Un Abogado trasnochador
El abogado acababa de colgar el teléfono de su mesa. Era la última llamada del día, pasadas las once de la noche. La luz que emitía el flexo de su escritorio y la lámpara de pie de su despacho se proyectaba sobre la tela blanca de las cortinas que protegían a Evaristo Bermejo de las miradas de unos vecinos que seguramente no entendían como se podía trabajar a esas horas.
– ¡Ten cuidado! ¡Un día de estos te va a pasar algo! ¡Mira que quedarte hasta tan tarde!. Le había advertido su madre unos instantes antes, al finalizar la conversación telefónica. – ¡Qué intranquilidad!
Pero no se iba a quedar mucho tiempo. Sólo el suficiente para ojear un expediente sobre un caso de estafa que llevaba en Marbella. Haría algunas anotaciones para unas nuevas pruebas que pensaba solicitar al juzgado de instrucción y quizás consultaría jurisprudencia en la base de datos.
Cuando se encaminaba hacia la puerta de salida del bufete, el letrado consideraba que efectivamente su madre tenía razón: no había ninguna vigilancia en el edificio ni ninguna persona que permaneciera aún en él. Por eso, al cerrar la puerta de seguridad, Evaristo se sintió sobrecogido por el ruido seco que provocaba el cierre en medio del silencio reinante en los pasillos de la segunda planta; al igual que otras veces cuando salía a esa hora.
Dirigía sus pasos hacia la escalera. Pero antes tenía que toparse con la puerta de las dependencias ocupadas ahora por una consulta médica y que un día dieron cobijo al despacho de un colega apellidado Mellado. Al letrado pernoctador se le encogía el estómago recordando lo que le ocurrió a este compañero, mientras miraba la puerta de la consulta al fondo del pasillo. Los consejos que momentos antes había recibido de su madre no le ayudaban precisamente a olvidar que ese abogado había sido asesinado detrás de aquella puerta una noche de Feria, hacía ya más de quince años.
– “Bueno, yo no tengo por qué temer nada… Ese compañero, según dicen, aceptaba casos y clientes demasiado peligrosos ” – Pensaba Evaristo mientras bajaba las escaleras.
Aunque las luces de los pasillos y las escaleras permanecían encendidas, esa claridad no lograba dar compañía a nuestro amigo. Precisamente, unos días antes, su pasante le había pedido que saliese a ver los desperfectos provocados en la placa de su despacho: era la primera vez en muchos años de ejercicio que alguien osaba atentar contra su rótulo de abogado. Y, aunque en un primer momento lo tomó como una gamberrada de algún chaval, su ayudante le refrescó la memoria recordándole que hacía muy poco Jesús Mantero, ex-cliente del bufete, había salido de éste dando voces y exclamando delante de los clientes que aguardaban en la sala de espera: “¡Qué cara más dura!”; y todo, por no querer pagar una minuta que ya se había rebajado bastante.
Pero lo malo no era que esos daños producidos en el logotipo del despacho los hubiese causado un cliente descontento. Al letrado Bermejo le asaltaba una duda: “¿Tendrá esto algo que ver con la visita del fin de semana pasado a Los Rosales?”. Sí, no era para menos que estuviese inquieto por aquel viaje en el que estuvo acompañado por dos colegas ingleses. Hubo incluso de advertir a Mr. Fletcher que no disparase su cámara frente a los dóberman que custodiaban el jardín de la mansión que se hallaba junto a la nave industrial que visitaron.
Le había invadido una sensación extraña tras hablar con la secretaria que salió a su encuentro en la oficina de aquel almacén de frutas, sobre todo después de que ésta hubiese requerido su tarjeta de visita. Y mira que él mismo se había convencido para no identificarse como abogado, sino como un acompañante de unos empresarios extranjeros interesados en la importación de naranjas.
Cerró la cancela del edificio de oficinas y comenzó a andar por la avenida camino de su casa. No vivía muy lejos, pues precisamente hacía poco que había cambiado de despacho para no tener que desplazarse en coche. Con su pesado maletín en la mano derecha, de piel negra y brillante, regalo de una cliente, y con el nudo de la corbata todavía en su sitio, sentía Evaristo en su rostro el frescor del viento a aquellas horas de la noche.
