Estampas sevillanas. Ironías del Tiempo
Llegué tan tarde que casi no merecía la pena estar allí. Esto de llegar tarde es una rara cualidad que algunos poseemos y requiere precisión. No vale aparecer cuando ya ha acabado todo, eso sería demasiado fácil y puede hacerlo cualquiera. El mérito está en querer acudir de verdad a tiempo, pero terminar haciéndolo en el último instante, cuando ya nadie te espera y ha pasado el momento álgido: acabas oyendo esa cantinela de “te perdiste lo mejor, dónde te has metido, hombre”. Las copas perdieron sus burbujas, las bromas borbotean sin chispa, las mágicas delicias de la ocasión propicia han sido barridas y sólo queda en el aire ese olor molesto de la flor que empieza a marchitarse, de los trastos cuyo reciente abandono anuncia la recogida, ese malestar íntimo de las cosas cuando ya no las conmueve el espíritu.
Di un paseo. La tarea más filosófica que puede realizar un barrendero es la de recoger las hojas de otoño en un parque. Perezosamente, ese empleado parece extraer de cada hoja marchita una prueba de la fugacidad del tiempo, un motivo de reflexión. O quizás el barrendero es un dios -un poco desganado, es cierto- que se limita a registrar la memoria que los días han depositado sobre el césped.
Hay también parques aristocráticos, que son aquellos que cuentan con la imagen de una persona leyendo, da igual en un banco, sobre la hierba, bajo un árbol. Esa persona, con ese gesto cotidiano, está dando, sin saberlo, un toque de distinción anónimo a la ciudad donde se halla ese parque. Casi estoy por decir que el ayuntamiento debiera pagar a alguien que se encargara de conseguir esa pose serena, que da una dulce sensación de reposo, de cultura, de alejamiento.
Allí se alzaba una estatua, de la que sólo parecían acordarse las palomas. No me detuve a ver qué conmemoraba, supongo que no importaba a nadie. Era irónico pensar en cómo la etérea admiración por un semejante se había fosilizado en piedra. Ahora el monumento se limitaba a ser un trasto urbano, un indicador catastral, sujeto a los servicios municipales.
Si me fijaba bien, me rodeaban calles con nombres ilustres; edificios y monumentos dispuestos a no olvidar por nada del mundo a quienes habían sido célebres en alguna ocasión. Sólo la hierba y los árboles se renovaban en medio de tanto hito histórico y casi era un respiro ante la saturada trascendencia urbana. Basta de solemnidad y ostentación, parecía que dijera la naturaleza, ocupada sólo en vivir el presente.
Me divertí pensando en cómo las ciudades enaltecen a sus hijos afortunados y forasteros predilectos, bautizando con sus nombres calles y edificios, colocando rótulos o estatuas, sin saber que el tiempo es el padre de la ironía y gozaría amontonando homenajes hasta agotar las plazas y paseos, los jardines y calles. ¿Qué harían entonces las autoridades locales, cuando necesitaran erigir otro monumento? Los flamantes héroes exigirían un soporte al que aferrar su fama y me imaginaba la angustia de los ediles, con las manos vacías para apoyar la noble tarea. Habría que retirar las efigies marchitas, lo haría comprender a los recién homenajeados lo transitorio de su gloria, viendo que su nombre llenaba el vano dejado por otro y sabiendo que los acabaría sustituyendo luego un tercero. Lástima de glorietas y rinconcitos dedicados a conmemorar lo efímero, pensé a la sombra de un árbol; un poco efímero yo también, claro.