Eduardo Ybarra Hidalgo, Abogado
Era su profesión. En la sociedad actual, la profesión es una condición de la persona que supone una previa formación, la adquisición de unos conocimientos que la preparan para el ejercicio habitual de una actividad de prestación de servicios, de un trabajo retribuido que constituye medio y modo de vida de esa persona. De eso vive, de su trabajo, de las rentas del trabajo. Y la abogacía es una profesión liberal, calificativo que envuelve su naturaleza intelectual y su acceso libre a cuantos reúnan los requisitos previos de preparación.
Eduardo Ybarra adquirió esos conocimientos en la Facultad de Derecho de la Universidad de su Sevilla natal; los completó en Argentina y Uruguay (en el Instituto Rioplatense y en la Fundación MILLINGTON) y se inscribió como ejerciente en el Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla, el 12 de febrero de 1945, a los 21 años de edad.
Desde entonces hasta que la enfermedad lo retiró del trabajo, ejerció la profesión, fue colegiado en activo, miembro por elección de la Junta de Gobierno del Colegio [Diputado 5º en la lista del primer mandato del Decanato de D. Alfonso De Cossío (1967-1971)] y, en una palabra, Abogado. A su muerte, ocupaba el número dos en la lista de colegiados, después del jerezano Sixto De La Calle Jiménez, felizmente ejerciente.
Fue la Abogacía su profesión, su medio y modo de vida. Puede parecer una definición pragmática, pero desde el pecado de Adán, el hombre se gana el pan con su trabajo. EDUARDO tenía otras actividades, como bibliófilo, escritor polígrafo y erudito (nunca me hubiese permitido que lo calificase así), pero su profesión única fue la Abogacía.
Al frente de su selecta clientela figuraban las empresas familiares fundadas en Sevilla por su bisabuelo D. José María Ybarra, primer Conde de Ybarra, a quien Eduardo dedicó una biografía que, modestamente, denominó “Notas” y que publicó con la humilde finalidad de dar “noticias, que podrán interesar al menos a algunos de sus descendientes”. ¡La humildad siempre en las obras de Eduardo! En esas “Notas” hay un ADN familiar que explica muchos factores del carácter y de la vida de Eduardo: la abogacía, la cultura, la beneficencia, la “sevillanía”, rasgos que recibe de su antepasado.
Don José María, el fundador, vasco de muchas generaciones –Eduardo en sus “Notas” se remonta al siglo XVII-, vizcaíno de Bilbao, fue también jurista. Sus grados académicos fueron los siguientes: Bachiller en Leyes por la Universidad de Vitoria, en 1836; Licenciado por la Universidad Central de Madrid, en 1837, y Doctor, en 1841. Ejerció la docencia y la Abogacía. Fue Profesor en la Academia Matritense de Jurisprudencia y Legislación y pasante en el bufete de D. Juan Bravo Murillo, ilustre abogado, político del partido moderado, de ideología liberal, que fue Ministro de Justicia, de Fomento y de Hacienda, Presidente del Consejo de Ministros en 1851, y en 1858, Presidente del Congreso. También en la biografía de Don José María se descubren rasgos que recibe de las enseñanzas de su maestro: la abogacía, la docencia, la política… y Sevilla.
Porque, efectivamente, la biografía de Bravo Murillo está muy vinculada a Sevilla. Su ciudad natal, Fregenal de la Sierra, hoy provincia de Badajoz, dependió entonces administrativamente de esta capital. Aquí estudió Filosofía y Teología y aquí comenzó la carrera de Derecho, que había de terminar en Salamanca, en 1825. El mismo año de su Licenciatura en Derecho vuelve a Sevilla, donde durante nueve años ocupa la Cátedra de Filosofía y ejerce con éxito la abogacía, hasta que en 1834 es nombrado Fiscal de la Audiencia Provincial de Cáceres por el gobierno que presidía el moderado Martínez De La Rosa. Fue después Fiscal de la Audiencia de Oviedo, cargo al que renunció para ejercer en Madrid la abogacía.
En las elecciones a Cortes de 1837 fue elegido Diputado por Sevilla en la lista del partido moderado; pero el motín de la Granja le impidió tomar posesión del escaño.
A José María Ybarra no sólo le vincula con Bravo Murillo la abogacía; como a éste, la política se le cruza en su carrera… y Sevilla, de la que muchas noticias debió de darle de su maestro.
Don José María, leal a la Reina Gobernadora María Cristina, entonces en el destierro, se significó en la política. Su padre decidió retirarlo de los ambientes políticos de Madrid y, a tal fin, le encomendó una ronda de visitas a los agentes de la empresa, que comenzó en Bayona, para continuar por Barcelona, Valencia, Cádiz… y Sevilla, a donde llega en 1842, y aquí se “establece”, como se decía en términos mercantiles, y arraiga. Desde entonces, los YBARRA son parte esencial de Sevilla. Su nombre está ligado a nuestras tradiciones, a nuestro patrimonio cultural, a nuestra Feria, fundada por un vasco –José María Ybarra- y un catalán -llamado Narciso Bonaplata, nada menos-, a la “sevillanía”, el vocablo preferido de Eduardo para expresar el vínculo con el alma de la ciudad.
