¿Debemos alegrarnos de la muerte del positivismo jurídico?
Sin duda, el positivismo jurídico [PJ en lo sucesivo] es la teoría jurídica moderna por antonomasia. Aunque los orígenes históricos del concepto “Derecho positivo” puedan rastrearse muy atrás en el tiempo (remontándose, como mínimo, hasta la noción aristotélica de “lo justo legal [nomikón díkaion]”, definida por contraposición a “lo justo natural”)(1), y aunque quepa discernir atisbos iuspositivistas en autores preliberales como Marsilio de Padua o Hobbes, no cabe duda de que la cristalización del PJ como concepción iusfilosófica hegemónica se produce al unísono con –y es en buena parte consecuencia de- fenómenos histórico-políticos asociados a las revoluciones liberales y a la consolidación del Estado moderno: soberanía nacional, separación de poderes, Estado de Derecho, codificación, primacía de la ley escrita sobre las demás fuentes … A principios del siglo XIX culmina un proceso de estatalización del Derecho que llevaba en marcha desde finales de la Edad Media: la poliarquía y el pluralismo jurídico medievales son reemplazados por un escenario monista en el que el Estado nacional recaba para sí el monopolio absoluto de la producción jurídica. La Codificación, precisamente, proporciona un paradójico nexo de continuidad entre el iusnaturalismo racionalista de los siglos XVII y XVIII y el PJ del XIX: el código –ley omnicomprensiva, definitiva- será visto por muchos como la plasmación, la realización efectiva del Derecho natural. Un iusnaturalista que crea eso se transforma inevitablemente en iuspositivista: no tiene sentido seguir invocando al Derecho natural como instancia desde la que juzgar o criticar al Derecho positivo, pues la ley natural ha sido ya positivizada, ha convergido con la realidad histórica. El dualismo iusnaturalista cede así paso –precisamente en virtud de su victoria- al monismo positivista (la convicción de que –como escribirá Friedrich J. Stahl- “Derecho y Derecho positivo son conceptos sinónimos”).
El PJ conoció, pues, su apogeo en el siglo XIX (Escuela de la Exégesis en Francia, analytical jurisprudence en Gran Bretaña, allgemeine Rechtslehre en Alemania) y primer tercio del siglo XX. En la actualidad, el PJ es una ideología jurídica en claro repliegue, declarada extinta por muchos teóricos del Derecho, aunque aún vindicada en una postrera y minimalista versión (el llamado “positivismo incluyente”; la autenticidad de sus credenciales positivistas, por cierto, es objeto de una controversia que no es del caso exponer aquí) por algunos autores importantes (J. Coleman, W.J. Waluchow, Ph. Soper). Las razones del declive del PJ como concepción jurídica hegemónica están probablemente vinculadas con la obsolescencia del marco histórico-político –soberanía estatal “absoluta” (hoy erosionada al decir de muchos por la globalización), monopolio de la producción jurídica por el legislador estatal (hoy desafiado por la creciente relevancia de las normas transnacionales), etc.- del que aquél era racionalización o reflejo teórico. La estrategia defensiva adoptada por los que cabría llamar “tardopositivistas” ha consistido –desde H.L.A. Hart en adelante- en un “repliegue o descarga de lastre” (P. Serna)(2) en virtud del cual se abandonan doctrinas que en épocas anteriores habían formado parte del acervo positivista (las que N. Bobbio enumeró en un célebre trabajo como integrantes del “positivismo teórico”: teoría de la coacción [“el iuspositivismo define el Derecho en función del elemento de la coacción”]; teoría de la legislación como fuente principal del Derecho; concepción imperativista de la norma jurídica; teoría de la coherencia [inexistencia de antinomias] y la plenitud [inexistencia de lagunas] del ordenamiento jurídico; teoría de la interpretación mecanicista de la norma [ideal del “juez-autómata”]), produciéndose un “atrincheramiento” final en torno a dos o tres ideas fundamentales.
