Recuerdo de dos Letrados
Cuando, a modo de entretenimiento, di en la tarea de difundir anécdotas judiciales…
Cuando, a modo de entretenimiento, di en la tarea de difundir anécdotas judiciales, hurgando en el archivo de mi memoria, me propuse omitir, salvo casos muy excepcionales, todo nombre propio, de forma que los protagonistas de los episodios narrados fueran no ya innominados sino ciertamente anónimos. Claro es que no siempre habré conseguido mi propósito, pues que algunos datos referenciales de las personas que han desfilado por mi colección habrán permitido a bastantes lectores descubrir su identidad.
Me temo que así va a ocurrir en esta ocasión. Los protagonistas de los dos casos que concitan hoy mi atención fueron dos letrados, dos compañeros, desgraciadamente ya desaparecidos, de singulares perfiles personales, que por mucho que trate de enmascararlos serán, sin duda, descubiertos, al menos por los profesionales que hoy miden su edad de los 40 en adelante.
Uno de ellos era un acabado ejemplo de bonhomía, y así era unánimemente reconocido por sus colegas. Servicial en extremo con sus amigos, estaba presto a hacer un quite al que lo fuere de menester. Por decenas de decenas se contarían las veces que sustituyó a algún compañero en el turno de oficio, y esto cuando era obligatorio y gratuito. Lo menos pausible es que la bondad de su corazón no se correspondía con su celo en el cultivo del arte del Derecho, por lo que la cosecha de sus conocimientos nunca pudo calificarse de ubérrima. Fue él quien, al evacuar un trámite de calificación provisional, escribió, con absoluta precisión, aquello de que “al borde de la carretera apareció el cadáver de un hombre muerto”. Su desenfado, su simpatía y su aire de ausencia, aliados con la benevolencia de los Tribunales, le permitieron transitar largos años por los caminos de la profesión.
Y he aquí que un día le tocó defender a una señora, que era parte en un procedimiento con el carácter de responsable civil subsidiario. Ello, por cuanto era la propietaria de un vehículo que, conducido por su yerno, había atropellado a un peatón. En su turno de informe, nuestro recordado colega expuso estos irrefutables argumentos:
– No sé por qué se trae a esta señora a juicio, achacándole que es la responsable civil de este accidente. Yo tengo delante el Código Penal, y aquí veo que son responsables civiles los posaderos, los taberneros, los maestros y los empresarios, ¡pero de las suegras no dice ni mijita!
El otro letrado al que me voy a referir, cuyo recuerdo permanece vivo en la memoria de …
El otro letrado al que me voy a referir, cuyo recuerdo permanece vivo en la memoria de cuantos le conocimos, también cruzó por la vida con la bondad a cuestas. Tampoco se mostró nunca remiso a la hora de atender a un compañero en caso de apuros, ni rehuyó asumir una defensa para evitar una correción disciplinaria a un colega o la suspensión de un juicio por ausencia del defensor. El gesto que aquí se narra alcanzó gran difusión por la vía de la transmisión oral, y es de general conocimiento en el ámbito forense de nuestro territorio. No obstante, y por si no ha llegado a los más jóvenes, helo aquí.
Seguro que ninguno estamos libre de sentir especial inclinación hacia alguna cosa; a quién le gustará la música, a quién el golf; no faltarán aficionados al ajedrez, ni quien se sienta atraído por la marquetería e incluso –porque hay gente para todo– por la papiroflexia. Todos, en fin, tenemos afición a algo. Nuestro recordado compañero, también. Su debilidad eran los ricos caldos que producen las viñas que ennoblecen los paisajes de Jerez y de Sanlúcar. Una copa de buen vino, o las que se terciaren, siempre eran bien recibidas por él, que consideraba intolerable descortesía fijar tasa de antemano a la degustación de este regalo del cielo. La color de su piel pregonaba los efectos salutíferos de su ingesta.
Pues bien, un día le correspondió defender a un ciudadano que tuvo la malhadada ocurrencia de ponerse al volante de un vehículo después de haber pasado una alegre velado de vinos y rosas. Comoquiera que el producto etílico que circulaba por su venas mermaba notablemente la capacidad de sus reflejos, provocó un accidente del que hubo de responder ante la Justicia. En un momento de su informe, este letrado quiso dejar las cosas en sus justos términos, con estas palabras:
– El Ministerio fiscal mantiene que la causa desencadenante de este siniestro fue el índice de alcohol en sangre que arrojó mi defendido, que era de 1,80. Y a este argumento se ha aferrado, repitiendo una y otra vez esa medida, que estoy harto de oir lo del 1,80. ¡Seamos serios, señores, que toda la vida de Dios el vino se ha medido por botellas y medias botellas!