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Manuel Cruz Herrera, in memoriam (II)

Como continuación al artículo publicado en el anterior número de La Toga, transcribimos a continuación la carta dirigida por José Santos Torres en 1997 a quien era entonces decano de este Colegio, D. José Antonio Moreno Suárez.

Sr. D. José Antonio Moreno Suárez
Abogado

Sevilla 17 de marzo de 1997

Querido amigo:
Contesto a tu carta de 6 de marzo actual, renovando la convocatoria del año pasado al ágape fraterno que volverá a reunir al censo colegial de los “cincuenta primeros abogados en ejercicio de nuestro Colegio”, que no te atreves a motejar de “viejos”, y que yo sí lo hago, si bien desposeo el vocablo de todo sentido peyorativo, concediéndole ánimicamente el convencional de “mayores en edad, saber y gobierno”, utilizando un término profesional.
Lamento, como tú, la pérdida de dos compañeros como Paco Capote y Fernando García, excelentes abogados, muy queridos amigos, que ya estarán gozando de la presencia del Señor en compañía de los justos con tantos otros como el Colegio de Sevilla ha aportado a esa nutrida representación. Sólo nos queda recordarles y rezar por ellos.
Es un motivo de orgullo que de nuevo nos presida Don Salvador Díanez, y quiera Dios que su gratificante presencia la tengamos por muchos años.
Como cuento con tu promesa voluntaria de que “no habrá cursos ni lectura de carta alguna”, me animo y contesto ahora lo principal de la tuya, en relación con el Obispo que tienes, según colijo, como colaborador, y con el “menú de vigilia” confeccionado por ser día de viernes, para no contrariar conciencias escrupulosas de algunos compañeros, y, para cumplir también con el precepto, aunque todos, generalizando, estamos dispensados, como si dispusiéramos de Bula, por el montón de años de que disfrutamos y de los que muy honestamente hacemos ostentación y gala.
Del obispo Cruz Herrera, de tu obispo sufragáneo, tengo que decirte algo para que te guardes de él, y desconfíes de sus bendiciones, item más en viernes y en Cuaresma. No me fío de él, y tengo buenas razones. No olvides que, como buen fraile, tiene reminiscencias eclesiásticas de la iglesia medieval, aún no superadas, y aunque no te aplique la excomunión, para lo que sin duda carece de facultades, sí puede aplicarte la exclusión de la mesa común, que la iglesia medieval imponía a los culpables de alguna falta. Doy fe de haber presenciado este castigo en el Parador de Turismo de Vich (Barcelona) impuesto por el “Papa Clemente” a uno de sus obispos, cuando hace algunos años, en 1980, hicieron noche en el Parador de paso para Francia, donde yo me encontraba celebrando mis bodas de plata. Y creo que con toda rotundidez que a él se debe el que a tan fraternal ágape no asistan nuestras mujeres, otra reminiscencia medieval de los frailes que, al considerar los placeres de la alimentación y los banquetes siempre asociados a la sensualidad, prohibían comer con mujeres, orden categórica para los ascetas cristianos, para evitar crear complicidad, alimentar el deseo y el placer sensual y erótico. Y no te extrañe por ello la abstención, sobre todo de carne, -por eso el ladino príncipe de la Iglesia ha fijado un viernes de Cuaresma-, fuente de concupiscencia, y nos endilgue chaparrón de vegetales, símbolo de pureza. Así llegan a la anorexia, pero controlan las necesidades del cuerpo espiritualmente con el ayuno y la abstinencia. A esto llaman sobriedad y auto control. Es un hecho histórico que “por el alimento se introdujo la culpa”, dijo San Agustín y San Bernardo -siguiendo a San Pablo- decía: “me abstengo del vino porque en el vino se encuentra la lujuria…; me abstengo de las carnes, porque mientras alimento mucho a la carne, a la vez alimento los vicios de la carne”. En los siglos XII y XIII, en que vivieron estos santos no conocieron el fino Quinta o el de La Ina, no la chuleta de Moaña o la ternera de Ávila. Están, pues disculpados. Así se guardaban en la mesa las reglas de la compostura, y no podía producirse, -como demostraba en su De Rudimento Puerorum el filósofo franciscano Francesc Eixmenis-, el desagradable ruido que producía el erupto de los glotones, sonus epulantis, con que castigaban a su vecino de mesa.
Todo, pues, en esta convocatoria, querido Pepe, lo atribuyo a la malsana influencia del Obispo en cuestión, que, además, ya observarías en la ocasión anterior como nos colocó en riguroso orden de antigüedad, siguiendo ad pedem letterae el mandato de San Vicente Ferrer en el Tratado De La Vida Espiritual – cap. IX- sobre el orden que se ha de guardar en la mesa: “luego te sentarás según tu antigüedad”.
Razones justas me llevan a advertirse sobre su vigilancia. Es por otra parte, golosazo y comilón, adjetivos que Don Quijote aplicaba a Sancho por tragaldabas y un perfecto prevaricador gastronómico, al que he visto devorar un buen plato de cocido -de olla de tres vuelcos-, con buena pringada, morcilla como la pata de un gitano y tocino como la manga de un abrigo, y después endilgarse de postre un nutrido plato de “poleás”. Si no se viere no se creyere. Mi testimonio créelo como verdadero, le vi con mis propios ojos, observando por otra parte su excelente disposición para tragar las aceitunas -que como plato delante vinieron a la mesa-, que me recordó el calificativo que empleara el Dr. Thebussem de un engullidor de tan preciado fruto, por su habilidad desmedida en llevarlas del plato a la boca, un acto de auténtica “piratería gastronómica”, que no permitía a los demás gozar del fruto mediterráneo por excelencia, decía el ilustre gastrónomo.
Tienes que tomar nota para que no te engañe y nos sorprenda: viernes y Cuaresma, “quadragesiman diem”, símbolo del ayuno de cuarenta días observado por Jesucristo en el desierto. Y viernes, abreviatura de la locución latina “veneris dies”, día de Venus, la diosa romana protectora de la naturaleza, del amor y de la fecundidad. Fíjate bien la malicia puesta en escena por el obispo Cruz Herrera, que está rogando y con el mazo dando. Seguro que nos contenta con un modesto bacalao cuaresmal y él se prepara algún capón de los de menear la cabeza. Nos quiere confundir con el ayuno total de los viernes que recomendaba el apicarado Arcipreste de Hita en su Libro De Buen Amor, siendo él de aquellos que decía Juan Ruiz:
“desde que te conocí nunca te vi ayunar:
almuerzas de mañana; no pierdes la yantar;
sin mesura meriendas; mejor quieres cenar;
si tienes qué, a la noche, o puedes cahorar…”

