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Casos que no falten

Mis largos años de ejercicio profesional, con apasionada entrega…

Mis largos años de ejercicio profesional, con apasionada entrega, me permitieron comprobar que, entre todos los personajes que se mueven en torno al aparato judicial, son especialmente llamativos los testigos. En este grupo se integran seres de la más variopinta condición, que unas veces se asoman al proceso con desenfado y como asumiendo un papel decisivo en el resultado final de la contienda, y otras veces se acercan temerosos y cohibidos, con la íntima convicción de que nada bueno les puede deparar el trato con gente de la curia.

El desasogiego que suele atenazar el ánimo de quien comparece ante un Tribunal para prestar testimonio hace que o no capte con precisión el sentido de las preguntas que se le formulan, o que las interprete de forma incorrecta o equívoca. Este fenómeno se da, por modo muy principal, cuando se trata de contestar a las que hemos dado en llamar “las generales de la Ley”. Tal, verbigracia, es el caso, que ya tengo referido, de aquel testigo que, al ser preguntado por el juez si conocía al hombre que se sentaba en el banquillo de los acusados, se volvió hacia él, y, tendiéndole la mano, dijo:

— No tenía el gusto. Encantado…

No es raro, en verdad que los testigos ofrezcan respuestas extrañas a preguntas corrientes. Mi vieja propensión a permanecer atento a las reacciones de quienes llegan hasta los estrados con actitud asustadiza, me ha desbrozado el camino para hallar algunas perlas que añadir a mi sílabo de anécdotas forenses. Se me viene a las mientes, casi a topa tolondro, un par de ejemplos. Helos aquí.

En uno de los Juzgados de Sevilla, y en un pleito que tuvo su origen en la colisión habida entre un autobús del transporte urbano y un turismo, compareció un testigo de mediana edad, aquejado de prematura alopecia y claramente impresionado por el aparato escénico que brindaba aquella Sala poblada de señores revestidos de negro atuendo. El buen hombre juró con firmeza que estaba dispuesto a decir la pura verdad de cuanto supiere sobre aquel accidente, y en prenda de tan saludable propósito besó la cruz que formaron los dedos índice y pulgar de sus mano derecha.

El juez, cumpliendo el ritual establecido, le previno:

— Aquí se sigue un pleito entre don Fulano de Tal y TUSSAM, ¿Tiene usted amistad o enemistad manifiesta, o relación de dependencia con alguno de ellos?

— Sí, señor; tengo relación con TUSSAM.

— ¿Qué clase de relación tiene usted con TUSSAM?

— Que todos los días cojo el autobús para ir a mi trabajo.

El otro caso hubo por escenario el Juzgado de uno de los pueblos más próximos a Sevilla…

El otro caso hubo por escenario el Juzgado de uno de los pueblos más próximos a Sevilla. En juicio de faltas se dilucidaba la culpabilidad o la inocencia de un individuo acusado de haber propinado a un convecino una buena somanta. El agredido mantenía, con desgarrada firmeza, que el enjuiciado, sin mediar causa que justificara su airada reacción, la emprendió a golpes con él, causándole severos hematomas que precisaron apremiante atención médica.

Por su parte, el protagonista activo del lance, vulgo agresor, insistía, poniendo a sus muertos por testigos de la veracidad de su aserto exculpatorio, que él no había puesto mano sobre aquel ciudadano, al que no guardaba malquerencia alguna, y que el daño físico que había sufrido se debió a una caída motivada por su propia torpeza.

Manteniendo ambos sus respectivas versiones con parigual fuerza de convicción, para reforzar la una o la otra compareció un testigo, hombre ya provecto, chaparrete de talla, hético de contorno, algo braco de nariz y con palpable desaliño en lo tocante al envoltorio textil.

— ¿Qué sabe usted de las lesiones que sufrió este señor? -le preguntó S.Sª., no precisamente sovoz, sino en tono natural, que, tratándose de aquel juez, era más bien recio.

— ¿Mande? -respondió el testigo- ahuecando la mano derecha sobre la oreja del mismo semiancho- Es que ando mal del oído, ¿sabe usted?

— Acérquese -le invitó el juez, haciendo un gesto de atracción con la mano.

Cuando lo tuvo más cerca, y elevando sensiblemente el volumen, S.Sª repitió:

— ¿Usted sabe quién le causó lesiones a ese hombre?

— ¿Mande?

— Tráigalo hasta el estrado -ordenó el juez, con cierto asomo de enojo, al agente judicial.

A una cuarta de su cara, prosiguió con el interrogatorio.

— ¡¿Usted sabe si ese hombre que se sienta ahí le ha pegado a ese otro que se sienta allí?!

— ¿Mande?

El juzgador, a quien la paciencia se le empezaba a restringir y la ira comenzaba a arrebolar su rostro, insistió, ya a grito pelado:

— ¡¿Sabe usted si ese hombre le pegó al otro?!

La voz resonó tan potente y tan próxima a la oreja del interrogado, que éste captó, por fin, el tenor de la pregunta.

— Sí señor, que le pegó.

— ¿Y por qué lo sabe usted?

— ¿Mande?

Seguramente, nunca, en toda la andadura de su honrada vida, aquel juez había gritado tanto.

— ¡¿Por qué sabe usted que le pegó?!

—Por oídas -contestó el testigo, con la mayor naturalidad.

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