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Ley y Leyes. De maximis non curat lex

Ley y Leyes.  De maximis non curat lex

Discurso de ingreso como numerario en la Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia

Quiero ante todo expresar mi mayor gratitud a todas las personas responsables de que yo me vea hoy en este honroso trance. En primer lugar a los señores académicos, encabezados por su Presidente, D. Javier Lasarte, ante cuya decisión sólo puedo mostrar sincero agradecimiento. Por mi parte, asumo este nombramiento como una invitación a colaborar en las actividades de la Real Academia y en la consecución de sus fines, un deber que acepto con la ilusión del aprendiz que he sido y soy de quienes componen este docto colegio.

De modo particular, muchas gracias a quienes tomaron la iniciativa de promoverme a formar parte de este foro, entre los que me constan los afanes de D. Antonio Moreno Andrade, Vicepresidente de esta Academia y Presidente de nuestra Sala de lo Contencioso-administrativo, ante cuya gentileza para conmigo no puedo sino sentirme abrumado; y de D. Pedro Luis Serrera Contreras, anterior Presidente de esta Casa, entre otras muchas cosas, pero que para quien les habla siempre será ante todo maestro, preparador, jefe y amigo.

Sería muy prolijo relatar todas mis deudas educativas con los Sres. Académicos. Fui alumno de muchos de ellos en la Facultad de Derecho de la Universidad Hispalense, en la añorada sede del edificio de la Fábrica de Tabacos. Con otros he coincidido en diversos foros y actuaciones profesionales. De todos he aprendido y a todos he admirado. Muchas gracias, de verdad.

Mención especial merece el profesor D. Juan Antonio Carrillo Salcedo, a cuya dolorosa vacante en esta Academia he sido promovido, en un ejercicio de ficción jurídica, pues ni muchos como yo colmaríamos el hueco dejado por uno de los mayores juristas que ha dado esta tierra. Sería imposible glosar aquí el curriculum y los méritos personales y profesionales del profesor Carrillo, que yo resumiría en una palabra: excelencia. Tanto en una clase como en una conferencia, en conversación o por escrito, siempre derramaba sabiduría a su alrededor, que manaba de la bonhomía y sencillez que desprenden las personas verdaderamente grandes. A muchos nos enseñó no sólo Derecho Internacional, sino la sustancia misma del Derecho, su sentido y valor en la civilización, así como la importancia y la forma de luchar por él. El mejor y más sincero homenaje que puedo hacerle es reconocer que muchas de las ideas que yacen en este discurso me fueron alumbradas y transmitidas por él. Sirva ello como testimonio de mi mayor reconocimiento y gratitud hacia un gran maestro y un gran hombre: el profesor Carrillo Salcedo.

Gracias también a todos con quienes he compartido mi vida profesional en todos mis destinos y etapas y, cómo no, a mis compañeros y a todo el personal de la Abogacía del Estado, cuya calidad, talante y constante buen hacer me hacen ser y parecer mejor de lo que soy.

Hay mucha otra gente a la que recuerdo en un momento como éste. No es posible mencionar a todas, pero sí a quienes me dieron la vida y muchas más cosas, mis padres, y a mi mujer, con quien afortunadamente la comparto, y a la que le dedico este discurso hoy, día de su cumpleaños.

Y a todos los que habéis acudido a este acto, y a quienes no han podido hacerlo, de verdad, muchas gracias, tanto por regalarme vuestro tiempo y vuestra amistad, como, sobre todo, por hacerme sentir uno de vosotros.

El tema del que les hablaré a continuación lleva por título “Ley y Leyes”, una pequeña reflexión sobre la noción y el valor del Derecho en un tiempo histórico en donde se promulgan muchísimas leyes que, sin embargo, no parece redunden en un mayor prestigio del concepto de Ley.

Planteamiento: la hipertrofia normativa

Es patente en nuestros días un cierto desafecto popular hacia la Ley, y no me refiero a la legítima discrepancia de una regulación determinada, sino al rechazo al concepto mismo de norma, al punto que este menosprecio ha llegado a altas esferas institucionales, entre los que menudean quienes, con propósito serio o meramente amenazante, anuncian su intención de cumplir y hacer cumplir sólo las leyes que les parezcan justas.