(tomar una sobrecena).

Tan falaz eclesiástico sigue la costumbre de los monasterios medievales. Cuando el abad almorzaba con huéspedes o recibía a algún monje invitado, comía carne. Fray Justo Pérez de Urbel, que no puede ser sospechoso, en su obra Los Monjes Españoles de la Edad Media, afirma que éstos, conforme a una vieja tradición, se negaban a ayunar o soportar restricciones alimenticias los sábados y los domingos. Ellos dirían, supongo yo, que ya estaba bien con los viernes. El abad Don García, coetáneo de San Fernando, falleció en 1251, aquejado de agudos dolores de gota, y un sucesor suyo, dice García Colombás en el Monacato Primitivo, protagonizó el año 1331 uno de los atracones más descomunales en la historia monástica española; en su convento de Sahagón, en Puente la Reina, comió con sus acompañantes, 130 en total, 33 perdices, 8 carneros, 6 espaldas de carnero, 16 pollos, tocino por valor de 26 sueldos, 3 gansos, 1 puerco, etc… Cuando conocí esta noticia te confieso que estuve a punto de retirar el donativo que anualmente envío a los PP. Reparadores de Puente La Reina, pero… como en Las PartidaS -1.5 ley 36- Alfonso X legisló “que los perlados –como nuestro obispo Cruz Herrera- deuen ser mesurados en el comer, e en el beber”, …”y que no conviene que aquellos que han de predicar la pobreza, e la cuyta que sufrió Nuestro Señor, que lo fagan con las fazes bermejas, comiendo e bebiendo mucho”, lo pensé mejor y sigo contribuyendo. El pillo de Lázaro, cuenta en la II Parte de El Lazarillo De Tormes, que cuando el General de los Franciscanos ofreció a nuestro Emperador Carlos Y 22.000 frailes entre 40 y 22 años, para nutrir sus ejércitos, el invicto César respondió que se los guardar, -“porque había menester 22.000 ollas todos los días para sustentarlos, dando a entender ser más hábiles para comer que para trabajar”. Está saturada nuestra literatura de clérigos glotones, golosazos y comilones, como nuestro buen Obispo. El Dr. Pedro Recio de Tirteafuera, flagelador de la mesa de Sancho en la ínsula Barataria, mantenía al pobre gobernador alejado de la olla podrida, porque decía “allá las ollas podridas para canónigos o para los rectores de Colegios”. Y Góngora, en una de sus coplillas:
“Canónigos, gente gruesa,
que tienen a una cuitada,
entre viejas conservada
como entre pajas camuesa”