Fue, precisamente, H.L.A. Hart quien redefinió en un famoso trabajo de 1980 el “contenido mínimo” de este PJ adelgazado; propuso tres tesis, de las que aquí apenas podemos referirnos a dos. La primera es la separabilidad conceptual de Derecho y moral: “aunque existen numerosas e importantes conexiones entre el Derecho y la moral, de modo que frecuentemente hay una coincidencia o solapamiento de facto entre [ambos] […], tales conexiones son contingentes, no necesarias lógica ni conceptualmente”(3). Es una tesis ya inequívocamente presente en los clásicos del PJ anglosajón: J. Bentham (con su distinción entre “jurisprudencia expositiva”, que se ocupa del Derecho que es, y “jurisprudencia censoria”, dedicada al Derecho que debería ser) y J. Austin (“la existencia del Derecho es una cosa; su mérito o demérito, otra”); fue también, por supuesto, una de las tesis más enconadamente defendidas por Hans Kelsen, el más grande entre los iuspositivistas: “el Derecho positivo y la Moral son dos órdenes normativos distintos uno del otro”.
La segunda es la tesis de las “fuentes sociales” del Derecho: “para que el Derecho exista, debe haber alguna forma de práctica social que determine […] los criterios o tests últimos de validez jurídica”(4). El Derecho se autodefine: el propio Derecho tendrá que establecer –mediante las “reglas de reconocimiento” pertinentes- las condiciones de validez jurídica, las “marcas” que permiten identificar a una norma como perteneciente al sistema. Esto implica que “nada es Derecho por naturaleza” (por su propia razonabilidad o bondad), y que “el Derecho puede tener cualquier contenido” (Kelsen)(5): Derecho es lo que los miembros de un grupo social decidan considerar tal. Esta autorreferencialidad implica la definitiva emancipación del Derecho respecto de tutelas morales o teológicas: la juridicidad de una norma no puede quedar pendiente del dictamen de un “no jurista” (el moralista, el teólogo …); la validez de una norma dependerá de criterios estrictamente jurídicos, definidos por el propio Derecho. El Derecho es positum (“puesto” por el legislador … y el legislador puede “poner” cualquier cosa), esencialmente convencional.
Incluso este último “núcleo duro” del PJ ha sido objeto, por supuesto, de críticas penetrantes. Llegó a convertirse en una referencia clásica el alegato antipositivista de Gustav Radbruch (quien, bajo el impacto de los crímenes de las décadas 30-40, protagonizó un giro espectacular hacia posiciones neoiusnaturalistas). Radbruch acusó al PJ de haber facilitado las cosas a la barbarie nazi, habituando a los juristas alemanes al acatamiento incondicional del Gesetz als Gesetz: “el nacionalsocialismo supo encadenar a sus adeptos –en ocasiones los soldados, en otras los juristas- por medio de dos principios: “una orden es una orden” y “la ley es la ley”. […] [Este principio] Era la expresión del pensamiento jurídico positivista, que durante muchas décadas dominó casi sin rival a los juristas alemanes”(6). Sostuvo que -si se querían evitar en lo sucesivo aberraciones jurídicas y crímenes de Estado como los cometidos por el régimen nazi- resultaba imprescindible el retorno a la perspectiva iusnaturalista y el reverdecimiento de la doctrina tomista de la corruptio legis (la ley positiva que desafía frontalmente al Derecho natural no es verdadera ley, sino “corrupción de la ley”): “[Cuando] el conflicto entre la ley positiva y la justicia alcanza una dimensión insoportable […], [cuando] la justicia ni siquiera es buscada, cuando la igualdad, que es el núcleo de la justicia, es negada conscientemente por el Derecho positivo (como en las Leyes de Nüremberg [1935], que privaban a los judíos de la condición de ciudadanos), entonces la ley positiva no es simplemente “Derecho incorrecto”, sino que más bien carece totalmente de naturaleza jurídica”(7).
La idea según la cual el influjo del PJ explicaba en alguna medida la decepcionante aquiescencia del estamento jurídico alemán hacia los desmanes nazis (una idea rechazada por los propios positivistas como simplista reductio ad Hitlerum del dilema iusnaturalismo-PJ) se encuentra en el origen del llamado “neoconstitucionalismo”: el tránsito desde el Estado de Derecho (formal) del XIX al “Estado de derechos” (o “Estado de Derecho material”), cuya vanguardia representan las nuevas constituciones de la segunda posguerra (Francia 1946, Italia 1947, Alemania 1949, etc.), mucho más comprometidas con los derechos humanos y los valores democráticos que sus antecesoras. Se comprende ahora que el “principio de legalidad” no es garantía suficiente para la libertad; es preciso, pues, “dar a los derechos un fundamento más sólido que el proporcionado por la ley estatal” (8); un anclaje indestructible, indisponible, situado “por encima” de la legalidad positiva y del principio democrático (pues las mayorías pueden volverse contra los derechos y la dignidad humanos, como ocurrió cuando los votantes alemanes elevaron democráticamente a los nazis al poder). Las principales características del modelo neconstitucional –constituciones más rígidas [procedimientos agraviados de reforma], blindaje de los derechos fundamentales, creación de tribunales constitucionales que asumen el control de constitucionalidad de la legislación, “fuerza normativa directa” de la Constitución que permite a ésta irradiar sobre la totalidad del sistema sin pasar necesariamente por la mediación legislativa- son interpretables como una autorrestricción de la soberanía democrática, que, como Ulises atándose al mástil, intenta vacunarse a sí misma frente a eventuales raptos de locura totalitaria similares al experimentado por los alemanes en los años 30.
