El final del comerciante (como objeto individualizado del Derecho)
A menudo la confusión de regulaciones provoca distorsiones jurídicas y económicas que hacen deseable una simplificación que facilite el estudio y, por tanto, la aplicación del derecho. En este sentido, el Código de Comercio (C.Co.) es paradigma de lo manifestado. Nace en 1885, en una sociedad que pretendía acceder a la modernidad funcional equiparable a los países de su entorno, es por tanto fruto de ese momento y, trata de regular los sucesos, actividades, costumbres y usos entonces vigentes. Sin embargo el hecho de mantener ese importante cuerpo dispositivo en la sociedad actual resulta, como poco, anacrónico. No exageramos al decir que a nuestro vetusto C.Co. se le caen las hojas como a los árboles en invierno, pues gran parte de sus disposiciones, han ido sucumbiendo a los dictados de la modernidad, la híper regulación, la machacona injerencia del derecho público y la necesidad de regular los nuevos modos de interactuar el mercado(1).
Del resto que aún permanece vivo, gran parte ha dejado de tener sentido (como en el caso de las sociedades colectivas y comanditarias por su escaso número) o puede derivarse a otras normas específicas dándoles mayor coherencia (como es el caso de las relativas a los libros contables). Pero junto a lo dicho, el cuerpo inicial del C.Co. dedicado al Comerciante es, con mucho, el que realmente debería ser laminado por carecer prácticamente de sentido, más allá de alambicadas construcciones doctrinales que, nos tememos, deberían pasar a los estudiosos de la historia del derecho.
En lo que se refiere al comerciante, como objeto inicial de regulación, el C.Co. es perfectamente inútil pues la práctica ha impuesto machaconamente el rodillo del Código Civil (C.C.) como fuente de aplicación del derecho más una extensa legislación posterior en diversos órdenes. Si el comerciante es protagonista del comercio, es quien lo desarrolla y sin él no puede existir, las otras grandes figuras protagonistas que se equiparan a él, son las sociedades mercantiles –y aún civiles-, y el desarrollo de éstas ha requerido una legislación específica, diversa y peculiar, con lo que, la aplicación práctica del C.Co. en lo que las atañe, es prácticamente residual.
El concepto impreciso de la figura del comerciante en el Código de Comercio
Dice el Artículo 1º C.Co. que: Son comerciantes para los efectos de este Código: 1.º Los que, teniendo capacidad legal para ejercer el comercio, se dedican a él habitualmente. Y a continuación, el Artículo 3 establece que: Existirá la presunción legal del ejercicio habitual del comercio, desde que la persona que se proponga ejercerlo anunciare por circulares, periódicos, carteles, rótulos expuestos al público, o de otro modo cualquiera, un establecimiento que tenga por objeto alguna operación mercantil. Si atendemos a esta primera definición, comerciante sería tanto el tendero como el gran distribuidor, es decir, todo aquél que de manera profesional compra una mercancía y la revende a otras personas para obtener un beneficio en ese intercambio. Pero la evolución de la sociedad especialmente en el último cuarto del S.XX y los inicios del S. XXI, crea otras figuras como la del empresario, la empresa, o el emprendedor cuya existencia se confunde a menudo con la de aquél. A veces comerciante y emprendedor será la misma cosa y a veces no; a veces el empresario es comerciante y a veces no(2).
Mayor confusión se produce si además de mercaderías, lo que el empresario vende no es género físico, sino servicios. Así las cosas, el titular de un hotel, ¿es o no comerciante? ¿Está o no cubierto por el C.Co.? Y el fabricante de paraguas, que no se conforma con comprar y vender la tela y la parte metálica, sino que hace físicamente un objeto nuevo ¿está obligado por el C.Co.? Si la respuesta a las anteriores preguntas es negativa (es decir el C.Co. solo obliga al comerciante-tendero), el C.Co., o al menos la primera parte del mismo dedicada al comerciante, deja fuera a gran cantidad de sujetos que realizan a diario la misma actividad y por tanto es inoperante. Si por el contrario la respuesta es positiva (el C.Co. obliga tanto al establecimiento que presta servicios como al fabricante), habremos de convenir que, siendo la codificación principalmente una sistematización de normas que pretenden regular en bloque una actividad humana, el C.Co. hace mucho tiempo que dejó de tener sentido como tal, pues las diferentes normas promulgadas en estos ciento veinte años en las diversas actividades posibles a las que puede dedicarse una empresa lo han desbordado por completo. Así el C.Co. se convierte en incompleto porque deja fuera una enorme cantidad de nuevas regulaciones que afectan al comercio.
