción.
Y es que la expresión oficio público resulta bastante imprecisa y al parecer procede de la Partida II, Tit. IX, Ley I , donde no puede determinarse si hace referencia a la relación jurídico administrativa de la Administración con sus funcionarios o a la relación jurídico política que hoy consideramos como mandato o comisión del Concejal o Diputado, aunque la redacción del Título IX parece decantarse por la primera interpretación.
Y, sin embargo, la Instrucción de 1813 se refiere con seguridad a los Concejales por dos motivos.
En primer término, se habla de elecciones de los oficios de Ayuntamientos, aunque tampoco es muy digna de tener en cuenta una expresión determinada en estas normas, dada su imprecisión terminológica Y, por otra parte, la referencia a dar posesión a los nombrados en el día señalado por la Ley, lo que no podría referirse a la toma de posesión tras el nombramiento de funcionarios, que siempre ha sido más o menos inmediata y sobre todo sin una fecha predeterminada.
La designación de funcionarios se hacía a pluralidad de votos por la Corporación, lo que no recoge esta Instrucción de 1813, pero si la siguiente, de 1823.
Finalmente, hay que tener en cuenta que para la toma de posesión de los funcionarios no se precisaba hacerlo en una fecha determinada, mientras que sí se exigía esta condición por la Constitución para la toma de posesión de los miembros electos de la Corporación o individuos de Ayuntamientos.
Otro punto interesante es que, a diferencia de los otros recursos que hemos estudiado, se concreta el plazo de interposición en ocho días, con lo que están dando a entender los legisladores del 1813 que esta es cuestión que debe resolverse con la mayor celeridad. Idea que se refuerza con lo que sigue.
La competencia para la resolución de estos recursos se atribuye al Jefe político. Y, dado que las cuestiones sobre validez de las elecciones son netamente jurídicas –aunque con trascendencia política importante- se dan cuenta las Cortes de la tendencia de estos problemas para acudir a los Tribunales ordinarios y debe entenderse que, para no dilatar innecesariamente su solución sería por lo que proclamaron que el Jefe político “las decidirá gubernativamente… sin pleito ni contienda judicial”.
Este sentido de tramitación sumaria se afianza aún más con la ejecutividad que se establece para la toma de posesión de los elegidos, al decirse que “en ningún caso se suspenderá dar posesión a los nombrados… a pretexto de los recursos y quejas que se intenten”.
Otro aspecto importante es que en este artículo XXIII del Cap. III se distingue por primera vez entre “nulidad de la elección”, de una parte, haciendo referencia a la invalidez del proceso electoral y “tachas en el nombramiento de alguno”, con relación a posibles incompatibilidades de alguno de los electos en particular. Obviamente todavía no se afinaba tanto en la terminología
Aún no se ha depurado la técnica legislativa como para distinguir con absoluta precisión entre nulidad o anulabilidad del procedimiento y las incapacidades e incompatibilidades, aunque se vislumbra la distinción, que se perfilará mejor en la Instrucción de 1823, como veremos en el próximo capítulo.
Nada dice la Instrucción de 1813 sobre el procedimiento que debería seguirse para la tramitación de este recurso, limitándose a decir que “el Jefe político resolverá… por vía instructiva”, lo que nos hace suponer que debería “instruirse” un expediente, al que se unirían las pertinentes pruebas.
Esta suposición se reafirma por una Orden que dictaron las Cortes una semana después, exactamente el 30 de Junio por la que, en defensa del honor de los electos, ordenaba que en todo proceso electoral “no podrán hacerse informaciones ni pruebas por escrito en contra de la reputación de ciudadano en que se halle cualquier individuo”.
Comentarios Provisionales
No me gusta hablar de conclusiones, porque jamás he considerado concluido, perfecto o terminado satisfactoriamente ningún trabajo, que siempre quedan antecedentes por investigar o matices sin estudiar y será mejorable cualquier investigación que se haga por mucho cariño que se haya puesto en la apasionante búsqueda de lo desconocido.
Pero al menos quisiera hacer unos COMENTARIOS PROVISIONALES, diciendo que este es el sistema de garantías arbitrado para el ámbito municipal y provincial por la Constitución de 1812 y por la normativa surgida en su desarrollo inmediato, especialmente mediante la Instrucción de 23 de Junio del año siguiente, respecto del que deberemos hacer las siguientes anotaciones:
I) Que la normativa nacida en el Cádiz doceañista supone toda una innovación importante en nuestro Derecho, como ya hemos indicado repetidamente, cuyo principal mérito es, de una parte, someter la Administración Pública al Derecho y, de otra, romper en forma definitiva con un régimen multisecular de absolutismo y de privilegios que comportaban con demasiada frecuencia un completo desprecio de los derechos del pueblo llano.
II) Que, obviamente, el sistema no estaba convenientemente depurado ni en el aspecto terminológico ni en cuanto al método y la sistemática. Consecuencias de la explicable inmadurez en la forma de redactar este tipo de normas y por la natural inexperiencia en la aplicación de las mismas.
III) Que las principales lagunas que observamos, como faltas de esa sistemática, son que no se establezcan los plazos en que pudieran entablarse los recursos arbitrados, excepción hecha del electoral y que no se preveía ningún recurso contra las resoluciones de la Diputación ni contra las dictadas por el Jefe Político, sin más concreción que la exclusión de recursos –incluso judiciales- en materia electoral, abriendo un interrogante en cuanto a los restantes.
IV) Que sólo se toca de pasada un tema tan importante como es la legitimación y de forma incorrecta -como ya dijimos- al reducirla tácitamente a los vecinos, olvidando los derechos de los que la doctrina actual llama el “hacendado forastero”, concretamente en el caso de los repartimientos de contribuciones, que en muchas ocasiones pueden afectar a sus patrimonios.
V) Que, tras la vuelta de Fernando VII, quedó derogada la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, e incluso mandó el Rey que se destruyeran las Colecciones Legislativas que se habían impreso. Aunque gracias a que no todos cumplieron estas órdenes, podemos conocerlas hoy. Y, tras la revuelta de 1820, volvieron a la vigencia, para desembocar en la Instrucción de 1823 –que hemos citado en varias ocasiones- en la que, partiendo de la experiencia adquirida con la aplicación de la precedente de 1813, se perfeccionan y garantizan los derechos del ciudadano con una mayor sistemática y mejor terminología. Pero este tema será objeto de nuestro próximo capítulo, en el que estudiaremos “El sistema de garantías locales del el trienio Constitucional”.
I. Los antecedentes inmediatos
La vuelta de Fernando VII decepcionó a muchos de los que pusieron tanta pasión en su regreso, que le llamaron “El Deseado”, especialmente por la derogación de las libertades conseguidas en Cádiz y por la persecución de los liberales que culminaría en la que se ha denominado “Década ominosa”, tras el pequeño paréntesis del “Trienio constitucional”.
El empeño del rey en defender el absolutismo fue tan concienzudo que ordenó que se quemaran las diferentes colecciones que se habían impreso de la labor legislativa de las Cortes gaditanas. Menos mal que algunas se salvaron gracias a la peligrosa desobediencia de algunos próceres, como fue el caso del duque de Medina Sidonia, colección de la que hoy podemos disponer en la Facultad de Derecho de Sevilla.
Y, además, la situación era caótica, con la hacienda del Estado en la ruina, debido a los excesivos gastos en el esfuerzo militar por mantener las colonias americanas y una inmoralidad pública escandalosa, que determinaban un descontento popular profundo.
Sin embargo la decepción frente al absolutismo no fue ni con mucho generalizada, dado que los excesos de los liberales dieron lugar a multitud de disconformes que pugnaban por la vuelta al absolutismo. Excesos en muchos casos más verbales que de otro orden, pero que incluso llegaron a la humillación del Monarca, como cuando le cantaban a gritos el “Trágala”, coplilla grosera con la que vulgo –entusiasmado con las libertades constitucionales- le decía al rey que tragara la Constitución.
Tanto fue el descontento que, al final del “Trienio”, Chateau Briand hubiera padecido el mismo fracaso que sufrió Napoleón o al menos hubiera encontrado pareja resistencia popular si no hubiese contado con una amplia base de partidarios del absolutismo, realistas motejados de serviles por los liberales, que reaccionaban –de ahí la calificación de reaccionarios- contra el liberalismo y contra el renacido constitucionalismo democrático.
En efecto, el duque de Angulema trajo a España 95.000 hombres, pero se le unieron unos 35.000 realistas y, además, no encontró resistencia alguna por parte del pueblo, contrariamente a lo que ocurrió entre 1808 y 1814.
Pero, por otra parte, los constitucionalistas no hacían sino intentar levantamientos que, con frecuencia concluían con el destierro –caso del pronunciamiento Espoz y Mina en 1814, en Pamplona- o con la ejecución de los cabecillas –como Porlier, en Galicia, en 1815-; el año siguiente, Richard, en Madrid; en 1817 el general Lacy, en Valencia, y también en Valencia, en 1818, el coronel Vidal.
Y es que los más descontentos eran los militares ante la desastrosa política que regía la guerra frente a la independencia americana, que ya había causado unas 14.000 bajas, y que con frecuencia era el pretexto para apartarles de la Península.
El rey estaba abrumado, llegando a decir que “El clamor de las quejas populares que llega hasta nuestros oídos reales nos saca de quicio” según comentó Karl Marx.
Precisamente fue este descontento el que aprovechó el general Rafael del Riego para proclamar la Constitución de 1812 en Las Cabezas, aprovechando la Compañía de Asturias que iba camino de Cádiz, para embarcar rumbo a América.
Sin embargo, antes de terminar 1823 se había extinguido la segunda experiencia constitucional española, el Trienio Constitucional, culminando su aplastamiento con la ejecución de Riego. Y, el que había sido adorado por las masas como El Héroe de Las Cabezas, fue injuriado groseramente por la chusma camino del cadalso levantado en la madrileña plaza de la Cebada, a donde fue arrastrado en un serón tirado por un burro el 17de noviembre de ese año 1823.
Se iniciaba la llama Década Ominosa desencadenada por la concurrencia de la tozuda cerrazón y encono del monarca, el desenfreno liberal, la nostálgica postura de estamentos envejecidos como la nobleza y el clero y los temores de las rancias monarquías europeas, plasmados en el Congreso de Verona.
II. La reinstauración del constitucionalismo
La segunda etapa constitucional tuvo un mal comienzo, por la violencia de su implantación mediante un golpe de estado, uno de los muchos pronunciamientos militares de que estuvo jalonado el S/ XIX español.
El general Rafael del Riego en enero de 1820, proclamó la Constitución de 1812 en Las Cabezas de San Juan, dando lugar a que el rey, temiendo ser destronado, se resignara a consentir la reinstauración del constitucionalismo, humillación que nunca le perdonó Fernando VII, agravándose su rencor por las ofensas y desprecios de que fue objeto, no sólo por el pueblo, sino por los nuevos poderes.
El rey se sintió presionado por los hechos y, más aún, acorralado por la leyenda creada alrededor de Riego en la que el pueblo engrandecía sus hazañas, así como por la traición del conde de La Bisbal, José Enrique O’Donnell que, enviado para reprimir el levantamiento de Riego, se pasó a la causa liberal, proclamando la Constitución de Cádiz en Ocaña,
Finalmente dictó Fernando VII un decreto por el que declaraba su voluntad de jurar la Constitución de 1812 , como lo hizo solemnemente el día siguiente, abriéndose una nueva etapa constitucional.
De esta manera, el Trienio nació ya enturbiado por la violencia militar y las algaradas callejeras.
De una parte, por un excesivo sentido de reacción de los constitucionalistas que no olvidaron ni las represalias personales que sufrieron, que para algunos supusieron el destierro y para otros la muerte, ni la Real Cédula de 30 de Junio de 1814 por la que el rey desbarató la labor legislativa acometida en Cádiz, disolviendo los ayuntamientos llamados constitucionales, volviendo a los antiguos cargos municipales y derogando tantas otras consecuciones de las cortes gaditanas.
Y por otro lado, por el encono del rey que se sentía acosado por la chusma, disminuido en sus competencias absolutas por los políticos que dirigían la vida nacional y desconfiado ante unas Cortes totalmente en manos de elementos liberales.
Es cierto que el absolutismo se había atenuado parcialmente. Pero, a pesar de esto, el extremismo de buena parte de los constitucionalistas dio lugar al inicio de reformas más atrevidas que las del Cádiz doceañista, incluso antes de que éstas consiguieran su pleno desenvolvimiento.
Y hasta cabe destacar que varias de las medidas de liberalización y democratizadoras propuestas en Cádiz no consiguieron alcanzarse hasta este trienio de 1820 a 1823. Otras se consumaron en el llamado bienio liberal (1856-57) y el resto no consiguió vigencia hasta la constitución de la I República promulgada en 1869 y la normativa dictada para su cumplimiento.
El optimismo liberal de las Cortes de Cádiz se convirtió ahora en una euforia desordenada y populachera que sería una de las causas principales del fracaso del sistema en 1823, desprestigiado por sus propios excesos frente a una gran masa de población deseosa de paz y de orden.
Esta efervescencia tuvo su más sintomática manifestación, aunque no la más importante, cuando el rey juró la Constitución del año doce en la Casa de la Villa, cercada por turbas del mismo signo que las que levantaron las barricadas y se alzaron en los motines que violentaron todo el S/ XIX y los comienzos del XX.
III. Las Cortes de 1820
La elección de los diputados para constituir nuevamente las Cortes se llevó a cabo conforme a las disposiciones de la Constitución de 1812, es decir, por sufragio universal indirecto, a través de la parroquia, los partidos y la provincia.
Resulta difícil conocer si tales elecciones tuvieron la limpieza que fuera de desear, pero sí está claro que debió haber por lo menos un ambiente excesivamente propicio y tendencioso a favor del predominio liberal en los componentes de las Cortes, conforme resulta de su propia constitución, de lo que se deduce por lo menos una cierta coacción sobre los electores a la hora de designar a los ciento cincuenta diputados que habían de formarlas.
En efecto, la casi totalidad de los diputados elegidos eran de ideología liberal, pudiendo afirmarse que no existía representación significativa de los defensores de un absolutismo, más o menos mitigado.
Incluso muchos de los diputados lo habían sido de las Cortes de Cádiz, como Calatrava, Istúiz, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa o el conde de Toreno.
Comenzaron las sesiones el 9 de julio de 1820, en el palacio de doña María de Aragón, el mismo sitio en que ya se habían celebrado las últimas de 1814, antes de su disolución por Fernando VII.
El mismo rey concurrió a la solemne sesión de apertura y el presidente no sólo disculpó la postura absolutista de Fernando durante el periodo anterior, sino que le presentaba como uno de los artífices del cambio político.
Si bien los primeros debates se dedicaron a cuestiones ideológicas, sin tomar en consideración los graves problemas reales del país, pronto, a partir de agosto, se centraron en seguir e incluso exagerar las líneas liberalizadoras que empezaron a pergeñarse en Cádiz, aunque con unas desviaciones anticlericales que crearon mucha controversia.
En este orden de cosas no sólo se suprimieron los mayorazgos y todo tipo de vinculaciones , sino que ya antes se había acabado con las órdenes monacales, los bienes de los conventos pasaron a propiedad del Estado que los vendió en subasta, empezándose por la Compañía de Jesús , si bien se consintió a sus miembros continuar en el país, como sacerdotes seculares adscritos a las respectivas diócesis.
Bien pronto comenzaron las disidencias, como ocurrió por ejemplo con la amnistía a favor de los afrancesados , permitiéndoles su regreso a España.
El efecto contrario a las tendencias liberales se multiplicó como consecuencia de que muchos de los que se acogieron a tal disposición –unos 12.000- quedaron descontentos, convirtiéndose, si no en absolutistas, sí en enemigos del constitucionalismo.
El 1 de Abril de 1820 se formó el nuevo gobierno, en el que todos los ministros eran liberales.
Fernando VII sentía la explicable desconfianza hacia ellos y, pese a que tenía la facultad de nombrar libremente a los ministros, al ser éstos presentados invariablemente de entre elementos contrarios a sus ideas absolutistas, determinó el choque que se produjo al comenzar la segunda legislatura el 1 de marzo de 1821 por las criticas del monarca a tales ministros, dando lugar a su dimisión. Inmediatamente nombró el rey un nuevo gobierno, de trazo moderado que, por esto, pronto cayó en la impopularidad. Eusebio Bardají en Estado; Mateo Valdemoro en Gobernación; Tomás Moreno Daoiz en Guerra y Antonio Barata en Hacienda, continuando la labor de las Cortes que, entre otras medidas, acordaron la unificación de la moneda, prohibiendo la utilización de la francesa aún persistente por inercia de la época de José Bonaparte y trazándose una nueva organización y disciplina del Ejército con el intento de reforzar su aspecto técnico y colocarle al servicio de la sociedad.
En el mismo mes se aprobó el Reglamento de Instrucción Pública , distinguiendo la primaria -universal y gratuita-, la secundaria -a cargo de un Instituto en cada provincia-, y la universitaria -creándose la Universidad Central en Madrid, otras diez en la península y veintidós en ultramar-.
Ya al final de estas sesiones se redujeron a la mitad los diezmos que los campesinos pagaban a la Iglesia.
En la siguiente tanda de sesiones, en Septiembre de 1821, se siguieron acometiendo cuestiones de importancia.
Se esbozó una nueva división del territorio español, en 52 provincias, que debe considerarse como el precedente inmediato de la trazada por Javier de Burgos en 1833, que ha prevalecido prácticamente hasta nuestros días.
Se aprobó el Reglamento de Beneficencia configurándola como tarea municipal.
Y se promulgó el primer Código Penal que sistematizó la caótica legislación española en la materia.
Sin embargo crecía el descontento, especialmente contra el gobierno de signo moderado que había formado el Rey, sobre todo a finales de 1821 y principios de 1822, destacando el alejamiento creciente entre el pueblo y el gobierno, iniciándose una serie de algaradas y de intentos de conspiración, con resultados violentos en muchas ocasiones, como el asesinato del sacerdote Matías Vinuesa, condenado por su realismo acérrimo. Las turbas consideraron leve la condena, por lo que asaltaron la cárcel en la que estaba encerrado.
Al extremo del descontento se llegó con la destitución de Riego, al que ya se le había querido alejar de la Corte destinándole a Galicia –intento que fracasó- y, finalmente, se le cesó al habérsele acusado de participar el la conspiración de Cugnet de Nontarlot.
La gente en Madrid se amotinó y su represión desproporcionada, ordenada por el Jefe político, desencadenó la algarada que se llamó La Batalla de las Platerías.
A finales de 1821 la situación era caótica, llegando las confrontaciones a suponer una amenaza de guerra civil a escala nacional. En Valencia, Sevilla, Cádiz y Málaga, entre otras ciudades, se vivía un auténtico ambiente revolucionario.
El gobierno pidió el apoyo de las Cortes para combatir estos desórdenes, sin conseguirlo, lo que determinó la dimisión de algunos de sus componentes.
El mismo día nombró Fernando VII el tercer gobierno liberal, presidido por Martínez de la Rosa, en la cartera de Estado.
Pero obtuvieron la victoria los exaltados, al resultar imposible la concordia entre los liberales extremistas y los moderados en el gobierno y en las elecciones a Cortes que se llevaron a cabo.
Rafael de Riego fue nombrado presidente de las Cortes, cargo en el que solamente permaneció durante el mes de marzo. Hasta el verano de ese año, las Cortes adoptaron algunas medidas de carácter simbólico para exaltar la memoria de algunos héroes de la libertad, como Padilla, Bravo y Maldonado.
Con respecto a los militares, las Cortes trataron de impedir nuevas insurrecciones mediante la elevación de los sueldos de los oficiales, pero sin éxito. Por lo pronto, la supresión de la brigada de los carabineros provocó la sublevación de ésta.
En Valencia tuvo lugar el 30 de mayo la sublevación de los artilleros que proclamaron a Elio capitán general. Reprimida la insurrección, el general Elio fue ejecutado.
Pero los sucesos más graves tuvieron lugar en Madrid, en donde la Guardia Real se sublevó, para reimplantar el absolutismo, al parecer con la connivencia del rey y de la familia real. Se le opuso la Milicia Nacional, que consiguió dominar la revuelta absolutista el 7 de julio de 1822.
No es extraño, por lo tanto, que nacieran en este ambiente los que pueden considerarse como auténticos foros de la opinión pública. “La política demagógica quedó como visiblemente controlada en las tres instituciones populares más genuinas del naciente siglo: los cafés con tertulias, las casas de huéspedes o las fondas y los semanarios satíricos. Y detrás de todo ello, como verdadero fondo invisible, la logia masónica”
Si a estos tres o cuatro elementos se añade la conspiración cuartelera, tendremos completo el cuadro de los pronunciamientos militares en su doble aspecto sociológico y castrense, que determinaron en tan gran medida la política y la historia del siglo XIX español y, por lo tanto las constituciones y la normativa reguladora de la Administración Local.
En este ambiente convulso y ya hacia su final, casi al terminar el Trienio, se proclamó la que vino a ser nuestra segunda ley de régimen local, que si efímera fue su vigencia, es hondamente interesante por su contenido y avances sobre la anterior de 1813.
IV. La Ley para el Gobierno Económico y Político de las Provincias
Como colorario de las aspiraciones locales de la tendencia liberal que logró imponerse, se dictó por las Cortes el Decreto XLV de 3 de febrero de 1823, por el que se aprobaba esta Ley, también llamada Instrucción por el propio texto.
Debe destacarse que, al igual de la primera ley en la materia –la de 1813-, su enunciado se refiere solamente a la provincia, en contra de lo expresado en el Tit. VI de la Constitución, que hace referencia a las provincias y a los pueblos. Pero entendemos que esto se debe a tratarse de un término consagrado ya para referirse a la legislación local.
Es lo cierto que la vida local ha sufrido cambios interesantísimos, que van a verse reflejados en el régimen de recursos. Es un momento esencial del desenvolvimiento legislativo de la Administración local, truncado lamentablemente por la sinrazón de los agentes políticos y sociales que llegaron a la falta de entendimiento entre las diversas posturas. En definitiva, el secular enfrentamiento de las dos Españas.
En primer lugar, la Instrucción de 1823 delata una mayor atención al municipio, aún antes de comenzar su lectura, pues consta de cuatro capítulos y dos de ellos, de la mayor importancia, se dedican a la regulación minuciosa de las Corporaciones municipal y provincial.
Se le concede una importancia notoria a los órganos unipersonales, de trazo gubernativo, Alcaldes y Jefes políticos.
Se aumenta la importancia de las Diputaciones, que vienen a asumir atribuciones encomendadas antes a los Jefes políticos por la Instrucción de 1813.
Se dejan intactas las funciones esenciales de los Ayuntamientos y se aumenta la autonomía municipal con especto a la normativa del año trece al reducirse la fiscalización que ejercía la organización provincial.
Incluso en la fiscalización de la provincia sobre el municipio que aún se mantiene en los temas administrativos, pasa de ejercerse por un órgano gubernativo –jefe político- a desempeñarse por otro democrático –Diputación-, lo que supone lo que suele llamarse centralización democrática o atenuada, que llegará a desenvolverse plenamente por la revolución de 1868.
En segundo término, los Ayuntamientos adquieren una mayor entidad al regularse minuciosamente los más interesantes extremos de su funcionamiento y régimen interior.