Todos esos rasgos del neoconstitucionalismo, a su vez, son interpretados por muchos como definitiva sentencia de muerte para el PJ. Por ejemplo, la nítida separación positivista entre Derecho y moral parece desafiada por la triunfal incorporación de valores y principios morales –libertad, dignidad humana, igualdad, etc.- a la norma suprema (y, lo que es más importante, erigidos en criterios de validez jurídica: las normas incompatibles con tales valores resultan eo ipso anulables por los tribunales constitucionales). El neoconstitucionalismo, por lo demás, parece implicar “el triunfo indiscutible de los principios”(9) sobre las normas. Los preceptos constitucionales, en efecto, parecen en muchos casos más próximos al “modelo de los principios” (sin un supuesto de hecho y una consecuencia jurídica claramente definidos, necesitados de ponderación, “combinables” con otros principios, etc.) que al “modelo de las reglas” (taxativas, aplicables en la forma del “todo o nada”) (10): pensemos, por ejemplo, en el art. 14 de nuestra Constitución (“igualdad ante la ley”), en el 9 (“participación efectiva de los ciudadanos en la vida política, económica y cultural”), en el 16 (“libertad ideológica y religiosa”), y tantos otros. Este renovado protagonismo de los principios en la cúspide del sistema jurídico parece reforzar el crédito de la visión del Derecho defendida por Ronald Dworkin (el más influyente iusfilósofo antipositivista de las últimas décadas del siglo XX, defensor de una teoría holística del “Derecho como integridad” que difumina deliberadamente las nítidas fronteras normativas [Derecho-moral y Derecho-política] que el PJ tan laboriosamente había delimitado, al tiempo que recusa el “estrecho normativismo” del PJ y reivindica la importancia de los principios)(11).
El panorama antes descrito no deja de tener aspectos inquietantes: concretamente, creo que la cultura jurídica actual podría incurrir en un “optimismo iusfilosófico” panglossiano, prematuro e infundado. El jurista contemporáneo (post-positivista, neoconstitucionalista, etc.) corre el riesgo de terminar razonando en estos términos: “la separación positivista Derecho-Moral ha sido abolida, los valores morales se han incorporado al sistema jurídico, las válvulas de seguridad neoconstitucionales (tribunales constitucionales, rigidez constitucional, tablas de derechos fundamentales, etc.) hacen impensable la recaída en la pesadilla totalitaria … ¡estamos salvados!”. Existe el peligro de que depongamos demasiado pronto la actitud de vigilia crítica, de que sucumbamos a la resonancia seductora de la palabra “principios”, de que terminemos tributando a la Constitución el mismo tipo de veneración incondicional que el positivista decimonónico dispensaba a la ley ordinaria; habríamos pasado así del Gesetz als Gesetz al Verfassung als Verfassung, recayendo en la peor forma de positivismo: la que Bobbio llamó “positivismo ideológico” (a saber, la tesis según la cual toda norma jurídica válida es también justa)(12).
Así como los tribunales constitucionales y las tablas de derechos fundamentales no convierten automáticamente a nuestros sistemas jurídicos en la Jerusalén celeste, tampoco deberíamos considerarnos definitivamente tranquilizados por la creciente relevancia jurídica de “los principios”. Hart argumentó este punto agudamente en su último escrito (el Postscript a El concepto del Derecho, publicado en 1994): Dworkin parece a veces dar ingenuamente por supuesto que los principios que inspiran al Derecho van a ser en cualquier caso los correctos(13). El “principialismo” no garantiza por sí mismo la aceptabilidad moral del contenido del Derecho: un Derecho de principios puede ser más inmoral que un Derecho de reglas. El sistema jurídico nazi fue, precisamente, muy poco “normativista” y sí muy “principialista” (la oportuna invocación del “sano sentimiento popular”, por ejemplo, daba vía libre a los más terribles “desafueros con forma legal [gesetzliche Unrechte]”, como denunció Radbruch).
