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El imperio de la Ley

El imperio de la Ley

(Discurso pronunciado en el 50 aniversario de la Promoción 1963/1968 de la Facultad de Derecho en la Antigüa Fábrica de Tabacos. Universidad de Sevilla)

Queridos compañeros/as:

En primer lugar, quiero comenzar mi intervención tras la misa que se acaba de celebrar en la capilla universitaria, dando gracias a la divina Providencia por permitirnos ahora esta feliz reunión de veteranos compañeros y también para recordar con nostalgia a los que ya han fallecido, al igual que a nuestros profesores. Afortunadamente, continúan vivos los catedráticos Clavero Arévalo y Rodríguez-Piñero, a quienes enviamos un muy afectuoso saludo.

En segundo lugar, mi agradecimiento a la Comisión organizadora por el trabajo y eficaz dedicación que sus miembros han desarrollado para que esta reunión sea un éxito y un hito ya inolvidable en nuestras vidas. Y esta invitación la recibo con gran alegría porque verdaderamente siempre he querido a esta Facultad como mi propia casa.

Realmente, desde que me licencié aquí y realicé luego mi doctorado en Bolonia (1970-1971), he sido un fiel profesor de esta Facultad donde inicié desde la base la carrera académica como ayudante, que me llevaría después ya como funcionario por otras universidades (1975-1985) San Sebastián, Santiago de Compostela y Cádiz, para regresar ese último año a la Universidad de Sevilla donde he permanecido ininterrumpidamente hasta mi jubilación.

Solo dos breves periodos, sin embargo, me alejaron de la docencia por aceptar la situación administrativa de servicios especiales: uno, por mi incorporación al Ayuntamiento de Sevilla como Concejal de su equipo de gobierno (1991-1995); y otro, por mi elección como Vocal del Consejo General del Poder Judicial (2001-2008). De estas dos ocupaciones de política municipal y judicial, conservo unas vivencias magníficas porque aprendí mucho en esos cargos y me permitieron tanto conocer a fondo y trabajar por mi ciudad como participar activamente en la supervisión y funcionamiento de la Administración de Justicia española desde su principal observatorio y puesto de mando o auténtica “sala de máquinas”, si empleamos terminología naviera.

Tuvimos en aquellos lejanos años de estudiantes en estas aulas la fortuna de encontrarnos con unos magníficos profesores. El prof. Antonio Merchán, antiguo Decano, ha calificado a aquellos catedráticos de haber constituido la “edad de oro” de la Facultad sevillana y, efectivamente, creo que es un juicio muy acertado. Yo quiero evocar aquí el magisterio, al menos, de dos de ellos por lo que sentí una gran admiración y afecto.

El primero, don Manuel Gimenez Fernández. Lo conocí a afines de los años 50, siendo yo todavía estudiante de Bachillerato cuando veraneaba con mis padres en Chipiona. Don Manuel tenía un magnífico chalet en la banda de la playa, y mi padre le hacía algunas visitas de cortesía y yo, ocasionalmente, le acompañaba. Escuchaba sus comentarios de muy variados temas y pronto me di cuenta que era una persona fuera de lo común. Mi padre me refería sus muy diversos afanes políticos, sociales, culturales, investigadores, etc. Ya en la Facultad, conocimos en sus clases todas estas variadas actividades e inquietudes.

Ganó su cátedra de Derecho canónico en 1930. Había sido Concejal del Ayuntamiento de Sevilla; de su enemistad con la dictadura del General Primo de Rivera; de su enfrentamiento con don José Cruz Conde en los proyectos y trabajos de la Exposición Iberoamericana sevillana de 1929; Ministro de Agricultura en la II República, Diputado a Cortes; amigo y correligionario de Gil Robles y de don Ángel Herrera (CEDA) en los partidos de derecha de inspiración demócrata-cristiana; abogado en ejercicio; gran investigador americanista y máximo conocedor de la obra de Fray Bartolomé de las Casas con quien se identificaba plenamente, como defensor de los derechos humanos de los indígenas y sus polémicas al efecto con don Ramón Menéndez Pidal.

