Las ofensas públicas al cristianismo
El artículo 525, 1 del vigente código penal español establece: «Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican».
A pesar de lo anterior, la tozuda realidad demuestra que la continua vulneración de dicho precepto cuando se refiere al cristianismo y, más en particular, al catolicismo, encuentra una respuesta judicial tan sumamente comprensiva con el ofensor que, en la práctica, convierten el citado artículo en una etérea declaración de intenciones. Por eso, lo más conveniente sería proceder a reformarlo añadiéndole simplemente: «Se exceptúan las ofensas a los miembros de confesiones cristianas», o «Se exceptúan las ofensas a los miembros de confesiones que no respondan con la violencia».
Esta escueta reforma, no sólo explicaría la bondadosa actitud de la justicia con los ofensores, sino que además evitaría pérdidas de tiempo en denuncias y procesos judiciales a quienes creíamos que el código penal, el imperio de la ley y el principio de igualdad de trato, son los instrumentos que dispone el Estado de Derecho para satisfacer a los ofendidos. Y además, a los cristianos nos quedaría el consuelo de saber que si las constantes burlas públicas hacia nuestros dogmas, ritos, creencias y ceremonias quedan impunes, no se debe a que los poderes del Estado nos consideren indignos de protección, sino a que confían sobradamente en nuestro estricto cumplimiento de la obligación que tenemos de poner la otra mejilla. Una confianza no exenta de riesgos, porque también deberían conocer que los cristianos, ¡ay!, somos tan frágiles como los demás, y no siempre somos capaces de cumplir con nuestras obligaciones.
Para los más sensibles con el respeto a la libertad de opinión, aclaro que las burlas a que me refiero desde un principio, nada tienen que ver con el legítimo derecho a la crítica fundamentada y racional de las creencias o increencias ajenas; crítica que, obviamente, exige un esfuerzo mayor que el de apretar el vientre para expeler flatulencias. Los escarnios en materia de convicciones religiosas ni aportan nada a la convivencia, ni suponen avance alguno en el ejercicio de la libertad. Y no hay que ser muy inteligente para saber que cuando al ofensor no se le paran los pies, crece, se multiplica y acaba creyendo que le asiste un supuesto derecho a refocilarse con las burlas más torpes, groseras e hirientes, considerando como debilidad, la paciente mansedumbre del ofendido.