Viniendo a desafueros “principialistas” más actuales, merece la pena examinar la legalización del aborto en EEUU desde el ángulo de la dialéctica positivismo-postpositivismo. Como es sabido, dicha legalización tuvo lugar en virtud de la sentencia Roe vs. Wade (22-01-1973), en la que el Tribunal Supremo federal declaró inconstitucionales las leyes prohibidoras o restrictivas del aborto voluntario vigentes en aquel momento en los cincuenta Estados norteamericanos. La Constitución norteamericana no dice una sola palabra sobre aborto, pero los jueces estimaron que el derecho de la mujer a interrumpir su embarazo estaría tácitamente incluido en el “derecho a la intimidad” (el cual, a su vez, estaría implícito en la due process of law clause de la Decimocuarta Enmienda: “ningún Estado [de los EEUU] privará a persona alguna de su vida, su libertad o su propiedad sin el debido proceso legal”). Una claúsula diseñada para proteger la vida y el patrimonio de las personas se convierte así –en virtud de esta interpretación “creativa”, que se mueve, en palabras del propio Tribunal, entre “penumbras formadas por emanaciones”(14)- en coartada jurídica para el exterminio de los seres humanos concebidos pero no nacidos(15).
Nótese que en Roe vs. Wade están presentes todos los rasgos post-positivistas y “neconstitucionales” que hemos sintetizado supra: “fuerza normativa directa” de la Constitución (el pronunciamiento del Supremo impide que los legislativos de los Estados aprueben en lo sucesivo leyes restrictivas del “derecho” al aborto: la Constitución prevalece avasalladoramente sobre la ley ordinaria); papel central de los órganos que ejercen el judicial review o control de constitucionalidad de las leyes (en el caso de EEUU, el Tribunal Supremo); relevancia de los principios, en detrimento de las normas (el principio constitucional de “debido proceso legal” prevalece –en la libérrima interpretación que hace de él el Tribunal- sobre las docenas de leyes estatales restrictivas del aborto); autorrestricción “a lo Ulises” de la soberanía democrática (la mayor parte de la opinión norteamericana –según acreditan numerosas encuestas- es contraria al aborto libre(16); pero Roe vs. Wade, al decretar que el derecho al mismo está “implícito” en la Constitución, impide que la voluntad popular encuentre la plasmación legislativa pertinente: no pueden siquiera convocarse referenda al respecto; la cuestión ha sido simplemente sustraída a la capacidad de autodeterminación democrática del pueblo).
Puede resultar igualmente ilustrativo el hecho de que Ronald Dworkin -debelador del PJ, campeón de los “principios”- sea un ardiente defensor de Roe vs. Wade. La primera parte de su obra Freedom’s Law contiene una defensa a ultranza de la “lectura moral” [sic] de la Constitución, esto es, la conveniencia de que los jueces del Supremo interpreten “moralmente” el texto bicentenario (y extraigan de él la autorización para la carnicería prenatal). “La lectura moral –sostiene Dworkin- introduce la moral política en el corazón del Derecho constitucional”(17). Los constituyentes sembraron en la carta magna una serie de principios jurídico-morales muy generales, que requieren un desarrollo y una proyección actualizados, que sólo los jueces pueden, según Dworkin, operar. En esa labor de concreción o actualización, los jueces deben tener en cuenta el contexto histórico (que ayuda a elucidar lo que los constituyentes querían decir cuando escribieron lo que escribieron), los precedentes judiciales, el contenido del resto de la Constitución y del resto del sistema jurídico (principio de “integridad”)(18)… Aunque a la postre, reconoce Dworkin, resulta inevitable que las decisiones del juez-intérprete se vean influenciadas también por sus “convicciones privadas sobre la justicia”(19).