Vargas Llosa ha escrito: “Un aspecto neurálgico de nuestra época que concurre a debilitar la democracia es el desapego a la ley, otra de las gravísimas secuelas de la civilización del espectáculo”…”El desapego a la ley ha nacido en el seno de los Estados de derecho, y consiste en una actitud cívica de desprecio o desdén del orden legal existente y una indiferencia y anomia moral que autoriza al ciudadano a transgredir y burlar la ley cuantas veces pueda para beneficiarse con ello…”

Paradójicamente, nunca ha habido tantas leyes como ahora, habiendo alcanzado la producción normativa niveles que desbordan toda capacidad humana para absorberla y deglutirla. No hay rincón de la realidad que no se encuentre profusamente regulado, a veces de manera duplicada por las diferentes instancias con potestad normativa. Parece como si a mayor repulsa de la ciudadanía por el sistema legal éste reaccionara con doble ración de esa comida repudiada.

El Derecho existe porque hay convivencia, distintos sujetos que comparten el escenario de sus vidas. Tal pluralidad significa que existen centros de actividad autónomos -las personas- que se relacionan entre sí. Esta perogrullada es frecuentemente olvidada por quienes proponen soluciones a los problemas públicos que sólo funcionarían si todos obedeciéramos a una única voluntad, o quienes dicen que no harían falta normas si todos fuéramos buenos. No; eso sólo ocurriría si solo hubiera una sola persona en el mundo o todas tuvieran un mismo dueño, de forma que no habría relaciones entre seres diferentes.

Como enseñaba el profesor Carrillo Salcedo, cuando no hay Derecho, las relaciones humanas se rigen por el poder o la fuerza de cada individuo. Para superar esto, se hace necesario establecer reglas que hagan prevalecer el interés de todos los individuos y del grupo frente a la sola fuerza de los poderosos. Por eso, tales reglas habrán de ser necesariamente postulados generales basados en la característica esencial del Ser Humano: la Razón. Naturalmente, no me estoy refiriendo al fundamento último del Derecho, que se ancla siempre en convicciones religiosas, éticas o ideológicas, en cuyo debate no voy a entrar, sino en la creación originaria de lo que llamamos normas jurídicas, un sistema de derechos y obligaciones desarrollado racionalmente a partir de los valores de Justicia sostenidos por la comunidad.

Esto entraña un ejercicio de abstracción que nos obliga a situarnos siempre en las ideas generales. En un determinado momento, el desarrollo y la evolución de esos conceptos abstractos alcanza una suerte de Nominalismo jurídico, en donde ya la realidad pasa a un segundo plano, pues lo importante es el engarce interno del sistema lógico, sus palabras y categorías. La realidad es considerada entonces un elemento práctico, por tanto no merecedor de análisis, sino de ser tenida en cuenta meramente en la aplicación. Se llega así a un Derecho que podríamos llamar farisaico, con miles de preceptos que valen por su carácter de tales, sin que se atisbe bien su conexión con los valores que supuestamente desarrolla

Una vez que el Derecho se desenvuelve íntegramente en el mundo de las palabras, el sistema jurídico adquiere energía propia, tendiendo a expandirse hasta el infinito. Todos contemplamos a diario la incesante profusión de leyes, reglamentos, instrucciones, circulares, consultas, sentencias, resoluciones, artículos doctrinales, criterios, etc., que van conformando el inabordable Derecho de nuestros días. La excusa dogmática para tan prolija y proteica barahúnda normativa descansa en la necesidad creciente de regular los diferentes aspectos de un mundo complejo y cambiante. Cabe cuestionarse seriamente que el camino adecuado para un mejor Derecho sea esta hipertrofia normativa.

El Derecho se muestra incapaz de abrazar la compleja realidad actual que tiene por misión regular y la solución que se nos ofrece es la multiplicación de sus mandatos, como si los errores o fracasos detectados respondieran a lagunas o imperfecciones de las normas precedentes. Leyes que regulan cuestiones concretas que, por su propia naturaleza, no forman parte de los postulados generales donde deben habitar las normas.

Este detallismo tampoco beneficia a la claridad del sistema, otra de las excusas que suelen emplearse para justificarlo. Un caso particularmente curioso podrá servir de muestra: el artículo 58 de la Ley del IVA, precepto ciertamente escabroso por cuya cita pido disculpas al auditorio, pero esa misma característica es la que lo hace ejemplar. Está situado en el capítulo de la Ley dedicado a las importaciones de bienes, y lleva por título “Importaciones de ataúdes, materiales y objetos para cementerios”. Su texto comienza así:

“Estarán exentas del impuesto las importaciones de ataúdes y urnas que contengan cadáveres o restos de su incineración, así como las flores, coronas y demás objetos de adorno, etc.”