Poca luz arroja en este sentido el Artículo 2 C.Co cuando dice que: Los actos de comercio, sean o no comerciantes los que los ejecuten, y estén o no especificados en este Código, se regirán por las disposiciones contenidas en él… Serán reputados actos de comercio los comprendidos en este Código y cualesquiera otros de naturaleza análoga. Que un particular si compra y vende algo de modo profesional queda sometido al C.Co. aunque discutible, parece un concepto claro (si bien entonces ya no hay que ser comerciante para ejercer su actividad), pero no aclara a qué se refiere con actos de naturaleza análoga a los del comercio. La jurisprudencia aquí tiene una labor fundamental, pero por eso mismo y al ser cambiante con el tiempo, dejar a la interpretación de los tribunales el asunto crea aún más confusión e inseguridad jurídica al ciudadano.
Otros factores hay para tener en cuenta para entender la indefinición del término comerciante. En primer lugar, la confusión de facto entre el comerciante y el profesional. La figura del profesional liberal, antes quedaba circunscrita a aquellas actividades que venían habilitadas por unos estudios universitarios o no, y una obligada colegiación (abogados, procuradores, practicantes, médicos, etc.) pero la realidad ha emborronado el concepto y hoy existen multitud de sectores en los que los profesionales se califican en virtud de la especialización de su área de actuación, resultando que además de prestar servicios, a menudo también venden un producto final (técnicos en radiología, especialistas en prótesis dentales, publicistas, farmacéuticos, etc.). Si a esto añadimos que la práctica de dichas profesiones a menudo se realiza por cuenta de otro –el titular del despacho, empresa, gabinete, estudio, etc.- o en grupos de varios profesionales suministradores de servicios –o de bienes y servicios- dando lugar a relaciones puramente laborales o societarias, la frontera del profesional y el comerciante en el sentido del C.Co. queda borrada en muchos extremos. Idéntica confusión existiría entre la figura del comerciante y la del pequeño industrial (herrero, carpintero, cristalero). Pero junto a lo anterior no hay que perder de vista que, en el mundo híper especializado actual, la condición frente a las Administraciones Públicas por ejemplo, no viene tanto determinada por la efectiva actuación que desarrolle el sujeto como por su inscripción en un epígrafe fiscal concreto, pudiendo darse el caso de que alguien haya de ser considerado como comerciante sin que haya realizado ni un solo acto de comercio en el sentido del C.Co.
Visto que ni por el concepto ni por la actividad real alcanzamos a distinguir la figura del comerciante como la de un sujeto específico, vamos a analizar otros aspectos regulados en el C.Co. que pretenden conferirle el atributo de su “especialidad”.
