La cultura como privilegio
La actividad transformada de cualquier relación que afecte a la sociedad en su conjunto suele ir mas allá de su inicial propósito, aparejando cambios estructurales que resultan indispensables para el fin propuesto. Toda transformación social entraña modificaciones políticas y económicas, porque constituyen, como todos sabemos elementos de un entramado general, y cada una opera en función de las demás.
Observamos, sin embargo, que las revoluciones acaecidas con anterioridad a la de Cromwell en la Inglaterra de 1645, o a la francesa de 1789, podían admitir transformaciones sin cambios políticos. Pero, a partir d los Estados nacionales, de lo que podría llamarse la individualización del poder político, todas las revoluciones han respondido a la renovación de un ideario generalizado, con todas sus naturales secuencias sociales, políticas y económicas Así, las europeas de 1848 o la rusa de 1917, produjeron una perturbación mutatoria global del sistema político previo.
Las revoluciones comienzan a apellidarse “culturales” a partir d la reestructuración china de 1946, cuyo modelo, de forma mas o menos difusa y particularizada, adaptable y adoptable, viene a ser seguido por la Constitución yugoslava de 1963, que establece el sistema económico de autogestión, por el estéril atisbo teórico del movimiento social-católico italiano en Brescia el año 1970, por la topología cultural de Freire en el Brasil de los primeros años sesenta, por el movimiento cultural chileno, a partir d la elección del presidente Frei en 1964, o por los planes de alfabetización cubana emprendidos en 1961, dos años después de la rebelión castrista, por señalar los casos mas conocidos.
¿Por qué, a partir de un momento determinado, comienzan a denominarse culturales a las conmociones sociales? Probablemente, porque se pone de manifiesto el valor decisorio de la parcela cultural, sin cuya regeneración queda lastrado ab initio el desarrollo de las demás vertientes sociológicas cuya regeneración se predica retóricamente.
El planteamiento fundamental de las acciones culturales revolutivas es, a mi modo de ver, el siguiente: los hombres ni pueden ser iguales, ni pueden poseer todos la misma capacidad; pero sí podrían recibir el tanto equitativo en los beneficios sociales, entre ellos, la cultura.
La revolución cultural, desde distintos enfoques, parece ser, en todo caso, una dislocación de la organización cultural tradicional en la que la jerarquía económica iba siempre acompañada, como atributo, de una eminente posición cultural: era la cultura, pues, un privilegio de clase. Consecuentemente, la metodología revolucionaria para acceder a una cultura negada por vía pacifica, puede decidirse que encamina directamente al asalto de ese privilegio.
Pero el asalto de ese privilegio no prejuzga su apropiación –estaríamos en presencia de un condenable circulo vicioso-, sino la obtención de una cuota participativa, para poder intervenir en el control distributivo de la propiedad cultural.
Proudhom estima, con el radicalismo que caracteriza su pensamiento, que “toda propiedad es un robo”. En manera alguna esta aseveración representa una verdad absoluta, aunque, por aproximaciones sucesivas, se podría llegar a la conclusión de que en el ámbito cultural hay razones para pensar que existen disimulados hurtos.
La filosofía de la prudencia, en sus perfiles mas elementales, desaconseja cualquier expresión absoluta. Paradójicamente, los conceptos mas diluidos se acercan mas que los absolutos a al verdad: a una verdad ciertamente difusa, de acuerdo; pero nunca se asientan de una manera firme en el error.
En este sentido, podría asegurarse que toda propiedad no conquistada exclusivamente a través del esfuerzo personal –trabajo propio- posee una alta proporción de valor añadido que pertenece al esfuerzo no retribuido –trabajo ajeno- que en esa propiedad ha sido aplicado por otras personas.
Un corolario moderado, podría ser éste: en casi toda propiedad personal subyace la contracción de una considerable deuda social.
El privilegio cultural de los menos (entre los que me cuento, con una licenciatura, ornamentada por un doctorado) esta sufragado por el esfuerzo de los mas. Los costos académicos reales, no los simbólicos o tasas académicas, corren a cargo de la inmensa mayoría que no puede aprovecharse directamente de los bienes culturales. Costos que a veces son detraídos al grupo social de forma indirecta y nebulosa, y a veces de forma descarada y procaz a través del impuesto sobre exiguas rentas de trabajo personal. Y no aludamos, por excesivos, a los costos sociales generados por los opositores, en situación onerosamente improductiva durante los años de preparación o de intentos frustrados.
Y es en este punto donde se podría imbricar mi argumentación fundamental, que es la siguiente: cada individuo titulado (incluso el que sólo posea el titulo de Graduado Escolar), debería ser consciente de que se encuentra en deuda con el amplísimo suborden de los no titulados, por una gran parte de los costos de su carrera personal.
Pero sólo contadísimos de estos titulados, en viaje de vuelta, en un regreso perfectivo hacia la sencillez, se encuentran capacitados para considerar y admitir que del total de su parcela de ciencia adquirida sólo les pertenece en pleno dominio una pequeña parte. Y todo lo demás, es gestionado en una modalidad de usufructo, cuyo nudo propietario es el grupo social que nos presta insospechados servicios.
Existe un hecho paradigmático significante: desde la más primaria zoología, las clases están presentes en toda organización plural (parásitos y parasitados). Pero entre la abeja obrera y el zángano, por ejemplo, hay diferencias funcionales biológicas fundamentales. Y entre un hombre y otro sólo hay diferencias que una sociedad previamente clasificada se encarga de hacerlas aparecer llenas de contrastes y contenidos determinantes. Y reparte de acuerdo con un reparto basado en baremos de valoración social que la propia sociedad ha creado para asegurar, según se dice, su “buen funcionamiento”.
Las referencias para el reparto, en la cultura occidental, suelen ser las tradicionales del grado de poder, de prestigio o de riqueza y, en la actualidad competitiva y tecnocrática, el índice de eficacia. Casi nunca el mérito o la necesidad, ni siquiera hoy, cuando la sociedad se encuentra sometida a la activa presión de la movilidad vertical de clases, que va rompiendo con las quillas de sus irrefrenables naves los quebradizos paralelos de la tradicional organización en estratos.
Y para intentar que la cultura pueda llegar hasta el rincón de los desasistidos y de los marginados, todas las sociedades democráticas proclaman en su entramado de política social la aplicación de los factores del mérito y la necesidad, trasplantados desde el extremo ideológico al centro ideal y confortable.
Pero los programas se desnaturalizan, se prostituyen a veces, o se diluyen en el paladar de la burocracia.
Y les ocurre lo que a ciertas y muy frecuentes predicciones meteorológicas: que son desmentidas por los acontecimientos meteorológicos, horas después de proclamado el augurio.