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El picapleitos

Me preocupa constatar que últimamente prolifera en nuestra profesión ese abogado que el DRAE denomina “picapleitos”. El picapleitos es, magistralmente definido por nuestro diccionario, como el “abogado sin pleitos, que anda buscándolos”; o también “abogado enredador y rutinario”.

Sin mucha dificultad habremos de convenir que estos dos especimenes pululan hoy más de la cuenta, quizá debido a cada vez hay más abogados, demasiados abogados, lo que a Calamandrei le inspiró su conocido libro ha ya más de un siglo. Leo en los papeles que ya por fin ha salido una Ley que regula el acceso a la Abogacía, pero al final veo que entrará en vigor dentro de cinco años y que además casi toda la regulación se remite al Reglamento que la desarrolle. Creo que fue Romanones quien dijo algo así como que hagan leyes y que me dejen a mi hacer los reglamentos.

Recuperando el discurso del picapleitos, los hay que, fieles a la primera acepción, no tienen un pleito que echarse a la cara. Es legítimo y obligado que el abogado quiera e incluso busque los pleitos, pero no debe crearlos ni inventarlos. El abogado ha de buscar clientes, pero no pleitos. Los pleitos surgen, no se pescan, ni se inventan. La controversia de intereses es connatural con la esencia humana. Y cuando surge el pleito, el abogado, el buen abogado, paradójicamente, ha de intentar ahuyentarlo, en lugar de alimentarlo.

Este picapleitos de que hablo, puede dibujarse con facilidad. Con frecuencia, es un personaje que identificable a simple vista: normalmente, o con frecuencia, viste de forma un tanto estrafalaria (camisa rosa pálido, corbata desmesuradamente ostentosa, zapatos de color “tobillo de indio”, calcetines claros, si no blancos…Un hortera en toda regla). Es fácil oírlo en la cafetería, en donde procura que toda la parroquia se entere del importante asunto que lleva entre manos, que naturalmente le sale bordado. Ocurre también que, cuando fracasa en su pretensión, cuenta la historia al revés y sitúa al compañero que le ha dado badana en su lugar, poniéndose él en su lugar. Esta indeseable especie de picapleitos espolea al cliente y le azuza inmisericordemente; aunque sus derechos sean feblemente defendibles; le alienta hasta inflamarlo, de forma parecida a esta:

-Bueno, ya estoy al tanto: lo suyo con su socio es de Juzgado de Guardía. Mañana mismo le montamos una querella por falsedad, apropiación indebida, delito social, tráfico de influencias, fraude tributario… y lo que sea preciso. Vaya esta misma tarde a este Notario y otorgue poder especial a favor de estos Procuradores-.

Es alarmante que esta especie de abogado sea cada vez más frecuente. Antes, cuando en Sevilla había quinientos colegiados, nos conocíamos. Los picapleitos estaban perfectamente identificados. Ahora no; ahora has de tener una antena para reconocerlos, aunque no es difícil. Es el compañero que, lejos de buscar una solución armónica, busca a ultranza lo contencioso, porque no pretende defender los intereses de su cliente, sino que busca el pleito a toda costa. Y una vez en el pleito, plantea mil dilatorias, inventa incidentes, recurre por sistema cada providencia… Llega a agotarte.

La segunda acepción se refiere al abogado que, teniendo muchos pleitos, es “enredador y rutinario”. También abunda. Es el “maestro” del llamado ahora despacho multidisciplinar. En su mesa, antes de hablar, hay que poner una sustanciosa provisión de fondos. Los incautos, que también abundan, acuden a él porque es caro, lo que quiere decir que es muy bueno. Después, ese cliente va dándose cuenta de que su asunto está en manos de pasantes, y que el maestro se limita a pontificar cuando es visitado y a darle unas palmaditas en la espalda, asegurando que su asunto está en un despacho de primer división, y que por supuesto se ganará… Hay que reconocer que tienen habilidad.

Con toda humildad, he de decir que siempre huí de estas dos figuras de picapleitos. El “abogado-abogado”, que diría Pedrol, indaga en primer lugar si asiste la razón a su cliente, esa razón que nunca está decididamente de un solo lado; esa razón tan teñida de subjetividad. Después, contando ya con ella, sopesa si merece la pena defenderla en un pleito, por sus consecuencias económicas o por las psíquicas que puedan derivarse para su cliente. Y sólo al final, cuando es la única salida, somete al criterio judicial la cuestión.

Así lo aprendí y así procuro practicarlo.

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