Fe ciega en el Gobernador
La página que, con carácter fijo, sirve de contraportada a LA TOGA, a la que, con fidelidad, me hacen la merced de prestar su atención algunos compañeros y amigos, no tiene otro objetivo que el de deparar unos minutos de solaz a quien se apreste a su lectura, poniendo una pizca de sal, aunque con torpeza y desmaña, al guiso nutritivo de una Revista que brinda en sus páginas un amplio despliegue de importantes materias concernientes a la ciencia jurídica.
Desde el principio me propuse que este ya extenso conmonitorio de anécdotas girara siempre en torno al ámbito judicial, que los episodios narrados tuvieran por escenario los despachos profesionales, las sedes en las que se administra Justicia o los lugares en los que se desarrolla, en cada momento, la diligencia judicial; que los protagonistas fueran siempre los profesionales que desde distintos ángulos participan en la praxis forense, y los justiciables, a los que las circunstancias de la vida los ha abocado a desempeñar un papel, casi siempre indeseado, en el proceso. Si no fuera así, esta tarea no tendría sentido.
La digresión que antecede la considero necesaria, porque esta vez el sucedido que a narrar me dispongo, apartándome -si el lector no me niega su venia- del propósito que guía estos articulillos, no guarda relación alguna con el mundo judicial. Su único nexo con nuestra actividad habitual reside en que un letrado es coprotagonista del caso. Un letrado, debo añadir, que goza de un merecido prestigio en nuestra ciudad, ganado a través de una dilatada ejecutoria profesional, en la que a su actividad como jurista eminente se suman importantes experiencias en otros foros locales del máximo relieve. Este compañero, con cuya amistad entrañable me honro, me ha autorizado expresamente a dar a la luz esta divertida anécdota.
Hace varias décadas, el abogado en cuestión ostentó el cargo de secretario del Gobierno Civil de la provincia. Era, por tanto, la persona más cercana al gobernador. Una mañana, cuando se encontraba en su despacho en este organismo, abstraído en el estudio de unos documentos, un rumor confuso le distrajo de su tarea. El rumor se fue traduciendo en voces destempladas con visos de escándalo. Más intrigado que alarmado, nuestro compañero requirió a un agente del servicio de escolta para que averiguara el origen y el motivo de aquella algarabía, y le informara.
Y fue informado. Lo que ocurría era que se había presentado en el Gobierno Civil un ciudadano con la pretensión perentoria de hablar con el gobernador. Se le hizo saber que era imposible atender en aquel momento sus deseos, pero que podía exponer el motivo que le había llevado allí, y le sería trasladado a dicha autoridad.
– Es inútil cuanto se le razona. Dice que lo que tiene que decir sólo lo puede decir al gobernador, y que no se va de aquí sin hablar con él, a menos que lo saquen con los pies por delante. Y todo esto presa de una gran excitación.
– Que lo traigan a mi despacho, a ver si yo lo convenzo -dispuso nuestro colega.
Instantes después tenía delante al irascible y contumaz ciudadano. Era un individuo que por su pinta debía estar próximo a ingresar en el club de los sexagenarios, de pelo canoso y ralo, ojos lacrimosos, y enjuto de hechuras, o séase, hético el hombre (vamos, de pocas chichas); por su indumentaria hubiera tenido difícil el acceso a un salón en el que se celebrara un baile de gala.
-¿Usted es el gobernador? -preguntó tan pronto fue recibido.
– No, yo soy su secretario.
– Entonces no puedo hablar con usted. Lo que yo vengo a tratar sólo lo puedo hablar con el gobernador.
– Pero el gobernador no se encuentra ahora aquí. Usted puede hablar conmigo con la seguridad de que lo que me diga se lo haré llegar a él.
– Lo siento, pero es un asunto muy delicado que sólo puede saber el gobernador.
El secretario, dotado de unas envidiables dotes de persuasión y en uso legítimo de las armas de su afabilidad, fue convenciendo poco a poco al desconfiado ciudadano de la eficacia de su mediación.
-Está bien, hablaré con usted, pero me tiene que jurar que se lo dirá al gobernador y a nadie más, que esto es muy delicado y mi vida depende de él.
-Así lo haré; palabra de honor -ofreció el secretario, ya abiertamente interesado en la cuestión, sobre todo después de aquella dramática advertencia del sujeto, que, al fin, expuso el motivo de la audiencia solicitada y las cuitas que le impulsaban a dar aquel paso.
– Verá usted. Yo tengo un padecimiento de estómago, y fui a que me viera un médico; éste, después de hacerme un detenido reconocimiento y hacerme unos análisis, me dijo que me tenía que operar. No conforme del todo, visité a otro médico, el cual, después de otro reconocimiento y otros análisis, me dijo que no me tenía que operar. Yo estoy hecho un lío con todo esto, así es que quiero hablar con el gobernador para que él me diga qué hago, si me opero o no me opero…