Julio Camba, en La Casa De Luculo, una de las mejores obras españolas sobre gastronomía, recomendaba no aceptar convite de cura gallego, de mesas bien ahítas y repletas, quienes después del banquetazo, de la cena, desde media noche hasta las seis o las siete de la mañana no pueden, los pobres, “tomar nada más que chocolate, y eso gracias al sabio Escobar, quien decidió que liquidum nom rumpit jejunium”.
Richard Ford, aquel curioso impertinente que nos visitó en 1833, todavía afirmaba en Las Cosas De España, refiriéndose a la calle Abades, que era el lugar donde los dignatarios eclesiásticos, “sus vientres bien forrados de buenos capones, almorzaban, comían y cenaban”. Yo creo, también, Dios me perdone el mal pensamiento, que el obispo Cruz Herrera nos trae a este marco del Hotel Los Seises, para mantener la tradición gastronómica de aquellos opulentos dignatarios de la Iglesia sevillana, compañeros suyos al fin y a la postre.
Yo he tenido ocasión, querido Pepe, de observar el sibaritismo gastronómico de nuestro fementido Obispo, y he de decirte que en las comilonas que celebra por ahí con sus amigos no se olvida ni del soplo de San Emeterio, que desde la alta Edad Media era utilizado por los frailes para incorporar el aroma de limón a la leche de burra, práctica famosa en la cocina de los monjes de Cluny, y de la presencia de la piedra serpentina para que el aroma de la manzanilla no cortase las claras a punto de huevo, “que se serenaban –dice Alvaro Cunqueiro en La Cocina Cristiana De Occidente- como nubes de septiembre en la cúspide del bizcocho que se llamaba Monte Santo”.
Te prevengo, pues, porque deseo tu bien, contra las veleidades culinarias del Obispo, y no olvides que estará dispuesto si no lo remedias a meternos entre pecho y espalda un plato de lentejas. Los viernes eran la comida habitual de Alonso Quijano el Bueno que desde tiempo inmemorial, -acaso reminiscencia del que comió Esaú y le costó la primogenitura,- era calificado de pésima comida. Nuestro médico Juan de Aviñón, médico de nuestro Rey Pedro I de Castilla, el Justiciero, que amó a muchas mujeres pero que más amó a Sevilla, en su famosa obra Sevillana Medicina, publicada a los dos siglos de escrita, en 1545, dijo de las lentejas “que son malas e melancólicas”. Y el más conocido de nuestros cuentistas del siglo de Oro, el sevillano Juan de Arguijo, se expresó así de las lentejas en uno de sus famosos cuentecillos: “Un viernes en Salamanca daba un criado a su amo a comer potaje de lentejas, y dijo: Mira que estas lentejas son la misma melancolía”. Y así se expresó también el médico Arnaldo de Vilanova en su Libro De Medicina, publicado en Granada en 1519: “El gobierno de las lentejas engendra mucha melancolía, e turba mucho el ingenio”. Llamadas vulgarmente las once mil vírgenes en Andalucía y las mil y quinientas en Castilla, fueron, sin duda, las causantes de la locura de Don Quijote, que entre ellas y los libros de caballería acabaron por sacar de quicio el entendimiento más fino y bien templado que tuvo hombre en el mundo.
No permitas, mi caro amigo, que las recete a nuestros cansados estómagos, que te dé la coba en su beneficio, porque sí lo haces se reirá de todos nosotros, él comerá de alguna manera algún manjar suculento que le prepararán a buen seguro, que es mucha su influencia entre la grey hostelera, y cuando como el Dómine Cabra nos mate de hambre, verás como él al final del ágape fraterno –alboroque que decían nuestros rebisabuelos- le verás meneando la cabeza de un lado y a otro, como era costumbre de ellos en el Siglo de Oro, del gusto que recibían, y que me trae a la memoria aquel clerigón golosazo y comilón de quien cuenta Caramanchel en el acto I de Don Gil De Las Calzas Verdes, del fraile Tirso de Molina, que hacía ayunar a sus criados:
“Y él comiéndose un capón,
quedándose con los dos
alones cabeceando,
decía, al cielo mirando:
¡Ay, ama, qué bueno es Dios!”