Una novedad interesante es la creación de las secciones o comisiones, que implican una especialización de los capitulares en la marcha de los asuntos municipales.
Se regula, para la constancia de la acción municipal, el libro de actas –que aún no se llama así- sino “un cuaderno o libro en que se estiendan (sic) los acuerdos del Ayuntamiento con la debida formalidad”, punto en el que toma tantas prevenciones el Art. 64 que está reconociendo tácitamente cuántas ilegalidades y fraudes se cometerían durante la anterior etapa liberal en nuestros municipios.
Todas estas disposiciones tienen el indudable interés de la mayor consideración que la experiencia del periodo anterior impuso en la vida local, lo que también llega a informar el sistema de recurso, conforme veremos más adelante.
Pero la más importante innovación y con mayor trascendencia para nuestro estudio es la preponderancia adquirida por las Diputaciones provinciales..
En efecto, muchas de las actividades en que vemos a los Ayuntamientos depender de las Diputaciones estaban bajo la supervisión o fiscalización de los Jefes políticos en la Instrucción de 1813.
Así la formación de estadísticas y padrones, la información del movimiento demográfico, la materia de obras, caminos y acueductos provinciales y nacionales “que el Gobierno les encargue” a los Ayuntamientos, darle cuenta de los abusos que se cometan en la administración de los pósitos de fundación particular, recabar su aprobación o sólo darle cuenta –según los casos- de los presupuestos ordinarios del pueblo, la imposición de arbitrios, las operaciones de créditos o la aprobación de cuentas.
Todo esto viene a fundamentar el hecho importantísimo para nuestro estudio de que, paralelamente a esta ósmosis de competencias en materias administrativas desde el Jefe político a la Diputación provincial, sigue el mismo camino la atribución para resolver recursos o quejas como les sigue llamando la Instrucción que estamos analizando.
Vamos a entrar en el estudio de este sistema impugnatorio que intenta garantizar los derechos de los ciudadanos frente a los posibles abusos o errores del poder local.
V. El Sistema de recursos en la Instrucción de 1823
La nueva normativa acusa con mayor relieve la distinción entre los tres tipos fundamentales o grupos de recursos, perfilándose al propio tiempo la distinción entre los diversos actos susceptibles de ser impugnados, en atención a la autoridad u organismo de donde hubieran emanado, lo que nos permite hacer una doble clasificación.
Conforme a un criterio objetivo, se arbitran medios diferentes para impugnar los actos electorales, los administrativos puros y los que hoy llamaríamos de naturaleza económico- administrativa.
Y, en cuanto a los actos administrativos, interesa destacar desde ahora para la mejor inteligencia de lo que se dirá después, que la articulación de los recursos se traza en una conexión más íntima con la clasificación de las atribuciones en privativas y fiscalizables, dando lugar a la fundamentación de la reposición, de forma más técnica de la que pudimos apreciar en la precedente normativa de la Instrucción de 1813.
Desde el punto de vista subjetivo, la distinción más clara es la referente a la impugnación de acuerdos del Ayuntamiento y de providencias del Alcalde, que entraña el interés de que, mientras los primeros son recurribles ante la Diputación, los segundos son impugnables ante el Jefe político, como directa consecuencia de la separación –antes sólo bosquejada- entre lo administrativo en estricto sentido y lo gubernativo.
Este criterio subjetivo de clasificación de los recursos se desdibujará en épocas posteriores por dos causas fundamentalmente: en el orden técnico, se separa la regulación de la vida municipal y de la provincial; en efecto, desde ahora hasta mediados del S/ XX no volveremos a encontrar que se regulen en una misma Ley la provincia y el municipio. Y, en el orden político-administrativo se acusará una progresiva centralización que convertirá a los Alcaldes en menos ejecutores de las disposiciones de los Jefes Político –luego llamados Gobernadores de Provincia y más tarde Gobernadores Civiles- hasta hacer casi innecesaria loa alzada ante éstos.
En cuanto al procedimiento contra los actos de las Diputaciones y de los Jefes políticos, aparece en la Instrucción de 1823 de una forma totalmente rudimentaria, para sufrir en adelante una curiosa evolución que señala las diversas etapas de nuestra vida local.
La centralización doctrinaria, tanto de moderados como de progresistas –luego de conservadores y liberales- llegaría a hacer inimpugnables en vía administrativa los actos de los Jefes políticos. Y, mientras tanto, aún no estaba depurada la idea de responsabilidad de la Administración, que solamente se llegó a vislumbrar con la democratización nacida de la I República, en 1868, para sufrir un retroceso sensible con la Restauración Borbónica y, finalmente, abrirse camino con las ideas autonomistas de la mano de Calvo Sotelo, con los Estatutos, municipal y provincial, ya en 1924 y 1925 respectivamente.
En 1823 era demasiado pronto para concebir el Estado de Derecho, con una plena sujeción de la Administración a la Ley.
Tras estas puntualizaciones, podemos entrar en el estudio pormenorizado de los medios impugnatorios.
LOS RECURSOS CONTRA LOS ACUERDOS DE LAS
ADMINISTRACIONES LOCALES.
En esta materia vamos a distinguir entre la tripartición a que aludíamos antes: la materia electoral, la administrativa y la económico-administrativa.
A) EL RECURSO EN MATERIA ELECTORAL.
Ya hemos señalado que una de las mejoras que introduce la Instrucción de 1823 respecto de la de 1813 es la sustitución de la fiscalización que en esta norma ejercía el Jefe Político por la puesta en manos de la Diputación para diversas actuaciones, lo que tiene su reflejo en el sistema de recursos.
Es una construcción aún deficiente en orden a la libertad de movimientos de los municipios, sin duda, pero tiene la ventaja de que van a ser fiscalizados por otro órgano de trazo democrático –la Diputación-, en lugar de serlo por un delegado del poder central cual era el Jefe político.
Se mejora notablemente la sistemática establecida en la Instrucción del año trece.
Se mantiene la terminología referida a la designación de los cargos concejiles, como “oficios de Ayuntamiento” y “oficios municipales”.
Igualmente se conserva la distinción entre el recurso de nulidad y la impugnación contra las condiciones de los proclamados que ya aparecía en forma embrionaria en 1813, haciéndose también aquí de manera imperfecta, aunque con más claridad, centrándose la diferenciación en el procedimiento, aunque la competencia para resolver estas impugnaciones se atribuye sin distinción a la Diputación.
Ya desde la Instrucción de 1813 se planteaba un interesante problema interpretativo, siendo las tachas en el nombramiento de algunos electos lo que la normativa actual califica como incapacidades e incompatibilidades, perfeccionamiento que ni se encuentra en 1813 ni en la posterior Instrucción de 1823, pero debe entenderse que se refieren esas tachas a causas de nulidad individuales, no a la nulidad de todo un proceso electoral.
De otra parte comienza a delimitarse el objeto del recurso motivado por las condiciones legales de los proclamados, pero sin hablar de incapacidades e incompatibilidades, debiendo aclararse que, conforme a la regulación del procedimiento aplicable, no se consideran las “escusas y exoneraciones” (sic) de los cargos electivos sólo como una facultad del electo que pudiera utilizar libremente, sino también como procedimiento utilizable para denunciar la falta de condiciones legales concurrentes en los ya proclamados, al tiempo de la elección o sobrevenidas.
Por lo tanto cabe distinguir entre
1) Nulidad de la elección y tachas individuales.
El recurso debería entablarse en el plazo de ocho días, tanto para impugnar la validez de toda la elección como para impugnar la elección de uno o varios electos de forma individualizada, en los que concurriesen causas de nulidad.
Así resulta de las reglas que establece el Art. 135 para el cómputo del plazo común a ambos tipos de recursos, cuya base o fundamento es la concurrencia de “vicios o defectos en la elección”.
En cuanto al procedimiento (Art. 136), el punto de mayor interés en este recurso es la fijación de normas para su sustanciación urgente, con especial mención de la prueba.
Aunque en la Instrucción no se dijera nada en cuanto a limitaciones en la práctica de esa prueba, debe entenderse que debía seguirse aplicando la generalización de las normas dadas para la elección de Diputados a Cortes en la isla de Puerto Rico, según se dispuso por Orden de 30 de Junio de 1813.
2) “Escusas y exoneraciones de los oficios municipales” Es una terminología difusa puesto que en ella se engloba tanto la petición del electo, interesado en verse liberado de tales cargas cívicas, como los recursos que pueden entablarse por terceras personas contra su proclamación, no con base en la existencia de vicios concurrentes en su elección individual, lo que se regula en el supuesto precedente, sino por no reunir las condiciones legalmente exigibles.
La competencia para el conocimiento y resolución de estos recursos se atribuye igualmente a la Diputación provincial.
No se refiere el texto, aparentemente, más que a excusas y exoneraciones, pero esto es simple deficiencia terminológica, dado que las normas procedimentales hablan de “incompatibilidades e impedimentos”, haciéndose además la distinción de que las causas de éstos sean preexistentes o sobrevenidas respecto del momento de la elección.
Efectivamente, para denunciar la “imposibilidad física o moral” o el “impedimento” coetáneos a la elección se concede el plazo de ocho días, mientras que si las causas de impugnación fueran sobrevenidas podrá deducirse ésta en “el plazo que prudencialmente se estime bastante para que se haya conocido y calificado el impedimento”.
Finalmente, como notas comunes a los dos tipos de recursos electorales, cabe señalar:
a) La urgencia del procedimiento, que se hacía aún más patente cuando se trataba de recurso de nulidad, en cuanto a su sustanciación que “se adoptará el medio más sencillo y menos dilatorio”.
Esta urgente tramitación aparece incluso en la resolución, para la que se dispone que, cuando no estuviere reunida la Diputación, se convocará para resolver la sesión extraordinaria espacialísima de que trata el Art. 139 en relación con el 157.
Es decir, se constituiría con los diputados que se hallaren en la capital y los que estando fuera pudieran asistir “sin grave incomodidad o perjuicio”, quedando supeditada esta resolución, como interina, a lo que definitivamente acuerde la Diputación cuando se reúna en la forma ordinaria. Hasta tal punto se elude la ingerencia del Jefe político, pese a ser el Presidente de la Diputación.
b) El principio de ejecutividad no aparece en la regulación de estos recursos, sino más adelante, al tratarse “de los Alcaldes” en el Cap. III de la Instrucción, concretamente al regularse el procedimiento electoral, ordenado bajo su responsabilidad, con lo que se sigue el sistema ya iniciado en la Instrucción de 1813.
B) LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS PUROS Y LA ESTRUCTURA FUNCIONAL.
En la materia general de la acción administrativa, se establecen dos clases diferentes de recursos para combatir los actos administrativos dictados por los Ayuntamientos: el de alzada que sigue la línea jerárquica inmediatamente, y, en otros casos, el sistema de reposición – alzada.
Para ambos supuestos, el recurso de alzada -ya sea inmediato o ulterior al de reposición- se da ante la Diputación provincial respectiva, constituyendo el recurso previo de reposición una pieza procesal del máximo valor si hacemos su estudio analizando al propio tiempo los actos administrativos para cuya impugnación se articula.
Aparentemente se nos presenta por la Instrucción como medio impugnatorio general el recurso de alzada ante la Diputación, como recurso inmediato, sin el previo de reposición ante el Ayuntamiento del que ha emanado el acto impugnado.
Su fundamentación se encuentra en la inmediata supremacía jerárquica de la Corporación provincial sobre los Ayuntamientos de su circunscripción.
Pero precisamente el primer problema interesante, esencial, que se nos plantea en el orden interpretativo es el de esa generalidad de la alzada inmediata. Dicho de otra forma, si se elude la reposición como principio general.
Conforme al Art. 50, procede el recurso de alzada sin hacer alusión al previo de reposición contra los agravios producidos por “providencias dadas por el Ayuntamiento sobre las materias que pertenecen a sus atribuciones”. Siendo esto precisamente lo que resulta ilógico, porque sería lo normal que el Ayuntamiento conociera primeramente las impugnaciones planteadas contra los actos en que actúa haciendo uso de sus competencias privativas. Sin perjuicio de que luego se acudiera a la Diputación en su calidad de superior jerárquico de aquél, muy discutible, pero perfectamente explicable por la falta de técnica y por la centralización de la que ya hemos hablado.
Pues bien, según el Art. 92 se establece el que llamamos sistema de reposición y alzada –ésta ante la Diputación- en los “negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos”, donde subrayamos la palabra “privativamente” por lo que luego diremos.
A nuestro parecer comienza aquí el planteamiento del régimen de recursos en atención a las distintas clases de atribuciones que, corriendo los años, se haría objeto de una clasificación sistemática -aún no conseguida en estas fechas de 1823-, para después trazar sobre ella -y a veces en ella misma- los diversos tipos de recursos, aunque, lamentablemente, perdiendo el encuadramiento de la Instrucción que intentamos sistematizar.
Si repasamos las atribuciones municipales nos encontramos con que hay dos clases de actos administrativos encomendados a los Ayuntamientos, diferenciables a través de la regulación dada para ellos por la Instrucción:
Los más importantes, aunque son una minoría y relacionados como numerus clausus, sometidos directamente a la fiscalización de la Diputación.
El resto, es decir, en general y sin la enumeración taxativa de los anteriores, que se constituye por “los negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos”, a los que alude a nuestro juicio el Art. 92. Y, para estos actos privativos de la competencia municipal se arbitra el recurso de reposición seguido del de alzada.
Se trata de una clasificación velada, no hecha de forma terminante como la que encontramos en leyes locales posteriores. Pero que incluso se aprecia hasta cuando los Ayuntamientos actúan en ejercicio de sus atribuciones (V. nota 33).
En consecuencia distinguiremos
1) El recurso de alzada contra los actos fiscalizables
Cabe contra actos dictados en ejercicio de atribuciones ciertamente municipales, pero que se piensa por el legislador que precisan la fiscalización de la Diputación y, excepcionalmente, del Jefe político. Siendo esta necesidad de fiscalización la que justifica el recurso de alzada directamente. Curiosamente aparece aquí la legitimación del luego llamado hacendado forastero cuando se habilita el recurso para cualquier vecino u otro interesado
Son las materias de empadronamiento (Art. 5), caminos y obras provinciales y nacionales, en la parte que afecten al municipio (Arts. 20 y 21), sanidad exclusivamente en las situaciones epidémicas, caso en que la competencia para resolver se atribuye al Jefe político, siendo las restantes cuestiones sanitarias exclusivas del Ayuntamiento (Arts. 10 y 11), además de las cuestiones económico-administrativas, que estudiaremos en otro lugar.
A abonar esta interpretación viene el recurso de alzada establecido en el Art. 71 contra el reparto hecho por el Ayuntamiento de los “bagajes, alojamientos y demás suministros para la tropa”, materia en la que actúa el Ayuntamiento , pero con un sometimiento tan absoluto a la Diputación , que el recurso de alzada es una consecuencia lógica, necesaria, de tal planteamiento.
2) El recurso de reposición como previo al de alzada.
Tal vez pueda pensarse, por lo dicho anteriormente, que hubiera bastado con la articulación del recurso de alzada de forma generalizada para todos los supuestos en que se pudieran impugnar los acuerdos municipales.
No obstante, la introducción del recurso de reposición afianza nuestra interpretación de que el legislador del año veintitrés empezó a pensar que en las atribuciones en que el Ayuntamiento tiene un interés más directo, es dicha Corporación la que tiene que resolver las incidencias, sin perjuicio de la instancia superior ante la Diputación respectiva, lo que en estos balbuceos de nuestro sistema de garantías democráticas es ya suficientemente expresivo.
Y esto aunque sea para asuntos de importancia secundaria, pero nótese que con carácter general, mientras que la alzada es excepcional y para un número cerrado de asuntos, como hemos visto.
De otra parte reconoce la Instrucción, de forma más o menos implícita, la competencia exclusiva de los Ayuntamientos para resolver sobre las demás materias no enumeradas como susceptibles de la alzada, siendo en esas cuestiones donde se reconoce la procedencia de la reposición como previa a la alzada.
Y aquí esa apelación o alzada no tiene otro fundamento que la discutida jerarquización tantas veces aludida y no que los actos impugnados hayan sido dictados por delegación, sino que se trata de atribuciones municipales privativas, conforme establece el Art. 92 de forma clara a nuestro entender.
Es por lo tanto mucho más claro el fundamento de la Instrucción de 1823 que el que sirvió de base en 1813.
Ahora se establece este sistema de reposición y una posible alzada para solventar “las reclamaciones y dudas que ocurran sobre los ramos de abastos, propios, pósitos y demás negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos, mientras los expedientes y los procedimientos conserven el carácter de gubernativos”
Es decir, que conocerá la Diputación de tales quejas “si el propio Ayuntamiento no las hubiere satisfecho”.
Cuatro objetos de impugnación contiene este precepto: abastos, propios, pósitos y competencias privativas del Ayuntamiento.
Sobre la materia de abastos el Ayuntamiento goza de competencias exclusivas sometidas tan sólo desenvolverse “arreglada a las leyes de franquicias y libertad”.
Lo mismo se establecía respecto de “la administración e inversión de los caudales de propios y arbitrios, conforme a las leyes y reglamentos existentes”
Igualmente, en cuanto a los pósitos, se someten a los Ayuntamientos con la misma exclusividad y con la única y lógica condición de que su actuación se realice “observando las leyes e instrucciones que existan, debiendo despacharse los asuntos de este ramo por la Secretaría del Ayuntamiento y no por otra”
Finalmente, los “demás negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones privativas del Ayuntamiento” comprenden, con la generalidad ya apuntada por la expresión “y de más negocios”, la mayoría de los actos administrativos encomendados a éste, con la excepción estudiada de los actos que en el pensamiento de esta Instrucción requieren de una fiscalización más acentuada.
Al mismo sistema de reposición y alzada se sujetan “las dudas y quejas que se susciten en los pueblos por los pueblos mismos o por los particulares sobre el reemplazo para el Ejército permanente, para la Marina y para la Milicia Nacional activa, según las leyes e instrucciones que rijan”.
El fundamento de esta atribución lo encontramos en que se reconoce por la Instrucción la competencia de los Ayuntamientos para “formar los alistamientos y desempeñar los demás encargos que se les hagan por las leyes, reglamentos y ordenanzas para el servicio del ejército permanente, de la milicia nacional activa y de la local”.
Tanto en el caso de la alzada directa como en el de la reposición se dan dos notas interesantísimas en orden a los avances procesales alcanzados sobre la regulación anterior de 1813:
1) La extensión de la legitimación, antes reducida a los vecinos y que ahora, conforme al Art. 50, se va a reconocer al “vecino u otro interesado”, lo que supone que por primera vez aparece la idea del interés –aunque sea expuesta rudimentariamente – como fundamento de la legitimación procesal.
Ciertamente que los otros artículos que hemos analizado nada dicen en este sentido, pero puede concluirse que de igual manera permiten que el que se vea agraviado por un acuerdo municipal peda recurrirlo, cualquiera sea su vecindad.
2) En el mismo orden procedimental, se mejora sustancialmente la tramitación del procedimiento que impone a la Diputación resolver “previos los informes y demás noticias que estime oportunos”, debiendo buscarse el contenido de estos informes y noticias en el Art. 73, según el cual “cuando los particulares quieran dirigir sus esposiciones a la Diputación provincial por conducto del Ayuntamiento, les dará éste curso sin entorpecimiento ni dilación, y con su informe… procurará remitir el espediente bien instruido a fin de que se resuelva con la mayor brevedad”.
Esta disposición de la Instrucción implica varias cosas: de una parte está vetando que los Ayuntamientos dilaten injustificadamente el trámite de remisión a la Diputación; por otro lado, les impone otro tipo de diligencia consistente en que el expediente vaya completo y con las pruebas e informes que se consideren necesarios para poder resolver con la mayor brevedad. Y, por último, que en el caso de que el interesado decida acudir directamente a la Diputación, deberá ésta recabar las actuaciones al Ayuntamiento que deberá remitirlas debidamente instruidas.
Se funda todo esto en la consideración de que el Ayuntamiento es el centro que puede tener un mayor conocimiento directo de los asuntos de su término, aunque se corra el riesgo de parcialidad por parte de la Corporación municipal, que se previene obligándole a actuar sin entorpecimiento ni dilación.
C) RECURSOS EN MATERIA ECONÓMICO-ADMINISTRATIVA.
Si hemos resaltado los avances ideológicos y técnicos que se reflejan en la legislación del Trienio en orden a la estructura y al procedimiento, más aún tendremos que hacerlo al tratar de estos recursos sobre materia tan delicada para la vida local como es la de carácter económico.
Ciertamente que son escasos todavía los logros de esta normativa, pero encierran el enorme interés de tratarse del primer planteamiento que se hace de estas cuestiones y, pese a ello, consiguiendo un esquema casi perfecto, que es realmente lo que llama poderosamente nuestra atención.
Aunque sea de forma defectuosa, se trazan los medios impugnatorios contra los más esenciales actos dictados en este ramo de una manera tan lograda –pese a algunas deficiencias- que nos resulta incomprensible cómo la legislación posterior abandonó el sistema ideado en 1823 en lugar de perfeccionarlo, aunque fuera con otros planteamientos acordes a la ideología que determinara el cambio de legislación en cada periodo.
Estudiaremos, pues, esta materia clasificando las normas de la Instrucción en relación con las más importantes fases de la actividad económica local, según el orden lógico en que se produce: la planificación en el presupuesto, la gestión y la fiscalización de las cuentas.
1) La reclamación – alzada contra el presupuesto.
El espíritu democrático que informa tantas normas de la Instrucción se refleja especialmente en este orden.
Así, la publicidad de las sesiones del Ayuntamiento se previene con carácter general para todos los asuntos en el Art. 52 , pero al regularse la deliberación de punto tan importante como es el presupuesto municipal, se adoptan en el Art. 31 prevenciones espacialísimas para que pudieran concurrir todos los vecinos , “pero sin tomar la palabra ni parte alguna en la discusión y deliberación del Ayuntamiento. El presidente lo hará observar así”, lo que resulta lógico para no convertir las sesiones en una discusión tumultuosa: el vecino asistente podrá quedar enterado y luego recurrir si le conviene.
De esta forma se intentaba conseguir una fiscalización por los propios interesados, más intensa que la prevenida en el artículo 99 que ordenaba la remisión de los presupuestos municipales a la Diputación para su aprobación, por lo que se disponía que “Luego que las Diputaciones provinciales reciban los presupuestos anuales de los Ayuntamientos, los examinarán y los mandarán llevar a efecto si los hallaren arreglados, o los modificarán según lo estimen conveniente”.
Se trataba por lo tanto de una queja o reclamación en el sentido que les damos hoy, dado que el Ayuntamiento estaba formulando una propuesta o anteproyecto de presupuesto, porque la aprobación definitiva competía a la Diputación si lo hallaba arreglado, por lo que el vecino podía impugnar si en tal proyecto no se incluían deudas exigibles o se incorporaban ingresos ilegales.
Incluso podríamos pensar que no se trataba de un auténtico recurso, queja o reclamación, sino de una simple petición a la Diputación para que, dentro del amplísimo margen de discrecionalidad de que disfrutaba, tuviera en cuenta tales argumentos a la hora de aprobar o reparar el presupuesto según estime conveniente.
Posiblemente los redactores de la Instrucción se dieron cuenta de que estaban creando un medio cuasi impugnatorio especialísimo y no supieron qué nombre ponerle.