La objeción según la cual resulta poco democrático –“elitista, antipopular, antirrepublicano”(20) – que un puñado de jueces supuestamente esclarecidos arrebate definitivamente al pueblo la posibilidad de decidir sobre cuestiones morales fundamentales respondería, según Dworkin, a una visión primaria y meramente cuantitativista de la democracia. Dworkin defiende, por el contrario, una “concepción constitucional de la democracia”: las mayorías no pueden decidir cualquier cosa; el gobierno de las mayorías sólo puede operar en el espacio delimitado por un marco constitucional previo, un marco cuyas premisas no están sometidas a la decisión de aquéllas. Estas condiciones previas –sustraídas al debate democrático- son resumibles en la exigencia de que “todos los miembros de la comunidad sean tratados con igual consideración y respeto”(21); “el mayoritarismo no garantiza el autogobierno a menos que todos los integrantes de la comunidad en cuestión sean miembros morales de la misma” (por ejemplo: “los judíos alemanes no eran miembros morales de la comunidad política que intentó exterminarlos, aunque habían votado en las elecciones que condujeron a Hitler a la cancillería”)(22). Esta “pertenencia moral a la comunidad” –que es un prius respecto al funcionamiento de la democracia, y por tanto no debe verse afectado por lo que puedan decidir las mayorías- parece coincidir con lo que suele conocerse por derechos fundamentales: “se trata de condiciones relacionales: describen cómo debe ser tratado un individuo por una comunidad política genuina […]; [la pertenencia moral] proporciona a la persona una participación en las decisiones colectivas [Isaiah Berlin: “libertad positiva”], pero también cierto grado de independencia frente a ellas [“libertad negativa”]”(23). En definitiva, Dworkin está reafirmando uno de los principios básicos del neoconstitucionalismo: los derechos fundamentales son intocables, no están sometidos al debate democrático o la regla de las mayorías: ni siquiera el voto mayoritario debe poder menoscabarlos.
Ahora bien, Dworkin está convencido de que dichos derechos fundamentales incluyen la libertad de la mujer para matar a su hijo en gestación. Dicha facultad vendría incluida en el “derecho de la mujer a controlar su propio papel en la procreación”; derecho que, a su vez, estaría incluido en el derecho a la intimidad, a su vez implícito en el “debido proceso legal” e “igual protección de las leyes” contemplados por la Decimocuarta Enmienda. Según Dworkin, la cuestión decisiva no es “si el feto es una persona en el sentido metafísico”, sino “si el feto es una persona en el sentido constitucional”(24). Esta segunda cuestión sólo puede recibir, en su opinión, una respuesta negativa: de hecho, incluso los antiabortistas -al defender la tesis según la cual la Constitución no dice nada sobre la admisibilidad o inadmisibilidad del aborto, y que por tanto el pueblo y el Congreso deben ser libres para decidir en un sentido u otro- estarían concediendo implícitamente que el feto no es una persona en sentido constitucional (pues, si lo fuera, habría que exigir categóricamente su protección, en lugar de limitarse a pedir que el pueblo pueda votar sobre ello)(25).
He aquí, pues, a unos jueces “activistas” que fuerzan la letra de la Constitución y usurpan la función legislativa en nombre de los “principios”; y he aquí al más importante jurista post-positivista de nuestro tiempo aplaudiendo entusiásticamente la usurpación … Es fácil inferir algunas lecciones. Cuando difuminamos la frontera Derecho-moral, cuando el tenor taxativo de las leyes queda relativizado por la intrusión de “los principios” … lo que penetra en el sistema jurídico no es ya la moral tradicional, sino la influencia del paradigma ético “progresista” (sesentayochista, secularizador, hedonista, permisivo …) que ha alcanzado la hegemonía cultural en Occidente en las últimas décadas. Los conservadores más avisados comienzan a comprenderlo: cuidado con abrir confiadamente las ventanas del Derecho a “los principios” o a “la moral” … porque lo que entrará por ahí será el diktat de la cultura dominante (abortismo, relativismo, ideología de género …)(26). Se trata, simplemente, de entender de una vez que los conservadores (los que creemos en el derecho a la vida de los no nacidos, en el matrimonio, en el papel positivo de la religión en la sociedad, etc.) hemos pasado a ser “la resistencia”, la oposición cultural, la “cultura disidente”(27).
