Mis respetos a los mundos felices
Empecemos con una humilde confesión: detrás de las palabras está el miedo. Si no fuera por esos humildes sonidos, a ver qué haríamos. Recuerdo caminar una mañana de verano por una calle desierta. Andaba pensando en qué sería de nosotros sin las palabras cuando de repente me vi en un mundo mudo y sentí el pánico de la luz, de las sombras que avanzaban, de las casas que me rodeaban sin intenciones claras, del objeto gigante que pisaban mis pies. Hasta que recuperé el nombre y la catalogación adecuada de todo aquello, cielo, paredes, planeta, fue un instante atroz.
Pero, como en la mejor teología, la criatura se vuelve contra su creador. A veces una expresión adquiere vida propia y se va poblando de enigmas e interrogantes que da miedo verla.
Algo tan inocente como la palabra FELIZ, por ejemplo, tenía su cáscara, pensé mirando al techo, que es donde están siempre las musarañas para el pensador experto. Había que mirar con detenimiento y sin tapujos, con el bisturí firme, la cosa en sí. No la cosa para sí ni por sí ¿eh? Cuidado. Digo que la cosa en sí.
Hacía muchos, muchos años, en un país que había muy lejos, más allá de esos pinos y de aquel río y tras la granja de Tomás, una persona descubrió que era feliz y lo dijo con esas mismas palabras. Por supuesto, compartió su descubrimiento con sus amigos y parientes no políticos y todos lo celebraron y lo festejaron hasta el amanecer, de lo cual nos alegramos desde aquí sinceramente.
Sin embargo, cuando la expresión fue adquiriendo pátina y carácter propios y se convirtió en patrimonio del común acervo (qué bien hablo), pasados los años de siega y de vendimias, de sequías y aguaceros, un descendiente del famoso inventor cuyo nombre ha sido olvidado por el desagradecido género humano al que tenemos el honor de pertenecer, este pariente lejano (de quien nada más sabemos, lástima) se preguntó: ¿Felicidad? ¿dónde está eso? Y así la palabra, concebida tan despreocupadamente, se adueñó del pensador.
¿Dónde estaba? Me preguntaba yo también ahora, sin ningún síntoma de originalidad. Tarea detectivesca Pistas, por favor. Veamos: La felicidad sin duda debía ser una buena chica, tan elegante, y por tanto buscaría lugares decentes de comodidad, distracciones, ausencia de la muerte, con fraternidad y amor generales. Pero me habían dicho y parecían muy convencidos que eso no era posible. Incluso se insinuaba en mis tiempos que existían contradicciones en semejante lugar soñado: Tal vez si no existiera la muerte tampoco haría falta el amor, no habría viejos pero tampoco niños, no nos visitarían los inviernos de hojas muertas pero tampoco las primaveras. Un desastre.
Pero en cuanto a mí, ¿era yo de los que se rendían por esas menudencias? Jamás. Estaba dispuesto a ganarme mi trocito de cielo en la tierra por muchas trampas que me pusieran. Me levanté con decisión y busqué un parque donde estirar las piernas, en busca de imágenes confortadoras al menos, si no dichosas. Bah, poca cosa, estudiantes, empleados de regreso, señoras que iban de tiendas. Mi reflexión parecía inútil, pero eso mismo la convertía en oro puro. ¿A quién le importaba que la felicidad cayera del cielo como una tormenta de verano? Las causas perdidas son tan románticas, tan amigas de la soledad y el espíritu.
A lo mejor la felicidad me esperaba en el paraíso, a lo mejor lo más parecido que nunca estaré será un sueño que una vez tuve, a lo mejor fue un instante que no recordaba. O una borrachera de madrugada, o salir de una enfermedad, o montar el belén cuando era niño o visitar al abuelo.
Pero como la realidad no descansaba nunca, como le pasa a todos los enemigos que en el mundo han sido, enseguida llegó el oscurecer y tuve que recordar cosas tales como los horarios, los prejuicios, el miedo, el aburrimiento, las horas bajas y todo lo demás. ¿Se puede ser feliz un domingo por la tarde, sabiendo que el lunes harás lo mismo de siempre? ¿O mirando a un niño que se puede dar un golpe y comenzar a llorar en cualquier momento? Y ya pensando en el propio lunes citado: ¿las deudas y las hipotecas reducen mucho la cosa?
Antes solía pensar que, por el mero hecho de nacer, ya disfrutábamos de un premio y que si a eso añadíamos el poder considerarnos alguna vez contentos, sería la guinda del pastel. Pero siempre había tenido la sensación de que nadie lo sabía o de que a nadie le importaba; era como un secreto a voces que navegara por el cielo, mientras todos mirábamos a las cosas de abajo, absortos en nuestros propios asuntos, dejando que se escapara una nube con forma de león, una puesta de sol roja como el fuego o un cantarín ruiseñor que se afanaban inútilmente por recordárnoslo.
Sí existía algo prodigioso en el hecho de estar aquí sin esfuerzo, sin haberlo ganado, sin saber porqué Si me detenía a pensarlo, a pesar del frío que tenía (mira que dejarme el chaleco en casa) me daba cuenta de que no era tan fácil nacer como se creía. Hacía falta una gran dosis de nada (pero de nada, nada) y de inmerecimiento, a la vez que un puñado considerable de vacío en estado puro. Los que dicen que es difícil llegar a viejos, que piensen las oportunidades que tenían de haber nacido. Comparado con el mero hecho de vivir, envejecer parece un juego de niños. Eramos la aristocracia de la creación, el mayor espectáculo del Universo. Al lado de nuestro palpitante misterio hecho carne, los agujeros negros eran simples embudos, las estrellas candelitas. Y estaba dispuesto a sostenerlo ante todas ellas.