Es decir, pagan IVA los ataúdes que vengan vacíos, y están exentos los que vengan ocupados. Lógico, se tributa cuando se importa un ataúd, no cuando se repatría un cadáver.

¿Es necesario llegar a este nivel de concreción en una Ley? Este casuismo, aparte de su mal gusto, destroza la generalidad y no evita con su promulgación la existencia de dudas ni elimina toda confusión que pudiera suscitarse, pues caben comportamientos ajustados a la literalidad del precepto que no estén amparados por su finalidad, como que se trate de cadáveres no humanos (el precepto no distingue), o que un pariente desaprensivo del finado aproveche la repatriación para forrar el féretro con gemas y piedras preciosas, que pasarían gratis un control aduanero, sin duda, inolvidable. Se dirá que este riesgo se elimina con una adecuada exégesis de la norma, pero eso mismo podría decirse para cuestionar la propia existencia del precepto entero, cuyo contenido podría extraerse directamente de los conceptos de importación y repatriación. La Ley se centra en cosas concretas en detrimento de la generalidad y la abstracción, de forma que, a la postre, ni lo general está bien regulado, ni será posible que la norma incluya todos los casos particulares.

No es sólo un problema cuantitativo. Hay demasiadas leyes, y con semejante producción legal el concepto de ley queda disminuido bajo tanto casuismo. Hay un vacío de generalidad que se ha repoblado con normas concretas que buscan producir efectos determinados antes que desarrollar ideas generales. El Derecho deviene así una prolija y espesa relación de preceptos, en donde lo concreto ha invadido el espacio de lo abstracto. El filósofo coreano alemán Byung-Chul Han afirma que “tanto el pensamiento como la inspiración requieren un vacío…,y sin laguna de saber, el pensamiento degenera para convertirse en cálculo.” Ese es el problema de nuestro ordenamiento: tanta norma no deja espacio para que el Derecho circule entre ellas y las amalgame, pareciendo que el legislador quiere en verdad convertir el pensamiento jurídico en aritmética, de forma que podamos saltar de precepto en precepto sin tener que razonar nada.

La ley se ocupa de lo nimio hasta la exasperación, mientras las esencias de las instituciones jurídicas quedan postergadas. Por eso, cabría decir que, contrariamente a lo que proclama el viejo aforismo latino, actualmente la ley se preocupa de las cosas pequeñas, en tanto que los problemas generales han quedado abandonados a su suerte. De ahí el subtítulo de este discurso: “de maximis non curat lex”. Las cosas importantes se quedan fuera del Derecho.

Veamos un ejemplo. La responsabilidad. ¿Qué es la responsabilidad? Es creciente el número de preceptos que establecen supuestos de responsabilidad en todos los sectores del ordenamiento. Normalmente se exige que la actuación desencadenante de la responsabilidad esté anclada en un comportamiento al menos negligente. Pero no sabemos qué es eso; no lo sabemos jurídicamente, porque más allá de vagas ideas generales dependerá de valoraciones preñadas de relativismo.

En la conocida tragedia de Sófocles, cuando Edipo es consciente de que, sin saberlo, ha matado a su padre y se ha casado con su madre, se arranca los ojos y se exilia de Tebas, pues aunque era ignorante de lo que hacía, le bastó haber protagonizado estos hechos para sentirse culpable o responsable. No cabe duda de que Edipo había empleado en este asunto lo que hoy llamaríamos la diligencia debida: cuando el Oráculo le vaticinó que el Destino le tenía deparado llevar a cabo estas monstruosas acciones, él, creyendo que sus padres eran las personas que lo habían criado en Corinto, abandonó esta ciudad con intención de no volver a ella jamás, a fin de evitar tamañas atrocidades, lo que a la postre no consiguió. En nuestros tiempos, Edipo no sólo no se habría sentido responsable de nada, sino que se habría proclamado una víctima más de los engaños urdidos por los Hados, y muy probablemente habría exigido alguna indemnización al Estado, pues alguien tendrá que responder por las barbaridades perpetradas por el Destino.