Iba repasando su viaje a Madrid. A pesar de que se había propuesto acabar pronto en el despacho, otra vez iba a acostarse tarde antes de un madrugón para coger el Ave de las ocho. Y menos mal que no salía el tren más temprano, porque con levantarse a las 6´30 h. ya tenía bastante. Cenar de madrugada no convenía para nada a su delicado estómago. Total, entre unas cosas y otras, se acostaría sobre las tres.
Llevaba en su elegante maletín el billete en clase preferente-no fumador que le había entregado por la tarde un mensajero, con destino a Madrid-Atocha. Era ya el quinto viaje que realizaba este año a Madrid en relación con un asunto en el que tenía encomendada la defensa de un directivo bancario. Un caso que podía dejarle mucho dinero, pero que por lo pronto sólo le quitaba muchas horas.
Al pasar junto a un Bingo, se cruzó con algunas de las pocas personas que todavía transitaban por la calle. Caminar percibiendo la frescura de la noche en su cara le ayudaba a pensar en la que sería su jornada siguiente.
– “Oye, Evaristo, a ver si le dices a Bernardo que te devuelva todos los papeles de mi marido”. Le había pedido Luisa María unas horas antes por teléfono.
– “No te preocupes, los abogados no podemos retener los documentos de los clientes aunque nos deban la minuta”. Había intentado tranquilizarle Evaristo.
– “Sí, pero Evaristo, tu ya conoces a tu colega y es capaz de no darte ni los papeles del Lexus, con tal de fastidiarnos”. Insistía la esposa de su cliente.
– “Bueno, te llamaré mañana cuando salga del bufete del compañero y te explicaré como han ido las cosas”. Finalizó el letrado.
Luisita, como la llamaban familiarmente, era quien había convencido a Armando para que eligiera a Bermejo como su nuevo abogado, ya que estaba harta de que Bernardo sólo se dedicase a ir a visitarle a Soto del Real para pedirle más dinero, después de haberle cobrado ya más de veinte mil euros.
– “¡Que no te enteras Bernardo! ¡Que yo creo que no te has leído las diligencias! Le espetaba el preso de Soto a su antiguo defensor, en la última visita que le hicieron juntos los dos colegas.
– “Si a mi me hablara así un cliente, no seguiría con él por mucho dinero que me pagara”. Explicaba Evaristo a su pasante, cuando hablaban del trato vejatorio recibido por el compañero.
– “Sí, yo a Bernardo lo veo quemado de la profesión, como si no le importara que un cliente le faltara el respeto”. Le había comentado su pasante sobre el compañero de Madrid.
Luisa llevaba dos meses en libertad y deseaba que Bermejo solicitase también la libertad provisional de su marido, como ella lo llamaba aunque no lo era. Las cosas del idioma, le había explicado una vez una cliente venezolana: no es lo mismo esposo que marido por aquellas tierras.
Cuando ella le llamó un sábado por la mañana a su casa para insinuarle que podía ser el abogado de Armando, Evaristo no pudo disimular su euforia.
– “¡Vaya cliente! ¡Vaya pez gordo!, Lo que imaginaba en sueños, por fin lo he conseguido. La diplomacia ha dado sus frutos,” Pensó Evaristo cuando Luisita le preguntó si estaría dispuesto a llevar la defensa del banquero.
En fin, mañana estaba citado con Bernardo Perera en su despacho de la calle Velázquez, para pedirle la venia, y después iría a ver a Armando a la prisión para que le firmara unos documentos.
Sólo pasaban algunos taxis por el Paseo de Colón, y la Torre del Oro apenas se distinguía desde allí, pues ya no estaba iluminada y había alguna neblina sobre el río. Cuando iba llegando a la esquina, a pocos metros de su casa, contempló extrañado a varias personas que andaban a paso ligero prestas a cruzar el paso de cebras que separa el Edificio Cristina del Puente de San Telmo, con aspecto de ir a trabajar. También venía oyendo desde hacía rato el ruido característico del motor de los autobuses que circulaban por el Paseo, y cada vez pasaban más coches. No era propio de esa hora.
Pero al mirar por encima de la silueta del palacio Yan Duri, en la Puerta de Jerez, pudo ver un cielo que se entornaba azulado entre los destellos naranjas producidos por el sol de un nuevo día. Sí, su reloj le confirmaba que eran las siete de la mañana. Menos mal que su agenda le permitía tomar el Ave de las nueve. Al fin y al cabo, era un profesional liberal.