En este sentido es interesante consignar que ya las Cortes regularon en Cádiz, y un año antes de promulgar la Constitución del año doce, el derecho de petición por el Decreto XL, de 9 de marzo de 1811 introduciendo por primera vez en nuestro Derecho contemporáneo este derecho esencial a la ciudadanía ante las Administraciones, con una terminología hoy en desuso, ordenando cómo debería procederse con “las representaciones o memoriales de queja”, lo que supone equiparar la petición y la queja, diferenciadas ambas del recurso, en el que destaca una auténtica voluntad impugnatoria.
En cuanto a la legitimación es más amplia de lo que pudiera pensarse a primera vista, yendo más allá de los interesados.
Es decir, que no se reduce a los acreedores del Ayuntamiento que pudieran ver reducidos sus créditos por la disminución en “el presupuesto del valor de estos fondos” -de ingresos-, ni a los deudores y a los contribuyentes que advirtieran un incremento para sus obligaciones respectivas por incremento del “presupuesto de los gastos públicos ordinarios que deban hacerse durante todo el año”.
Por el contrario, el Art. 31 facilita la asistencia a la asamblea municipal “para que los vecinos puedan… representar…”, como queda dicho. Lo que supone la instauración de una auténtica acción pública por primera vez en nuestra vida local.
La única crítica que cabe a estos preceptos es que no se regula con claridad en este punto la figura del hacendado forastero como se le denominó más adelante por la doctrina.
Esta legitimación amplia o acción pública era demasiado democrática para que subsistiera en posteriores legislaturas moderadas, por lo que desapareció en la leyes locales posteriores.
2) La impugnación en materia de exacciones.
Consideramos este punto como uno de los más interesantes de la regulación de esta materia económico-administrativa en la Instrucción, aunque sigamos notando la falta de sistemática y otros defectos.
Pero se sientan principios esenciales no superados en mucho tiempo, sencillamente porque no se volvería sobre de exacciones municipales, estos extremos hasta la regulación republicana de 1868 y su revisión dos años más tarde.
Podemos distinguir ya en este texto las dos fases de imposición y aplicación y efectividad de exacciones para las que se arbitran medios diferentes de impugnación.
La imposición de exacciones se concreta en dos puntos fundamentales:
• La distribución que hacía la Diputación con base en el cupo que le señalaban las Cortes a cada provincia y que la Corporación provincial debía repartir entre los pueblos de su jurisdicción, y
• La imposición hecha por cada Ayuntamiento, que se manifiesta en la creación de arbitrios municipales, para poder hacer frente al pago a la Diputación del cupo que ésta le hubiera cargado.
La aplicación y efectividad de exacciones se concretaba en los repartimientos individuales hecha por cada ayuntamiento asignando a cada contribuyente la cuota que debería pagar, tratándose de dos clases de cargas:
• Los repartimientos de impuestos nacionales y provinciales.
• Y Los que llama este Art. 47 repartimientos vecinales, consistentes en la asignación a cada vecino de la cuota correspondiente de los arbitrios de creación municipal.
Una vez sentada esta sistemática, vamos a estudiar los medios de defensa arbitrados por la Instrucción, pudiendo distinguirse los siguientes:
a) Impugnación contra la imposición de exacciones, a través de
1) La reposición ante la Diputación contra el repartimiento hecho a los pueblos
Siguiendo la técnica de 1813, la asignación del cupo contributivo con que los pueblos habían de cubrir las contribuciones nacionales y las provinciales, a que hemos hecho referencia (Art. 47 ya citado), era competencia de la Diputación que ejercía el Intendente, dado que obedecía a criterios simplemente técnicos, siendo la Diputación la que en definitiva aprobaba estos repartimientos.
Por este motivo calificamos este recurso de reposición, dado que se plantea ante el mismo órgano -Diputación- que ha emanado el acto impugnado.
La legitimación se establece a favor del Ayuntamiento que se sienta agraviado por el repartimiento hecho por la Diputación, lo que supone una notable mejora respecto del Art. III, Capítulo II de la Instrucción de 1813, que se la reconocía a los pueblos, consagrándose igualmente la ejecutividad al ordenarse que “Toda queja o reclamación que hagan los Ayuntamientos sobre agravios en el repartimiento del cupo de contribuciones que haya cabido a sus pueblos se dirigirá a la Diputación provincial, la que sin perjuicio de que se lleve a efecto el repartimiento hecho, examinará maduramente la reclamación, y lo confirmará o reformará para la debida indemnización en el inmediato, todo sin ulterior recurso”.
2) Impugnación contra la imposición de arbitrios municipales.
Para el caso de que hubiera que imponer nuevos arbitrios cuando no existieran medios suficientemente presupuestados para la financiación de una obra o servicio, prevé el Art. 36 de la Instrucción la creación o imposición de nuevos arbitrios, remitiéndose al procedimiento del Art. 31, del que ya hemos hablado al tratar de la impugnación del presupuesto.
Aunque la literalidad del Art. 36, que anotamos, parece remitirse al 31 al sólo efecto de que se adopte el acuerdo de establecer nuevas exacciones con la publicidad de este último precepto, entendemos que tal remisión se hace a todos los efectos, porque en caso contrario sería inocua semejante publicidad si luego de asistir a la sesión del Ayuntamiento no pudieran impugnar los interesados lo acordado, dado que la finalidad de la publicidad es “para que los vecinos puedan concurrir, enterarse y representar a la Diputación provincial lo que estimen conveniente”, como ya estudiamos anteriormente.
Además, el segundo inciso del Art. 30, al que se refiere el Art. 31 supone que la aprobación del presupuesto podría implicar la creación de nuevos arbitrios, contra cuyo acuerdo “los vecinos… pueden representar a la Diputación”.
Sería, por lo tanto, absurdo convocar a los vecinos con tantas garantías simplemente para que quedaran enterados, cuando el presupuesto de ingresos deba ampliarse mediante la creación de arbitrios nuevos.
Finalmente, el Art. 34 nos brinda otro argumento importante: en el caso de que lo que hoy llamamos suplemento de crédito, cuando es insuficiente el presupuestado; o la habilitación de crédito, cuando no se hubiera previsto se aplicarán los criterios de publicidad y la posibilidad de impugnación previstos en el Art. 31.
b) Impugnación contra la aplicación y efectividad de exacciones.
Esta segunda fase de la imposición municipal se hacía por medio de repartimiento llevado a cabo por el Ayuntamiento para señalarle a cada vecino la cuota con que debería contribuir al pago de las cantidades impuestas al pueblo tanto por el Estado y por la Provincia como por el propio Ayuntamiento, lo que llama la Instrucción “repartimientos vecinales”, es decir, la imposición municipal en sentido estricto, una vez autorizada su creación por la Diputación respectiva
Conforme al Art. 47 se trata de una atribución privativa del Ayuntamiento, en la que se le ordena actuar con sujeción a “lo que se previene en la Constitución y en las leyes e instrucciones vigentes”.
Debemos destacar que se establece el sistema impugnatorio de reposición ante el propio Ayuntamiento seguida de alzada ante la Diputación, con lo que el cauce procedimental sigue el molde de la Instrucción de 1813, aunque con una redacción más clara en el Art. 91 de la nueva Instrucción..
c) Reclamación – alzada contra las cuentas municipales.
El Art. 233 de la Constitución doceañista cierra el Capítulo I del Título VI, tras la enumeración de las atribuciones de los Ayuntamientos, diciendo que “desempeñarán todos estos encargos bajo la inspección de la Diputación provincial, a quien rendirán cuenta justificada cada año de los caudales públicos que hayan recaudado e invertido”.
En consonancia con este precepto constitucional al que desarrolla, el Art. 106 de la Instrucción ordena que se confronten por la Diputación dichas cuentas con el extracto que de ellas deben remitirles igualmente los Ayuntamientos, devolviéndoselas luego con su nota de conformidad, en su caso, tras de lo cual había de practicarse la información pública “en el pueblo respectivo” y después “en la secretaría de dicha Diputación se pondrán de manifiesto las cuentas, si se presentase algún vecino que quiera reconocerlas”.
Es este el momento de impugnar las cuentas por quienes se sientan perjudicados por su contenido, bien fuera por exceso en la consignación de sus obligaciones o por defecto en el reconocimiento de sus créditos.
Pero la regulación de este recurso por el Art. 107 de la Instrucción es muy imperfecta.
En primer lugar no establece un plazo claro para la formulación de las “para que puedan venir las quejas o reclamaciones”; no determina con claridad la legitimación, pues al decir “las quejas o reclamaciones de los pueblos” no se sabe si se refiere a los vecinos, ya que el recurso de los pueblos (Ayuntamientos) sólo sería explicable contra la censura hecha por la Diputación, no contra sus propias cuentas; finalmente no concreta unos criterios definidos para determinar si existen “errores y defectos”.
Sin embargo, en cuanto a la legitimación se refiere, ya que el Art. Anterior –el 106- se refiere a los vecinos, podemos considerar que se trata de una especie de acción pública, semejante a la arbitrada para las quejas o reclamaciones contra los presupuestos.
Y, para concluir, encomienda la competencia definitiva para aprobar tales cuentas al Jefe político, lo que aparece incluso contrario al sentido del Art. 233 de la Constitución que atribuye a la Diputación la inspección contable de los Ayuntamientos que le rendirán “cuenta justificada”.
En este punto habrá que interpretar que las competencias se desdoblan, correspondiendo al Jefe político la “aprobación superior” de la totalidad de la cuenta anual, siendo competencia de la Diputación la resolución de las “quejas o reclamaciones”, particulares, concretas, aunque lógicamente puedan formar parte del expediente de contabilidad municipal. Tal resolución de la Diputación debía producirse al ordenar “que se enmienden los errores y defectos que advierta”.
Hasta aquí hemos analizado el sistema de recursos establecido en la Instrucción de 1823 para garantizar la legalidad y defenderse los particulares de los agravios que pudieran cometer los Ayuntamientos, sobre cuyo conjunto debemos hacer algunas precisiones.
A esta regulación hay que agradecerle que constituyó un punto culminante en nuestro Derecho local, ofreciendo unos medios de defensa de la legalidad completos, en cuanto no quedaba ningún acto administrativo inimpugnable, pero defectuoso por la explicable falta de técnica. Es decir, era deficiente en el procedimiento pero admirable en su estructura.
Supera ciertamente lo regulado en 1813, recogiendo la experiencia de aquella normativa y su escasa aplicación de poco más de un año, pero aún no se había llegado a la madurez que tardará muchos años en conseguirse.
Es lamentable que este esfuerzo legislativo no tuviera una gran repercusión. Su derogación a los ocho meses no permitió un desarrollo práctico que le hiciera enraizar.
Contrariamente a esta sistemática imperfecta, pero completa, frente a los actos de los Ayuntamientos, la impugnación de los actos emanados de las Diputaciones provinciales es incompleta, no constituyendo un sistema cerrado, siguiendo la línea trazada por la precedente Instrucción de 1813, a la que no se supera en este punto de impugnación de los actos provinciales.
En esta materia sólo se admite la legitimación de los Ayuntamientos en materia de repartimientos que les haga la Diputación, si bien manteniéndose el carácter de superior jerárquico de ésta sobre aquellos.
Este único recurso admitido lo hemos estudiado entre los arbitrados para impugnar los actos de los Ayuntamientos, por razones de sistemática.
Sin embargo en la Instrucción del año veintitrés, en que se amplían las competencias de las Diputaciones a costa de las que en el año trece tenían los Jefes políticos, se echa de menos la articulación de un sistema de recursos que permita la impugnación de los actos nacidos de ese aumento competencial, legitimándose a los ciudadanos que pudieran verse afectados por ellos.
D) RECURSOS CONTRA LAS RESOLUCIONES DE LOS ÓRGANOS UNIPERSONALES.
Este es otro punto en que se avanzó notablemente sobre el precedente inmediato.
En primer lugar se destaca de forma más definitiva la distinción entre lo administrativo y lo gubernativo, atribuyéndose esas funciones respectivamente a los órganos colegiados y a los unipersonales.
Ál regularse las actividades de los Ayuntamientos y de las Diputaciones en los Capítulos I y II de la Instrucción, se les encargaba una serie de atribuciones de naturaleza netamente administrativa.
Pero al regularse las competencias de Alcaldes y Jefes políticos se comienza diciendo que están a su cargo “el gobierno político” de los pueblos y de las provincias.
Además, se configura el cargo de Jefe político subalterno –precedente de los que luego se llamarían Subgobernadores- estableciéndose la impugnación de sus acuerdos ante el Jefe político superior de la provincia, cosa antes no prevista.
Finalmente, y ésta es la nota más interesante, se hacen impugnables los actos del Jefe político superior, aunque de forma muy imperfecta. Y lo que es peor, no se reconoce legitimación a los particulares. No obstante ya resulta un dato de gran valor que se puedn impugnar por primera vez los actos de un cargo político.
Por su parte los Alcaldes tienen la misión de velar por “la conservación de la tranquilidad y del orden público y asegurar y proteger las personas y bienes de los habitantes de todo el término del pueblo respectivo”.
Para cuyo cumplimiento se les permitía recabar el auxilio del Ayuntamiento, de la fuerza pública e incluso de “todos los demás vecinos y habitantes” , debiendo en actuar en todo caso “bajo la inspección del Jefe político superior de la provincia”
Otras funciones de los Alcaldes, igualmente de carácter gubernativo, eran “ evitar desórdenes y escesos en las poblaciones, procurando también con mucho zelo que se eviten fuera de ellas” ; “que no haya fraudes en el buen peso y medidas de los géneros” ; “espedir y refrendar los pasaportes” , etc.
Los Alcaldes aún mantenían funciones judiciales , que conservaron hasta la regulación de la justicia municipal , siendo ésta la única materia en que no dependen jerárquicamente del Jefe político, puesto que en todas las materias “en que los Alcaldes tienen el carácter de jueces, procederán conforme a lo prevenido en la Constitución y en las leyes, sin ninguna dependencia del Geje político”.
El Jefe político superior sigue reuniendo los caracteres de órgano centralizado, “nombrado por el rey” y la presidencia de la Diputación.
Sus funciones, reducidas respecto de la normativa de 1813 por asumir algunas la Diputación, tienen contenido análogo a las del Alcalde, naturalmente en una escala jerárquica superior, similitud y jerarquía que justifican que los actos del Alcalde sean recurribles en alzada ante el Jefe político..
Finalmente, el Jefe político subalterno también es un órgano centralizado, no sólo por el procedimiento de su nombramiento conforme al Art. 240, sino por su sometimiento al Jefe político superior, según los Arts. 286 a 290.
El perfeccionamiento de esta estructura orgánica requería un nuevo sistema de recursos, y a responder a esta exigencia vino el procedimiento impugnatorio de las resoluciones de estos órganos unipersonales, caracterizado por una gran simplicidad, que veremos a continuación.
1) Alzada contra las resoluciones de los Alcaldes.
“Los vecinos y demás interesados que se sientan agraviados por las resoluciones de los Alcaldes en los negocios políticos gubernativos, deberán hacer sus recursos al Gefe político de la provincia, que tomando conocimiento de lo fundado o infundado de las quejas, resolverá lo que estime justo y conveniente”.
No son expresiones rigurosamente técnicas, pero si lo bastante claras, delimitando el sentido de los actos impugnables caracterizados por tratarse de “negocios políticos y gubernativos” así como la resolución, que se dictará por lo que el Jefe político “estime justo y conveniente”, expresiones que igualmente encontramos en relación a otros recursos, pero que en este tipo de materias tiene un especial significado, dado que el Jefe político, encuentra definidas sus atribuciones por el “gobierno político” y por “todo lo que pertenece al orden público”, lejos de ser un órgano de administración, a diferencia de Ayuntamientos y Diputaciones, ni ser de su competencia impartir justicia, contrariamente a la reminiscencia que hemos encontrado en el Alcalde, por lo que su resolución no tiene por qué ser netamente ajustada a Derecho, sino según “lo que estime justo y conveniente”, idea de conveniencia u oportunidad que siempre irá matizando la acción política en nuestras leyes con un amplio margen de discrecionalidad que llegaba incluso -hasta fechas relativamente recientes- a excluir tales actuaciones de la fiscalización jurisdiccional.
En el plano procedimental sigue este artículo la misma línea trazada ya por los anteriormente comentados, en cuanto a la legitimación y a la sustanciación y el siguiente trae también aquí la posibilidad de que “algunos interesados quieran remitir por conducto de los Alcaldes las instancias que dirijan a los Gefes políticos”, obligando a aquellos a la información e instrucción del expediente y declarándoles responsables “por la morosidad que se note en dar curso a dichas instancias”.
2) Alzada contra los actos del Gobierno y de los Jefes políticos.
Pese a que “el gefe político será el conducto ordinario de comunicación entre la Diputación y el Gobierno”, ratifica dicho precepto la excepción contenida en el Art. 164 además de los casos en que el Gobierno “juzgue conveniente entenderse en derechura con la Diputación”.
Este artículo 164 implica una innovación interesantísima que nos hace lamentar una vez más la pobreza y timidez con que aparece en nuestro Derecho local, implantando por primera vez un medio de proceder contra las decisiones de órganos políticos.
Es particularmente importante que se permita a las Diputaciones recurrir no sólo los actos del Jefe político ante el Gobierno, sino del mismo Gobierno ante las Cortes, lo que supone un avance extraordinario, a pesar de la falta de técnica en la redacción de este precepto fundamental..
Esta falta de técnica se revela principalmente en el exceso de discrecionalidad que concede a las Diputaciones para actuar directamente ante el Gobierno o ante las Cortes cuando lo estimen conveniente, sin concretar las respectivas competencias, es decir, cuándo procede ir ante el Gobierno y cuándo ante las Cortes.
Y tampoco entra a definir para qué tipo de actos ni en qué circunstancias puede justificarse esa actuación sin la intermediación del Jefe político.
Finalmente cabe destacar otra deficiencia: que se reduzca la legitimación a las Diputaciones, quedando fuera los Ayuntamientos y no digamos los particulares para este tipo de actuaciones.
De todas formas, repetimos, es de apreciar la importancia de este precepto, ya que en la precedente regulación de 1813 eran inimpugnables los acuerdos del Jefe político.
3) Alzada contra los actos del Jefe político subalterno.
Este órgano fue el precedente de los que luego se llamarían subgobernadores.
Tenía unas funciones totalmente subordinadas al Jefe político superior de la provincia, del que era un órgano de comunicación con la zona de su jurisdicción y al que podía pedir “el auxilio de la fuerza armada, si fuere necesario” y con el que “consultará las dudas que se le ofrezcan.. y hará cumplir las órdenes que éste le comunique como tal, y como presidente de la Diputación provincial”
En lógica consonancia con esta estrecha relación jerárquica se disponía un auténtico recurso de alzada para ante el Jefe político superior. “Las quejas y reclamaciones contra las providencias del Jefe político subalterno se dirigirán al superior de la provincia, que resolverá sobre ellas lo que estime justo y conveniente”.
Precepto en el que aparece el matiz de conveniencia, es decir, de oportunidad, tan definitorio en nuestro Derecho de la acción gubernativa o política.
Reflexiones
Tras el estudio de este periodo de nuestro siglo XIX, decisivo para la estructuración de nuestro Estado de Derecho, podemos hacernos las siguientes reflexiones:
I. Que ha sido durísima la lucha por las libertades no sólo individuales, sino institucionales.
En efecto, este periodo nos pone ante una evolución significativa, sólo conseguida tras un enconado forcejeo, consistente a grandes rasgos en que el súbdito ha pasado a ser ciudadano; los entes locales –Diputaciones y Ayuntamientos- se han hecho democráticos, electivos; el Poder absoluto se ha transformado en constitucional y, como consecuencia, los actos de la Administración e incluso del Gobierno son por primera vez discutibles.
Durante muchos años se ha trabado una controversia tozuda entre las ansias de libertad del pueblo –muchas veces desacreditadas por su violencia y desconsideración- y la cerrazón del Poder empeñado en conservar unos privilegios ya inadmisibles en la época que hemos estudiado.
II. Se ha reafirmado el concepto de dignidad de la persona, que ya no va a estar a merced de los caprichos del soberano ni de las autoridades, pudiendo defenderse de sus abusos. A veces aún con escaso éxito, ciertamente; pero ya es importante por principio que pueda oponerse a las arbitrariedades, lo que solamente unos años antes era inconcebible.
Resulta del mayor interés que las Administraciones públicas queden sometidas a la Ley por primera vez en nuestro Derecho y que si bien sea en forma defectuosa, al menos se vislumbra ya que resulte en un futuro no muy lejano plenamente de forma eficaz.
III. Aunque de forma tímida, van ganando terreno las ideas democráticas y preparando una auténtica autonomía municipal y provincial que sólo cuajará con los Estatutos Municipal y Provincial entre 1924 y 1925.
Es cierto que aún no se ha perfilado de forma clara el concepto de personalidad jurídica de los entes locales, que les de plena independencia, pero se ha abierto el camino para llegar a ese punto.
Y es que aún subsiste la dependencia jerárquica de los Ayuntamientos con respecto a las Diputaciones y a los Jefes políticos, pero ya están avanzando ambas corporaciones hacia una incipiente autonomía.
IV. Todavía el esquema de recursos es imperfecto y con lagunas al no completarse una sistemática cerrada, completa, que deje previstos todos los posibles supuestos impugnatorios.
No obstante, se ha conseguido mucho en la Instrucción de 1823 respecto de su precedente de 1813. Sirva de ejemplo el prevalecer el concepto de interesado sobre el de vecino a efectos de legitimación, con lo que se amplían las garantías a lo que luego se ha llamado hacendado forastero; o el hecho de preverse la impugnación prácticamente de todos los actos administrativos en materia económica a la que se presta una especial atención, dotando a esta materia de una buena sistemática.
Capítulo I. Las Cortes de Cádiz y la Instrucción de 1813
I. A manera de explicación
Conmemoramos este año 2012 el cumplimiento de los dos siglos de la Constitución que, tras las discusiones y estudios realizados por las Cortes Generales y Extraordinarias, reunidas en el oratorio de San Felipe Neri de Cádiz y, dando gracias a Dios en un solemne Tedeum en la Iglesia del Carmen, fue promulgada el jueves 19 de Marzo de 1812. El canto religioso se interrumpió por el estruendo del violento temporal que arrancó un gran árbol en la puerta del templo , circunstancia que fue interpretada por algunos como un mal augurio y varios Diputados comentaron si no sería vaticinio de la escasa vigencia de tan solemne norma.
Pero el pueblo –y más los andaluces- ha tenido siempre un sano sentido del humor y, al coincidir la promulgación con la festividad de San José, no se tardó en otorgar a nuestra primera Carta Magna el sobrenombre de La Pepa, expresión que se ha hecho proverbial, para indicar socarrona y jocosamente la irrelevancia de ese “papel”, al exclamar ¡y viva La Pepa! frente a cualquier circunstancia efímera e ineficaz.
Desconfianza que nace de la escasa raigambre que, al comienzo de nuestra historia constitucional, tuvieron las nuevas ideas en la conciencia popular, de lo que resultaba sintomática la imagen de las viejas plazas de nuestros pueblos donde aparecía, sobre las vetustas piedras, en efímeras letras de yeso, su solemne dedicatoria como Plaza de la Constitución, lo que provocó el certero comentario de Gautier: “Lo que late dentro de las cosas tiene que salir por algún lado. Una Constitución sobre España es un revoco de yeso sobre granito”.
