Obituario
Don Enrique Pérez Perera
Se nos fue la simpatía arrolladora de un buen Abogado
Soy consciente de que está necrológica estará teñida de tierna subjetividad, porque yo quería a Enrique Pérez. El cariño nubla deliciosamente nuestra mente. Por eso, no se trata aquí de dibujar un retrato de colores fríos, sino de rendir homenaje a un ser querido. Querido porque él se dio a querer. Querido, porque, muy por encima de sus seguras debilidades, Enrique fue todo lo que voy a decir.
Enrique Pérez Perera era hijo de D. Manuel Pérez Vázquez, Procurador con nobilísima ejecutoria, de la que pude ser testigo en mis primeros días de ejercicio, como pasante de D. Antonio Filpo Stevens. Por ello, la vida profesional de Enrique estuvo casi predeterminada. Su hermano Manuel, el “mayor”, como Enrique le decía, asumió la profesión de la procura a la muerte de su padre, tomando el testigo. Enrique se hizo abogado.
Si en estas escuetas líneas he de definir a Enrique Pérez Perera, -ardua tarea-, he de partir de su abrumadora humanidad. Humanidad que desbordaba todos los límites. Que se traducía en una simpatía que robaba el corazón de quien se acercara a él con buen “rollo”. Simpatía inundante, simpatía arrolladora, simpatía seductora, simpatía en fín definidora de un alma limpia.
Con esta arma, Enrique Perez Perera ejerció la más noble de las profesiones, -mejorando las presentes-. Hora es ya de decir que para ser Abogado se necesitan muchas cualidades, todas necesarias, pero muchas secundarias, y casi prescindibles. Para ser abogado, fundamentalmente, es necesario ser hombre de bien.
Puédese, -y se da-, ser abogado ilustradísimo en todas las ramas del Derecho, estudioso y sabio, seco, serio y pedante. Será muy útil en un despacho de elite, para suministrar al maestro todo material jurídico.
Puédese ser abogado, -que los hay-, que utilizando una precaria formación jurídica, crean pleitos de la nada, en pos del beneficio económico. Puédese ser abogado con un carácter agrio, que le impida bucear en la controversia para encontrar un punto de transacción, negándose por sistema a la conversación con el compañero. Puédese ser abogado desde las nubes, sin descender a tratar con el cliente el problema humano que subyace debajo de cada problema jurídico, e intentar compaginar ambos.
Pero para ser abogado es prioritario ser persona. Persona humana, que se dice ahora en triste y real redundancia.
Enrique poseía la mejor virtud que puede adornar a un abogado: la humanidad. Nada de lo que es humano le era ajeno. Tenía carisma. Podía con todo y con todos. Su clientela, en gran parte, era de la etnia gitana, que, -sabido es-, no perdona las traiciones. El sabía tratarla, porque le fue siempre fiel. Y los Tribunales pueden ratificar lo que digo. Siempre fue claro, siempre fue probo, siempre fue defensor a ultranza de los intereses de sus clientes.
Era un luchador incansable. Se levantaba por la mañana sabiendo que el día no podía desaprovecharse. Buscaba el pan, y se lo ganaba. Día a día.
Sus hijos, bien criados gracias a sus esfuerzos, seguro que tendrán su ejemplo como guía.
Se nos ha ido un abogado-abogado, como diría Pedrol Rius. No sabía hacer otra cosa que abogar. Y supo, frente a las dificultades que nuestra profesión presenta, salir siempre adelante.
Y sobre todo, tenía un corazón gigante.
Si hay otra vida, que yo creo que la hay, Enrique, mi tocayo, estará disfrutando en ella, porque fue esencialmente buen hombre y buen abogado.
Enrique Alvarez Martín.
Don Enrique
Fue en Cazalla de la Sierra
donde me hablaron de muerte
una mañana incolora
casi perdida en Septiembre,
cuando ya tú te marchabas
¡Ay dolor!, y para siempre,
por ese camino oscuro
como un río que se pierde
llenito de lunas negras
sin menguantes ni crecientes.
Quise alejarme de todo,
quise ocultarme y perderme
para encontrar en silencio
un instante para verte;
verte soñando tus mundos
siempre alegre, sonriente,
con la bondad de tu alma
por bandera permanente…
pero no pude, mi amigo,
no pude, no pude verte
que fueron silencios negros
los que cercaron mi frente.
Fue en Cazalla de la Sierra
donde me hablaron de muerte
una mañana incolora
que está grabada en mi mente
como un abrazo perdido…
pero un abrazo muy fuerte.
José Luis Herrera Muñoz