Dos aguerridas féminas
Me he sentado ante el teclado de este artilugio con el que tan desmañadamente me las apaño y al que tengo más por obra diabólica que por invención humana, con el ánimo bien dispuesto a recoger en esta página algún recuerdo más de los que suelen fluir del hontanar de mi memoria cuando vuelvo la vista hacia los gozosos –y pronto lueñes- tiempos de mi peregrinaje por el mundo del Derecho.
Ahora mismo, por ejemplo, tengo viva la evocación de Antonia, una cliente que tuve años ha y que, por su natural levantisco, se bastaba ella sola para evitar la ociosidad de su abogado. Era mujer ya saturnina, arisca en el trato, como acabo de apuntar, con la que la Madre Naturaleza se mostró cicatera en la adjudicación de dones personales. Manejaba, a su capricho y de espaldas al buen juicio, un patrimonio de cierta importancia que, en otras manos, hubiera producido un rendimiento más que estimable. Pero ella, analfabeta de una pieza, ni solicitaba ni admitía asesoramiento ni consejos de clase alguna cuando se trataba de realizar actos de disposición sobre sus bienes. No obedeciendo más que a sus propios impulsos, llevaba a cabo las más disparatadas transacciones. Una de ellas fue la venta de un piso que tenía alquilado, por el que percibía una sustanciosa renta. Lo malvendió, según su uso y costumbre, sin encomendarse a Dios ni al diablo, ni siquiera a su abogado.
Una tarde, Antonia se presentó en mi despacho, presa de un ataque de nervios. De sus saltones ojos brotaban chispas, como si de pedernal se tratara.
– ¡Quiero denunciar al tipo ese! ¡Por sinvergüenza! ¡Por granuja!
El tipo ese, tan espernible para la iracunda señora, era el arrendatario del piso que había vendido.
– ¡Será canalla el tío! Pues no que va y se presenta en mi casa a pedirme un retrato… ¿Un retrato, le voy a dar yo? ¡Una mierda! No sabe ese que yo soy una mujer muy decente, y que yo no le doy un retrato mío a ningún tío… ¡A patás lo he echao!
Me costó mucho explicarle, aunque me pareció que en vano, que lo que aquel hombre quería no era una fotografía suya, sino ejercer su derecho de retracto….
Otro recuerdo que ahora me ronda por el caletre también tuvo por protagonista a una mujer. Este episodio me lo refirió un funcionario del Juzgado donde se desarrolló. Fue así que una joven, plena de encantos, hubo necesidad de comprar un sujetador, para lo que acudió a una corsetería. Según apreciación directa de los que alcanzaron a conocerla, a la prenda a adquirir le esperaba bastante que sujetar, pues que, al contrario que con mi vieja cliente Antonia, con ésta la Naturaleza se mostró pródiga a la hora de repartir protuberancias pectorales.
Ya en su casa, y en el trance de hacer uso del receptáculo textil, la muchacha comprobó que éste carecía de la capacidad necesaria para cumplir adecuadamente el fin pretendido, ya que o faltaba continente o sobraba contenido. Esta circunstancia le movió a personarse en la tienda con la justa pretensión de que le cambiaran el sostén por otro de talla superior.
Seguro que la dependienta que la atendió, enteca ella, no pudo reprimir el pellizco de la envidia, ante la parquedad de sus gemelas frente a aquel alarde de poderío. El caso es que lamentó no poder aceptar la reclamación, arguyendo que tratándose de prendas de uso íntimo no se admitía la devolución. La compradora no se resignaba a quedarse algo que le resultaba inútil, ni la vendedora accedía al trueque pretendido. Esta disparidad de criterios, manifestada en principio de forma comedida por ambas partes, fue ganando elevación por su tosquedad, hasta desembocar en el fuego cruzado de los más sonoros dicterios. Así, hasta que, asaz caliente ya la sangre de las féminas, por el aire cruzó el sonido de la primera bofetada, a la que siguieron otras, y reiterados intentos de que el pelo de la respectiva rival abandonara su asentamiento natural, amén de otros contactos nada cariñosos.
Como no podía ser de otra forma, aquella trifulca terminó en un juicio de faltas, que se celebró en uno de los Juzgados de Distrito de nuestra ciudad. Pormenorizadas y punzantes fueron las declaraciones de una y de otra; especialmente prolija en detalles y reiterativa iba resultando la de la compradora, que insistía en el mismo argumento:
– …porque, vamos, digo yo, que no me iba a quedar con una prenda que me estaba chica, porque a ver cómo me ponía yo un sujetador que no era de mi talla…
El juez – que Gloria haya- sobrio en su porte y fino en sus modeles, notó decaer su paciencia, por lo que hubo de atajar la irrestricta verborrea de la justiciable:
– ¡Basta señorita! Ya nos hemos enterado de que el sujetador no era de su talla. Ahora, por favor, prueba.
A la joven, se le arreboló súbitamente el rostro ante aquella incitación:
– ¿Prueba, ahora? ¡Ay, qué vergüenza, señor juez! Aquí, delante de tanta gente…