Firmar sin leer
En estos días, y en Sevilla, ha sido noticia que un concejal del Ayuntamiento había firmado facturas falsas, o cheques para su pago. El asunto, muy grave, ha sido sobreseído en sede judicial porque el edil adujo que había firmado sin leer.
No quiero entrar en la valoración penal de si el hecho merece o no en tal vía un reproche, aunque sabido es que los ilícitos penales también se cometen por imprudencia. Quiero referirme a que, sea o no sea perseguible criminalmente esta conducta de firmar sin leer, que repito que sí, el que firma sin leer lo que firma debe pechar con las consecuencias.
Todos, digo todos, hemos firmado alguna vez sin leer. Y ello porque, ora confiábamos plenamente en quien nos hacía firmar, ora porque no había más remedio que firmar, como ocurre cuando suscribes una póliza de crédito, “ad exemplum”. Pero también todos tenemos muy claro que esa firma en barbecho te sujeta a las obligaciones contenidas en el documento. No vale, pues, eximirse de ellas al amparo de esta excusa, por otra parte tan prodigada. Yo mismo hube de responder a un cliente por una demanda defectuosa que había redactado un colaborador, antes llamado pasante, y a cuyo pie firmé sin leerla.
El tema me trae a mientes un hecho que me contaron como verídico, sin que pueda avalar su autenticidad, y que os cuento tal y como me lo contaron.
Érase una vez un Juez, que más que servir mandaba en uno de los Juzgados de una ciudad, de cuyo nombre prefiero no acordarme. Era un Juez de los que se traga el bastón, por lo que jamás puede inclinarse. Era implacable con el justiciable, distante y frío con el profesional, y sumamente exigente con sus subordinados, que tenía sometidos a una disciplina militar y perfectamente instruidos del modo en que habían de dictar providencias, autos y sentencias. Como nadie es perfecto, nuestro Juez, totalmente confiado en sus oficiales, despachaba diariamente, firmando cuanto se le ponía por delante, sin pararse a leer.
Un buen día, aunque muy malo para nuestro Juez, al abrir la correspondencia reparó en un sobre del Ministerio de Justicia. Extrañado, lo abrió con premura. Contenía un oficio por el que se aceptaba su petición de traslado a un Juzgado, no sé si de El Ferrol o de Comillas, ambos a mil kilómetros de distancia. Se le mudó la color súbitamente; sus mofletes perdieron el habitual tono rosáceo; se tornaron de color cerúleo primero, y después en un gris verdoso. Aunque nunca subió a cabalgadura, montó en cólera. En la Secretaría sonó el timbre de forma especial en su insistencia. Todos los oficiales intuyeron de qué se trataba. El más significado de ellos, acudió, no sin temblores, al despacho.
El Juez, fijando sus airados ojos en los del oficial, y mostrándole el oficio del Ministerio, le dijo:
-García: Quiero saber quien de vosotros es el autor de esta felonía.-
La respuesta no fue rápida. El oficial, mientras fingía leer pausadamente el oficio, meditó la contestación, y al cabo de un minuto, encontró la adecuada:
-¿Quién va ser, Señoría? Vd. mismo.-
El Magistrado cayó un tiempo, y a la postre, habló de esta guisa:
-Bien, García. Puede Vd. retirarse.-
A los pocos días, después de explicar lo inexplicable a su mujer, nuestro Juez y toda su familia, marcharon a su nuevo destino.
Y colorín, colorado…