La capacidad necesaria para ser comerciante
Lo dicho hasta ahora respecto a la indefinición del perfil del comerciante, se pone aún más de relieve cuando se trata de imponer las características habilitantes necesarias para ejercer el comercio. El C.Co. señala unas condiciones específicas para tener la categoría de comerciante. En sí mismo esto parece superficial ya que como hemos visto, su art. 2 equipara al comerciante en sentido profesional con cualquier persona que no lo sea pero desarrolle las mismas actividades que éste. Sin embargo dice el Artículo 4 que: Tendrán capacidad legal para el ejercicio habitual del comercio las personas mayores de edad y que tengan la libre disposición de sus bienes, y los menores de 18 años e incapacitados a través de sus guardadores y factores. Pero esta definición conceptual no deja de ser similar a estos efectos a lo dispuesto en el C.C. por cuyo artículo 322: El mayor de edad es capaz para todos los actos de la vida civil, salvo las excepciones establecidas en casos especiales por este Código. Obviamente, si puede desarrollar todos los actos de la vida civil, también puede ejercer actividades comprendidas en el ámbito del comercio, para el que no se precisa ninguna titulación, oposición ni requisito más allá del alta en Hacienda. Basta para ello poder prestar el consentimiento de manera reiterada en las distintas transacciones diarias y, al respecto nos dice el art. 1263 C.C. que: No pueden prestar consentimiento: 1º Los menores no emancipados y 2. Los incapacitados. Yendo más allá, si lo fundamental del comerciante es comprar y vender, dicha actividad puede llevarse a cabo por cualquiera que cumpla tantos los requisitos del C.Co. como los del C.C. Por tanto, la distinción que implantaba el C.Co. en su nacimiento, aparte de discusiones bizantinas y académicas, ha quedado difuminada por completo y hoy se muestra como una mera reiteración que ni siquiera tiene un carácter de cualificación específica.
La “especial” situación del cónyuge del comerciante
A vueltas con la misma idea diferenciadora como si el comerciante fuera un espécimen raro y distinto, el C.Co. trata de implantar un tratamiento específico para el patrimonio del cónyuge del comerciante que pudo tener interés a finales del S. XIX pero no tanto ahora y, que nos atrevemos a decir que podría ser inconstitucional por atentar contra el derecho a la igualdad de todos los ciudadanos. Al establecer las reglas de cómo afectan al patrimonio del cónyuge las deudas generadas por el comerciante hay que considerar dos aspectos concretos. El primero es el que se refiere a las deudas generadas por el comerciante respecto a sus bienes propios (privativos) y a los gananciales obtenidos en el ejercicio de su actividad. En este sentido, el comerciante no se diferencia en absoluto del resto de los mortales, como tampoco en el caso de afectar a las responsabilidades del negocio los bienes privativos del cónyuge, pues para que estos respondan será necesario el consentimiento de éste manifestado caso por caso, es decir, mediante aval o poder especial a su consorte.
El segundo aspecto sin embargo, sí que es especial: los bienes gananciales no obtenidos con el producto de su actividad comercial, sólo van a responder de las deudas del comerciante, cuando ambos cónyuges otorguen especialmente su consentimiento(3). Y es ahí donde chirría el régimen patrimonial del C.Co., pues no adivinamos la causa de que este precepto pre-constitucional siga vigente más allá de su escasa o nula oportunidad para aplicarlo. Como tampoco vemos la razón de por qué, el patrimonio ganancial del comerciante deba estar más protegido frente a terceros que el del piloto de aviación civil, el arquitecto o el camarero en nuestros días. Sea como sea, y aparte de la dudosa validez y constitucionalidad del artículo, cabe colegir que tampoco el comerciante es distinto al resto de los ciudadanos en el aspecto analizado.
Respecto al apartado que el C.Co. dedica a las Prohibiciones para ser Comerciante, cabe decir que carece de sentido práctico específico al haber sido sus normas ampliamente superadas por otras específicas posteriores, desde el C.C. a las distintas regulaciones referidas a los funcionarios públicos(4), o la Ley Concursal, con lo que no se justifica tampoco por este motivo la mera existencia de su regulación en el C.Co.
La inscripción del comerciante en el Registro Mercantil
En su Artículo 16.1, el C.Co. menciona por primera vez al comerciante como empresario individual equiparando ambas figuras, y es para decir que el Registro Mercantil tiene por objeto la inscripción del mismo junto a otros sujetos(5). Sin embargo mientras la inscripción del empresario individual es voluntaria, para el resto es obligatoria. Por tanto, la relación entre el Registro y el comerciante va a ser escasa, de modo que al primero apenas le compete respecto del segundo la legalización de los libros de obligada llevanza, el depósito y publicidad de los documentos contables y cualesquiera otras funciones que le atribuyan las leyes. Cabe reflexionar que, si la inscripción del comerciante o empresario individual es voluntaria (a excepción del naviero según el art. 19.1 C.Co), una vez legalizados sus libros, no tiene obligación de presentarlos periódicamente, como sí que ocurre con las sociedades mercantiles en relación a sus cuentas anuales. Se trata por tanto, más de un servicio de autentificación que presta el Registro al empresario, que de una obligación constitutiva de su condición. De hecho, la obligatoria llevanza de libros que el C.Co. impone al comerciante prácticamente ha caído en desuso –aunque siga siendo legalmente exigible- por dos causas: la primera su sustitución por sistemas informatizados de gestión; y la segunda, por las propias obligaciones imperantes desde el ámbito tributario cuyo cumplimiento es mucho más vigilado por el Estado.
