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El dilema del Abogado penalista: ¿Debo recurrir?

Recientemente, en un libro de obligada lectura para abogados penalistas (“Riofrío. La Justicia del Señor Juez”, Muñoz Machado, Santiago. Edhasa, Barcelona 2010), me topé con la cita de la que, al parecer, era una expresión habitual del ilustre penalista, fallecido hace años, José María Stampa Braun: “nunca debes recurrir las resoluciones del Juez de Instrucción, pues jamás de dará la razón y, además adoptará una actitud contraria a tu cliente”. Resumen bien esas palabras una forma de plantear las defensas penales que es asumida por muchos abogados especialistas, conforme a la que es inútil cualquier intento de corregir posibles errores en fase de instrucción y, además, el inevitable juicio oral es donde deben depositarse todas nuestras esperanzas.

Desde mi condición de aprendiz en este oficio, sería una temeridad poner en cuestión planteamientos que además de estar extendidos y aceptados mayoritariamente, vienen a ser ratificados por la experiencia de quienes solo puedo tener como maestros. Sin embargo, hechas esas obligadas salvedades, quisiera ofrecer algunas reflexiones acerca de este modelo de ejercicio de la función que corresponde al letrado defensor durante la fase de instrucción. El tema del juicio oral como único escenario posible de debate merece ser tratado en otra ocasión.

Me cuesta aceptar la idea de que un juez se enfade por que un letrado recurra alguna de sus decisiones. Mucho más que, a partir de ese supuesto enfado, adopte decisiones desfavorables respecto de un ciudadano habitualmente ajeno a la decisión de interponer el recurso. Ya sé las reglas del gitano y que no basta con tener razón y saberla exponer pues hace falta, además, “que te la quieran dar”. Pero, sin caer en un relativismo descreído que termine por aceptar que todo puede justificarse legalmente, lo cierto es que cualquiera sabe que en el mundo del derecho los problemas están llenos de aristas y matices por lo que son susceptibles de distintos enfoques e interpretaciones. La reacción de enojo del juez porque una parte le discute su decisión conforme a los cauces previstos en las leyes procesales, aunque fuera frecuente no dejaría de acercarse a una concepción de su autoridad personalista. A ese modelo de juez le corresponde un modelo de letrado en una posición de vasallo simpático, que debe olvidar su condición de profesional que ofrece a los clientes sus conocimientos técnicos. Ahondando en el modelo, si se trata de “tener contento” al juez, la defensa consistirá más que en aportarle acertados criterios jurídicos que sean favorables a tu representado, en llegar a conocer a sus amigos o cuales son sus aficiones, para invitarle a cacerías, ofrecerle que organice unos cursos en Nueva York o apuntarle a un equipo de futbito, según los casos.

Tengo al impresión, sujeta a los errores propios del aprendiz, de que ese modelo termina fomentando un desarrollo de justicia penal en el que las decisiones judiciales se corresponden y explican a partir de una difusa red de relaciones personales, intereses comunes, amistades, favores cruzados, afinidades ideológicas, deportivas o taurinas, o beneficios compartidos. Es decir, la decisión judicial se vincula más a esos factores que a los derivados de las soluciones jurídicas ofrecidas por la ley, la doctrina y la jurisprudencia. ¿No sería una forma de corrupción silenciosa y aceptada?. Las dimensiones del foro y el desarrollo cultural medio del lugar también tienen que ver con esta forma de ver las cosas que resulta más fácil de imaginar cuanto más pequeño e inculto es el contexto social en que nos situemos. Quisiera pensar que vivimos en otra España mejor de la que conoció el gran Stampa Braun.

Por otro lado, a la hora de diseñar nuestra defensa, debe tomarse en consideración la doctrina jurisprudencial asentada sin fisuras en las sentencias del Tribunal Constitucional por la que solo es posible utilizar el instrumento del Recurso de Amparo si se agotaron las vías de impugnación ordinarias. Incluso, en un sentido más general, debemos saber que no se puede alegar la vulneración del derecho a al tutela judicial efectiva si la indefensión denunciada es imputable a lo que el Tribunal Constitucional denomina “falta de diligencia procesal de la parte, al no ejercitar las facultades otorgadas por la LECrim para poder articular debidamente su defensa”.

Así pues, si no ejercitamos las facultades que la ley atribuye a la defensa y especialmente los recursos, perjudicamos la posición del cliente al cerrarle irremisiblemente la interesante vía del Tribunal Constitucional y, si las ejercitamos pudiéramos “molestar” al juez recurrido e indisponerlo, en perjuicio de nuestro cliente. Éste es el dilema. Qué hacer.

A salvo de los matices que procedan, no me parece aceptable que condicionemos nuestra actuación profesional en defensa de los intereses que nos han confiado a las exigencias de un modelo judicial asociado al favor judicial. No deberíamos fomentar un ejercicio medieval, despótico y personalista de la función judicial. Es decir, no podemos dejar de hacer lo que consideramos procedente en defensa de nuestros clientes, conforme a criterios jurídicos y técnicos, por evitar que el juez “se enfade” y nos pueda “perjudicar”. En todo caso, para ser prácticos, habrá que cohonestar ambas cosas y desde luego promover con nuestra actuación un modelo de justicia penal moderno, con calidad técnica, que situé en el ámbito del respeto, la igualdad y el trato cordial las relaciones entre todos los profesionales que participan y que deje atrás aquellos obscuros tiempos de la recomendación, la influencia, las vinculaciones inconfesables, los favores y la arbitrariedad.

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