Don Manuel, además, y para muchos era sobre todo un faro auténtico como demócrata en tiempos adversos por lo que sufrió atropellos políticos varios y confinamientos. Siempre blasonó de su ideología y de su militancia en la democracia cristiana. También era un profesor muy peculiar, de voz un tanto chillona, incluso algo pintoresco. Recordamos como a las alumnas las eximía de estudiar la institución matrimonial a partir de febrero; sus frecuentes comentarios contra la curia romana especialmente frente al cardenal Ottaviani y al nuncio Antoniutti; y transmitía la sensación de sentirse espiado por si alguien daba cuenta de sus actos ante la autoridad competente. Imposible olvidar su genio y figura.

El segundo profesor al que quiero referirme, lo habrán adivinado, es a mi padre, Don Faustino Gutiérrez-Alviz y Armario. Padre y maestro. Una doble fortuna que Dios me concedió. De forma muy telegráfica solo abocetaré, que fué Premio extraordinario de licenciatura; luego su condición de catedrático desde 1943 y en esta Facultad desde 1946 hasta su jubilación en 1985. Ejerció como Decano dos mandatos seguidos; y fue maestro indiscutible de una escuela de procesalistas, con seis catedráticos, profesores titulares y numerosos discípulos.

Simultáneamente ejerció la abogacía en las instancias judiciales del foro sevillano y ante el Tribunal supremo. Perteneció como académico numerario a la Real Academia Sevillana de Buenas Letras desde 1952 y la dirigió durante dos mandatos consecutivos. Gozó de una larga vida (91 años), muy fecunda y, además, ejemplar.

II. Permitidme ahora, finalmente, unas breves reflexiones jurídicas sobre una expresión feliz que siempre me ha parecido que encierra el núcleo o la esencia de todo jurista que se precie como tal: El imperio de la Ley. Porque alude de forma concisa y eficaz a sus dos aspectos principales que se manifiesta para cualquier persona lega como son la idea o valor del derecho (ley codificada) y la de obligación. Son las dos caras, activa y pasiva de toda relación jurídica, y constituyen por ello las dos columnas fundamentales que sustentan el mundo jurídico y la vida en sociedad. Igualmente estimo muestran también todo un programa para orientar la vida personal y comunitaria.

Contemplémosla con el apoyo de dos textos de gran trascendencia en la historia jurídica. El primero: Derecho, acudiendo a un texto político de primera magnitud, nada menos que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica en 1776, donde en su mismo preámbulo, se proclama literalmente que: “Todos los hombres están dotados por su Creador, de ciertos derechos inalienables, que entre estos están, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Repito: Vida, libertad y búsqueda de la felicidad.

Observen que se les denominan de inalienables, es decir, con terminología actual diríamos de fundamentales o como de derechos humanos básicos.

El derecho a la vida no precisa de mucha explicación. Es esencial y sin su disfrute pleno los demás carecen de sentido. Otros perfiles de gran interés nos ofrecen: los de libertad y búsqueda de la felicidad, porque invitan a toda persona a desarrollar individualmente sus capacidades y talentos activos, con la inteligencia, la voluntad, el esfuerzo y la constancia para aspirar, en consecuencia, a poder ser o al menos estar entre los mejores.

El derecho a la búsqueda de la felicidad, creo que encierra una vertiente individual pero igualmente otra comunitaria o colectiva. Me atrevería a decir con terminología contemporánea que procurar el “bien común”. La búsqueda de la felicidad no se agota solo en el individuo aislado. Vivimos en sociedad y debemos pretender que aquella se expanda y extienda a todos los ciudadanos. Recordemos que en la antigua Roma, Cicerón enseñaba que “Salus reipublicae suprema lex esto”. O sea, que la suprema Ley para la república o para el pueblo depende de la tranquilidad y la felicidad de sus ciudadanos. La historia enseña desde entonces que todo buen gobierno debía asumir y fomentar promesas varias de diversión o entretenimiento, por ejemplo, los espectáculos circenses, de teatro, etc.