Con todo, esta posibilidad de inscribirse en el Registro Mercantil, aunque incongruente, sería la única distinción real del comerciante y el resto de los ciudadanos pero por sí misma, no justifica el mantenimiento de su figura en el C.Co., especialmente al estar suficientemente regulada en el Reglamento del Registro Mercantil.
Y lo mismo cabe decir respecto a la mención extensa que hace el C.Co. al referirse a los libros contables del empresario. El art. 25 C.Co. ordena al empresario llevar una contabilidad ordenada, adecuada a la actividad de su empresa que permita un seguimiento cronológico de todas sus operaciones, así como la elaboración de balances e inventarios. Le obliga además a llevar los libros de Inventarios, Cuentas Anuales y Diario, que habrán de estar legalizados en todas sus páginas (art. 27 C.Co.). Ahora bien, es un hecho cierto que, dependiendo del régimen fiscal en el que se encuadre el empresario individual, en la práctica muchas veces no llevará tales libros. Dada la trascendencia de la normativa tributaria y del imperio de la informática en la gestión del negocio, unida a la obligatoria custodia de facturas emitidas y recibidas, y contratos suscritos –soportes contables-, la verdadera llevanza de la contabilidad como fiel reflejo del negocio se decide en las manos del asesor fiscal por procedimientos y programas computerizados. La mera obligatoriedad de presentar declaraciones periódicas del impuesto de la renta de las personas físicas y del impuesto sobre el valor añadido, han pervertido todo el sistema ordenado por el C.Co. sustituyendo sus obligaciones por las de índole fiscal. Por tanto, la sede lógica de asentar dichas obligaciones formales referidas a su contabilidad sería la normativa tributaria, donde ya aparecen en parte recogidas.
Los auxiliares del comerciante
Dedica el C.Co. los artículos 281 a 302 a regular conforme a los usos de la época en que entró en vigor la figura de los distintos auxiliares del comerciante. Cabe decir que dicha regulación, o no se diferencia sustancialmente del mandato ya regulado en el C.C., o simplemente ha caído en desuso arrollada por la normativa laboral.
Distingue el C.Co. tres figuras auxiliares: el factor que sería un apoderado con amplísimas facultades para gestionar (un gerente), el dependiente, también apoderado con poderes restringidos de actuación (para alguna o algunas de las gestiones del negocio), y el mancebo que, en realidad se confunde con lo que hoy es el verdadero dependiente (atiende al público y/o a los mayoristas). Pues bien, no existen diferencias de fondo que distingan la delegación específica de facultades en estos auxiliares, de las cualquier otro apoderado o mandatario en los términos del artículo 1709 y siguientes del C.C., ni, en concreto del señalado en el art. 1280.5º C.C.
Desde el punto de vista obligacional frente a terceros, el comerciante se va a ver siempre atado por las actuaciones de sus empleados, término más acorde a la realidad actual que el de auxiliares y, por si hubiera alguna duda, siempre sería de aplicación el artículo 1.903 C.C. según el cual, el dueño de un establecimiento responderá por los perjuicios causados por ellos. Pero es más, todo el cúmulo de relaciones obligacionales entre el comerciante y sus auxiliares ha sido barrido por el Estatuto de los Trabajadores, los convenios colectivos y los usos de los contratos de alta dirección. Si algún comerciante pretende despedir a su auxiliar por los exclusivos motivos consignados en el C.Co. deberá pensar que, como poco, va a tener serias dificultades.
