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Dura Lex, Sed Lex

Dura Lex, Sed Lex

De entre los aforismos jurídicos latinos, muchos de ellos insuperables por su capacidad de síntesis definitoria intraducible, hay uno que siempre me produjo rechazo. Viene a decir que la Ley es dura, pero es la ley. Hay que cumplirla a rajatabla. Se olvidó su autor que el Derecho ha de aplicarse con equidad, que es tanto como moderación en la aplicación de la ley positiva. Ejemplo al canto:

Ha sucedido. No es producto de mi invención. En mi despacho se presentó un día la familia de Plácido, pariente que desde hacía años mantenían ingresado en un psiquiátrico, a causa de su psicopatía, costeando entre todos los gastos. Aparte de la factura del establecimiento, los familiares le compraban el tabaco, que Plácido consumía compulsiva y desaforadamente. Era su único vicio, su única ocupación. Dos paquetillos diarios no le podían faltar. Contando con su tabaco, casi no era preciso medicinarle con sedativos. Sus brotes de esquizofrenia se curaban con un cigarro. Era feliz fumando uno tras otro, mientras oía el trinar de los canarios que sor Elia había dispuesto en su habitación. Sus únicos amigos eran el tabaco y el sol que se colaba hasta el fondo de la estancia. Así pasaba sus horas desde que amanecía hasta el ocaso.

Pero un malhadado día, los enfermeros, que revisaban el estado de las habitaciones de los enfermos, se llevaron de su mesilla de noche medio cartón de Ducados, sin avisar. Plácido, enfurecido, se fue a donde sor Elia solía estar. Con exquisito tiento, la religiosa quiso explicarle que su tabaco no había sido hurtado por los enfermeros, sino que había llegado una orden de la Dirección, que aplicaba una nueva Ley por la que se prohibía fumar en el psiquiátrico. Vanos fueron los intentos de hacerle comprender que no había más remedio que cumplirla, so pena de cuantiosas multas, e incluso la sanción del cierre.

No puedo describir el estado en que Plácido volvió a su dormitorio. Habría que penetrar en su desencuadernada mente. Se tumbó en la cama y, soñando con el humo, al rato quedó dormido. Al despertar, ensayó el ademán de coger la cajetilla, rebrotando su indignación al recordar que ya no tenía tabaco para fumar. Se dedicó a medir con sus pasos la habitación, pensando en la solución posible.

Decidió escapar, algo que nunca se le había pasado por la cabeza. Sería al anochecer, cuando todos duermen. Saltó la tapia no sin dificultad, y se encontró con la ciudad dormida bajo una sábana de niebla. Sin saber a donde dirigirse, deambuló por el barrio buscando un lugar en donde le dieran un cigarro. Todo estaba cerrado y mudo. Hacía frío, mucho frío. Plácido, cansado de caminar y tiritando, se metió en un portal. Acurrucado en un rincón, se desvaneció entre alucinaciones. Vio con claridad que su hermano, entre brillantes nubes blancas, le traía su tabaco …

Amanecía en Sevilla. El sol, todavía joven, luchaba por disipar la capa de niebla. Los camiones comenzaban a repartir sus productos. Los comercios descorrían con estruendo las persianas metálicas de sus tiendas. Los pájaros abandonaban los naranjos piando estrepitosamente. En un zaguán, el cuerpo de Plácido yacía dulcemente dormido, con una expresión beatífica. Él ya no estaba allí. Había volado raudo al paraíso del tabaco, en donde era permitido fumar cuanto se quisiera.

“Dura lex, sed lex”…

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