Sin embargo el pueblo, siempre dispuesto a festejar cualquier evento, cantaba eufórico, con el mismo buen humor del viva la Pepa, un tanguillo que recuerda Alcalá Galiano en sus Memorias : Del tiempo borrascoso / que España está sufriendo / va el horizonte viendo / alguna claridad. / La aurora de las Cortes / que, con sabios vocales, / remediarán los males / dándonos libertad. Pero el músico de turno compuso tan mal el acompañamiento, que el coro tuvo que repetir cuatro veces “que con sabios vocales”, para poder seguir el compás.
Fiesta jaranera, incongruencias e improvisación, notas muy españolas todas ellas. A más de contradicciones. Porque tan sólo dos años más tarde, si no las mismas personas, podemos afirmar que era el mismo estilo del pueblo el que, al grito de “vivan las cadenas”, iba a desenganchar los caballos de la carroza del “Deseado” para tirar de ella –gesto que les valió a los realistas extremos el remoquete de serviles-.
Pero en honor de la verdad, debe decirse que no todo fueron fiestas, jarana y cantos populares, que hubo un serio y concienzudo trabajo de quienes intervinieron en las Cortes -con las precariedades e inmadurez que se quieran-, empezando por el Consejo Supremo de Regencia de España e Indias y siguiendo por los Diputados integrantes de la Asamblea constituyente. Y resulta del mayor interés -para comprender mejor las diferentes actuaciones de estas Constituyentes- repasar las densas biografías de los Diputados, todos ellos hombres de profunda cultura, y comprobar que del intercambio de sus diferentes ideas, pudo surgir esta obra legislativa.
Los cinco individuos que componían el Consejo de Regencia -como se le llamaba escuetamente- comenzaron reconociendo que “el difícil encargo (es) realmente superior a sus méritos y a sus fuerzas”, tras lo cual el Consejo abrió el proceso constituyente. Y, en cuanto a los Diputados, baste citar la primera intervención con la que se abrió la primera sesión, por el catedrático y sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero y Ramírez de Moyano quien empezó trazando las bases sobre las que proponía que se iniciaran los trabajos. Transcribimos el párrafo del acta que acabamos de mencionar:
“… expuso cuan conveniente sería decretar que las Cortes generales y extraordinarias estaban legalmente instaladas; que en ellas reside la soberanía; que convenía dividir los tres Poderes, legislativo, ejecutivo y judicial,… al paso que se renovase el reconocimiento del legítimo Rey de España, el Sr. D. Fernando VII, como primer acto de soberanía de las Cortes declarando al mismo tiempo nulas las renuncias hechas en Bayona… “.
Y a continuación consta que las Cortes aprobaron estos puntos y los que propuso el Sr. Luján, “que era el que traía el papel” según se inserta literalmente en el acta.
De su biografía y de esta y otras intervenciones se deduce que Diego Muñoz Torrero era un hombre inteligente, aunque no pudo prever la actuación violenta del rey a su retorno y ni imaginarse siquiera la persecución política que le esperaba a él y a otros próceres comprometidos en Cádiz durante la reacción absolutista, hasta tener que exiliarse en Portugal, donde acabaría su vida en San Julián de la Barra, en marzo de 1829.
He tenido la suerte de integrarme durante mucho tiempo en la administración local, participando activamente en sus problemas públicos. A partir de aquí me he convencido de que el yunque en que se fragua la Administración Pública y por ende el Derecho Administrativo, que tiene la finalidad de regularla, se encuentra en los municipios y en las provincias, por su obvia cercanía a los vecinos, a sus problemas y, especialmente, a las necesidades que las administraciones públicas vienen obligadas a solventar y constituye el cimiento de la idea de servicio público. Y en la biblioteca de la Diputación de Sevilla encontré la Colección de Decretos de las Cortes de Cádiz, que se libró de ser quemada gracias a que el Duque de Medina Sidonia desobedeció lo ordenado por Fernando VII a su vuelta a España.
Pues bien, en cuanto a la Administración local se refiere, puede afirmarse que los Arts. 309 a 337 de dicho texto, en su Tit. VI, son “comprensivos de las verdaderas bases del régimen local”, como afirma Adolfo Posada. Por esto consideramos que la legislación local española –al menos en su estructura actual- arranca de las Cortes de Cádiz, y de los decretos que las mismas promulgaron, primero de forma inconexa y luego con una cierta intención codificadora, que se plasma en la primera de nuestras leyes locales, la de 1813, y se culmina y perfecciona en la Instrucción de 1823, al final del trienio constitucional, por más que sean interesantes como meros antecedentes históricos las regulaciones precedentes, por otra parte poco influyentes en nuestra actualidad.
Realmente la primera regulación es imperfecta y poco sistemática, plagada de defectos y lagunas –interesantes muchas veces-; pero es lo cierto que a la Constitución de 1812 le cabe el honor indiscutible de haber roto una antigua trayectoria absolutista, viciada por privilegios que hacían indiscutibles las resoluciones de la res publica. Por lo que puede afirmarse, con absoluta certeza, que el primer intento serio de someter la Administración al Derecho y trazar la constitucionalización de nuestra vida local figura entre las principales obras legislativas de Cádiz.
Sin embargo, aunque sentara los cimientos de la legalidad administrativa, La Pepa no fue la panacea, ni el bálsamo de Fierabrás. Seguirá habiendo abusos e irregularidades. No obstante las líneas maestras están trazadas. Ya el particular no se sentirá humillado por una indefensión sistemática, porque puede luchar –con mayor o menor eficacia- contra la arbitrariedad de los regidores locales.
Y posiblemente sea este el aspecto que más me ha interesado de nuestras ya biseculares leyes locales: el hecho de que, dando un giro de ciento ochenta grados desde el absolutismo más despótico, habilitaran que el ciudadano se defendiera frente a los abusos de la Administración y sus órganos políticos y de gobierno.
En efecto, se rompe con los antiguos privilegios y, aunque con deficiencias, se traza un sistema de recursos en vía administrativa e incluso se llega a someter a la fiscalización jurisdiccional los actos de las Administraciones locales.
Ya estas ideas habían cristalizado en la Francia revolucionaria, especialmente por obra de Turgot que, rompiendo con las tendencias de l’ancien règime, llegó a afirmar que “los derechos de los hombres reunidos en sociedad no se fundan sobre su historia, sino sobre su naturaleza. No puede justificarse perpetuar las situaciones creadas sin razón”.
Realmente resulta curioso que se asumieran como buenas las ideas liberales importadas por nuestros vecinos y, mientras más dura era la lucha contra el francés, las Cortes trataran de vestir las nuevas ideas con aspectos de nuestros viejos usos locales. En Cádiz se redactaba una constitución aceptando criterios franceses y al mismo tiempo se hacía frente a un duro asedio. Pero, con la gracia proverbial de la Tacita de Plata, cantaban los castizos por alegrías con el plomo que tiran los fanfarrones / se hacen las gaditanas tirabuzones.
II. La estructura orgánica
A partir de las Cortes de Cádiz se plantea una disyuntiva que va a marcar toda nuestra historia constitucional y, por consiguiente, la vida local. Se trata de cómo va a trazarse el esquema orgánico de municipios y provincias y sus relaciones con el Estado, polarizándose el problema entre centralización o descentralización. O, dicho de forma más concreta, si los alcaldes y ayuntamientos estarán o no sometidos jerárquicamente a otras autoridades, ya sea a la Diputación provincial o al Jefe político (o, como escriben esos primeros textos, Gefe político). E incluso cómo se producirán los nombramientos de las autoridades y entidades locales; si mediante elección democrática o por instancias que se consideraran superiores.
Y esto es importante para responder a la cuestión de quién va a fiscalizar los actos de los alcaldes y Ayuntamientos. Es decir, ante quien ha de acudirse frente a un eventual abuso o arbitrariedad de cualquiera de esos órganos.
Era una época en la que todavía no se había afinado lo suficiente como para reconocer la personalidad jurídica de los entes locales; se hablaba de pueblos, ni siquiera aún de municipios; y era todavía muy pronto para hablar de la democratización de las corporaciones locales, que sólo se logrará con la revolución de 1868 y mucho menos era posible alcanzar la idea de autonomía municipal que no llegará a esbozarse hasta los nonatos proyectos de Maura, de 1909. Y faltaba más de un siglo y muchas ideas que madurar hasta que, entre 1924 y 1925, Calvo Sotelo redactara personalmente buena parte de los Estatutos Municipal y Provincial, durante largas vigilias en su despacho del Ministerio de la Gobernación, donde la ventana de su despacho permanecía encendida hasta altas horas de la madrugada.
Pero, a partir de la labor legislativa de Cádiz entre 1810 al 1813, se suprimen los confusos y venales cargos municipales de la monarquía absoluta, que tanto se habían adulterado y separado de sus precedentes castellanos y leoneses , para implantar cuatro órganos: dos unipersonales, predominantemente ejecutivos y de carácter gubernativo, Alcaldes y Jefes Políticos –precedente de los que luego vinieron en llamarse Gobernadores de provincias y, más tarde, Gobernadores civiles-; y otros dos corporativos, más deliberantes que ejecutivos y, lo que es fundamental, constituidos de forma representativa, Ayuntamientos y Diputaciones.
Contrariamente los alcaldes, que en 1812 empiezan a nombrarse por el pueblo , a partir de 1840 serían de nombramiento centralizado por diferentes y muy discutidos procedimientos que constituyen lo que Calvo Sotelo calificó de “cuestión batallona” , ya que de su forma de nombramiento dependía esencialmente su independencia y libertad de criterios o, por el contrario, les obligaba a actuar en la práctica como delegados de instancias superiores, trazándose una mayor o menor centralización y, por consiguiente atribuyendo o no a la superioridad jerárquica la resolución de las cuestiones litigiosas surgidas entre los particulares y los Ayuntamientos. Cuestión batallona que la Constitución de 1812 resolvió en la forma más democrática, ordenando que los Alcaldes “se nombrarán por elección en los pueblos, cesando los Regidores… y que esta elección se haría “a pluralidad absoluta de votos”, lo que andando el tiempo se derogó, convirtiendo ese importante cargo municipal en nombramiento centralizado a cargo de los Gobernadores Civiles o del Gobierno del Estado, para las ciudades mas importantes.
En cuanto a los jefes políticos, nombrados por el Rey, fueron en un principio los presidentes de las Diputaciones Provinciales. Y aquí encontramos otra contradicción entre las diferentes normas de las Cortes de Cádiz, consecuencia del forcejeo de las diferentes tendencias concurrentes en ellas. En efecto el 10 de Noviembre de 1812 dictaron una Orden que, por incumplirse, tuvieron que ratificar en otra de 13 de Junio siguiente , ordenando “… que los gefes políticos no tengan voto, y si los alcaldes y procuradores síndicos”.
El forcejeo a que hacemos referencia responde a coincidir en las Cortes diputados realistas que querían mantener el mismo sistema del antiguo régimen, moderados que querían retocarlo y liberales que propugnaban un sistema nuevo desde sus cimientos, aunque arrancando de las antiguas leyes españolas.
En orden a las ideas centralizadoras resulta sintomático –como veremos luego- que las Cortes gaditanas, al hablar de la actuación municipal no usan el término competencias, sino el de encargos, menos técnico, pero más sugerente de esa centralización, propia del liberalismo. Es decir, que los Ayuntamientos no tienen reconocidas atribuciones propias de su naturaleza, en el articulado de la Constitución, por más que en su Discurso Preliminar se dijera lo contrario, como veremos después, y la Instrucción de 1813 las regulara aunque tímidamente, como también examinaremos, sino que las instancias superiores -Diputación / Estado- les encargan las materias que deben resolver.
Del juego combinado de estos cuatro órganos -en expresión de A. Posada – dependerá toda la vida local y la mayor o menor eficacia de las garantías de los ciudadanos frente a la Administración, arbitrándose diferentes e incluso contrapuestos sistemas de actuación administrativa. Y, por supuesto, diferentes medios de defensa del ciudadano ante los abusos, arbitrariedades e injusticias de los órganos de la Administración local.
A los vaivenes de la revuelta política de nuestro convulso, pero apasionante, S/ XIX sigue una legislación paralelamente oscilante y así, o se hipertrofian las atribuciones de los Jefes Políticos, en momentos de una centralización asfixiante, o se exageran las competencias municipales, en etapas de euforia democrática llegando incluso a poner en peligro la institución provincial, o en el articulado de una norma se contradicen los principios de su exposición de motivos , como hemos referido en cuanto a la misma Constitución. Siendo de destacar el que el Jefe político era al tiempo delegado del Estado y presidente de la Diputación.
De otra parte, se daba una escisión entre las clases dirigentes y el pueblo. Aquellas progresistas; éste tradicional, capaz de alzarse en armas más que por seguir usando la capa larga (motín de Esquilache), por conservar sus costumbres y tradiciones. Concurriendo una absurda contradicción con lo anterior, frente al progresismo de los dirigentes, la política local se trazaba con criterios fisiocráticos, partiendo del sistema de voto censatario.
Por el contrario, el pueblo era esencialmente tradicional y en gran parte agrario, realista y legitimista, receloso de todo lo extranjero, religioso y, aunque casi exclusivamente en el Norte, fue años más tarde el soporte del carlismo, tradicionalista a ultranza, que hoy calificaríamos de extrema derecha. Pero en la mayor parte del país era el respaldo incondicional de los innumerables pronunciamientos militares, la mayoría con aspiraciones democráticas, de trazo romántico –Riego, Torrijos- que tuvo sus foros en las sociedades secretas, como La Confederación de Caballeros Comuneros, que desembocaría en una logia masónica, a la que pertenecieron ilustres políticos, entre ellos Alcalá Galiano. O en los cafés y en otras tertulias más políticas y conspiradoras que literarias, especialmente, ya en los años veinte, en La Fontana de Oro, que inmortalizó Galdós en su primera novela.
Quizás, por todas estas complejas circunstancias, donde arraigó mejor el constitucionalismo fue en la sociedad ciudadana, culta y europeizada y más propicia a la influencia de los afrancesados, aunque no lo reconocieran expresamente y les despreciaran como traidores.
Estas aspiraciones de libertad se defenderán por el pueblo, a veces con estridentes algaradas, que causaron la ruina de las nuevas tendencias, al son del Tágala, -“Traga la Constitución”- que en el trienio constitucional cantarían en las narices de Fernando VII, aunque actuando sin un planteamiento sistemático para conseguir mayores libertades, idealizadas en el sufragio universal que sólo lograrán en 1868, tras un largo y a veces sangriento forcejeo entre realistas y constitucionalistas, progresistas y moderados, carlistas e isabelinos y, desde finales del XIX, entre liberales y conservadores. En definitiva, siempre enfrentadas las dos Españas, atizándose garrotazos, como la interpretó el genio de Goya, hasta partirse el corazón, como dijo Machado, desde las revueltas doceañistas y las guerras carlistas a la última guerra civil de 1936.
Todo esto determina que las garantías del ciudadano van a sufrir unas profundas alteraciones a partir de las Cortes de Cádiz, como diapasón del sistema político imperante, reflejando, de una parte, la mayor o menor centralización; y, de otra, la democratización o incluso la autonomía de que disfrutaron las Administraciones locales.
III. Los primeros trazos
Se deben a la Constitución de Bayona, lo que suponía tan mal comienzo, que estuvo a punto de hundir los sueños democráticos y liberalizadores de los constituyentes de 1812, por varias razones. En primer lugar, porque la de Bayona era una verdadera carta otorgada, no debida a un poder constituyente representativo del pueblo y defensor de sus libertades. Y, por si esto fuera poco, que no había sido imposición del añorado Fernando VII, sino una ocurrencia napoleónica.
Por esto, la Junta Central dictó un Decreto por el que se declaraba nula la Constitución de Bayona, al paso que se reconocía a Fernando VII como Rey legítimo. Y, por otro Decreto de la misma fecha, fueron convocadas las Cortes.
De todas formas, es un precedente importante en la Constitución de Bayona el Art. 98, 2 que suprimió los “Tribunales que tienen atribuciones especiales y todas las justicias de abadengo, órdenes y señoríos”. El 118 extinguió los privilegios fiscales. Y el 135 acabó con los fideicomisos, mayorazgos y sustituciones. Finalmente es interesante destacar que el Art. 72 introdujera por primera vez en nuestro Derecho público un principio liberal de corte fisiocrático al establecer que “para ser diputado por las provincias o por las ciudades se necesitará ser propietario de bienes raíces”, con lo que legaliza en España el pensamiento de Turgot, con ideas que tanta importancia tendrán en nuestra administración local, hasta desembocar en el caciquismo que acabaría prostituyendo la institución provincial y convirtiendo a las Diputaciones en “haz de caciquismo y dogal que llevan al cuello los municipios españoles”, como las definió Calvo Sotelo.
Ciertamente se echa de menos en esta primera Constitución una regulación de las administraciones locales, pero las bases estaban puestas para trazar unas entidades democráticas, y sin privilegios aristocráticos, religiosos o de cualquier otra índole, aunque luego en Cádiz se empeñarían en andar solos, por ejemplo dictando un decreto en 1811, repitiendo la supresión de los señoríos.
Y también destaca que se preocupa casi exclusivamente por la regulación de la materia política y electoral, con olvido de la actuación administrativa, lo que resulta explicable, dada la inmadurez constitucional de la época que pocos años después dará lugar a manifestaciones tan candorosamente obvias como considerar “obligaciones principales de todos los españoles… ser justos y benéficos” , además del amor a la patria.
Pero, al menos, con sus grandes defectos, la ideología liberal había irrumpido en nuestro país. Y, aunque dos años más tarde volvería a instaurarse el absolutismo, el antiguo régimen estaba sentenciado a desaparecer, al menos en cuanto tenía de despótico y despectivo de la voluntad de los ciudadanos.
IV. El origen de las nuevas garantías. Normas de la Constitución de 1812
El 20 de Diciembre de 1810 se creó una Comisión encargada de la elaboración de la Constitución, que leyó las dos primeras partes el 18 de Agosto de 1911, durando los debates hasta el 23 de Enero de 1812.
Fue aprobada por un Decreto de la Regencia de 8 de Marzo siguiente, disponiendo que se firmara por los Diputados, se imprimiera y publicara. Y por otro Decreto del mismo día se ordenaban las solemnidades con que debía jurarse y proclamarse en todos los pueblos de la Monarquía, señalando para ello el 19 del mismo mes.
La estructura orgánica a la que antes aludimos se asienta en tres círculos concéntricos: El Rey con las Cortes, a semejanza del sistema inglés; la Diputación provincial, con o bajo el Jefe Político –según el grado de centralización- y el Ayuntamiento con o bajo el Alcalde. Estos tres círculos quedan concadenados en un único radio de jerarquía, principio que ordenará el sistema de recursos: será la Diputación el órgano superior jerárquico de los Ayuntamientos y la suprema instancia sería en la vida local el Jefe político, como presidente –generalmente- de las Diputaciones.
Es del mayor interés en la materia local el Título VI de la Constitución de 1812 “Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos”
Ampliando la idea ya apuntada antes, nos encontramos con que el Art. 321 encabeza la enumeración de sus competencias -que no designa con este nombre- diciendo que “estará a cargo de los ayuntamientos…”, lo que supone que no se reconocen atribuciones que emanen de la propia naturaleza del municipio, sino encargos de sus superiores jerárquicos.
Aún no se ha perfilado la idea del Municipio como entidad territorial, basada en un término municipal, una población y unos órganos de gobierno, con unos fines propios y unos servicios propios que prestar. Y, por supuesto, ni se vislumbra su personalidad jurídica.
Esta concepción, pobremente municipalista, se reafirma en el Art. 323, cuando establece que “los Ayuntamientos desempeñarán todos estos encargos bajo la inspección de la Diputación provincial, a quien rendirán cuenta justificada cada año de los caudales públicos que hayan recaudado e invertido”.
Colocado este precepto al final de la enumeración de atribuciones o encargos, nos sugiere tres cuestiones muy discutibles, desde la perspectiva actual:
1. Que no sólo los Ayuntamientos no tienen reconocida entidad propia, sino que dependen jerárquicamente de las Diputaciones respectivas. Lo que supone que no se había llegado a la perfección conseguida en Francia, donde la Asamblea Constituyente estableció que “los cuerpos municipales tendrán dos clases de funciones que cumplir, las unas propias del poder municipal, las otras, propias de la Administración General del Estado y delegadas por ella a las municipalidades”.
2. Que debió existir una gran confusión en cuanto a territorialidad se refiere y a la subsiguiente pertenencia a la circunscripción provincial correspondiente, ya que la propia Constitución de 1812 reconocía la deficiente división provincial existente. La nueva división no sería trazada con exactitud hasta veintiún años más tarde por Javier de Burgos.
3. Que se limita la fiscalización esencialmente a la materia económica, estableciéndose –en otras normas- un procedimiento para la aprobación de las Ordenanzas municipales y la imposición y establecimiento de nuevos arbitrios que, en definitiva, serían aprobados por las Cortes, a las que elevarían las Diputaciones estas materias junto con su informe. (Art. 335, 2º).
De forma que las actuaciones económicas de los Ayuntamientos quedaban sometidas a la autoridad jerárquica de la Diputación respectiva. Y, como el Jefe político era el presidente de la Diputación, e incluso del Ayuntamiento de su residencia, conforme establecían los Arts. 309 y 325, y de nombramiento real, siendo quien ostenta el gobierno político de las provincias (Art. 324), esto supone que la decisión definitiva de los asuntos municipales estaban en sus manos, en cuanto delegado del poder central.
Es decir, que la centralización se refuerza por dos caminos: 1. Los problemas municipales de orden económico dependen de la Diputación, presidida por un delegado del Gobierno de la nación, el Jefe Político. Y 2. Serán las Cortes las que resuelvan en definitiva todas las incidencias que se planteen, entre ellas los recursos. Y, por añadidura, el rey tiene la potestad de suspender a los miembros de la Diputación, dando cuenta a las Cortes (Art. 336).
Este planteamiento determinará en breve que el recurso de alzada sea el medio ordinario, generalizado, de impugnar los acuerdos municipales, ascendiendo por la línea jerárquica que acabamos de indicar.
Comenta esta cuestión Adolfo Posada diciendo que “el régimen local ideado en Cádiz, y sostenido, acentuado y perfeccionado en el proceso histórico-político ulterior, entraña… (la) regulación de un régimen de recursos respecto de las decisiones de los Ayuntamientos que ponen, en buena parte, la marcha de la vida local en manos de sus superiores jerárquicos, suscitando por tal manera el régimen de centralización democrática… siguiendo en este punto muy fielmente la inspiración francesa”.
A pesar de todo esto, existe un atisbo de reconocimiento de atribuciones privativas del Municipio. Pero que se da no en el cuerpo articulado de la Constitución, sino en su Discurso Preliminar, en cuyo párrafo LXVII -que se discutió a finales de 1811 – se hace referencia con reiteración a la regencia de los intereses propios de los pueblos por órganos populares y a la no intromisión de órganos centrales en las materias de exclusivo interés local, concluyendo y fundamentando esta declaración en que “los vecinos de los pueblos son las únicas personas que conocen los medios de promover sus propios intereses”. Lo que nos resulta desconcertante a la luz de los artículos del texto constitucional, incongruencia que debe achacarse simplemente a una falta de técnica en la redacción de las normas que dio lugar a esta contradicción entre el Discurso y el articulado. O quizá más bien al forcejeo de las diversas tendencias concurrentes en las Cortes entre realistas, moderados y liberales, pese a la hegemonía de éstos, como ya hemos destacado antes.