El derecho en su formulación más primaria nos muestra, entonces a cada uno, tres aspectos esenciales: conservar la vida, promover la libertad y el anhelo o búsqueda de la felicidad.

Veamos ahora la voz obligación. Me voy a servir para resaltarla aquí de un texto político de enorme importancia de nuestra historia política y constitucional. La de Cádiz de 1812. En uno de sus primeros artículos, el art. 6 se expresa que “El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles; y asimismo, el ser justos y benéficos”.

Inmediatamente la lectura de este precepto provoca una sonrisa benévola en cualquier lector, porque se piensa quizás en algo propio de otro tiempo, pues nada menos que han transcurrido ya más de 200 años y se emplea una terminología anticuada, aunque la hubieran formulado unos ilustres autores, adolecían de ser como poco de ingenuos o cándidos.

Y, sin embargo, juzgo que reviste plena actualidad. Sustituyamos “amor a la Patria” por “lealtad a la Constitución”. O sea, amor por lealtad (todo amor exige lealtad) y Patria por Constitución. Es decir, la Constitución como norma suprema (de la Patria) requiere lealtad (amor).

Así lo ha expresado ahora en nuestros días algún ilustre profesor que ha llegado a proponer nada menos la expresión de “patriotismo constitucional”, como la primera obligación de cualquier ciudadano de un Estado de Derecho. Por lo cual volveríamos a recuperar incluso la voz patria que los doceañistas gaditanos acuñaron. En suma, amor a la patria y lealtad constitucional o patriotismo constitucional, vendrían a significar lo mismo y la idea no ha perdido en absoluto actualidad, validez ni vigencia.

Pero sigamos con el art. 6 que añade “…y asimismo de ser justos y benéficos”. La sonrisa del lector continuaría por entenderla más propio de soñadores. Creo que también se equivocan de nuevo los que así lo piensen.

Los constitucionalistas de 1812 no eran en absoluto ingenuos. Había entre ellos, como se decía entonces, muchos “hombres de leyes” (abogados, magistrados, etc.). Cabe, por tanto, colegir que sabían muy bien lo que querían manifestar con tan escueto enunciado. En efecto, primero el de “ser justos”. Probablemente quisieron aludir, con fina intuición jurídica, al famoso tria iuris praecepta del jurista romano Ulpiano, que aprendimos en el primer curso de la carrera: “honeste vivere” (vivir honradamente), “neminem laedere” (no dañar a nadie) y “ius sui cuique tribuendi” (dar a cada uno lo suyo). Una forma muy inteligente de solo con una palabra – justos- indicar tres tipos de conductas y un ejemplar modo de vida para comportarse en cualquier sociedad.

Bien, podríamos estar de acuerdo. Pero, en segundo lugar, eso de “benéficos”. Se preguntarán ¿todo ciudadano tiene la obligación de ser benéfico?. Pues también creo que sí. El significado de benéfico, según el Diccionario, es la persona que realiza el bien, es decir, que actúa inspirado con la buena intención o propósito de ayudar a los demás. No es nada irreal o extemporáneo. Su validez y orgullo sería extremo para cualquier comunidad o nación el contar con esa clase de personas.

Ciudadanos, pues “justos y benéficos” con el breve significado que he señalado, porque han puesto en práctica, como “obligación”, para, entre todos, afanarse en la búsqueda de la felicidad o, al menos, promover lo que conocemos como “bien común”.

Con estas sencillas reflexiones y sus coherentes manifestaciones, queridos compañeros, creo sinceramente que como veteranos juristas, recuperamos y resaltamos ideas y valores imperecederos que aquí aprendimos, y nuestros inolvidables profesores enseñaron. La vida entonces ha merecido la pena vivirla, intensa y largamente, y es el testimonio mejor con el que seremos recordados y nuestra mejor herencia universitaria. Muchas gracias.

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