Por todo ello, si antes decíamos que el tratamiento individualizado del comerciante carece de sentido en la sociedad actual, lo mismo, pero con más firmeza hemos de decir desde el punto de vista conceptual y práctico respecto a sus auxiliares.
En resumen
Según hemos visto, ninguna particularidad práctica ofrece el C.Co. en su tratamiento del sujeto de la actividad comercial –el comerciante- ni, por tanto, se justifica su existencia más de un siglo después en este aspecto como figura diferenciada ni como protagonista del C.Co. Si en 1885 era conveniente poner límites a las acciones y responsabilidades de quien abría un comercio, en el S.XXI las grandes superficies, las franquicias, las cadenas de distribución, la venta on line, la confusión con los pequeños industriales y con algunos profesionales, y las sociedades, han desdibujado el estatus propio del comerciante, de manera que pareciera que el C.Co. con todo su peso e importancia, asimila la figura de aquél a la siempre respetable del simple tendero, cuya situación jurídica por otra parte, no dista apenas de la de cualquier otro agente económico, por lo que sobraría el tratamiento diferenciado que se le otorga. Las obligaciones de ordenar sus cuentas, podrían ser muy similares en el inicio de su vigencia y ahora (con las salvedades de los nuevos contratos nacidos: factoring, leasing, multipropiedad, etc.), pero el modo de llevarlas hoy no se diferencia apenas del de las sociedades e, incluso, de los profesionales independientes.
La enorme cantidad de normas nacidas desde la promulgación del C.Co en todos los ámbitos geográficos (local, regional, nacional, europeo y mundial), los tratados suscritos por España, su pertenencia a la Unión Europea, las legislaciones en materia de protección a los consumidores, sanidad, hacienda pública, protección de datos, blanqueo de capitales, social, etc, dejan circunscrito el C.Co. en lo que al comerciante se refiere –como objeto diferenciado de regulación-, a algo puramente testimonial cuando no vacío de contenido por tener su sujeto los mismos derechos y obligaciones que el resto de ciudadanos en unas ocasiones y que el resto de agentes económicos en otras.
Esta situación de permanencia anacrónica de la norma, se va a dar prácticamente en otros apartados de C.Co., lo que nos permitiría decir que éste ha muerto. Pero valga por ahora con lo ya dicho: después de ciento veinte años, contemplamos el final del Comerciante.
NOTAS
1. Así han ido desapareciendo del C.Co. los apartados correspondientes en materia de regulación de la Bolsa y sus Agentes Colegiados, las sociedades en comandita por acciones, a las mismas acciones, al contrato de transporte terrestre, al de seguro, a las ya casi inexistentes letras de cambio, a los cheques y pagarés, al comercio marítimo con su personal, sus contratos, seguros, riesgos, daños y accidentes en bloque, o a las quiebras y suspensiones de pagos.
2. Llama así la atención el hecho de que siendo el Título Primero del Libro Primero del C.Co. el que se dedica a los comerciantes y los actos de comercio, no aparece ni una sola vez en su texto la palabra empresario, y la palabra empresa, solo en el artículo 13 referida a la inhabilitación para continuar al frente de la misma en caso de concurso de acreedores.
3. Artículo 6 C.Co.: En caso de ejercicio del comercio por persona casada, quedarán obligados a las resultas del mismo los bienes propios del cónyuge que lo ejerza y los adquiridos con esas resultas, pudiendo enajenar e hipotecar los unos y los otros. Para que los demás bienes comunes queden obligados, será necesario el consentimiento de ambos cónyuges.
4. Son los Magistrados, Jueces y funcionarios del Ministerio Fiscal en servicio activo, los Jefes gubernativos, económicos o militares de distritos, provincias o plazas, los empleados en la recaudación y administración de fondos del Estado, nombrados por el Gobierno, los Agentes de Cambio y Corredores de Comercio.
5. Estos sujetos son: las sociedades mercantiles, entidades de crédito, de seguros y de garantía recíproca, las instituciones de inversiones, los fondos de pensiones, las Agrupaciones de Interés Económico, las sociedades civiles profesionales y los actos y contratos que establezca la Ley