¿Significa eso que los conservadores debamos volvernos iuspositivistas de estricta observancia? No necesariamente. Pero si nos vemos forzados a escoger entre los dos modelos más importantes que parecen dominar el debate iusfilosófico en los últimos treinta años –a saber, el positivismo “suave” [soft positivism] de Hart frente al principialismo “neoiusnaturalista” de Dworkin- bien pudiera ser que resulte más atractivo el primero. O, dicho en otros términos: un iusnaturalista tradicional –a la manera tomista; o, buscando un referente más contemporáneo, a la manera de John Finnis- tiene muchas razones para desconfiar del peculiar “iusnaturalismo” dworkiniano, con su énfasis en la mutabilidad y contingencia de los principios (los principios, dice Dworkin, “se desplazan y mutan tan rápido que el comienzo de nuestra lista habría quedado obsoleto antes de que hubiéramos alcanzado la mitad”(28): ¿no es esto una declaración confesa de relativismo moral?) y su creencia en jueces “hercúleos” dotados de una especie de omnisciencia ética que les permite descubrir y aplicar “principios” llamados a prevalecer sobre las normas aprobadas por órganos legislativos democráticamente legitimados.
La cuestión ha sido –creo- correctamente enfocada por Robert P. George (entre otros lugares, en su trabajo “Natural Law, the Constitution, and Judicial Review”). George es un iusnaturalista tradicional, afín a John Finnis y Germain Grisez: cree, como han creído siempre los iusnaturalistas, que las leyes positivas deben reflejar el Derecho natural. Ahora bien, indica George, el Derecho natural mismo “no resuelve la cuestión de si corresponde al poder legislativo o al judicial la función de verificar si el Derecho positivo se corresponde con el Derecho natural y respeta los derechos naturales”(29). Se trata de una cuestión que cae bajo la jurisdicción –la determinatio, diría Santo Tomás- del legislador positivo (la ley positiva puede optar entre un sistema primordialmente legislativo o uno primordialmente jurisdiccional). Y, en el caso del sistema norteamericano, la cuestión ha sido zanjada con suficiente claridad por la Constitución: el desarrollo del Derecho natural y la protección de los derechos naturales corresponde primordialmente a las instituciones democráticas de autogobierno, y no a los tribunales(30). Precisamente porque es un verdadero iusnaturalista, George disiente radicalmente del pseudo-iusnaturalismo judicialista de Dworkin; su posición, en este sentido, es muy próxima a la del juez Robert Bork: “estoy lejos de negar que exista un Derecho natural, pero sí niego que hayamos concedido a los jueces la autoridad para desarrollar dicho Derecho, y niego que los jueces tengan un acceso al [conocimiento del] Derecho natural mayor del que tenemos el resto de nosotros”(31).
Bork pone el dedo en la llaga: el “principialismo” dworkiniano encubre una visión insoportablemente “elitista” del conocimiento moral: presupone una lucidez ética superior en una vanguardia de esclarecidos, siempre dispuestos a corregirles la plana a los atrabiliarios constituyentes y a “salvar de sí mismo” al pueblo reaccionario e ignorante; se trata, en definitiva, como ha escrito Martín Alonso, de “amoldar la nación al gobierno, no siempre ilustrado, de los jueces federales, cuyo ingenio es extremadamente fértil para descubrir sedicentes derechos (al aborto, al secularismo, a la inmigración ilegal […]) en la voluntad presciente de los Padres Fundadores”(32). Una cosa es creer que existen verdades morales objetivas y que éstas deben informar la legislación positiva, y otra, como indica George, dar por supuesto que “aquellos conciudadanos que no son jueces del Tribunal Supremo sean menos competentes en el discernimiento de cuestiones morales de importancia que aquellos que lo son” (en realidad, añade, “nada en el registro histórico inclina a pensar que los jueces sean más lúcidos en el descubrimiento de la verdad moral que los no jueces”)(33).