Y aquí funda Don José María sus empresas; primero, la dedicada a actividades agrícolas, que a su fallecimiento se denominó “Hijos de José María Ybarra” (después, Hijos de Ybarra), y en 1860, la Sociedad VASCO-ANDALUZA, naviera, que en su marca enlazó la V y la A, símbolo de la vida del fundador. A su muerte, se denominó Ybarra y Cía., primero comanditaria y después, anónima. El nombre de su primer buque expresó bien su sevillanía: Itálica.
Eduardo Ybarra atribuía a su bisabuelo algo tan poco normal como “un buen bagaje jurídico, cultural y comercial”, y heredó de él ese caudal, al menos en los tercios jurídico y cultural, porque al comercial sólo dedicó su bagaje jurídico, como asesor de las empresas Ybarra.
Al llegar yo a Sevilla para ocupar la cátedra de Derecho Mercantil de nuestra Universidad, en 1960, creé la Sección Andaluza de la Asociación Española de Derecho Marítimo y en ese empeño conocí a Eduardo en la casa solariega de Ybarra, el viejo palacete de la calle Menéndez y Pelayo, entre maquetas de buques. Eduardo, desde la naviera, apoyó con entusiasmo nuestras actividades, que fueron rotando en cabotaje por las siete provincias portuarias de nuestra región, más Ceuta. Aquellas “Semanas de Derecho Marítimo de Andalucía”, repetidas cada año en diversos puertos, fueron ocasiones de colaboración, de trabajo en común, pero también de conocimiento y de estrecha amistad con un compañero excepcional, excelente abogado, sevillano culto, y lo que es más importante, hombre bueno, cuyos ojos claros transparentaban un alma noble y un señorío que le venía de estirpe.
Nuestras relaciones profesionales se ampliaron también en el Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla, de cuya Asesoría Jurídica fue Director cuando el Monte era Monte y la Caja, Caja.
Abogado de empresas, sus especialidades fueron el mercantil y el marítimo, lo que nos unió más en el ejercicio profesional. Fue un abogado sólido, apoyado en la fortaleza de sus argumentos más que en la apasionada defensa de los intereses de sus clientes, sereno, sin estrépito, excelente compañero, respetuoso y cortés con el contrario en la litis. Vistió la toga con dignidad, con ejemplaridad.
Pero Eduardo no fue sólo asesor jurídico de grandes empresas; fue abogado de pobres, obedeció el mandato del Rey Sabio en las Partidas (III, Tit. VI, Ley V): “e si non oviesse [el cliente “cuiytado] de que le pagar… que lo faga [el Abogado] por amor de Dios”. Por amor de Dios, por su sentido cristiano, caritativo (al que ahora llaman “solidario”), vemos a Eduardo ejercer de abogado en Acción Católica, en Cáritas, en la Santa Caridad, en el Real Patronato de Casas Baratas, en la Fundación Yanduri, en las obras sociales de la Real Maestranza de Caballería, en el Consejo Superior de Hermandades y Cofradías, y en las muchas de las que fue hermano. La “beneficencia”, la virtud de hacer el bien, que era una de las muchas que lo adornaban, fue también herencia recibida de su bisabuelo.
Eduardo, en sus citadas “Notas”, narra cómo han desaparecido las lápidas que recordaban la labor de D. José María Ybarra en la dirección del Real Hospital de San Lázaro, institución que restauró tras la desamortización, y “su generoso desprendimiento en favor de los pobres”, otro ejemplo de la amnesia voluntaria a la que tan proclive es nuestro pueblo.
Fue también D. José María Director del Hospital de las Cinco Llagas y, como reza la lápida dedicada a su memoria en los lavaderos de la casa, “consagró su vida al bien de los pobres”.
Enlaza también la vida académica de Eduardo con la tradición recibida de su bisabuelo, académico de la Matritense de Jurisprudencia y Legislación, como he dicho, de la de Ciencias Eclesiásticas de Madrid y, en Sevilla, de la de Bellas Artes, en reconocimiento de su labor de mecenazgo. Su bisnieto Eduardo lo fue en esta Casa, en la que ocupó el cargo de Director (1993-1999) y alcanzó la distinción de Preeminente. Un compañero respetado, admirado y querido, que enriqueció esa larga pléyade de académicos juristas, a la que pertenecieron José Gascón y Marín, Ángel Camacho, Carlos García Oviedo, Adolfo Rodríguez Jurado, Ignacio De Casso, José Gastalver, Jose Mª López Cepero, Manuel Giménez Fernández, Alfonso De Cossío, Ignacio Mª De Lojendio, Faustino Gutierrez-Alviz, Juan Manzano, José Acedo Castilla, Carlos García Hernández, Lorenzo Polaino.
Me siento representante de quienes hoy continuamos la tradición jurídica de esta Real Academia al rendir homenaje a la memoria de quien fue ejemplo de académico y de abogado.
Eduardo Ybarra merece el mejor epitafio que un abogado puede desear: “Fue un buen jurista, un jurista bueno”.
Manuel Olivencia Ruiz
en acto In Memoriam a Eduardo Ybarra,
Real Academia Sevillana de Buenas Letras