La tragedia de Sófocles nos enseña que el concepto de responsabilidad es cambiante y depende de las creencias, las convicciones éticas y las ideas culturales de tiempo y lugar. Nuestro Derecho actual describe y abarca cada vez más supuestos de responsabilidad, pero avanza poco en la noción misma de este concepto. Desde luego, como en Edipo, los valores que una sociedad sostenga han de constituir el punto de partida para determinar qué comportamientos resultan exigibles en una circunstancia determinada. Estos valores nacen fuera del Derecho, el cual debe ahondar en ellos, perfilarlos, equilibrarlos, sistematizarlos. La misión de la ciencia o técnica jurídica consiste en recorrer ese trecho que va desde los valores socialmente sostenidos hasta las obligaciones jurídicamente exigibles. Sin embargo, frecuentemente encontramos que ese recorrido está vacío, que el Derecho se entretiene en los detalles y deja el contenido de los conceptos en manos de cada aplicador de la norma, sin más instrumento que su particular sentido de la justicia.

En suma, el resultado de esta profusión normativa no procura más y mejor Derecho a la sociedad; antes bien, se está convirtiendo en un galimatías donde es difícil delimitar con carácter previo y general el acomodo a la norma de cualquier problema social medianamente complejo. El ordenamiento jurídico ha devenido intrincado y confuso, males que se fortalecen por la concepción de un Derecho que vive en las palabras y que expande éstas sin más mortero que las sujete que las viejas reglas de la sana crítica propias de los tiempos sencillos.

El exceso de ruido en la comunicación:

un problema general

Como era de esperar, en el Derecho no está ocurriendo nada diferente de lo que acontece en otras manifestaciones de la cultura en nuestro tiempo.

El ya citado filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han nos dice: “La masa de información no engendra ninguna verdad. Cuanta más información se pone en marcha, tanto más intrincado se hace el mundo. La hiperinformación y la hipercomunicación no inyectan ninguna luz en la oscuridad.”.

Umberto Eco afirma que el exceso de información del mundo en que vivimos se traduce en lo que en términos lingüísticos se conoce como “ruido”, añadiendo que “esta necesidad intensa de ruido tiene una función de droga e impide focalizar lo que sería verdaderamente fundamental”, para concluir que “uno de los problemas éticos que nos hemos de plantear es cómo volver al silencio. Y uno de los problemas semióticos que deberíamos encarar es estudiar mejor la función del silencio en los distintos modos de comunicación.”

Por su parte, Vargas Llosa avisa de que el grado de extrema complejidad y hermetismo que ha alcanzado el espacio común cultural ha hecho que éste esté sólo al alcance de una élite, para concluir: “(la cultura) no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y el juego, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento.”

Estos análisis son perfectamente trasladable al Derecho, en donde el exceso de información que no genera luz y verdad se corresponde con esa multitud de normas que no proporcionan más Justicia ni más Derecho, que destacan lo accidental y desvían el foco de lo esencial, ese elefantiásico ordenamiento jurídico que no deja espacios ni silencios para que circulen las verdaderas ideas y que muchas veces parece un inmenso y frágil castillo de arena. El alma jurídica de la sociedad se vacía, ocupando su espacio una miríada de prolijos preceptos que sólo producen ruido y oscuridad.

Sin unos cimientos sólidos en que anclar la juridicidad, el desenvolvimiento de las categorías legales y la forma de relacionarlas pierde cohesión y certeza. Todo puede modularse hasta construir la solución más acomodada a las convicciones del aplicador de turno. Frente a este riesgo o tendencia, suele contraargumentarse que son los principios generales del Derecho los que proporcionan la trabazón interna del sistema jurídico.

Pero esto olvida que lo que debe aportar el Derecho no son tanto principios de Justicia –la sociedad ya debe tenerlos por sí misma-, sino la ciencia o la técnica que permita articular y desarrollar esos principios de forma que constituyan un conjunto de normas coherente y funcional. La objetividad del Derecho no puede depender sólo de los principios generales, pues si el Derecho aspira a ser una Ciencia, es misión suya proporcionar las reglas que construyan el camino desde los principios hasta la solución del caso concreto.

Si el sesudo Sigmund Freud dedicó un libro al chiste y su relación con el inconsciente, tal vez yo pueda permitirme, sin desmerecer la solemnidad de este acto, utilizar un viejo chiste que muchos de ustedes recordarán, como metáfora del análisis jurídico:

Dos mujeres discuten violentamente en la plaza del pueblo, pues ambas dicen ser la madre de un mismo niño recién nacido. Son llevadas al ayuntamiento para esclarecer la cuestión, y una vez allí, el alcalde pregunta al secretario municipal:

-A ver, Sebastián, ¿qué ha pasado aquí?

-Pues mira Manolo –responde el secretario-, que estas dos señoras se consideran cada una la madre de este niño.