Menos mal que, en última instancia, la facultad jurisdiccional “pertenece exclusivamente a los Tribunales” (Art. 242), aunque queda una duda: este artículo se refiere solamente a “la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales”, nada dice de la Administración, si bien entendemos que esto es una simple falta de técnica resulta que vino a subsanarse por el Decreto CCCIX de 13 de Septiembre de 1813.
Además, apartándose de la orientación centralizadora, nos encontramos con unas materias que se han encargado a los Ayuntamientos, excluyendo la fiscalización señalada: las de policía y las de orden público (Art. 321, 1º y 2º). Esto es el comienzo de la delimitación entre lo gubernativo y lo simplemente administrativo, siendo un tanto incomprensible que para las cuestiones administrativas –de carácter económico- se implante la fiscalización centralizada y para las de orden público y policiales se establezca la competencia municipal exclusiva.
V. Desarrollo normativo provisional
En el periodo que media entre los trabajos preparatorios de la Constitución y la Instrucción de 1813 -nuestra primera ley de régimen local constitucional, que estudiaremos en el apartado siguiente- se dictaron otras normas, que interesa analizar.
Destaca el Decreto CLXIII, de 23 de Mayo de 1812 , que adopta medidas trascendentes para los planteamientos posteriores y que traemos a colación por cuanto refuerza las garantías del ciudadano.
Suprime los regidores perpetuos, en cumplimiento del Art. 312 de la Constitución, materia a la que prestaron las Cortes tal importancia que el mismo día de la promulgación de la Constitución, dictaron una Orden prohibiendo que los regidores entrantes fueran parientes de los salientes para impedir “la posibilidad de que tales cargos se perpetúen en unas mismas familias”.
Y se convocan elecciones para cubrir aquellas vacantes, “a pluralidad de votos”, según lo dispuesto en los Arts. 313 y 314 de la Constitución (Art. XXII del citado Decreto de mayo de 1812).
Este mismo Decreto reafirma la superioridad jerárquica de las Diputaciones, disponiendo que sea la institución provincial la que decida incluso sobre la constitución de Ayuntamientos en los pueblos que, aunque no cuenten con 1.000 almas, sus circunstancias de agricultura, industria o población así lo aconsejen.
Culmina la misma disposición la centralización, ahora en manos del Jefe Político, concediéndole la presidencia de las Juntas de Electores y de las Juntas de Parroquia, lo que entraña el interés de que, al año siguiente, al aprobarse la Instrucción que analizaremos seguidamente, sería el fundamento para la estructuración de los recursos electorales.
VI. Nuestra primera Ley de Régimen Local. La Instrucción de 1813
El 23 de Junio de 1813 promulgaron las Cortes de Cádiz el Decreto CCLXIX, bajo el título de Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias.
Se dicta esta norma durante un periodo en el que no estaban las tensiones políticas tan exacerbadas como en las épocas posteriores, e incluso puede decirse que la vida pública discurría con la mayor unidad que le prestaba un importante elemento aglutinador, la lucha contra el invasor francés. Pero tampoco la formación de la Cámara constituyente era homogénea, ni pacíficas sus deliberaciones.
Hay tres tendencias en pugna que conforman de cierta manera la normativa en la que van a plasmarse las ideas concurrentes en las Cortes: de una parte, los partidarios del antiguo régimen que, aunque ya superado, intentan mantenerlo en pie. De otro lado, los realistas que, aunque disconformes con el absolutismo y otros aspectos del sistema precedente, propugnaban reformarlo solamente. Por último, los liberales, que pretendían un nuevo régimen desde sus cimientos.
Predominó la tendencia liberal, intentando renovar cuanto encontraban criticable en la cosa pública, aunque con la preocupación por mantener las tradiciones, conservando la esencia de las instituciones patrias más vetustas.
Resulta interesante a este respecto un párrafo del Discurso Preliminar de la Constitución, en el que dice: “Sentadas ya las bases de la libertad política y civil de los españoles, sólo falta aplicar los principios reconocidos en las dos primeras partes de la Constitución, arreglando el gobierno interior de las provincias y de los pueblos conforme a la índole de nuestros antiguos fueron municipales… “.
Y aquí encontramos otro punto en el que la Instrucción no es congruente con la Constitución que trata de desarrollar. Porque lo primero que nos choca es que la Instrucción hable solamente del gobierno de las provincias, mientras que el título VI de la Constitución se refiere al gobierno de las provincias y de los pueblos.
Sin embargo, la Instrucción tiene más consideraciones con los pueblos que la propia Constitución, lo veremos al estudiar sus atribuciones, distinguiendo algunas no sometidas a la fiscalización y, aunque de momento no vaya a tener repercusión alguna en cuanto al régimen de recursos -al no plasmarse esta distinción en cuanto a los medios de defensa del ciudadano- queda abierto el camino para lo que diez años más tarde regularía la Instrucción de 1823, mucho más técnica que su precedente que estamos estudiando, como veremos en el próximo capítulo.
En efecto, pese a todas las distinciones que hemos bosquejado, aunque la Diputación ostente la superioridad jerárquica de los Ayuntamientos y, por ello, la fiscalización de sus actos, todos los recursos serán resueltos por el Jefe Político, salvo escasas excepciones, que veremos luego. Esta incongruencia se superaría -como hemos apuntado- en la Instrucción de 1823.
VII. Problema de las atribuciones municipales en 1813
Es de especial interés para luego estudiar el sistema de recursos por los que el ciudadano puede defenderse de los actos injustos o arbitrarios de la Administración local.
Superando el pobre trazado de la Constitución, tacaño con los pueblos, la Instrucción de 1813 distingue -aunque con la explicable falta de rigurosidad- tres grupos de atribuciones:
A) Una reducida faceta que cabe calificar como de actividad privativa de los Ayuntamientos y Alcaldes, aunque todavía no se realiza una enumeración clara y definitiva, lo que sólo ocurrirá sobre todo a partir de la Ley Municipal de 1840, pese a su carácter excesivamente centralista.
Pero se trata de unas facultades mucho más amplias que las que se les reconocerán más adelante, eximiéndolas de la ingerencia de los órganos superiores. Se trata de la policía de la salubridad y comodidad, el cuidado de los montes del común, el abastecimiento de agua y “comestibles de buena calidad”, el orden público y el fomento de la riqueza..
B) Otro grupo de atribuciones indican claramente la dependencia de Ayuntamientos y Diputaciones bajo la autoridad superior del Jefe Político.
Aquí se sitúan las competencias delegadas a las que se refiere el Art. VI del Cap. I de esta Instrucción, ordenando que la comunicación con el Jefe Político se refiere no sólo a la materia de caminos y obras de interés municipal y provincial (lo que supone una contradicción con el criterio del Discurso Preliminar de la Constitución), sino que “lo mismo deberá entenderse de las obras públicas nacionales, como carreteras generales… “. Y añade este mismo Art. VI que el Ayuntamiento “tendrá además aquella intervención que le fuere cometida por el Jefe político de la provincia”.
Una primera lectura de los textos da la impresión de que la obligación de las Administraciones locales se reduce a poner en conocimiento del Jefe Político sus actuaciones en estas materias, pero en definitiva es éste quien resuelve todos los problemas que surjan, que es la finalidad de tales comunicaciones y, por el sistema de hacer llegar las instrucciones de dicho jefe a los Ayuntamientos, a través del más importante de la comarca, cabeza de partido judicial.
En este orden se encuentran las materias demográficas, sanitarias, de caminos y obras, beneficencia particular, positos. Y, lo que es más importante, hasta la renovación del mismo Ayuntamiento.
C) Finalmente, la dependencia de los Ayuntamientos bajo las Diputaciones Provinciales, se manifiesta en un grupo de atribuciones de la mayor importancia, como son la imposición de arbitrios, la dotación de maestros, la rendición de cuentas justificadas, la remoción del Secretario o las operaciones de crédito.
VIII. El sistema de recursos en la Instrucción de 1813
Lógicamente el régimen de impugnaciones de las resoluciones dictadas por estas Administraciones locales, se construye –en líneas generales- sobre esta estructura orgánica, por lo que predomina el recurso de alzada en busca de la resolución del superior jerárquico, aunque sin un gran afinamiento jurídico, deficiencia que se manifiesta especialmente en el hecho –que ya anunciábamos- de que no se establecen de forma clara diferentes medios impugnatorios según que los actos recurridos se hayan dictado en ejercicio de atribuciones municipales privativas o aquellos otros que lo son por delegación de otras instancias que se consideraban jerárquicamente superiores.
Es por lo tanto un esquema rudimentario, lógicamente inmaduro, que se verá superado en 1823 y seguirá los vaivenes políticos y administrativos de las épocas posteriores.
Este esquema se diseña con tres tipos de recursos:
1. El recurso general de alzada ante el Jefe Político, contra los actos del Ayuntamiento o del Alcalde.
2. El recurso de reposición ante el Alcalde, y ulterior alzada ante la Diputación contra las resoluciones de aquél en materia de abastos y de reclutamiento y reemplazo.
3. Y, finalmente, un recurso de alzada diferente ante el Jefe Político en materia electoral. Vamos a analizarlos.
1. El recurso general de alzada.
Se establece en el Art. XVIII del Cap. I: “Si algún vecino se siente agraviado por providencias económicas o gubernativas dadas por el Ayuntamiento, o por el Alcalde, sobre cualquiera de los objetos que quedan indicados, deberá acudir al Gefe político, quien por sí, oyendo a la Diputación provincial, cundo lo tuviera por conveniente, resolverá gubernativamente toda duda, sin que por estos recursos se exija derecho alguno”.
Este precepto tiene la importancia de que, por primera vez en nuestro Derecho local, se introduce un medio de impugnación. Pero está plagado de defectos.
En primer lugar, reduce la legitimación a los vecinos, dejando en indefensión a quienes –sin serlo- pudieran ser titulares de derechos o intereses en ese término municipal, como el que luego se ha llamado hacendo forastero.
Por otra parte, no se establece en qué plazo puede entablarse este recurso, contrariamente a lo que se hará con el recurso electoral, que estudiaremos más adelante.
El defecto más importante por su falta de congruencia con el esquema de competencias trazado por la propia Instrucción, esbozado en el apartado VII , dado que se someten a este recurso de alzada casi todos los actos de Alcaldes y Ayuntamientos, sin una clara distinción entre que se hayan dictado en ejercicio de competencias propias o por delegación de instancias superiores y ni siquiera se exige el informe del órgano cuyo acto se impugna.
Se reduce el papel de la Diputación provincial a ser un asesor ocasional, cuyo informe ni es preceptivo ni vinculante.
Y esto choca especialmente porque, cuando hemos estudiado las competencias municipales, distinguíamos entre las que son fiscalizables por el Jefe político y las que son fiscalizables por la Diputación, por lo que resulta esclarecedor del designio centralizador el hecho de que los recursos hayan de resolverse siempre por el Jefe político, sin la preceptiva audiencia de la Diputación, ni siquiera en los casos en le compete fiscalizar los actos impugnados. Y es que los Jefes políticos están configurados como los “primeros agentes del Gobierno en las Provincias” y órganos de la confianza del poder central, como nombrados por éste.
Al llegar a este punto tenemos que formularnos una cuestión muy discutible, pero importante para considerar o no afianzado un buen sistema de garantías por la labor de las Cortes de Cádiz:
¿Era impugnable la resolución dada al recurso de alzada por el Jefe político?
El Art. XVIII del Cap. I que analizamos no lo niega, al menos expresamente, mientras que el Art. I del capítulo siguiente, al regular las “quejas” cuya resolución encomienda a la Diputación, ordena que “con la debida instrucción, las resuelva sin ulterior recurso”, lo que igual pudo disponer para el de alzada, si tal hubiera sido la voluntad del legislador del año trece.
Entendemos que, al disponer este precepto que “resolverá gubernativamente”, enfrenta lo gubernativo y lo administrativo, pero no lo gubernativo con lo judicial. Esto quiere decir tanto como que la resolución del recurso de alzada por el Jefe político agotaba la vía administrativa –hablando en términos actuales-, pero quedando siempre expedito el camino para acudir a los Tribunales ordinarios.
Nos basamos para pensar así, pese a la preponderancia del Jefe político, en lo dispuesto en primer lugar por el Art. 242 de la Constitución, aunque se refiriera solamente a las causas civiles y criminales. Reducción que más cabe imputar a una explicable falta de técnica en los albores de nuestra legislación moderna que al designio de hacer inimpugnables aquellas resoluciones.
De otra parte, las Cortes dictaron el 13 de Septiembre del mismo año 1813 otro Decreto, el CCCIX , es decir, sólo unos tres meses más tarde de la Instrucción que analizamos, disponiendo que se sometieran al conocimiento de “jueces letrados”, en primera instancia, y a las Audiencias, en segunda, las cuestiones litigiosas surgidas sobre materias de la competencia de la Hacienda Pública. Sigue, no obstante, la duda en pie, dado que esta norma reduce la impugnación a las cuestiones económicas, por lo que tendríamos que preguntarnos qué ocurría cuando el litigio no se centraba en cuestiones civiles, criminales o de hacienda.
Finalmente, como ya esbozábamos más arriba, si se declara inimpugnable la resolución del Jefe político en los recursos electorales, igualmente pudo regularse en los demás supuestos, si la voluntad del legislador hubiere sido esa. Más aún teniendo en cuenta que –como veremos en el recurso en materia electoral- la exclusión de una impugnación posterior se refuerza de una manera especial al decir que el Jefe político resolverá sin pleito ni contienda judicial, con lo que excluye esa materia del conocimiento de los Tribunales. En consecuencia, si aquí no lo ha hecho es exponente de que el legislador de Cádiz pensó en el posible recuso ante los Tribunales.
Además, como veremos en el apartado siguiente, cuando el legislador desea que se pueda seguir impugnando, arbitra un segundo recurso, como es el caso del sistema de reposición seguido de la alzada.
2. El primer planteamiento del recurso de reposición.
Existen tres materias en la Instrucción en las que, para la resolución de las discrepancias que pudieran surgir, se establece el recurso de reposición: el repartimiento de contribuciones, lo referente a abastos y el reclutamiento y reemplazo para el ejército.
Aún no se ha llegado a concretar como principio que, en el caso de impugnarse actos emanados del Ayuntamiento en ejercicio de sus atribuciones, sea el procedente el recurso ante el propio Ayuntamiento, se le llame o no de reposición. Esto sólo se conseguirá en la Instrucción de 1823.
Estos recursos se regulan en el Art. III del Cap. II, que comentamos seguidamente.
a) “El repartimiento de contribuciones”.
Las contribuciones del Estado se repartían en tres fases, el reparto que las Cortes hacían a las provincias; el que las Diputaciones hacían de su parte a cada pueblo de su circunscripción y el que los Ayuntamientos hacían entre los particulares, sin concretarse que fueran o no vecinos, aunque obviamente debían estar grabados todos los titulares de bienes y actividades en el municipio, vivieran o no en el mismo.
La Instrucción establece el sistema de recursos para las dos últimas fases en la forma que sigue:
1. El repartimiento que se hacía por la Diputación provincial a los pueblos, concretando “el que les hubiera cabido” a los de su circunscripción se podía impugnar en un verdadero recurso de reposición ante la Diputación que lo había hecho.
Establece la norma que “toda queja o reclamación que hagan los pueblos” sobre esta materia, “se dirigirá por medio del Gefe político a la misma Diputación provincial”. Y continúa ordenando que esta corporación “sin perjuicio de que se lleve a efecto el repartimiento hecho, examinará maduramente la reclamación, y confirmará o revocará el repartimiento hecho, para la debida indemnización en el repartimiento inmediato, todo sin ulterior recurso”.
Este primer apartado del Art. III del Cap. II nos sugiere las siguientes anotaciones:
Lo primero que choca es que la legitimación –que obviamente no se denomina así- corresponda al pueblo, pese a que, como hemos apuntado más arriba, no se habían dotado aún de personalidad jurídico – administrativa a los municipios.
Y por lo tanto, siendo simples órganos, dependientes jerárquicamente de las Diputaciones, resulta incomprensible cómo se arbitra este recurso de un inferior jerárquico contra actos de su superior.
Par otra parte, se sigue con la falta de técnica. No se distingue entre queja o reclamación, ni se habla de recurso; tampoco se establece en qué plazo debe interponerse ni, por supuesto, las consecuencias de la falta de interposición.
Aparece que la resolución impugnada, por la que la Diputación hizo el repartimiento, es ejecutiva, ya que se llevará a la práctica de inmediato, pese a haberse interpuesto esta queja o reclamación, con la obvia salvedad de que si procede la rectificación, se compensará “para la debida indemnización en el repartimiento inmediato”.
Y, finalmente, que la resolución de la Diputación agota la vía administrativa y será impugnable solamente ante los Tribunales, por las mismas consideraciones que hemos hecho al concluir el apartado precedente.
2. El repartimiento que se hacía por el Ayuntamiento a los particulares.
Una vez que la Diputación concretaba el repartimiento de las contribuciones a los pueblos de su demarcación, se hacía por cada Ayuntamiento la asignación a cada contribuyente de lo que debiera pagar , “… con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”, según ordenaba el Art. 339 de la Constitución.
Aquí establece el Art. III del Cap. II de la Instrucción de 1813 que
“Del mismo modo las quejas de los particulares en el repartimiento que a cada uno haya hecho el Ayuntamiento de su pueblo, si aquél no las hubiere satisfecho, serán dirigidas a la Diputación provincial por medio del Gefe Político, para que con la debida instrucción las resuelva sin ulterior recurso”.
Por lo tanto, si algún particular se sintiera afectado por un error o un agravio comparativo en la asignación de las cargas fiscales, podía acudir a este sistema que arbitraba el que más adelante se llamaría recurso de reposición presentando ante el Ayuntamiento sus quejas y “si no las hubiere satisfecho”, podrá acudir a la Diputación, a través del Jefe político.
Precepto que tiene un gran interés por introducir en nuestro Derecho administrativo el sistema de reposición-alzada que tanto arraigo ha adquirido en nuestra legislación posterior.
Es decir, en la reposición se acude al órgano que emanó el acto, en petición de que lo revise, que es la verdadera esencia de este tipo de recursos; mientras que en la alzada se acude a la Diputación en su calidad de superior jerárquico de los Ayuntamientos, jerarquía que sólo desaparecerá al introducirse en nuestro Derecho el concepto de la autonomía municipal, reconociéndoles entidad propia.
Se mantiene el mismo defecto de no indicar en qué plazo se pueden interponer estas reclamaciones, ni ante el Ayuntamiento ni ante la Diputación. Y, por supuesto no aparece en absoluto la idea de denegación presunta en el caso de que el Ayuntamiento no resuelva.
Por último, concurre otra deficiencia más de fondo aún, consistente en que, al referirse al “repartimiento que a cada uno haya hecho el Ayuntamiento de su pueblo”, parece limitar la legitimación a los vecinos, aunque aún no tenían delimitado su estatuto, pero olvida esta Instrucción que en casi todos los pueblos hay titulares de propiedades u otros derechos que viven en otro lugar, forasteros que quedaban en una clara indefensión frente a esos repartimientos que les podían afectar.
b) En materia de abastos.
Eran cuestiones de la exclusiva competencia del Ayuntamiento, no enumerada en el Art. 321 de la Constitución , pero sí establecida por la Instrucción en el Cap. I, Art. V.
El Ayuntamiento es el único órgano competente para entender de estas cuestiones y por eso dice este artículo que “Lo mismo se observará con las reclamaciones y dudas que ocurran sobre abastos… “.
Lo que significa que, igual que en el supuesto anterior, primeramente podrá el interesado recurrir ante el Ayuntamiento –recurso de reposición- al ser el órgano que dictó el acuerdo impugnado, para acudir luego en alzada a la Diputación por medio del Jefe político, con base en la relación jerárquica antes indicada.
Como no se concreta nada al respecto, se sigue en la incertidumbre respecto de qué plazo había para entablar estos recursos.
Por el contrario, al no hacerse referencia a la legitimación, limitándola a “su pueblo” y aunque se diga que “lo mismo se observará”, parece lo más correcto concluir que podría recurrir cualquier afectado, fuera o no vecino.
Finalmente, en cuanto a las posibilidades implugnatorias, consideramos que la vía administrativa se concluye en la resolución de la Diputación, por equiparación al apartado precedente: sin ulterior recurso. Y, contra la resolución de la Diputación cabría igualmente la acción ante los Tribunales.
c) En materia de reclutamiento y reemplazo.
No encontramos en la Instrucción ninguna norma reguladora de esta materia, a la que se refiere en último lugar el Art. III del Cap. II que estamos comentando, que dice:
“Igualmente y mientras las Cortes otra cosa no determinen, en virtud del Art. 357 de la Constitución todas las dudas y quejas que se susciten en los pueblos por el pueblo mismo o por particulares sobre reclutamiento y reemplazo para el ejercito, por el mismo método de que habla este artículo para las contribuciones; sin perjuicio de que la Autoridad militar ejerza la intervención conveniente acerca de la aptitud y robustez de los individuos”.
Ni esta competencia está relacionada como materia que “tocará a las Diputaciones” por el Art. 335 y tampoco se enumera entre lo que “estará a cargo de los Ayuntamientos” conforme al Art. 321, ambos de la Constitución. Es otra disposición, el Decreto de las Cortes CCLX, de 8 de junio de 1813 , la que al regular “cómo han de contribuir todos los españoles a la manutención y servicio de los ejércitos nacionales”, señala la competencia de los Ayuntamientos en esta materia.
Tampoco el Art. 357 de la Constitución dice cómo se hará el reclutamiento. Pero la remisión del precepto que comentamos al sistema de impugnación para los repartimientos de contribuciones, habilita a la doble vía examinada en el apartado a) de este punto, es decir:
La Diputación debería hacer el reparto de los mozos de reemplazo entre los diferentes pueblos de su jurisdicción, teniendo en cuenta las respectivas poblaciones
Por esto los pueblos podían recurrir en reposición ante la Diputación si disentían de ese reparto.
A su vez el Ayuntamiento llamaba a filas a los hombres que considerara necesario. Y si éstos no estaban de acuerdo podían recurrir en reposición ante su pueblo y la resolución de éste, en alzada ante la Diputación por medio del Jefe político.
La Diputación resolvería sin ulterior recurso. Por analogía con el sistema de repartimientos de contribuciones, estos acuerdos serían ejecutivos inmediatamente. Tampoco se establecen los plazos para recurrir. Y, obviamente, en cuanto a legitimación se refiere ha de concluirse que sería la de los mozos disconformes del pueblo. Por último, señalar que el acuerdo de la Diputación agotaba la vía administrativa sin ulterior recurso. Salvo, naturalmente, el jurisdiccional ante los Tribunales.