A mi modo de ver, el debate iusfilosófico contemporáneo es interpretable en buena parte como un reflejo del gran combate cultural (grosso modo, conservadores vs. “progresistas”) que divide a las sociedades occidentales. En EEUU, los “progresistas” denigraron en su momento el activismo judicial, la desnaturalización de la democracia y la usurpación por el Supremo de competencias legislativas … en la época en que los jueces eran todavía conservadores e intentaban invalidar las leyes socialdemócratas (New Deal) de la administración Roosevelt(34). El bando “progresista” -que sabe que disfruta ahora de la hegemonía cultural- ha pasado últimamente a defender una concepción del Derecho abierta e indeterminada, que haga a éste lo más poroso posible a las concepciones morales dominantes(35). A los conservadores nos toca ahora redescubrir las virtudes de la certeza jurídica, de la nítida separación de esferas, de la limpidez conceptual … Ambos bandos dirán que no les mueven motivaciones ideológicas: jurarán que sus concepciones del Derecho –más o menos integracionista-principialistas, más o menos “positivistas”- obedecen a consideraciones estrictamente teóricas, filosóficas, ajenas a la ideología(36). Por mi parte, no puedo dejar de percibir que lo que se agita detrás –haciendo inteligible la evolución de las posiciones de unos y otros- es el gran combate intelectual y moral de nuestro tiempo (mucho más importante, por cierto, que todas las disquisiciones iusfilósoficas “desinteresadas” y todas las agudas distinciones conceptuales).
NOTAS
1. “[Justicia legal es] la de aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo […] [Es] justicia fundada en la convención y en la utilidad […]” (Aristóteles, Etica a Nicómaco, V, 7, trad. de M. Araujo y J. Marías, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 81).
2. Vid. Serna, P., “El inclusive legal positivism ante la mirada del observador”, en Ramos Pascua, J.A. – Rodilla González, M.A. (eds.), El positivismo jurídico a examen: Estudios en homenaje a José Delgado Pinto, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2006, p. 488.
3. Hart, H.L.A., “El nuevo desafío al positivismo jurídico”, trad. de L. Hierro, F. Laporta y J.R. Páramo, Sistema, 36 (mayo de 1980), p. 4.
4. Hart, H.L.A., “El nuevo desafío al positivismo jurídico”, cit., p. 5.
5. “El Derecho puede tener cualquier contenido, pues ninguna conducta humana es por sí misma inepta para convertirse en el objeto de una norma jurídica” (KELSEN, H., Teoría pura del Derecho [ed. de 1953], trad. de M. Nilve, Eudeba, Buenos Aires, 1989, p. 136).
6. Radbruch, G., “Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht” [1946], en Kaufmann, A.–Backmann, L.E.(eds.), Widerstandsrecht, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1972, p.349
7. Radbruch, G., op.cit., p. 356.
8. Zagrebelsky, G., El Derecho dúctil: ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, Trotta, Madrid, 1995, p. 65.
9. Prieto Sanchís, L., Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México DF, 1997, p. 33.
10. “[L]as normas constitucionales […] son prevalentemente principios. […] Sólo los principios desempeñan un papel propiamente constitucional, es decir, “constitutivo” del orden jurídico. Las reglas, aunque estén escritas en la Constitución, no son más que leyes reforzadas por su forma especial. Las reglas, en efecto, se agotan en sí mismas, es decir, no tienen ninguna fuerza constitutiva fuera de lo que ellas mismas significan” (ZAGREBELSKY, G., El Derecho dúctil, cit., p. 110).
11. Para la distinción dworkiniana de normas y principios, vid. DWORKIN, R.M., “The Model of Rules”, en DWORKIN, R.M., Taking Rights Seriously, Duckworth, Londres, 1978, p. 20 ss.
12. Sobre el “positivismo ideológico”, vid. BOBBIO, N., El positivismo jurídico, trad. de R. de Asís y A. Greppi, Debate, Madrid, 1993, p. 143.
13. Cf. HART, H.L.A., “Postscript”, en HART, H.L.A., The Concept of Law, with a postcript edited by Penelope A. Bulloch and Joseph Raz, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 268.
14. “Penumbras formed by emanations from various specific guarantees in the Bill of Rights”: cf. Griswold vs. Connecticut, 381 U.S. (1965), p. 484.
15. En efecto, como indica Robert P. GEORGE, en caso de que se quiera “forzar” a la Constitución a decir algo sobre el aborto, la lectura más lógica sería la que estima que los seres humanos no nacidos tienen derecho, como todos los demás, a “la igual protección de las leyes”. Cf. GEORGE, R.P., “Our National Sin”, en www.touchstonemag.com/docs/issues/14.5docs/14-5pg10.html
16. En 2003, un 60% de encuestados consideraba “demasiado permisiva” la regulación actual (encuesta CBS-New York Times, enero de 2003 [citado en MARCO, J.Mª, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid, 2007, p. 290]).
17. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, en DWORKIN, R.M., Freedom’s Law: The Moral Reading of the American Constitution, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1997, p. 2.