El alcalde interroga brevemente a las interfectas, quienes insisten con toda convicción: “el niño es mío, el niño es mío”. Ante eso, el regidor decide tajante:

-Toma nota, Sebastián, que se parta el niño en dos mitades y se le entregue una a cada una de estas dos mujeres.

-Pero, Manolo –replica, asustado, el secretario-, ¿cómo vamos a hacer eso?, ¡eso es una barbaridad, un disparate!

-Resuelto -zanja definitivamente el alcalde-: Sebastián es la madre.

Sin duda, la risa la provoca la imposibilidad física de que un varón sea madre, pero la lógica del chiste sería la misma si el secretario del ayuntamiento hubiera sido una mujer, pues protestar ante la monstruosidad propuesta por el alcalde es propio de cualquier persona normal, no constituyendo prueba de maternidad. Nuestro regidor municipal empleó la misma forma de razonar que Salomón. Entonces, ¿por qué el monarca judío pasó a la historia como paradigma de rey sabio por juicios como éste y, en cambio, la solución de nuestro alcalde nos parece un disparate? Se me dirá que hay que sopesar el contexto, la situación, los comportamientos concomitantes, etc. Sí, ello es cierto, pero también que el Derecho es justamente esta técnica de ponderación de normas, apreciación de hechos, matización de circunstancias,… Si entre los principios generales y la solución del caso sólo media un enrevesado y descomunal amasijo de leyes que cada cual hilvana a su manera, el resultado puede variar completamente sin más que desenfocar un pequeño elemento de la cuestión. Basta no sopesar convenientemente cualquier detalle para terminar convirtiendo en madres a muchos Sebastianes, y es posible que alguno hasta nos diera las gracias.

La búsqueda de las esencias jurídicas:

coactividad y generalidad

En esta situación de turbulencia y oscuridad, no encuentro mejor modo de rearmar el Derecho que echar una mirada hacia atrás y otra hacia adelante. Hacia atrás, para ver cuál es la esencia de lo jurídico; hacia adelante para acomodar esas esencias a los tiempos presentes.

La característica básica del Derecho es la coactividad, noción maldita en el ambiente cultural actual. La coactividad es imprescindible al Derecho y debe iluminarlo en todas sus facetas. La existencia de leyes se basa en la necesidad imperiosa de que los individuos estén forzados a comportarse de forma que no dañen a otros o a la colectividad.

La coactividad va íntimamente ligada a la noción de generalidad. La ley ha de aplicarse siempre, es un mandato a todos. Coactividad significa que lo que se ha concebido como general se aplique también con esa generalidad. Por tanto, sólo es legítimo promulgar como norma aquello que va a ser aplicado a todos por igual. Coactividad y generalidad han de iluminar la tarea jurídica de todos los agentes sociales.

Desafíos actuales de las funciones jurídicas

Desde luego, es el pueblo el que debe proporcionar los nutrientes básicos al Derecho en forma de principios y valores. El Derecho necesita esos valores culturales básicos para cimentar su técnica. Por expresarlo de algún modo, hemos de saber qué es hoy día un buen padre de familia o un ordenado comerciante para que esas nociones fundamentales nos hagan ver cuál es la diligencia atribuible a estos arquetipos jurídicos.

La ley no ha de verse como el texto que recoja la concepción moral de cada uno o sus deseos sobre cómo deberían discurrir las cosas, sino ser la expresión de lo que consideramos legítimo y posible exigir forzosamente de los demás. Aquí reside, a mi juicio, la diferencia entre la moral y el Derecho, pues lo decisivo para éste no es que algo sea éticamente bueno o reprochable, sino que se considere legítimo exigirlo por la comunidad a los individuos, lo cual tiene un presupuesto moral pero no tiene por qué coincidir con su entero ámbito.

Muchas veces le pedimos a la norma que recoja los más excelsos postulados para regir el bien común, sin parar mientes en que una ley no es una declaración de deseo o una proclamación de creencias o convicciones, sino el establecimiento de derechos y obligaciones que habrán de ser forzosamente cumplidos y coactivamente exigidos. Así se explica que frecuentemente presumamos de que la ley española sobre tal o cual materia es de las más avanzadas del mundo, a despecho de que sus mandatos tengan o no un efecto real en la vida de las personas.