3. El recurso en materia electoral.
Se formula este medio impugnatorio por la Instrucción de 1813 en el Art. XXIII del Cap. III, que copiado a la letra, dice:
“Corresponde al Gefe político el conocimiento de los recursos o dudas que ocurran sobre elecciones de los oficios de Ayuntamiento, y las decidirá gubernativamente y por vía instructiva sin pleito ni contienda judicial. El que intentare decir de nulidad de las elecciones, o de tachas en el nombramiento de alguno, deberá hacerlo en el preciso término de ocho días después de publicada la elección, y pasado aquél no se admitirá la queja; pero en ningún caso se suspenderá dar posesión a los nombrados en el día señalado por la Ley a pretexto de los recursos y quejas que se intenten”.
La interpretación de este interesante precepto sugiere una serie de problemas que intentaremos exponer a continuación.
Lo primero que se plantea es qué sentido tiene la expresión elección de los oficios de Ayuntamiento. Es decir, si hace referencia a los funcionarios municipales o a los que hoy llamamos concejales y entonces se denominaban individuos de Ayuntamiento, de los que habla el Art. XXII del Cap. I de la Instrucción, expresión que bien pudo utilizarse en este precepto para mayor claridad, aunque tampoco es muy técnica y hubiera sido en todo caso preferible que se hablara de regidores, expresión que sigue causando recelos a las Cortes gaditanas desde que ordenaron la supresión de los de carácter perpetuo por el Art. 312 de la Constitución. Creemos que por esta razón no vuelve a usarse luego y así no se encuentra la palabra regidor en toda la Instrucción.
Y es que la expresión oficio público resulta bastante imprecisa y al parecer procede de la Partida II, Tit. IX, Ley I , donde no puede determinarse si hace referencia a la relación jurídico administrativa de la Administración con sus funcionarios o a la relación jurídico política que hoy consideramos como mandato o comisión del Concejal o Diputado, aunque la redacción del Título IX parece decantarse por la primera interpretación.
Y, sin embargo, la Instrucción de 1813 se refiere con seguridad a los Concejales por dos motivos.
En primer término, se habla de elecciones de los oficios de Ayuntamientos, aunque tampoco es muy digna de tener en cuenta una expresión determinada en estas normas, dada su imprecisión terminológica Y, por otra parte, la referencia a dar posesión a los nombrados en el día señalado por la Ley, lo que no podría referirse a la toma de posesión tras el nombramiento de funcionarios, que siempre ha sido más o menos inmediata y sobre todo sin una fecha predeterminada.
La designación de funcionarios se hacía a pluralidad de votos por la Corporación, lo que no recoge esta Instrucción de 1813, pero si la siguiente, de 1823.
Finalmente, hay que tener en cuenta que para la toma de posesión de los funcionarios no se precisaba hacerlo en una fecha determinada, mientras que sí se exigía esta condición por la Constitución para la toma de posesión de los miembros electos de la Corporación o individuos de Ayuntamientos.
Otro punto interesante es que, a diferencia de los otros recursos que hemos estudiado, se concreta el plazo de interposición en ocho días, con lo que están dando a entender los legisladores del 1813 que esta es cuestión que debe resolverse con la mayor celeridad. Idea que se refuerza con lo que sigue.
La competencia para la resolución de estos recursos se atribuye al Jefe político. Y, dado que las cuestiones sobre validez de las elecciones son netamente jurídicas –aunque con trascendencia política importante- se dan cuenta las Cortes de la tendencia de estos problemas para acudir a los Tribunales ordinarios y debe entenderse que, para no dilatar innecesariamente su solución sería por lo que proclamaron que el Jefe político “las decidirá gubernativamente… sin pleito ni contienda judicial”.
Este sentido de tramitación sumaria se afianza aún más con la ejecutividad que se establece para la toma de posesión de los elegidos, al decirse que “en ningún caso se suspenderá dar posesión a los nombrados… a pretexto de los recursos y quejas que se intenten”.
Otro aspecto importante es que en este artículo XXIII del Cap. III se distingue por primera vez entre “nulidad de la elección”, de una parte, haciendo referencia a la invalidez del proceso electoral y “tachas en el nombramiento de alguno”, con relación a posibles incompatibilidades de alguno de los electos en particular. Obviamente todavía no se afinaba tanto en la terminología
Aún no se ha depurado la técnica legislativa como para distinguir con absoluta precisión entre nulidad o anulabilidad del procedimiento y las incapacidades e incompatibilidades, aunque se vislumbra la distinción, que se perfilará mejor en la Instrucción de 1823, como veremos en el próximo capítulo.
Nada dice la Instrucción de 1813 sobre el procedimiento que debería seguirse para la tramitación de este recurso, limitándose a decir que “el Jefe político resolverá… por vía instructiva”, lo que nos hace suponer que debería “instruirse” un expediente, al que se unirían las pertinentes pruebas.
Esta suposición se reafirma por una Orden que dictaron las Cortes una semana después, exactamente el 30 de Junio por la que, en defensa del honor de los electos, ordenaba que en todo proceso electoral “no podrán hacerse informaciones ni pruebas por escrito en contra de la reputación de ciudadano en que se halle cualquier individuo”.
Comentarios Provisionales
No me gusta hablar de conclusiones, porque jamás he considerado concluido, perfecto o terminado satisfactoriamente ningún trabajo, que siempre quedan antecedentes por investigar o matices sin estudiar y será mejorable cualquier investigación que se haga por mucho cariño que se haya puesto en la apasionante búsqueda de lo desconocido.
Pero al menos quisiera hacer unos COMENTARIOS PROVISIONALES, diciendo que este es el sistema de garantías arbitrado para el ámbito municipal y provincial por la Constitución de 1812 y por la normativa surgida en su desarrollo inmediato, especialmente mediante la Instrucción de 23 de Junio del año siguiente, respecto del que deberemos hacer las siguientes anotaciones:
I) Que la normativa nacida en el Cádiz doceañista supone toda una innovación importante en nuestro Derecho, como ya hemos indicado repetidamente, cuyo principal mérito es, de una parte, someter la Administración Pública al Derecho y, de otra, romper en forma definitiva con un régimen multisecular de absolutismo y de privilegios que comportaban con demasiada frecuencia un completo desprecio de los derechos del pueblo llano.
II) Que, obviamente, el sistema no estaba convenientemente depurado ni en el aspecto terminológico ni en cuanto al método y la sistemática. Consecuencias de la explicable inmadurez en la forma de redactar este tipo de normas y por la natural inexperiencia en la aplicación de las mismas.
III) Que las principales lagunas que observamos, como faltas de esa sistemática, son que no se establezcan los plazos en que pudieran entablarse los recursos arbitrados, excepción hecha del electoral y que no se preveía ningún recurso contra las resoluciones de la Diputación ni contra las dictadas por el Jefe Político, sin más concreción que la exclusión de recursos –incluso judiciales- en materia electoral, abriendo un interrogante en cuanto a los restantes.
IV) Que sólo se toca de pasada un tema tan importante como es la legitimación y de forma incorrecta -como ya dijimos- al reducirla tácitamente a los vecinos, olvidando los derechos de los que la doctrina actual llama el “hacendado forastero”, concretamente en el caso de los repartimientos de contribuciones, que en muchas ocasiones pueden afectar a sus patrimonios.
V) Que, tras la vuelta de Fernando VII, quedó derogada la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, e incluso mandó el Rey que se destruyeran las Colecciones Legislativas que se habían impreso. Aunque gracias a que no todos cumplieron estas órdenes, podemos conocerlas hoy. Y, tras la revuelta de 1820, volvieron a la vigencia, para desembocar en la Instrucción de 1823 –que hemos citado en varias ocasiones- en la que, partiendo de la experiencia adquirida con la aplicación de la precedente de 1813, se perfeccionan y garantizan los derechos del ciudadano con una mayor sistemática y mejor terminología. Pero este tema será objeto de nuestro próximo capítulo, en el que estudiaremos “El sistema de garantías locales del el trienio Constitucional”.
Capítulo II. El Perfeccionamiento del Sistema de Garantías en la Instrucción de 1823
I. Los antecedentes inmediatos
La vuelta de Fernando VII decepcionó a muchos de los que pusieron tanta pasión en su regreso, que le llamaron “El Deseado”, especialmente por la derogación de las libertades conseguidas en Cádiz y por la persecución de los liberales que culminaría en la que se ha denominado “Década ominosa”, tras el pequeño paréntesis del “Trienio constitucional”.
El empeño del rey en defender el absolutismo fue tan concienzudo que ordenó que se quemaran las diferentes colecciones que se habían impreso de la labor legislativa de las Cortes gaditanas. Menos mal que algunas se salvaron gracias a la peligrosa desobediencia de algunos próceres, como fue el caso del duque de Medina Sidonia, colección de la que hoy podemos disponer en la Facultad de Derecho de Sevilla.
Y, además, la situación era caótica, con la hacienda del Estado en la ruina, debido a los excesivos gastos en el esfuerzo militar por mantener las colonias americanas y una inmoralidad pública escandalosa, que determinaban un descontento popular profundo.
Sin embargo la decepción frente al absolutismo no fue ni con mucho generalizada, dado que los excesos de los liberales dieron lugar a multitud de disconformes que pugnaban por la vuelta al absolutismo. Excesos en muchos casos más verbales que de otro orden, pero que incluso llegaron a la humillación del Monarca, como cuando le cantaban a gritos el “Trágala”, coplilla grosera con la que vulgo –entusiasmado con las libertades constitucionales- le decía al rey que tragara la Constitución.
Tanto fue el descontento que, al final del “Trienio”, Chateau Briand hubiera padecido el mismo fracaso que sufrió Napoleón o al menos hubiera encontrado pareja resistencia popular si no hubiese contado con una amplia base de partidarios del absolutismo, realistas motejados de serviles por los liberales, que reaccionaban –de ahí la calificación de reaccionarios- contra el liberalismo y contra el renacido constitucionalismo democrático.
En efecto, el duque de Angulema trajo a España 95.000 hombres, pero se le unieron unos 35.000 realistas y, además, no encontró resistencia alguna por parte del pueblo, contrariamente a lo que ocurrió entre 1808 y 1814.
Pero, por otra parte, los constitucionalistas no hacían sino intentar levantamientos que, con frecuencia concluían con el destierro –caso del pronunciamiento Espoz y Mina en 1814, en Pamplona- o con la ejecución de los cabecillas –como Porlier, en Galicia, en 1815-; el año siguiente, Richard, en Madrid; en 1817 el general Lacy, en Valencia, y también en Valencia, en 1818, el coronel Vidal.
Y es que los más descontentos eran los militares ante la desastrosa política que regía la guerra frente a la independencia americana, que ya había causado unas 14.000 bajas, y que con frecuencia era el pretexto para apartarles de la Península.
El rey estaba abrumado, llegando a decir que “El clamor de las quejas populares que llega hasta nuestros oídos reales nos saca de quicio” según comentó Karl Marx.
Precisamente fue este descontento el que aprovechó el general Rafael del Riego para proclamar la Constitución de 1812 en Las Cabezas, aprovechando la Compañía de Asturias que iba camino de Cádiz, para embarcar rumbo a América.
Sin embargo, antes de terminar 1823 se había extinguido la segunda experiencia constitucional española, el Trienio Constitucional, culminando su aplastamiento con la ejecución de Riego. Y, el que había sido adorado por las masas como El Héroe de Las Cabezas, fue injuriado groseramente por la chusma camino del cadalso levantado en la madrileña plaza de la Cebada, a donde fue arrastrado en un serón tirado por un burro el 17de noviembre de ese año 1823.
Se iniciaba la llama Década Ominosa desencadenada por la concurrencia de la tozuda cerrazón y encono del monarca, el desenfreno liberal, la nostálgica postura de estamentos envejecidos como la nobleza y el clero y los temores de las rancias monarquías europeas, plasmados en el Congreso de Verona.
II. La reinstauración del constitucionalismo
La segunda etapa constitucional tuvo un mal comienzo, por la violencia de su implantación mediante un golpe de estado, uno de los muchos pronunciamientos militares de que estuvo jalonado el S/ XIX español.
El general Rafael del Riego en enero de 1820, proclamó la Constitución de 1812 en Las Cabezas de San Juan, dando lugar a que el rey, temiendo ser destronado, se resignara a consentir la reinstauración del constitucionalismo, humillación que nunca le perdonó Fernando VII, agravándose su rencor por las ofensas y desprecios de que fue objeto, no sólo por el pueblo, sino por los nuevos poderes.
El rey se sintió presionado por los hechos y, más aún, acorralado por la leyenda creada alrededor de Riego en la que el pueblo engrandecía sus hazañas, así como por la traición del conde de La Bisbal, José Enrique O’Donnell que, enviado para reprimir el levantamiento de Riego, se pasó a la causa liberal, proclamando la Constitución de Cádiz en Ocaña,
Finalmente dictó Fernando VII un decreto por el que declaraba su voluntad de jurar la Constitución de 1812 , como lo hizo solemnemente el día siguiente, abriéndose una nueva etapa constitucional.
De esta manera, el Trienio nació ya enturbiado por la violencia militar y las algaradas callejeras.
De una parte, por un excesivo sentido de reacción de los constitucionalistas que no olvidaron ni las represalias personales que sufrieron, que para algunos supusieron el destierro y para otros la muerte, ni la Real Cédula de 30 de Junio de 1814 por la que el rey desbarató la labor legislativa acometida en Cádiz, disolviendo los ayuntamientos llamados constitucionales, volviendo a los antiguos cargos municipales y derogando tantas otras consecuciones de las cortes gaditanas.
Y por otro lado, por el encono del rey que se sentía acosado por la chusma, disminuido en sus competencias absolutas por los políticos que dirigían la vida nacional y desconfiado ante unas Cortes totalmente en manos de elementos liberales.
Es cierto que el absolutismo se había atenuado parcialmente. Pero, a pesar de esto, el extremismo de buena parte de los constitucionalistas dio lugar al inicio de reformas más atrevidas que las del Cádiz doceañista, incluso antes de que éstas consiguieran su pleno desenvolvimiento.
Y hasta cabe destacar que varias de las medidas de liberalización y democratizadoras propuestas en Cádiz no consiguieron alcanzarse hasta este trienio de 1820 a 1823. Otras se consumaron en el llamado bienio liberal (1856-57) y el resto no consiguió vigencia hasta la constitución de la I República promulgada en 1869 y la normativa dictada para su cumplimiento.
El optimismo liberal de las Cortes de Cádiz se convirtió ahora en una euforia desordenada y populachera que sería una de las causas principales del fracaso del sistema en 1823, desprestigiado por sus propios excesos frente a una gran masa de población deseosa de paz y de orden.
Esta efervescencia tuvo su más sintomática manifestación, aunque no la más importante, cuando el rey juró la Constitución del año doce en la Casa de la Villa, cercada por turbas del mismo signo que las que levantaron las barricadas y se alzaron en los motines que violentaron todo el S/ XIX y los comienzos del XX.
III. Las Cortes de 1820
La elección de los diputados para constituir nuevamente las Cortes se llevó a cabo conforme a las disposiciones de la Constitución de 1812, es decir, por sufragio universal indirecto, a través de la parroquia, los partidos y la provincia.
Resulta difícil conocer si tales elecciones tuvieron la limpieza que fuera de desear, pero sí está claro que debió haber por lo menos un ambiente excesivamente propicio y tendencioso a favor del predominio liberal en los componentes de las Cortes, conforme resulta de su propia constitución, de lo que se deduce por lo menos una cierta coacción sobre los electores a la hora de designar a los ciento cincuenta diputados que habían de formarlas.
En efecto, la casi totalidad de los diputados elegidos eran de ideología liberal, pudiendo afirmarse que no existía representación significativa de los defensores de un absolutismo, más o menos mitigado.
Incluso muchos de los diputados lo habían sido de las Cortes de Cádiz, como Calatrava, Istúiz, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa o el conde de Toreno.
Comenzaron las sesiones el 9 de julio de 1820, en el palacio de doña María de Aragón, el mismo sitio en que ya se habían celebrado las últimas de 1814, antes de su disolución por Fernando VII.
El mismo rey concurrió a la solemne sesión de apertura y el presidente no sólo disculpó la postura absolutista de Fernando durante el periodo anterior, sino que le presentaba como uno de los artífices del cambio político.
Si bien los primeros debates se dedicaron a cuestiones ideológicas, sin tomar en consideración los graves problemas reales del país, pronto, a partir de agosto, se centraron en seguir e incluso exagerar las líneas liberalizadoras que empezaron a pergeñarse en Cádiz, aunque con unas desviaciones anticlericales que crearon mucha controversia.
En este orden de cosas no sólo se suprimieron los mayorazgos y todo tipo de vinculaciones , sino que ya antes se había acabado con las órdenes monacales, los bienes de los conventos pasaron a propiedad del Estado que los vendió en subasta, empezándose por la Compañía de Jesús , si bien se consintió a sus miembros continuar en el país, como sacerdotes seculares adscritos a las respectivas diócesis.
Bien pronto comenzaron las disidencias, como ocurrió por ejemplo con la amnistía a favor de los afrancesados , permitiéndoles su regreso a España.
El efecto contrario a las tendencias liberales se multiplicó como consecuencia de que muchos de los que se acogieron a tal disposición –unos 12.000- quedaron descontentos, convirtiéndose, si no en absolutistas, sí en enemigos del constitucionalismo.
El 1 de Abril de 1820 se formó el nuevo gobierno, en el que todos los ministros eran liberales.
Fernando VII sentía la explicable desconfianza hacia ellos y, pese a que tenía la facultad de nombrar libremente a los ministros, al ser éstos presentados invariablemente de entre elementos contrarios a sus ideas absolutistas, determinó el choque que se produjo al comenzar la segunda legislatura el 1 de marzo de 1821 por las criticas del monarca a tales ministros, dando lugar a su dimisión. Inmediatamente nombró el rey un nuevo gobierno, de trazo moderado que, por esto, pronto cayó en la impopularidad. Eusebio Bardají en Estado; Mateo Valdemoro en Gobernación; Tomás Moreno Daoiz en Guerra y Antonio Barata en Hacienda, continuando la labor de las Cortes que, entre otras medidas, acordaron la unificación de la moneda, prohibiendo la utilización de la francesa aún persistente por inercia de la época de José Bonaparte y trazándose una nueva organización y disciplina del Ejército con el intento de reforzar su aspecto técnico y colocarle al servicio de la sociedad.
En el mismo mes se aprobó el Reglamento de Instrucción Pública , distinguiendo la primaria -universal y gratuita-, la secundaria -a cargo de un Instituto en cada provincia-, y la universitaria -creándose la Universidad Central en Madrid, otras diez en la península y veintidós en ultramar-.
Ya al final de estas sesiones se redujeron a la mitad los diezmos que los campesinos pagaban a la Iglesia.
En la siguiente tanda de sesiones, en Septiembre de 1821, se siguieron acometiendo cuestiones de importancia.
Se esbozó una nueva división del territorio español, en 52 provincias, que debe considerarse como el precedente inmediato de la trazada por Javier de Burgos en 1833, que ha prevalecido prácticamente hasta nuestros días.
Se aprobó el Reglamento de Beneficencia configurándola como tarea municipal.
Y se promulgó el primer Código Penal que sistematizó la caótica legislación española en la materia.
Sin embargo crecía el descontento, especialmente contra el gobierno de signo moderado que había formado el Rey, sobre todo a finales de 1821 y principios de 1822, destacando el alejamiento creciente entre el pueblo y el gobierno, iniciándose una serie de algaradas y de intentos de conspiración, con resultados violentos en muchas ocasiones, como el asesinato del sacerdote Matías Vinuesa, condenado por su realismo acérrimo. Las turbas consideraron leve la condena, por lo que asaltaron la cárcel en la que estaba encerrado.
Al extremo del descontento se llegó con la destitución de Riego, al que ya se le había querido alejar de la Corte destinándole a Galicia –intento que fracasó- y, finalmente, se le cesó al habérsele acusado de participar el la conspiración de Cugnet de Nontarlot.
La gente en Madrid se amotinó y su represión desproporcionada, ordenada por el Jefe político, desencadenó la algarada que se llamó La Batalla de las Platerías.
A finales de 1821 la situación era caótica, llegando las confrontaciones a suponer una amenaza de guerra civil a escala nacional. En Valencia, Sevilla, Cádiz y Málaga, entre otras ciudades, se vivía un auténtico ambiente revolucionario.
El gobierno pidió el apoyo de las Cortes para combatir estos desórdenes, sin conseguirlo, lo que determinó la dimisión de algunos de sus componentes.
El mismo día nombró Fernando VII el tercer gobierno liberal, presidido por Martínez de la Rosa, en la cartera de Estado.
Pero obtuvieron la victoria los exaltados, al resultar imposible la concordia entre los liberales extremistas y los moderados en el gobierno y en las elecciones a Cortes que se llevaron a cabo.
Rafael de Riego fue nombrado presidente de las Cortes, cargo en el que solamente permaneció durante el mes de marzo. Hasta el verano de ese año, las Cortes adoptaron algunas medidas de carácter simbólico para exaltar la memoria de algunos héroes de la libertad, como Padilla, Bravo y Maldonado.
Con respecto a los militares, las Cortes trataron de impedir nuevas insurrecciones mediante la elevación de los sueldos de los oficiales, pero sin éxito. Por lo pronto, la supresión de la brigada de los carabineros provocó la sublevación de ésta.
En Valencia tuvo lugar el 30 de mayo la sublevación de los artilleros que proclamaron a Elio capitán general. Reprimida la insurrección, el general Elio fue ejecutado.
Pero los sucesos más graves tuvieron lugar en Madrid, en donde la Guardia Real se sublevó, para reimplantar el absolutismo, al parecer con la connivencia del rey y de la familia real. Se le opuso la Milicia Nacional, que consiguió dominar la revuelta absolutista el 7 de julio de 1822.
No es extraño, por lo tanto, que nacieran en este ambiente los que pueden considerarse como auténticos foros de la opinión pública. “La política demagógica quedó como visiblemente controlada en las tres instituciones populares más genuinas del naciente siglo: los cafés con tertulias, las casas de huéspedes o las fondas y los semanarios satíricos. Y detrás de todo ello, como verdadero fondo invisible, la logia masónica”
Si a estos tres o cuatro elementos se añade la conspiración cuartelera, tendremos completo el cuadro de los pronunciamientos militares en su doble aspecto sociológico y castrense, que determinaron en tan gran medida la política y la historia del siglo XIX español y, por lo tanto las constituciones y la normativa reguladora de la Administración Local.
En este ambiente convulso y ya hacia su final, casi al terminar el Trienio, se proclamó la que vino a ser nuestra segunda ley de régimen local, que si efímera fue su vigencia, es hondamente interesante por su contenido y avances sobre la anterior de 1813.
IV. La Ley para el Gobierno Económico y Político de las Provincias
Como colorario de las aspiraciones locales de la tendencia liberal que logró imponerse, se dictó por las Cortes el Decreto XLV de 3 de febrero de 1823, por el que se aprobaba esta Ley, también llamada Instrucción por el propio texto.
Debe destacarse que, al igual de la primera ley en la materia –la de 1813-, su enunciado se refiere solamente a la provincia, en contra de lo expresado en el Tit. VI de la Constitución, que hace referencia a las provincias y a los pueblos. Pero entendemos que esto se debe a tratarse de un término consagrado ya para referirse a la legislación local.