Pepe, estos frailes son la misma leche. En el Monasterio de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, cuya bodega era en el Siglo de Oro, de las más surtidas de España, el hermano lego que la dirigía, que no debía ser ningún tonto, hacía lo que recogen los documentos del archivo del cenobio covitano:… “procuraba que no se adelgazara ningún vino, y si se adelgazaba, que no se perdiera, a cuyo efecto lo mezclaba con otros vinos para gastarlo lo antes posible, con lo cual daba siempre mal vino. Del puro daba a los religiosos y del aguado a los oficiales y criados, porque no se desatinaran”.
Habrá, pues, que procurar que el obispo no se nos desatine, y nos dé lo que formaba parte de una familia de mediana fortuna en nuestro sin par Siglo de Oro, según el testimonio de Quiñones de Benavente en su Entremés Del Mayordomo:
“Los viernes, lentejita con truchuela;
los sábados, que es día de cazuela,
habrá brava bazofia y mojatonía,
y asadura de vaca en pepitoria,
y tal vez una panza, con sus sesos,
y un diluvio de palos y de huesos”.

De verdad, querido amigo, te confieso mi preocupación. Me gustaría salir del Hotel los Seises, satisfecho, con la andorga bien repleta, que no fuera aquel ágape, que como somos abogados pudiera suceder, como la roboratio o el alboroque, la confirmación de una compraventa con pan y vino y alguna que otra zarandaja, y aunque no sea banquete de los nutridos tordos que Horacio en el Beatus Ille llamaba manjar exquisito en boca de glotones emperadores romanos, me gustaría para comenzar y como plato del ante degustar una buena sopa,, por aquello de que:
“Siete virtudes,
tienen las sopas:
Quitan el hambre,
Y dan sed poca;
Hacen dormir,
Y digerir;
Nunca enfadan,
Siempre agradan,
Y crían la cara
Colorada”.

No deseo tener un banquetazo de los que Marco Apicio, nacido el año 25 a. De C. Preparaba en Roma. Notoriamente rico, homosexual y sibarita, prodigus, vorax et golosus, según Séneca, Plinio y Juvenal, festejaba a sus invitados con lenguas de papagayos condimentadas con miel; poseedor de inmensa fortuna, sólo hizo cuentas una vez en su vida, y conocedor de que le quedaban unos seis millones de sextercios, una fortuna aún muy considerable, decidió suicidarse. Nos legó el Ars Magirica, el primer libro de cocina escrito en el mundo.
Tampoco me agradaría salir de tan fraternal condumio y que alguien pudiera decir de mí como el epigrama de Jacinto Polo de Medina relató del hidalgo pobre, pero pretencioso y engreído del siglo de Cervantes.
“Tú piensas que nos desmientes
con el palillo pulido
con que sin haber comido,
Tristán, te limpias los dientes;
Pero la hambre cruel
Da en comerte y en picarte
De suerte, que no es limpiarte,
sino rascarte con él”.

Y terminemos, Pepe, esta contestación a tu invitación con los conocidos versos del padre de nuestro vulgar castellano, otro fraile también, Gonzalo de Berceo:
“Quiero fer una prosa
en román paladino,
con el cual suele el pueblo
fablar con so vezino;
ca non so tan letrado
por fer otro latino.
Bien valdría, como creo
Un vaso de bon vino”.

Ya me despido, pero antes te hago la recomendación de que cuando tropieces con el tan citado obispo Cruz Herrera le adviertas por si no lo sabe, que lo sabrá, porque está muy versado en letras, que recuerde y no olvide que en 1316, en pleno siglo XIV, otro fraile como él, Martín Pérez, publicó el Libro De Las Confesiones, y entre los grupos sociales con derecho a la buena mesa, señaló en primer lugar, los de mejor derecho, menesteres buenos et provechosos, a los abogados y a los procuradores, aunque yo creo que sufrió un lapsus memoriae, porque en ese grupo incardinó también a los triperos, pellejeros, sastres, regateros, remendadores de viejo, buhoneros, especieros, y algún que otro ganapán de más o de menos. No hay que apurarse por ello, la dignificación profesional nos llegó después y ahora cada uno está en su sitio. Pero dile al obispo que yo reclamo el derecho en nombre de todos, como señaló Martín Pérez, y luego que vengan sus bendiciones.
Recibe mi sincero reconocimiento por tan oportuna convocatoria, que pido a Dios te permita a ti en particular y en general a todos nosotros celebrar durante muchos años.
Con un fuerte abrazo.
P.D. El Obispo Cruz Herrera, por si esta carta llegara en su día a ser documento, hay que decir que fue un ilustre compañero ya fallecido, Don Manuel Cruz Herrera, Vicedecano del Colegio durante muchos años, un excelente profesional, no menos excelente gastrónomo y experto en lides literarias.

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