Es corriente pensar que el mundo legal y el real se nutren de fuentes distintas, cuando en realidad brotan del mismo magma cultural. La gente aplica constantemente instituciones jurídicas en sus relaciones diarias sin saberlo. Podría pensarse que algo tan técnico como la caducidad de un trámite del procedimiento administrativo o contencioso-administrativo y, en particular, la posibilidad de enervarla si se evacua la actuación correspondiente hasta el mismo día en que se notifique la declaración de caducidad es un instituto jurídico de imposible traducción a Román paladino, ininteligible para el ciudadano. No es así; esta solución es la que se aplica habitualmente en el trato cotidiano cuando alguien llega tarde a una cita, tanto en una cena de amigos como en un consejo de administración y, en general, en cualquier reunión. Al que llega tarde se le admite sin problemas, siempre que su demora no haya causado retraso ni perjuicio.

La diferencia entre nulidad y anulabilidad se entiende fácilmente con las reglas del fútbol: si el balón sale fuera del terreno de juego no cabe aplicar la ley de la ventaja, debiendo siempre señalarse fuera de banda o de puerta; en cambio, en una patada violenta sobre el contrario, el juego puede continuar si así se favorece al que ha sufrido la infracción. El primero es un supuesto de nulidad absoluta, el segundo relativa, algo que tiene más que ver con la estructura del juego que con la gravedad del vicio. Como en derecho.

En fin, para terminar con estos ejemplos, la falta de legitimación de que hablamos en Derecho Procesal se traduce en la vida cotidiana en ese coloquial “¿a usted quién le ha dado vela en este entierro?” o “usted no se meta en lo que no le importa”, que responden exactamente a aquél término.

El Derecho toma sus principios de las convicciones jurídicas populares y los desarrolla científica y técnicamente, para que sirvan de sistema de relación normativa en la sociedad. Debemos ensamblarse armoniosamente los fundamentos del Derecho –que pertenecen a la sociedad- con su desarrollo científico, que incumbe a los juristas. La sociedad debe entender que, aunque haya mucha farfolla en los escritos jurídicos, la complicación de este lenguaje no es intrínsecamente banal. Los partidarios de que todo puede hacerse entendible a todo el mundo simplemente llamando al pan, pan, y al vino, vino, olvidan que en el mundo de hoy hay muchos más platos y bebidas en la carta que en los tiempos en que se acuñó esta expresión. Difícilmente una sociedad compleja puede tener como normas de relación cuatro sencillas reglas. Pero también los juristas hemos de limitar las complicaciones lingüísticas a las que vengan exigidas por el problema, que cuando está bien entendido suele explicarse de manera más comprensible.

Por su parte, el legislador ha de tener presente que la norma no puede ser el compendio de los deseos políticos o ideológicos, sino unos preceptos que estén en condiciones de ser generalmente cumplidos, lo cual implica no sólo valorar los medios y posibilidades de aplicación, que por supuesto, sino algo más, concebirlas como mandatos dirigidos a ser observados siempre, incluyendo como presupuestos teóricos de las leyes los elementos reales de aplicación. “Es esencial a una idea su aplicación a lo concreto, su actitud a ser realizada”, decía Ortega y Gasset. Si esto es así siempre, tanto más en una disciplina que tiene por misión imponerse en la realidad, pues de lo contrario ya no serán normas jurídicas, sino lo que en lo dogmática clásica se llamaban normas imperfectas, cuyo incumplimiento no acarrea consecuencias

La labor doctrinal es imprescindible para la investigación y el estudio de las leyes y las instituciones. Pero debe tenerse cuidado para evitar derivas que realimenten la hipertrofia normativa, conduciendo a un minimalismo jurídico que termine por oscurecer las estructuras fundamentales del derecho. Se producen así dos efectos probablemente no deseados. De un lado, una gran especialización y atomización del conocimiento jurídico, a lo que sigue una pérdida de la imprescindible generalidad que debe presidir el Derecho; de otro, ese derecho hiperdesarrollado requiere tal esfuerzo de individualización para realizarlo que sólo se aplicará en aquellos pocos casos a los que se pueda dedicar una intensidad de esfuerzo procesal a la altura de esa compleja regulación.

Tenemos que pensar un Derecho que, en conjunto, sirva para implantar generalizadamente los principios de justicia de la comunidad, no un Derecho refinado, pero cuya precisa aplicación requiera siempre un volumen de actuaciones que difícilmente puede procurarse en la mayoría de los casos. Desde luego, es importante destinar todos los medios posibles a la realización de la justicia en sus distintas vertientes. Pero siendo la demanda de justicia prácticamente infinita, desde el mundo del Derecho no podemos limitarnos a reclamar recursos, sin perjuicio de la legitimidad de estas reclamaciones; tenemos que ofrecer unas leyes para esta sociedad, en donde millones de ciudadanos son sujetos de Derecho y mantienen constantes relaciones jurídicas. Esta labor no atañe sólo a los procedimientos y a los medios de aplicación, sino también a la propia definición de categorías concebidas en su día para un tráfico menos intenso de relaciones jurídicas que el actual. Un Derecho que sólo ofrezca ropa de alta costura no podrá vestir a todo el mundo, quedando amplias capas de la sociedad fuera de su acción y de su protección.