Es lo cierto que la vida local ha sufrido cambios interesantísimos, que van a verse reflejados en el régimen de recursos. Es un momento esencial del desenvolvimiento legislativo de la Administración local, truncado lamentablemente por la sinrazón de los agentes políticos y sociales que llegaron a la falta de entendimiento entre las diversas posturas. En definitiva, el secular enfrentamiento de las dos Españas.
En primer lugar, la Instrucción de 1823 delata una mayor atención al municipio, aún antes de comenzar su lectura, pues consta de cuatro capítulos y dos de ellos, de la mayor importancia, se dedican a la regulación minuciosa de las Corporaciones municipal y provincial.
Se le concede una importancia notoria a los órganos unipersonales, de trazo gubernativo, Alcaldes y Jefes políticos.
Se aumenta la importancia de las Diputaciones, que vienen a asumir atribuciones encomendadas antes a los Jefes políticos por la Instrucción de 1813.
Se dejan intactas las funciones esenciales de los Ayuntamientos y se aumenta la autonomía municipal con especto a la normativa del año trece al reducirse la fiscalización que ejercía la organización provincial.
Incluso en la fiscalización de la provincia sobre el municipio que aún se mantiene en los temas administrativos, pasa de ejercerse por un órgano gubernativo –jefe político- a desempeñarse por otro democrático –Diputación-, lo que supone lo que suele llamarse centralización democrática o atenuada, que llegará a desenvolverse plenamente por la revolución de 1868.
En segundo término, los Ayuntamientos adquieren una mayor entidad al regularse minuciosamente los más interesantes extremos de su funcionamiento y régimen interior.
Una novedad interesante es la creación de las secciones o comisiones, que implican una especialización de los capitulares en la marcha de los asuntos municipales.
Se regula, para la constancia de la acción municipal, el libro de actas –que aún no se llama así- sino “un cuaderno o libro en que se estiendan (sic) los acuerdos del Ayuntamiento con la debida formalidad”, punto en el que toma tantas prevenciones el Art. 64 que está reconociendo tácitamente cuántas ilegalidades y fraudes se cometerían durante la anterior etapa liberal en nuestros municipios.
Todas estas disposiciones tienen el indudable interés de la mayor consideración que la experiencia del periodo anterior impuso en la vida local, lo que también llega a informar el sistema de recurso, conforme veremos más adelante.
Pero la más importante innovación y con mayor trascendencia para nuestro estudio es la preponderancia adquirida por las Diputaciones provinciales..
En efecto, muchas de las actividades en que vemos a los Ayuntamientos depender de las Diputaciones estaban bajo la supervisión o fiscalización de los Jefes políticos en la Instrucción de 1813.
Así la formación de estadísticas y padrones, la información del movimiento demográfico, la materia de obras, caminos y acueductos provinciales y nacionales “que el Gobierno les encargue” a los Ayuntamientos, darle cuenta de los abusos que se cometan en la administración de los pósitos de fundación particular, recabar su aprobación o sólo darle cuenta –según los casos- de los presupuestos ordinarios del pueblo, la imposición de arbitrios, las operaciones de créditos o la aprobación de cuentas.
Todo esto viene a fundamentar el hecho importantísimo para nuestro estudio de que, paralelamente a esta ósmosis de competencias en materias administrativas desde el Jefe político a la Diputación provincial, sigue el mismo camino la atribución para resolver recursos o quejas como les sigue llamando la Instrucción que estamos analizando.
Vamos a entrar en el estudio de este sistema impugnatorio que intenta garantizar los derechos de los ciudadanos frente a los posibles abusos o errores del poder local.
V. El Sistema de recursos en la Instrucción de 1823
La nueva normativa acusa con mayor relieve la distinción entre los tres tipos fundamentales o grupos de recursos, perfilándose al propio tiempo la distinción entre los diversos actos susceptibles de ser impugnados, en atención a la autoridad u organismo de donde hubieran emanado, lo que nos permite hacer una doble clasificación.
Conforme a un criterio objetivo, se arbitran medios diferentes para impugnar los actos electorales, los administrativos puros y los que hoy llamaríamos de naturaleza económico- administrativa.
Y, en cuanto a los actos administrativos, interesa destacar desde ahora para la mejor inteligencia de lo que se dirá después, que la articulación de los recursos se traza en una conexión más íntima con la clasificación de las atribuciones en privativas y fiscalizables, dando lugar a la fundamentación de la reposición, de forma más técnica de la que pudimos apreciar en la precedente normativa de la Instrucción de 1813.
Desde el punto de vista subjetivo, la distinción más clara es la referente a la impugnación de acuerdos del Ayuntamiento y de providencias del Alcalde, que entraña el interés de que, mientras los primeros son recurribles ante la Diputación, los segundos son impugnables ante el Jefe político, como directa consecuencia de la separación –antes sólo bosquejada- entre lo administrativo en estricto sentido y lo gubernativo.
Este criterio subjetivo de clasificación de los recursos se desdibujará en épocas posteriores por dos causas fundamentalmente: en el orden técnico, se separa la regulación de la vida municipal y de la provincial; en efecto, desde ahora hasta mediados del S/ XX no volveremos a encontrar que se regulen en una misma Ley la provincia y el municipio. Y, en el orden político-administrativo se acusará una progresiva centralización que convertirá a los Alcaldes en menos ejecutores de las disposiciones de los Jefes Político –luego llamados Gobernadores de Provincia y más tarde Gobernadores Civiles- hasta hacer casi innecesaria loa alzada ante éstos.
En cuanto al procedimiento contra los actos de las Diputaciones y de los Jefes políticos, aparece en la Instrucción de 1823 de una forma totalmente rudimentaria, para sufrir en adelante una curiosa evolución que señala las diversas etapas de nuestra vida local.
La centralización doctrinaria, tanto de moderados como de progresistas –luego de conservadores y liberales- llegaría a hacer inimpugnables en vía administrativa los actos de los Jefes políticos. Y, mientras tanto, aún no estaba depurada la idea de responsabilidad de la Administración, que solamente se llegó a vislumbrar con la democratización nacida de la I República, en 1868, para sufrir un retroceso sensible con la Restauración Borbónica y, finalmente, abrirse camino con las ideas autonomistas de la mano de Calvo Sotelo, con los Estatutos, municipal y provincial, ya en 1924 y 1925 respectivamente.
En 1823 era demasiado pronto para concebir el Estado de Derecho, con una plena sujeción de la Administración a la Ley.
Tras estas puntualizaciones, podemos entrar en el estudio pormenorizado de los medios impugnatorios.
LOS RECURSOS CONTRA LOS ACUERDOS DE LAS
ADMINISTRACIONES LOCALES.
En esta materia vamos a distinguir entre la tripartición a que aludíamos antes: la materia electoral, la administrativa y la económico-administrativa.
A) EL RECURSO EN MATERIA ELECTORAL.
Ya hemos señalado que una de las mejoras que introduce la Instrucción de 1823 respecto de la de 1813 es la sustitución de la fiscalización que en esta norma ejercía el Jefe Político por la puesta en manos de la Diputación para diversas actuaciones, lo que tiene su reflejo en el sistema de recursos.
Es una construcción aún deficiente en orden a la libertad de movimientos de los municipios, sin duda, pero tiene la ventaja de que van a ser fiscalizados por otro órgano de trazo democrático –la Diputación-, en lugar de serlo por un delegado del poder central cual era el Jefe político.
Se mejora notablemente la sistemática establecida en la Instrucción del año trece.
Se mantiene la terminología referida a la designación de los cargos concejiles, como “oficios de Ayuntamiento” y “oficios municipales”.
Igualmente se conserva la distinción entre el recurso de nulidad y la impugnación contra las condiciones de los proclamados que ya aparecía en forma embrionaria en 1813, haciéndose también aquí de manera imperfecta, aunque con más claridad, centrándose la diferenciación en el procedimiento, aunque la competencia para resolver estas impugnaciones se atribuye sin distinción a la Diputación.
Ya desde la Instrucción de 1813 se planteaba un interesante problema interpretativo, siendo las tachas en el nombramiento de algunos electos lo que la normativa actual califica como incapacidades e incompatibilidades, perfeccionamiento que ni se encuentra en 1813 ni en la posterior Instrucción de 1823, pero debe entenderse que se refieren esas tachas a causas de nulidad individuales, no a la nulidad de todo un proceso electoral.
De otra parte comienza a delimitarse el objeto del recurso motivado por las condiciones legales de los proclamados, pero sin hablar de incapacidades e incompatibilidades, debiendo aclararse que, conforme a la regulación del procedimiento aplicable, no se consideran las “escusas y exoneraciones” (sic) de los cargos electivos sólo como una facultad del electo que pudiera utilizar libremente, sino también como procedimiento utilizable para denunciar la falta de condiciones legales concurrentes en los ya proclamados, al tiempo de la elección o sobrevenidas.
Por lo tanto cabe distinguir entre
1) Nulidad de la elección y tachas individuales.
El recurso debería entablarse en el plazo de ocho días, tanto para impugnar la validez de toda la elección como para impugnar la elección de uno o varios electos de forma individualizada, en los que concurriesen causas de nulidad.
Así resulta de las reglas que establece el Art. 135 para el cómputo del plazo común a ambos tipos de recursos, cuya base o fundamento es la concurrencia de “vicios o defectos en la elección”.
En cuanto al procedimiento (Art. 136), el punto de mayor interés en este recurso es la fijación de normas para su sustanciación urgente, con especial mención de la prueba.
Aunque en la Instrucción no se dijera nada en cuanto a limitaciones en la práctica de esa prueba, debe entenderse que debía seguirse aplicando la generalización de las normas dadas para la elección de Diputados a Cortes en la isla de Puerto Rico, según se dispuso por Orden de 30 de Junio de 1813.
2) “Escusas y exoneraciones de los oficios municipales” Es una terminología difusa puesto que en ella se engloba tanto la petición del electo, interesado en verse liberado de tales cargas cívicas, como los recursos que pueden entablarse por terceras personas contra su proclamación, no con base en la existencia de vicios concurrentes en su elección individual, lo que se regula en el supuesto precedente, sino por no reunir las condiciones legalmente exigibles.
La competencia para el conocimiento y resolución de estos recursos se atribuye igualmente a la Diputación provincial.
No se refiere el texto, aparentemente, más que a excusas y exoneraciones, pero esto es simple deficiencia terminológica, dado que las normas procedimentales hablan de “incompatibilidades e impedimentos”, haciéndose además la distinción de que las causas de éstos sean preexistentes o sobrevenidas respecto del momento de la elección.
Efectivamente, para denunciar la “imposibilidad física o moral” o el “impedimento” coetáneos a la elección se concede el plazo de ocho días, mientras que si las causas de impugnación fueran sobrevenidas podrá deducirse ésta en “el plazo que prudencialmente se estime bastante para que se haya conocido y calificado el impedimento”.
Finalmente, como notas comunes a los dos tipos de recursos electorales, cabe señalar:
a) La urgencia del procedimiento, que se hacía aún más patente cuando se trataba de recurso de nulidad, en cuanto a su sustanciación que “se adoptará el medio más sencillo y menos dilatorio”.
Esta urgente tramitación aparece incluso en la resolución, para la que se dispone que, cuando no estuviere reunida la Diputación, se convocará para resolver la sesión extraordinaria espacialísima de que trata el Art. 139 en relación con el 157.
Es decir, se constituiría con los diputados que se hallaren en la capital y los que estando fuera pudieran asistir “sin grave incomodidad o perjuicio”, quedando supeditada esta resolución, como interina, a lo que definitivamente acuerde la Diputación cuando se reúna en la forma ordinaria. Hasta tal punto se elude la ingerencia del Jefe político, pese a ser el Presidente de la Diputación.
b) El principio de ejecutividad no aparece en la regulación de estos recursos, sino más adelante, al tratarse “de los Alcaldes” en el Cap. III de la Instrucción, concretamente al regularse el procedimiento electoral, ordenado bajo su responsabilidad, con lo que se sigue el sistema ya iniciado en la Instrucción de 1813.
B) LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS PUROS Y LA ESTRUCTURA FUNCIONAL.
En la materia general de la acción administrativa, se establecen dos clases diferentes de recursos para combatir los actos administrativos dictados por los Ayuntamientos: el de alzada que sigue la línea jerárquica inmediatamente, y, en otros casos, el sistema de reposición – alzada.
Para ambos supuestos, el recurso de alzada -ya sea inmediato o ulterior al de reposición- se da ante la Diputación provincial respectiva, constituyendo el recurso previo de reposición una pieza procesal del máximo valor si hacemos su estudio analizando al propio tiempo los actos administrativos para cuya impugnación se articula.
Aparentemente se nos presenta por la Instrucción como medio impugnatorio general el recurso de alzada ante la Diputación, como recurso inmediato, sin el previo de reposición ante el Ayuntamiento del que ha emanado el acto impugnado.
Su fundamentación se encuentra en la inmediata supremacía jerárquica de la Corporación provincial sobre los Ayuntamientos de su circunscripción.
Pero precisamente el primer problema interesante, esencial, que se nos plantea en el orden interpretativo es el de esa generalidad de la alzada inmediata. Dicho de otra forma, si se elude la reposición como principio general.
Conforme al Art. 50, procede el recurso de alzada sin hacer alusión al previo de reposición contra los agravios producidos por “providencias dadas por el Ayuntamiento sobre las materias que pertenecen a sus atribuciones”. Siendo esto precisamente lo que resulta ilógico, porque sería lo normal que el Ayuntamiento conociera primeramente las impugnaciones planteadas contra los actos en que actúa haciendo uso de sus competencias privativas. Sin perjuicio de que luego se acudiera a la Diputación en su calidad de superior jerárquico de aquél, muy discutible, pero perfectamente explicable por la falta de técnica y por la centralización de la que ya hemos hablado.
Pues bien, según el Art. 92 se establece el que llamamos sistema de reposición y alzada –ésta ante la Diputación- en los “negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos”, donde subrayamos la palabra “privativamente” por lo que luego diremos.
A nuestro parecer comienza aquí el planteamiento del régimen de recursos en atención a las distintas clases de atribuciones que, corriendo los años, se haría objeto de una clasificación sistemática -aún no conseguida en estas fechas de 1823-, para después trazar sobre ella -y a veces en ella misma- los diversos tipos de recursos, aunque, lamentablemente, perdiendo el encuadramiento de la Instrucción que intentamos sistematizar.
Si repasamos las atribuciones municipales nos encontramos con que hay dos clases de actos administrativos encomendados a los Ayuntamientos, diferenciables a través de la regulación dada para ellos por la Instrucción:
Los más importantes, aunque son una minoría y relacionados como numerus clausus, sometidos directamente a la fiscalización de la Diputación.
El resto, es decir, en general y sin la enumeración taxativa de los anteriores, que se constituye por “los negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos”, a los que alude a nuestro juicio el Art. 92. Y, para estos actos privativos de la competencia municipal se arbitra el recurso de reposición seguido del de alzada.
Se trata de una clasificación velada, no hecha de forma terminante como la que encontramos en leyes locales posteriores. Pero que incluso se aprecia hasta cuando los Ayuntamientos actúan en ejercicio de sus atribuciones (V. nota 33).
En consecuencia distinguiremos
1) El recurso de alzada contra los actos fiscalizables
Cabe contra actos dictados en ejercicio de atribuciones ciertamente municipales, pero que se piensa por el legislador que precisan la fiscalización de la Diputación y, excepcionalmente, del Jefe político. Siendo esta necesidad de fiscalización la que justifica el recurso de alzada directamente. Curiosamente aparece aquí la legitimación del luego llamado hacendado forastero cuando se habilita el recurso para cualquier vecino u otro interesado
Son las materias de empadronamiento (Art. 5), caminos y obras provinciales y nacionales, en la parte que afecten al municipio (Arts. 20 y 21), sanidad exclusivamente en las situaciones epidémicas, caso en que la competencia para resolver se atribuye al Jefe político, siendo las restantes cuestiones sanitarias exclusivas del Ayuntamiento (Arts. 10 y 11), además de las cuestiones económico-administrativas, que estudiaremos en otro lugar.
A abonar esta interpretación viene el recurso de alzada establecido en el Art. 71 contra el reparto hecho por el Ayuntamiento de los “bagajes, alojamientos y demás suministros para la tropa”, materia en la que actúa el Ayuntamiento , pero con un sometimiento tan absoluto a la Diputación , que el recurso de alzada es una consecuencia lógica, necesaria, de tal planteamiento.
2) El recurso de reposición como previo al de alzada.
Tal vez pueda pensarse, por lo dicho anteriormente, que hubiera bastado con la articulación del recurso de alzada de forma generalizada para todos los supuestos en que se pudieran impugnar los acuerdos municipales.
No obstante, la introducción del recurso de reposición afianza nuestra interpretación de que el legislador del año veintitrés empezó a pensar que en las atribuciones en que el Ayuntamiento tiene un interés más directo, es dicha Corporación la que tiene que resolver las incidencias, sin perjuicio de la instancia superior ante la Diputación respectiva, lo que en estos balbuceos de nuestro sistema de garantías democráticas es ya suficientemente expresivo.
Y esto aunque sea para asuntos de importancia secundaria, pero nótese que con carácter general, mientras que la alzada es excepcional y para un número cerrado de asuntos, como hemos visto.
De otra parte reconoce la Instrucción, de forma más o menos implícita, la competencia exclusiva de los Ayuntamientos para resolver sobre las demás materias no enumeradas como susceptibles de la alzada, siendo en esas cuestiones donde se reconoce la procedencia de la reposición como previa a la alzada.
Y aquí esa apelación o alzada no tiene otro fundamento que la discutida jerarquización tantas veces aludida y no que los actos impugnados hayan sido dictados por delegación, sino que se trata de atribuciones municipales privativas, conforme establece el Art. 92 de forma clara a nuestro entender.
Es por lo tanto mucho más claro el fundamento de la Instrucción de 1823 que el que sirvió de base en 1813.
Ahora se establece este sistema de reposición y una posible alzada para solventar “las reclamaciones y dudas que ocurran sobre los ramos de abastos, propios, pósitos y demás negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones de los Ayuntamientos, mientras los expedientes y los procedimientos conserven el carácter de gubernativos”
Es decir, que conocerá la Diputación de tales quejas “si el propio Ayuntamiento no las hubiere satisfecho”.
Cuatro objetos de impugnación contiene este precepto: abastos, propios, pósitos y competencias privativas del Ayuntamiento.
Sobre la materia de abastos el Ayuntamiento goza de competencias exclusivas sometidas tan sólo desenvolverse “arreglada a las leyes de franquicias y libertad”.
Lo mismo se establecía respecto de “la administración e inversión de los caudales de propios y arbitrios, conforme a las leyes y reglamentos existentes”
Igualmente, en cuanto a los pósitos, se someten a los Ayuntamientos con la misma exclusividad y con la única y lógica condición de que su actuación se realice “observando las leyes e instrucciones que existan, debiendo despacharse los asuntos de este ramo por la Secretaría del Ayuntamiento y no por otra”
Finalmente, los “demás negocios que pertenecen privativamente a las atribuciones privativas del Ayuntamiento” comprenden, con la generalidad ya apuntada por la expresión “y de más negocios”, la mayoría de los actos administrativos encomendados a éste, con la excepción estudiada de los actos que en el pensamiento de esta Instrucción requieren de una fiscalización más acentuada.
Al mismo sistema de reposición y alzada se sujetan “las dudas y quejas que se susciten en los pueblos por los pueblos mismos o por los particulares sobre el reemplazo para el Ejército permanente, para la Marina y para la Milicia Nacional activa, según las leyes e instrucciones que rijan”.
El fundamento de esta atribución lo encontramos en que se reconoce por la Instrucción la competencia de los Ayuntamientos para “formar los alistamientos y desempeñar los demás encargos que se les hagan por las leyes, reglamentos y ordenanzas para el servicio del ejército permanente, de la milicia nacional activa y de la local”.
Tanto en el caso de la alzada directa como en el de la reposición se dan dos notas interesantísimas en orden a los avances procesales alcanzados sobre la regulación anterior de 1813:
1) La extensión de la legitimación, antes reducida a los vecinos y que ahora, conforme al Art. 50, se va a reconocer al “vecino u otro interesado”, lo que supone que por primera vez aparece la idea del interés –aunque sea expuesta rudimentariamente – como fundamento de la legitimación procesal.
Ciertamente que los otros artículos que hemos analizado nada dicen en este sentido, pero puede concluirse que de igual manera permiten que el que se vea agraviado por un acuerdo municipal peda recurrirlo, cualquiera sea su vecindad.
2) En el mismo orden procedimental, se mejora sustancialmente la tramitación del procedimiento que impone a la Diputación resolver “previos los informes y demás noticias que estime oportunos”, debiendo buscarse el contenido de estos informes y noticias en el Art. 73, según el cual “cuando los particulares quieran dirigir sus esposiciones a la Diputación provincial por conducto del Ayuntamiento, les dará éste curso sin entorpecimiento ni dilación, y con su informe… procurará remitir el espediente bien instruido a fin de que se resuelva con la mayor brevedad”.
Esta disposición de la Instrucción implica varias cosas: de una parte está vetando que los Ayuntamientos dilaten injustificadamente el trámite de remisión a la Diputación; por otro lado, les impone otro tipo de diligencia consistente en que el expediente vaya completo y con las pruebas e informes que se consideren necesarios para poder resolver con la mayor brevedad. Y, por último, que en el caso de que el interesado decida acudir directamente a la Diputación, deberá ésta recabar las actuaciones al Ayuntamiento que deberá remitirlas debidamente instruidas.
Se funda todo esto en la consideración de que el Ayuntamiento es el centro que puede tener un mayor conocimiento directo de los asuntos de su término, aunque se corra el riesgo de parcialidad por parte de la Corporación municipal, que se previene obligándole a actuar sin entorpecimiento ni dilación.
C) RECURSOS EN MATERIA ECONÓMICO-ADMINISTRATIVA.
Si hemos resaltado los avances ideológicos y técnicos que se reflejan en la legislación del Trienio en orden a la estructura y al procedimiento, más aún tendremos que hacerlo al tratar de estos recursos sobre materia tan delicada para la vida local como es la de carácter económico.
Ciertamente que son escasos todavía los logros de esta normativa, pero encierran el enorme interés de tratarse del primer planteamiento que se hace de estas cuestiones y, pese a ello, consiguiendo un esquema casi perfecto, que es realmente lo que llama poderosamente nuestra atención.
Aunque sea de forma defectuosa, se trazan los medios impugnatorios contra los más esenciales actos dictados en este ramo de una manera tan lograda –pese a algunas deficiencias- que nos resulta incomprensible cómo la legislación posterior abandonó el sistema ideado en 1823 en lugar de perfeccionarlo, aunque fuera con otros planteamientos acordes a la ideología que determinara el cambio de legislación en cada periodo.
Estudiaremos, pues, esta materia clasificando las normas de la Instrucción en relación con las más importantes fases de la actividad económica local, según el orden lógico en que se produce: la planificación en el presupuesto, la gestión y la fiscalización de las cuentas.
1) La reclamación – alzada contra el presupuesto.
El espíritu democrático que informa tantas normas de la Instrucción se refleja especialmente en este orden.
