Cuestión de medidas
No es que el lenguaje del foro sea de los más enrevesados, pero, en cualquier caso, el empleo de términos que, siendo de uso corriente, encierran un significado ambivalente, da lugar a inevitables equívocos cuando uno de esos significados los hace suyo el usus fori. Los profesionales se valen de estas palabras con la mayor naturalidad, pero quienes viven al margen de la inquietud judicial se ven abocados a erróneas interpretaciones que generan situaciones chuscas.
A tal género corresponde un viejo sucedido que hubo por escenario un Juzgado de Distrito -aquellos añorados, eficaces, necesarios y lamentablemente desaparecidos Juzgados de Distrito- de nuestra capital, que me refirieron los funcionarios que se ganaban el pan en el mismo. Tengo viva la estampa del juez titular de aquel Juzgado, que hace muchos años partió a la morada celeste. Era a la sazón hombre sesentón, de fino porte, carácter afable, facciones agradables ornadas por un discreto bigotillo, y ojos escrutadores. Aunque recatadamente tratara de ocultarlo, le afloraba inevitablemente un casi imperceptible sentido del humor, que yo capté más de una vez.
A este juez le correspondió dilucidar un juicio que no dejaba de ser uno más de los que a diario se celebraban en los Juzgados de Distrito, cuyo argumento era el de una riña inter partes, sin graves consecuencias. Pero en este caso no resulta ocioso exponer los antecedentes de hecho, a fin de preparar el relato para su desenlace. Acometamos, pues, la empresa.
Aquella joven mujer presentaba caracteres de raridad. Sus atractivos personales rayaban en la perfección. Sus ojos glaucos, sus labios rojos y tentadores como fresca pulpa de sandía recién abierta, su nariz de trazado helénico, su blonda cabellera cayendo sobre el mármol de su espalda como una catarata de oro, su grácil talle, las bien torneadas columnas de sus piernas, su tabalario prieto, rotundo y cabalmente en su sitio, sin que ni el más exigente experto en materia de asentaderas pudiera tildarla de culialta o de culibaja…
Digamos, en fin, que aquella joven mujer no tenía un solo defecto; pero, en cambio, adolecía de un evidente exceso, pues que excesivo era el volumen de sus glándulas mamarias, todo producto natural sin adición de complemento espurio alguno. Así era, en efecto; con ella, Madre Natura, tan veleidosa en la distribución de mercedes y atributos, no se había mostrado cicatera, sí que antes magnánima, en el punto y hora de asignarle protuberancia pectoral, lo que le planteó no pocos inconvenientes a lo largo de su vida, dado que aquella prodigalidad siempre fue un imán que atraía todas las miradas, ora de estupor, ora de admiración, amén de provocar comentarios de todo tipo, con predominio de los más soeces. Y es que, ciertamente, comparados con el de aquella joven mujer, habían de tenerse por esmirriados y chuchurridos los bustos de Ana Obregón o de Marta Sánchez, e incluso el de la mismísima Pamela Anderson.
Pero el más infranqueable de los obstáculos era el de encontrar sujetador con capacidad suficiente para albergar aquel alarde. La búsqueda de uno adecuado a las exigencias de su anatomía siempre fue ardua. Hasta que un día una amiga le pasó recado de una nueva tienda surtida de un amplio stock de lencería apta para satisfacer las tallas más extravagantes. Y allá que se fue, henchida de esperanza. La enteca dependienta que la atendió, en cuyos adentros debía germinar la negra flor de la envidia, le aseguró que aquel sostén acogería sin agobio, quizás hasta con holgura, aquella desmesurada masa. En verdad, la prenda semejaba talmente la carpa de un circo dotado de doble pista.
Sin embargo, ay dolor, al probarse, ya en casa, el adminículo textil, resultó que o bien faltaba continente o bien sobraba contenido. Y a la tienda se encaminó la beldad, con ánimo de procurar su devolución. Mas a ello se opuso la canija empleada, arguyendo que las prendas de uso íntimo no admitían ni trueques ni devoluciones. La disparidad de criterios degeneró en una discusión, leve al principio y virulenta más luego, hasta terminar en la agresión física con quebranto de ambas.
Todo ello dio lugar al consiguiente juicio de faltas. Cada una de las beligerantes ofreció su versión de los hechos y adujo la inocencia propia y la culpa de su contendiente. Prolija fue la pechugona -séame perdonado el exabrupto- en su exposición, pese a las admoniciones de Su Señoría, que la exhortaba a la brevedad y concisión, lo que era de mucho tino y razón dado que el tiempo corría y aún quedaban bastantes juicios por celebrar aquella mañana.
Pero la joven mujer, siendo de lengua suelta y asaz proclive a la facundia, se recreaba en su profusa explicación, penosamente reiterativa, haciendo caso omiso a las advertencias del paciente juzgador, que, llegado un momento, dejó de serlo (paciente, no juzgador), y la interrumpió abruptamente.
– ¡Ya está bien, señorita! Ya nos hemos enterado de que todo ocurrió por la compra de un sujetador que a usted le resultó pequeño. Ahora, por favor, prueba.
La joven mujer se ruborizó.
– ¡Ay, qué vergüenza, señor juez! ¿Aquí, delante de tanta gente?