El filósofo y jurista Javier Gomá critica el aristocratismo de Ortega y Gasset, al no advertir que la desigualdad natural entre los hombres no desdice el principio básico de la democracia: el reconocimiento de la misma dignidad para todo ser humano. Y concluye Gomá:

“En consecuencia, el hombre-masa, más que la entidad inane y amorfa que Ortega imagina, es, bien mirado, una virguería jurídica y cultural, el destilado de un refinado alambique, y por eso mismo tan difícil de gobernar: su administración secularizada es el principal problema de la civilización futura. “

Así, hacer un Derecho para esa “virguería jurídica” que es el hombre-masa del que habla Gomá será el principal problema de nuestra disciplina hacia el futuro, tarea que requerirá una reestructuración, modificación o reelaboración de algunos elementos del ordenamiento y del sistema.

Todas estas cuestiones terminan proyectándose en la fase de aplicación, muchas de cuyas incidencias ya han sido comentadas.

El que ha de estudiar un asunto busca la subsunción del mismo en ese ordenamiento general, en donde encuentra multitud de preceptos, algunas sentencias que resuelven casos parecidos, artículos doctrinales, etc. pero muchas veces no se ve cuál es el eje que vertebra todo ese panorama más allá de unos genéricos principios. Entonces no habrá otra solución que enhebrar ese material desordenado con el criterio propio, generándose una disparidad de soluciones posibles a casos idénticos. Al abdicar la norma de su vocación natural a moverse en nociones generales, este esfuerzo de dotar de generalidad al sistema se realizará en la aplicación, quedando desbaratada la uniformidad que se buscaba, que sólo la ley puede procurar.

Son las paradojas del Derecho actual: las leyes se ocupan de lo particular; quienes trabajan en los casos concretos aportan la generalidad. Así es como un país como España, de cultura jurídica continental, vira hacia un sistema de common law, sin acomodar sus estructuras jurídicas y judiciales a este esquema, situación claramente disfuncional.

En este punto, siguen siendo entre nosotros muy visibles los distintos roles corporativos, que tiñen la actividad jurídica del correspondiente acervo doctrinal y profesional de su respectiva procedencia. En términos generales, pueden advertirse enfoques más sensibles al mundo universitario, otros al judicial, al administrativo, al legislativo. Esto no representa ningún problema especial, pero sí el que la debilidad del fondo cultural común propicie las tensiones centrífugas de estos colectivos. Cuando el todo no es lo suficientemente fuerte para cohesionar el conjunto las partes tienden a separarse. A partir de aquí, cada grupo tenderá a agrandar la importancia de la función que ejerce, de manera que el que ocupa una posición de legislador propenderá a ensanchar el ámbito de lo que puede solucionarse sin más que publicarlo como ley, invadiendo con ella un campo que pertenece a la interpretación, a la aplicación o al enjuiciamiento. Igualmente, quienes han de aplicar las normas tratarán de que la ley ampare su pretensión o interés, los encargados de la hermenéutica sostendrán que el Derecho es interpretable ad infinitum, de manera que el precepto legal no contiene la regla que resuelve un problema, sino sólo el punto de partida para comenzar un proceso de especulación intelectual destinado a desentrañar su mandato, y así en las distintas funciones o profesiones.

Se toma así un derrotero hacia lo que podríamos llamar Derecho de Autor, no, claro, en su acepción en el campo de la propiedad intelectual, sino en su utilización en el mundo del arte. Un Derecho que se recrea en manos de quienes deben utilizarlo, pues hay tantas posibilidades de colocar las piezas del rompecabezas que todo depende del manejo que se haga de ellas, del talante y la calidad de los juristas, quienes, situados en el vórtice del fenómeno, difícilmente lo advertiremos.

Si el Derecho se concibe casi como una actividad artística del jurista creador, el sumatorio de todo eso no alcanza a satisfacer el interés general, que demanda una Justicia igual, eficaz, rápida, previsible, ordenada y coherente.