18. Vid. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., pp. 9-11.
19. “Text and integrity do act as important constraints […]. But though these constraints shape and limit the impact of convictions of justice, they cannot eliminate that impact” (DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., p. 37).
20. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., p. 20.
21. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., p. 17.
22. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., p. 23.
23. DWORKIN, R.M., “The Moral Reading …”, cit., p. 24.
24. DWORKIN, R.M., “Roe in Danger”, en Freedom’s Law, cit., p. 46.
25. DWORKIN, R.M., “Roe in Danger”, cit., p. 48.
26. “[A]cceptance of judicial authority to enforce natural law will likely result in decisions incorporating into our constitutional law the modern liberal view of morality” (GEORGE, R.P., “Natural Law, the Constitution, and Judicial Review”), en GEORGE, R.P., The Clash of Orthodoxies: Law, Religion and Morality in Crisis, ISI Books, Wilmington (De.), 2001, p. 181).
27. Sobre la cultura de la vida como “cultura disidente”, cf. HIMMELFARB, G., One Nation, Two Cultures, Random House, Nueva York, 2001, p. 124 ss.
28. DWORKIN, R.M., “The Model of Rules I”, cit., p. 44.
29. GEORGE, R.P., “Natural Law, the Constitution …”, cit., p. 179.
30. GEORGE, R.P., “Natural Law, the Constitution …”, cit., p. 182.
31. BORK, R.H., The Tempting of America: the Political Seduction of the Law, Touchstone, Nueva York, 1991, p. 66.
32. ALONSO, M., La ciudad en la cima, Tébar, Madrid, 2008, p. 146.
33. GEORGE, R.P., “Natural Law, the Constitution …”, cit., p. 203. Sobre el neoconstitucionalismo como “elitismo moral”, cf. WALDRON, J., “A Right-Based Critique of Constitutional Rights”, Oxford Journal of Legal Studies, 13 (1993), pp. 36-38; BAYÓN, J.C., “Derechos, democracia y constitución”, en LAPORTA, F.J.(ed.), Constitución: problemas filosóficos, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003, pp. 399-420.
34. El presidente Roosevelt clamaba contra los “nueve ancianos” que, extralimitándose en sus atribuciones constitucionales, intentaban imponer al país sus opiniones políticas y económicas personales, haciéndolas prevalecer sobre las de los representantes democráticamente elegidos … En una alocución radiada de 9-03-1937 llegó a hablar de la necesidad de “salvar a la Constitución [de los desafueros] del Tribunal Supremo, y al Tribunal Supremo de sí mismo” (cf. George, R.P., “Natural Law, the Constitution …”, cit., pp. 171-172).
35. En el caso norteamericano, este factor se ve agudizado por la extracción liberal (“progresista”) de la mayoría de los jueces actuales, que contrasta con la persuasión conservadora del pueblo llano. Robert BORK lo explica muy bien: “The theorists of left-liberal constitutional revisionism […] are best understood as the academic spokesmen of the dominant attitudes of what may be called the intellectual or knowledge class. They are, that is, rooted in a powerful American subculture whose opinions differ markedly from those of most Americans. […] The judge […] is all too likely to begin to find “law” in the assumptions of the class and culture to which he is closest […]. The wide disparity between the left-liberal values of the intellectual class and the values of bourgeois culture has existed and been widely recognized for a long time” (BORK, R.H., The Tempting of America, cit., pp. 241-242).
36. Curiosa coincidencia en esto entre el conservador GEORGE y el “progresista” DWORKIN. Así GEORGE: “Flemming [jurista “progresista”, defensor de Roe vs. Wade] believes that courts should enforce liberal political judgments about abortion and the like. I say that the courts should enforce neither his liberal political judgments nor my conservative ones, in the absence of a warrant rooted in the text […] of the Constitution” (George, R.P., “Natural Law …”, cit., p. 200). Y Dworkin: “It is said that the results I claim for the moral reading, in particular constitutional cases, magically coincide with those I favor politically myself” (Dworkin, R.M., Freedom’s Law, cit., p. 36). Pero esta acusación es injusta, según Dworkin (que asegura defender la “lectura moral de la Constitución” por razones iusfilosóficas “desinteresadas”, y no porque calcule que de dicha “lectura moral” vayan a resultar conclusiones próximas a sus opiniones políticas): “I do not read the Constitution to contain all the important principles of political liberalism [that I support]” (ibidem).