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Cuidado con los testigos o un testigo de cuidado

En mi dilatada ejecutoria profesional, muchas veces he estado tentado de invocar el estado de la necesidad. Pero no, eventualmente, como circunstancia atenuante de responsabilidad que pudiera aliviar el trance delicado de un cliente acusado de la autoría de un delito, sino como situación en que yo mismo, en mi condición de abogado defensor, me pudiera encontrar. Me refiero a esos casos que tienen tan difícil defensa, que el pobre letrado que la ha asumido se las ve y se las desea para dar con argumentos razonablemente serios que ofrecer al Tribunal. En tales supuestos, que nadie me niegue que el abogado se halla en estado de auténtica necesidad.

Como ejemplo de lo que digo, puedo dejar memoria en esta página de lo que le ocurrió a una joven compañera que, por cierto, es un dechado de simpatía y tiene en su garganta un cascabel que suena jubiloso cuando derrama su risa honda y contagiosa. Asistía esta letrada, asesora de una Compañía de Seguros, a un individuo que había por gracia de la de Genaro, que, según todos los indicios, no era especialmente ducho en el menester de conducir automóviles. Así lo evidenciaba el motivo de aquel juicio de faltas, porque fue así que Genaro, al volante de su utilitario, en las sombrías horas de la noche y circulando por una carretera secundaria, fue a estrellarse contra la parte trasera de un camión que se hallaba estacionado a la orilla de la vía. Como San Cristóbal suele echar horas extraordinarias en su penosa tarea de velar por los conductores insensatos, lo que pudo ser una tragedia se resolvió en unos daños materiales de no mucha consideración.

En el acto del juicio, el camionero manifestó que había detenido momentáneamente su marcha, para atender una urgencia fisiológica, dejando el vehículo orillado a su derecha y luciendo las luces de posición, cuyas, por su gran potencia, permitían su percepción a larga distancia, de modo que no cogiera desavisado a ningún otro usuario de la carretera.

Genaro, siguiendo fielmente las instrucciones que presurosamente le había impartido su abogada segundos antes de entrar en la Sala, declaró que él circulaba a velocidad moderada, sin distraer un ápice su atención, cuando de improviso se encontró ante sí aquel camión, completamente a oscuras en medio de las sombras de la noche, siendo incierto que, cual sostenía su mendaz conductor, estuviera iluminado para advertir de su presencia.

Las respectivas versiones del percance, totalmente antitéticas, sólo podían ser corroboradas, una o la otra, por un testimonio imparcial. Cuando el camionero manifestó, por boca de su defensor, que no contaba con testigos, nuestra letrada se animó interiormente, porque le quedaba expedito el camino para limitar su informe a la invocación del manido argumento según el cual dos versiones contradictorias se destruyen entre sí, de suerte que, al carecer los hechos de otro apoyo probatorio, se impone la absolución del acusado.

— ¿Propone alguna prueba la parte denunciada? — preguntó el juez, dirigiéndose a la abogada.

— Ninguna, señor.

En aquel momento, la voz de Genaro cruzó el aire de la Sala:

— Claro que tengo pruebas. Tengo un testigo.

La letrada se sorprendió ante aquella revelación, pues que no le constaba que pudiera disponerse de un testigo presencial del accidente, pero, en todo caso, lo celebró para sí, porque un testimonio favorable –como sin duda sería el anunciado por su cliente- garantizaba totalmente la sentencia absolutoria.

Facilitado por Genaro el nombre y apellidos del testigo, el agente judicial lo hizo pasar. Su estampa no causó buena impresión a la abogada; se trataba de un sujeto alto y lambrijo, con signos externos de pertinaz desaseo y una cara inexpresiva que delataba una innegable anemia intelectual; una estantigua, vamos. Pensó ella en someterlo a un interrogatorio escueto, sin darle margen a una exposición minuciosa, dado que no cabía esperar mucha perspicuidad en su declaración; pero vaya si resultó perspicuo, como a seguidas se verá.

– La parte que ha propuesto al testigo lo puede interrogar –dispuso el juez.

– Con la venia. Diga –habló la letrada, dirigiéndose al testigo-, ¿usted presenció el accidente ocurrido entre un turismo y un camión, en la carretera tal, una noche del mes de febrero de este año?

– Y tanto que lo presencié; como que yo iba en el coche de aquí, el Genaro, sentadito a su lado.

– ¿Y es cierto que el camión estaba detenido en la carretera, sin luces, de manera que no se podía ver hasta estar encima de él?

– ¿Qué no se podía ver, dice usted? ¡Pues claro que se podía ver! Si tenía tantas luces que parecía una verbena… Yo llevaba un rato viéndolo, y como el Genaro se iba derechito hacía él, yo le decía: Genaro, que te lo comes; Genaro, que te lo comes; Genaro que te lo comes… ¡Leches, que se lo comió!…

La gentil letrada lamentó que no se la tragara la tierra súbitamente, como deseó con todas las veras de su alma.

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