Consideraciones Finales

Llega la hora de terminar y no me veo capaz de sentar ninguna conclusión ni establecer tesis alguna. Sólo me he atrevido a formular una reflexión sobre los daños que a la noción de Derecho produce una suerte de concepción formal y nominal de esta ciencia, que la reduce a una retahíla de palabras y proposiciones de difícil conexión. Un camino que trivializa el Derecho, pues unos preceptos se entrecruzan con otros, mutuamente se desgastan y banalizan, dejando el terreno expedito para construir sobre él cualquier sofisma.

Lo cierto, como nos recordaba el profesor Olivencia, es que la crisis del Derecho se soluciona con más Derecho, en el bien entendido –esto ya lo añado yo- que más Derecho no significa más leyes o reglamentos, sino la implantación real en la sociedad de un sistema normativo que ordene la convivencia justa, pacífica y fructífera.

Convendría insuflar una cierta cultura jurídica en la sociedad a fin de que ésta tuviera conciencia de las instituciones básicas en que descansa la vida colectiva y pudiera servirlo de aliento, tanto como que los juristas no perdamos de vista la realidad que se esconde detrás de nuestras categorías conceptuales. En estos tiempos es más importante conocer los fundamentos del sistema y sus elementos básicos que el contenido concreto de normas de tan breve vida y tortuoso contenido. Tal vez por eso convendría reforzar en la formación del jurista el estudio de las disciplinas teóricas que contribuyen a dar calidad científica a este oficio, como la lógica y dialéctica, por ejemplo. Si más que el conocimiento imposible de todo ese ordenamiento en constante expansión importa saber desentrañar de él la solución justa, se hace necesario garantizar la consistencia del razonamiento y el análisis jurídico.

Muchos sistemas pueden ser válidos y funcionar bien siempre que guarden coherencia interna, la cual sólo es posible lograr si organizamos el conjunto en beneficio de una idea trascendente a sus elementos, pues nada se unifica desde sí mismo. Esa idea exterior al Derecho ha de ser el interés general o el bien común, y no la mera composición de los intereses de los distintos colectivos implicados.

No es ésta la forma que tenemos de encarar habitualmente entre nosotros este problema. Normalmente son más frecuentes, a todos los niveles de nuestra sociedad, actitudes que recuerdan la célebre anécdota del Conde de Romanones cuando sus servidores acudieron muy alarmados a él ante el anuncio de que el Gobierno del Frente Popular iba a repartir las tierras: “¡Magnífico –respondió Romanones-; entre las que tengo y las que me toquen en el reparto…”, y así todos acudimos a la cosa pública a ver si podemos mantener lo que tenemos y sacar de ella alguna ventaja adicional.

Tanto habría que huir de un planteamiento corporativista como del propio de los iconoclastas, aquéllos que niegan valor a las instituciones jurídicas –empezando por el propio concepto de Ley- que la civilización ha ido acumulando a lo largo de la Historia. No es aconsejable menospreciar lo que ahora tenemos, que es mucho, y que representa el grado de desarrollo que en esta ciencia ha logrado la Humanidad, por lo que, como en todas, de eso hemos de partir por puro sentido de nuestro papel como eslabón en la Historia de la civilización humana. Ahondar en el interés general obliga a disponer las piezas en beneficio de todos, lo que constituye la manera de sacar lo mejor de cada uno, el yo solidario, el que puede convivir con otros.

Justamente por eso, toda la sociedad debe estar en la urdimbre básica del Derecho, en sus principios y en su funcionamiento. Los juristas siempre decimos que toda sociedad necesita un Derecho, pero debemos ser conscientes de que esta necesidad es recíproca, que también el Derecho necesita a la sociedad, es decir, que el fundamento ontológico de la Ley no es la autosatisfacción de los juristas, sino la organización de la sociedad en su conjunto, o, si se prefiere, de la inserción de los individuos en la comunidad. En todas las actividades y servicios públicos es esencial disponer las piezas desde el interés general, pero, en el Derecho, además, ese interés general es su meollo, en donde deben enraizarse los pilares y las estructuras del sistema.

No sé si avanzaremos hacia una situación en la que se recupere el aprecio a la Ley desde todos los estamentos, ni si conseguiremos encauzar adecuadamente algunas desviaciones que la menoscaban. Pero no hay que perder la esperanza, porque la esperanza, como expresaba Vaclav Havel, no es la certeza de que las cosas saldrán bien, sino la convicción de que merece la pena luchar por ellas, aunque no salgan bien.

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