Ética por módulos
La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo archivó las diligencias abiertas contra la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas, por un supuesto delito de asesoramiento ilegal que se habría producido durante la conversación telefónica mantenida con una mujer (abogada), que estaba siendo investigada por el asesinato de su ex marido. Y aunque es cierto que estas circunstancias no eran conocidas por la señora Casas al momento de realizar la llamada telefónica, también lo es que gracias a que sus palabras fueron grabadas por la Guardia Civil, nos hemos podido enterar de la atención tan personalizada que demuestra la presidenta del Constitucional con algunas amigas de sus vecinas.
En la citada conversación telefónica, la señora Casas manifestaba a su interlocutora: haberse leído «con detenimiento» los papeles de su asunto (un conflicto sobre la custodia de una hija), le recomendaba unas determinadas «personas expertas en estas cosas, de la federación de mujeres…», la invitaba a provocar «alguna nueva actuación judicial que le permita llegar al Tribunal Constitucional en amparo», y se despedía diciendo que «si alguna vez va en amparo, pues ya me vuelve a llamar».
Pero según razonaba el Supremo en el Auto que ha archivado las diligencias, en todos esos comentarios no existía una verdadera actuación de asesoramiento ni, por tanto, delito, sino que simplemente «se deslizan expresiones que se ajustan sin dificultad a los módulos de adecuación social generalmente admitidos». Es decir que, según «los módulos» esos que invoca el Supremo lo normal es que la presidenta de todo un Tribunal Constitucional ande telefoneando a una litigante, le indique las personas más idóneas para llevar su caso, la anime a recurrir en amparo ante su Tribunal, y le diga que la llame, si es que al final interpone el recurso. (Imagino que esto último es para darle la bienvenida de manera personal a cada recurrente, porque no se me ocurre ninguna otra finalidad que suscite el interés de la señora Casas en conocer la entrada de un recurso bajo su jurisdicción). Y es que Zapatero tenía mucha razón cuando dijo aquello de que «Nadie puede imponer ni fe, ni moral, ni costumbres; sólo respeto a las leyes». Es más, creo que se quedó corto, porque parece que ni siquiera se puede imponer ya un mínimo de ética profesional.
Por otro lado, y aunque el dato de que la abogada estuviera siendo investigada por el asesinato de su ex marido no afectaba al fondo del asunto, sobre la existencia o no de un asesoramiento ilegal (e hizo bien el Supremo al omitir tal circunstancia en su Auto) resulta muy difícil apartar del pensamiento lo que podría haber sucedido si esa misma conversación, en vez de producirse entre una abogada y una presidenta progresista del Tribunal Constitucional, hubiese tenido lugar entre un presidente no progresista y un acusado de asesinar a su ex esposa. A nadie se le escapa que, de haberse dado ese supuesto, el episodio habría derivado en un escandalazo mediático, instigado por los demagógicos discursos del feminismo radical, capaz de llevarse por delante al presidente del Constitucional y hasta al portero automático de su casa. Y dudo mucho de que el Supremo se hubiera atrevido a invocar «los módulos de adecuación social generalmente admitidos» para archivar el asunto con la urgencia que lo hizo con la señora Casas.