Así, la publicidad de las sesiones del Ayuntamiento se previene con carácter general para todos los asuntos en el Art. 52 , pero al regularse la deliberación de punto tan importante como es el presupuesto municipal, se adoptan en el Art. 31 prevenciones espacialísimas para que pudieran concurrir todos los vecinos , “pero sin tomar la palabra ni parte alguna en la discusión y deliberación del Ayuntamiento. El presidente lo hará observar así”, lo que resulta lógico para no convertir las sesiones en una discusión tumultuosa: el vecino asistente podrá quedar enterado y luego recurrir si le conviene.
De esta forma se intentaba conseguir una fiscalización por los propios interesados, más intensa que la prevenida en el artículo 99 que ordenaba la remisión de los presupuestos municipales a la Diputación para su aprobación, por lo que se disponía que “Luego que las Diputaciones provinciales reciban los presupuestos anuales de los Ayuntamientos, los examinarán y los mandarán llevar a efecto si los hallaren arreglados, o los modificarán según lo estimen conveniente”.
Se trataba por lo tanto de una queja o reclamación en el sentido que les damos hoy, dado que el Ayuntamiento estaba formulando una propuesta o anteproyecto de presupuesto, porque la aprobación definitiva competía a la Diputación si lo hallaba arreglado, por lo que el vecino podía impugnar si en tal proyecto no se incluían deudas exigibles o se incorporaban ingresos ilegales.
Incluso podríamos pensar que no se trataba de un auténtico recurso, queja o reclamación, sino de una simple petición a la Diputación para que, dentro del amplísimo margen de discrecionalidad de que disfrutaba, tuviera en cuenta tales argumentos a la hora de aprobar o reparar el presupuesto según estime conveniente.
Posiblemente los redactores de la Instrucción se dieron cuenta de que estaban creando un medio cuasi impugnatorio especialísimo y no supieron qué nombre ponerle.
En este sentido es interesante consignar que ya las Cortes regularon en Cádiz, y un año antes de promulgar la Constitución del año doce, el derecho de petición por el Decreto XL, de 9 de marzo de 1811 introduciendo por primera vez en nuestro Derecho contemporáneo este derecho esencial a la ciudadanía ante las Administraciones, con una terminología hoy en desuso, ordenando cómo debería procederse con “las representaciones o memoriales de queja”, lo que supone equiparar la petición y la queja, diferenciadas ambas del recurso, en el que destaca una auténtica voluntad impugnatoria.
En cuanto a la legitimación es más amplia de lo que pudiera pensarse a primera vista, yendo más allá de los interesados.
Es decir, que no se reduce a los acreedores del Ayuntamiento que pudieran ver reducidos sus créditos por la disminución en “el presupuesto del valor de estos fondos” -de ingresos-, ni a los deudores y a los contribuyentes que advirtieran un incremento para sus obligaciones respectivas por incremento del “presupuesto de los gastos públicos ordinarios que deban hacerse durante todo el año”.
Por el contrario, el Art. 31 facilita la asistencia a la asamblea municipal “para que los vecinos puedan… representar…”, como queda dicho. Lo que supone la instauración de una auténtica acción pública por primera vez en nuestra vida local.
La única crítica que cabe a estos preceptos es que no se regula con claridad en este punto la figura del hacendado forastero como se le denominó más adelante por la doctrina.
Esta legitimación amplia o acción pública era demasiado democrática para que subsistiera en posteriores legislaturas moderadas, por lo que desapareció en la leyes locales posteriores.
2) La impugnación en materia de exacciones.
Consideramos este punto como uno de los más interesantes de la regulación de esta materia económico-administrativa en la Instrucción, aunque sigamos notando la falta de sistemática y otros defectos.
Pero se sientan principios esenciales no superados en mucho tiempo, sencillamente porque no se volvería sobre de exacciones municipales, estos extremos hasta la regulación republicana de 1868 y su revisión dos años más tarde.
Podemos distinguir ya en este texto las dos fases de imposición y aplicación y efectividad de exacciones para las que se arbitran medios diferentes de impugnación.
La imposición de exacciones se concreta en dos puntos fundamentales:
• La distribución que hacía la Diputación con base en el cupo que le señalaban las Cortes a cada provincia y que la Corporación provincial debía repartir entre los pueblos de su jurisdicción, y
• La imposición hecha por cada Ayuntamiento, que se manifiesta en la creación de arbitrios municipales, para poder hacer frente al pago a la Diputación del cupo que ésta le hubiera cargado.
La aplicación y efectividad de exacciones se concretaba en los repartimientos individuales hecha por cada ayuntamiento asignando a cada contribuyente la cuota que debería pagar, tratándose de dos clases de cargas:
• Los repartimientos de impuestos nacionales y provinciales.
• Y Los que llama este Art. 47 repartimientos vecinales, consistentes en la asignación a cada vecino de la cuota correspondiente de los arbitrios de creación municipal.
Una vez sentada esta sistemática, vamos a estudiar los medios de defensa arbitrados por la Instrucción, pudiendo distinguirse los siguientes:
a) Impugnación contra la imposición de exacciones, a través de
1) La reposición ante la Diputación contra el repartimiento hecho a los pueblos
Siguiendo la técnica de 1813, la asignación del cupo contributivo con que los pueblos habían de cubrir las contribuciones nacionales y las provinciales, a que hemos hecho referencia (Art. 47 ya citado), era competencia de la Diputación que ejercía el Intendente, dado que obedecía a criterios simplemente técnicos, siendo la Diputación la que en definitiva aprobaba estos repartimientos.
Por este motivo calificamos este recurso de reposición, dado que se plantea ante el mismo órgano -Diputación- que ha emanado el acto impugnado.
La legitimación se establece a favor del Ayuntamiento que se sienta agraviado por el repartimiento hecho por la Diputación, lo que supone una notable mejora respecto del Art. III, Capítulo II de la Instrucción de 1813, que se la reconocía a los pueblos, consagrándose igualmente la ejecutividad al ordenarse que “Toda queja o reclamación que hagan los Ayuntamientos sobre agravios en el repartimiento del cupo de contribuciones que haya cabido a sus pueblos se dirigirá a la Diputación provincial, la que sin perjuicio de que se lleve a efecto el repartimiento hecho, examinará maduramente la reclamación, y lo confirmará o reformará para la debida indemnización en el inmediato, todo sin ulterior recurso”.
2) Impugnación contra la imposición de arbitrios municipales.
Para el caso de que hubiera que imponer nuevos arbitrios cuando no existieran medios suficientemente presupuestados para la financiación de una obra o servicio, prevé el Art. 36 de la Instrucción la creación o imposición de nuevos arbitrios, remitiéndose al procedimiento del Art. 31, del que ya hemos hablado al tratar de la impugnación del presupuesto.
Aunque la literalidad del Art. 36, que anotamos, parece remitirse al 31 al sólo efecto de que se adopte el acuerdo de establecer nuevas exacciones con la publicidad de este último precepto, entendemos que tal remisión se hace a todos los efectos, porque en caso contrario sería inocua semejante publicidad si luego de asistir a la sesión del Ayuntamiento no pudieran impugnar los interesados lo acordado, dado que la finalidad de la publicidad es “para que los vecinos puedan concurrir, enterarse y representar a la Diputación provincial lo que estimen conveniente”, como ya estudiamos anteriormente.
Además, el segundo inciso del Art. 30, al que se refiere el Art. 31 supone que la aprobación del presupuesto podría implicar la creación de nuevos arbitrios, contra cuyo acuerdo “los vecinos… pueden representar a la Diputación”.
Sería, por lo tanto, absurdo convocar a los vecinos con tantas garantías simplemente para que quedaran enterados, cuando el presupuesto de ingresos deba ampliarse mediante la creación de arbitrios nuevos.
Finalmente, el Art. 34 nos brinda otro argumento importante: en el caso de que lo que hoy llamamos suplemento de crédito, cuando es insuficiente el presupuestado; o la habilitación de crédito, cuando no se hubiera previsto se aplicarán los criterios de publicidad y la posibilidad de impugnación previstos en el Art. 31.
b) Impugnación contra la aplicación y efectividad de exacciones.
Esta segunda fase de la imposición municipal se hacía por medio de repartimiento llevado a cabo por el Ayuntamiento para señalarle a cada vecino la cuota con que debería contribuir al pago de las cantidades impuestas al pueblo tanto por el Estado y por la Provincia como por el propio Ayuntamiento, lo que llama la Instrucción “repartimientos vecinales”, es decir, la imposición municipal en sentido estricto, una vez autorizada su creación por la Diputación respectiva
Conforme al Art. 47 se trata de una atribución privativa del Ayuntamiento, en la que se le ordena actuar con sujeción a “lo que se previene en la Constitución y en las leyes e instrucciones vigentes”.
Debemos destacar que se establece el sistema impugnatorio de reposición ante el propio Ayuntamiento seguida de alzada ante la Diputación, con lo que el cauce procedimental sigue el molde de la Instrucción de 1813, aunque con una redacción más clara en el Art. 91 de la nueva Instrucción..
c) Reclamación – alzada contra las cuentas municipales.
El Art. 233 de la Constitución doceañista cierra el Capítulo I del Título VI, tras la enumeración de las atribuciones de los Ayuntamientos, diciendo que “desempeñarán todos estos encargos bajo la inspección de la Diputación provincial, a quien rendirán cuenta justificada cada año de los caudales públicos que hayan recaudado e invertido”.
En consonancia con este precepto constitucional al que desarrolla, el Art. 106 de la Instrucción ordena que se confronten por la Diputación dichas cuentas con el extracto que de ellas deben remitirles igualmente los Ayuntamientos, devolviéndoselas luego con su nota de conformidad, en su caso, tras de lo cual había de practicarse la información pública “en el pueblo respectivo” y después “en la secretaría de dicha Diputación se pondrán de manifiesto las cuentas, si se presentase algún vecino que quiera reconocerlas”.
Es este el momento de impugnar las cuentas por quienes se sientan perjudicados por su contenido, bien fuera por exceso en la consignación de sus obligaciones o por defecto en el reconocimiento de sus créditos.
Pero la regulación de este recurso por el Art. 107 de la Instrucción es muy imperfecta.
En primer lugar no establece un plazo claro para la formulación de las “para que puedan venir las quejas o reclamaciones”; no determina con claridad la legitimación, pues al decir “las quejas o reclamaciones de los pueblos” no se sabe si se refiere a los vecinos, ya que el recurso de los pueblos (Ayuntamientos) sólo sería explicable contra la censura hecha por la Diputación, no contra sus propias cuentas; finalmente no concreta unos criterios definidos para determinar si existen “errores y defectos”.
Sin embargo, en cuanto a la legitimación se refiere, ya que el Art. Anterior –el 106- se refiere a los vecinos, podemos considerar que se trata de una especie de acción pública, semejante a la arbitrada para las quejas o reclamaciones contra los presupuestos.
Y, para concluir, encomienda la competencia definitiva para aprobar tales cuentas al Jefe político, lo que aparece incluso contrario al sentido del Art. 233 de la Constitución que atribuye a la Diputación la inspección contable de los Ayuntamientos que le rendirán “cuenta justificada”.
En este punto habrá que interpretar que las competencias se desdoblan, correspondiendo al Jefe político la “aprobación superior” de la totalidad de la cuenta anual, siendo competencia de la Diputación la resolución de las “quejas o reclamaciones”, particulares, concretas, aunque lógicamente puedan formar parte del expediente de contabilidad municipal. Tal resolución de la Diputación debía producirse al ordenar “que se enmienden los errores y defectos que advierta”.
Hasta aquí hemos analizado el sistema de recursos establecido en la Instrucción de 1823 para garantizar la legalidad y defenderse los particulares de los agravios que pudieran cometer los Ayuntamientos, sobre cuyo conjunto debemos hacer algunas precisiones.
A esta regulación hay que agradecerle que constituyó un punto culminante en nuestro Derecho local, ofreciendo unos medios de defensa de la legalidad completos, en cuanto no quedaba ningún acto administrativo inimpugnable, pero defectuoso por la explicable falta de técnica. Es decir, era deficiente en el procedimiento pero admirable en su estructura.
Supera ciertamente lo regulado en 1813, recogiendo la experiencia de aquella normativa y su escasa aplicación de poco más de un año, pero aún no se había llegado a la madurez que tardará muchos años en conseguirse.
Es lamentable que este esfuerzo legislativo no tuviera una gran repercusión. Su derogación a los ocho meses no permitió un desarrollo práctico que le hiciera enraizar.
Contrariamente a esta sistemática imperfecta, pero completa, frente a los actos de los Ayuntamientos, la impugnación de los actos emanados de las Diputaciones provinciales es incompleta, no constituyendo un sistema cerrado, siguiendo la línea trazada por la precedente Instrucción de 1813, a la que no se supera en este punto de impugnación de los actos provinciales.
En esta materia sólo se admite la legitimación de los Ayuntamientos en materia de repartimientos que les haga la Diputación, si bien manteniéndose el carácter de superior jerárquico de ésta sobre aquellos.
Este único recurso admitido lo hemos estudiado entre los arbitrados para impugnar los actos de los Ayuntamientos, por razones de sistemática.
Sin embargo en la Instrucción del año veintitrés, en que se amplían las competencias de las Diputaciones a costa de las que en el año trece tenían los Jefes políticos, se echa de menos la articulación de un sistema de recursos que permita la impugnación de los actos nacidos de ese aumento competencial, legitimándose a los ciudadanos que pudieran verse afectados por ellos.
D) RECURSOS CONTRA LAS RESOLUCIONES DE LOS ÓRGANOS UNIPERSONALES.
Este es otro punto en que se avanzó notablemente sobre el precedente inmediato.
En primer lugar se destaca de forma más definitiva la distinción entre lo administrativo y lo gubernativo, atribuyéndose esas funciones respectivamente a los órganos colegiados y a los unipersonales.
Ál regularse las actividades de los Ayuntamientos y de las Diputaciones en los Capítulos I y II de la Instrucción, se les encargaba una serie de atribuciones de naturaleza netamente administrativa.
Pero al regularse las competencias de Alcaldes y Jefes políticos se comienza diciendo que están a su cargo “el gobierno político” de los pueblos y de las provincias.
Además, se configura el cargo de Jefe político subalterno –precedente de los que luego se llamarían Subgobernadores- estableciéndose la impugnación de sus acuerdos ante el Jefe político superior de la provincia, cosa antes no prevista.
Finalmente, y ésta es la nota más interesante, se hacen impugnables los actos del Jefe político superior, aunque de forma muy imperfecta. Y lo que es peor, no se reconoce legitimación a los particulares. No obstante ya resulta un dato de gran valor que se puedn impugnar por primera vez los actos de un cargo político.
Por su parte los Alcaldes tienen la misión de velar por “la conservación de la tranquilidad y del orden público y asegurar y proteger las personas y bienes de los habitantes de todo el término del pueblo respectivo”.
Para cuyo cumplimiento se les permitía recabar el auxilio del Ayuntamiento, de la fuerza pública e incluso de “todos los demás vecinos y habitantes” , debiendo en actuar en todo caso “bajo la inspección del Jefe político superior de la provincia”
Otras funciones de los Alcaldes, igualmente de carácter gubernativo, eran “ evitar desórdenes y escesos en las poblaciones, procurando también con mucho zelo que se eviten fuera de ellas” ; “que no haya fraudes en el buen peso y medidas de los géneros” ; “espedir y refrendar los pasaportes” , etc.
Los Alcaldes aún mantenían funciones judiciales , que conservaron hasta la regulación de la justicia municipal , siendo ésta la única materia en que no dependen jerárquicamente del Jefe político, puesto que en todas las materias “en que los Alcaldes tienen el carácter de jueces, procederán conforme a lo prevenido en la Constitución y en las leyes, sin ninguna dependencia del Geje político”.
El Jefe político superior sigue reuniendo los caracteres de órgano centralizado, “nombrado por el rey” y la presidencia de la Diputación.
Sus funciones, reducidas respecto de la normativa de 1813 por asumir algunas la Diputación, tienen contenido análogo a las del Alcalde, naturalmente en una escala jerárquica superior, similitud y jerarquía que justifican que los actos del Alcalde sean recurribles en alzada ante el Jefe político..
Finalmente, el Jefe político subalterno también es un órgano centralizado, no sólo por el procedimiento de su nombramiento conforme al Art. 240, sino por su sometimiento al Jefe político superior, según los Arts. 286 a 290.
El perfeccionamiento de esta estructura orgánica requería un nuevo sistema de recursos, y a responder a esta exigencia vino el procedimiento impugnatorio de las resoluciones de estos órganos unipersonales, caracterizado por una gran simplicidad, que veremos a continuación.
1) Alzada contra las resoluciones de los Alcaldes.
“Los vecinos y demás interesados que se sientan agraviados por las resoluciones de los Alcaldes en los negocios políticos gubernativos, deberán hacer sus recursos al Gefe político de la provincia, que tomando conocimiento de lo fundado o infundado de las quejas, resolverá lo que estime justo y conveniente”.
No son expresiones rigurosamente técnicas, pero si lo bastante claras, delimitando el sentido de los actos impugnables caracterizados por tratarse de “negocios políticos y gubernativos” así como la resolución, que se dictará por lo que el Jefe político “estime justo y conveniente”, expresiones que igualmente encontramos en relación a otros recursos, pero que en este tipo de materias tiene un especial significado, dado que el Jefe político, encuentra definidas sus atribuciones por el “gobierno político” y por “todo lo que pertenece al orden público”, lejos de ser un órgano de administración, a diferencia de Ayuntamientos y Diputaciones, ni ser de su competencia impartir justicia, contrariamente a la reminiscencia que hemos encontrado en el Alcalde, por lo que su resolución no tiene por qué ser netamente ajustada a Derecho, sino según “lo que estime justo y conveniente”, idea de conveniencia u oportunidad que siempre irá matizando la acción política en nuestras leyes con un amplio margen de discrecionalidad que llegaba incluso -hasta fechas relativamente recientes- a excluir tales actuaciones de la fiscalización jurisdiccional.
En el plano procedimental sigue este artículo la misma línea trazada ya por los anteriormente comentados, en cuanto a la legitimación y a la sustanciación y el siguiente trae también aquí la posibilidad de que “algunos interesados quieran remitir por conducto de los Alcaldes las instancias que dirijan a los Gefes políticos”, obligando a aquellos a la información e instrucción del expediente y declarándoles responsables “por la morosidad que se note en dar curso a dichas instancias”.
2) Alzada contra los actos del Gobierno y de los Jefes políticos.
Pese a que “el gefe político será el conducto ordinario de comunicación entre la Diputación y el Gobierno”, ratifica dicho precepto la excepción contenida en el Art. 164 además de los casos en que el Gobierno “juzgue conveniente entenderse en derechura con la Diputación”.
Este artículo 164 implica una innovación interesantísima que nos hace lamentar una vez más la pobreza y timidez con que aparece en nuestro Derecho local, implantando por primera vez un medio de proceder contra las decisiones de órganos políticos.
Es particularmente importante que se permita a las Diputaciones recurrir no sólo los actos del Jefe político ante el Gobierno, sino del mismo Gobierno ante las Cortes, lo que supone un avance extraordinario, a pesar de la falta de técnica en la redacción de este precepto fundamental..
Esta falta de técnica se revela principalmente en el exceso de discrecionalidad que concede a las Diputaciones para actuar directamente ante el Gobierno o ante las Cortes cuando lo estimen conveniente, sin concretar las respectivas competencias, es decir, cuándo procede ir ante el Gobierno y cuándo ante las Cortes.
Y tampoco entra a definir para qué tipo de actos ni en qué circunstancias puede justificarse esa actuación sin la intermediación del Jefe político.
Finalmente cabe destacar otra deficiencia: que se reduzca la legitimación a las Diputaciones, quedando fuera los Ayuntamientos y no digamos los particulares para este tipo de actuaciones.
De todas formas, repetimos, es de apreciar la importancia de este precepto, ya que en la precedente regulación de 1813 eran inimpugnables los acuerdos del Jefe político.
3) Alzada contra los actos del Jefe político subalterno.
Este órgano fue el precedente de los que luego se llamarían subgobernadores.
Tenía unas funciones totalmente subordinadas al Jefe político superior de la provincia, del que era un órgano de comunicación con la zona de su jurisdicción y al que podía pedir “el auxilio de la fuerza armada, si fuere necesario” y con el que “consultará las dudas que se le ofrezcan.. y hará cumplir las órdenes que éste le comunique como tal, y como presidente de la Diputación provincial”
En lógica consonancia con esta estrecha relación jerárquica se disponía un auténtico recurso de alzada para ante el Jefe político superior. “Las quejas y reclamaciones contra las providencias del Jefe político subalterno se dirigirán al superior de la provincia, que resolverá sobre ellas lo que estime justo y conveniente”.
Precepto en el que aparece el matiz de conveniencia, es decir, de oportunidad, tan definitorio en nuestro Derecho de la acción gubernativa o política.
Reflexiones
Tras el estudio de este periodo de nuestro siglo XIX, decisivo para la estructuración de nuestro Estado de Derecho, podemos hacernos las siguientes reflexiones:
I. Que ha sido durísima la lucha por las libertades no sólo individuales, sino institucionales.
En efecto, este periodo nos pone ante una evolución significativa, sólo conseguida tras un enconado forcejeo, consistente a grandes rasgos en que el súbdito ha pasado a ser ciudadano; los entes locales –Diputaciones y Ayuntamientos- se han hecho democráticos, electivos; el Poder absoluto se ha transformado en constitucional y, como consecuencia, los actos de la Administración e incluso del Gobierno son por primera vez discutibles.
Durante muchos años se ha trabado una controversia tozuda entre las ansias de libertad del pueblo –muchas veces desacreditadas por su violencia y desconsideración- y la cerrazón del Poder empeñado en conservar unos privilegios ya inadmisibles en la época que hemos estudiado.
II. Se ha reafirmado el concepto de dignidad de la persona, que ya no va a estar a merced de los caprichos del soberano ni de las autoridades, pudiendo defenderse de sus abusos. A veces aún con escaso éxito, ciertamente; pero ya es importante por principio que pueda oponerse a las arbitrariedades, lo que solamente unos años antes era inconcebible.
Resulta del mayor interés que las Administraciones públicas queden sometidas a la Ley por primera vez en nuestro Derecho y que si bien sea en forma defectuosa, al menos se vislumbra ya que resulte en un futuro no muy lejano plenamente de forma eficaz.
III. Aunque de forma tímida, van ganando terreno las ideas democráticas y preparando una auténtica autonomía municipal y provincial que sólo cuajará con los Estatutos Municipal y Provincial entre 1924 y 1925.
Es cierto que aún no se ha perfilado de forma clara el concepto de personalidad jurídica de los entes locales, que les de plena independencia, pero se ha abierto el camino para llegar a ese punto.
Y es que aún subsiste la dependencia jerárquica de los Ayuntamientos con respecto a las Diputaciones y a los Jefes políticos, pero ya están avanzando ambas corporaciones hacia una incipiente autonomía.
IV. Todavía el esquema de recursos es imperfecto y con lagunas al no completarse una sistemática cerrada, completa, que deje previstos todos los posibles supuestos impugnatorios.
No obstante, se ha conseguido mucho en la Instrucción de 1823 respecto de su precedente de 1813. Sirva de ejemplo el prevalecer el concepto de interesado sobre el de vecino a efectos de legitimación, con lo que se amplían las garantías a lo que luego se ha llamado hacendado forastero; o el hecho de preverse la impugnación prácticamente de todos los actos administrativos en materia económica a la que se presta una especial atención, dotando a esta materia de una buena sistemática.