El compromiso de los juristas con el futuro
Al participar en un ciclo de conferencias que se rotula como “El futuro de España”, queda acotado el tema de la conferencia como un auténtico reto: mirar al futuro, escudriñarlo, intentar averiguar lo que nos viene para cumplir con la tarea siempre ingente de estar preparados.
Yo todavía he acotado más la materia de mi intervención proponiéndome que ese ejercicio de adivinación se haga tan solo desde la perspectiva de un abogado, un abogado corriente, que lleva muchos años mirando con curiosidad, con interés su propio entorno e intentando afrontar con las armas del derecho el día a día de la convivencia. Eso es nuestra profesión.
Hablar del futuro es retirar con cuidado el visillo de la ventana y otear el tiempo que viene. Lo que vemos son los claros o las nubes o ambas cosas. Nuestro horizonte es el del presente y la mirada al futuro esta siempre pendiente del riesgo de equivocarse en la adivinación.
A lo que yo he visto en muchos años de profesión, los juristas no somos demasiado buenos en las predicciones. En general estamos atados a la realidad presente porque la terapia jurídica se aplica sobre conflictos y tensiones humanas, sociales, económicas que ya han sucedido o están sucediendo. Así que si siempre resulta difícil la tarea de predecir, las ataduras de la realidad, cruda y directa, complican todavía más ese propósito de adivinación.
Sin embargo, no creo que tal cosa incapacite a los juristas para hacer pronósticos y ayudar a otear el futuro. Por ejemplo, el conocimiento del fracaso de las utopías nos permite valorar y protegernos contra las fantasías. Necesitamos a los soñadores pero tenemos la obligación de aterrizarles en la realidad. De los modelos de perfección que han sido propuestos en la historia al final lo que ha quedado es el impulso que dieron al progreso humano. Por eso lo mejor de las utopías ha sido que la civilización ha asumido la parte posible de aquellos sueños y fantasías.
Sabemos ya, también los juristas, que algunas de las utopías no se han limitado a fracasar. Han hecho daño, han sembrado la muerte, y sus propuestas de máximos se han convertido en horrores que hacen dudar de la racionalidad del ser humano.
Los juristas, los abogados, no tenemos como materia de trabajo elegantes especulaciones por el ser, por la nada, por la identidad. Manejamos sin embargo uno de los aspectos más trascendentes del comportamiento humano que es la libertad. La tutela de la libertad frente a otros, de la libertad frente al poder; del equilibrio de los derechos y libertades de todos y cada uno.
Así que cuando me adentro en la idea de avizorar el futuro ni quiero ni puedo evitar entender el presente, que es, como dijo Ortega “medirse con el pasado y atreverse con el futuro”. Al fin y al cabo de lo que se trata es de hacer aquello que Hans Magnus Enzensberger describe con enorme lucidez: “echar una mirada al futuro que llevamos a nuestras espaldas”. También el futuro de España lo llevamos a nuestra espalda y de él no podemos renegar, pero sí aprender.
Me parece, pues, oportuno echar una mirada a una serie de circunstancias y cuestiones que forman parte de nuestro presente, y al propio tiempo son su emblema. Episodios o sucesos que son la base y el caldo de cultivo en el que ha de desenvolverse la tarea del abogado, porque es la realidad en la que los ciudadanos desarrollan su vida, porque es el medio en el que el derecho despliega su eficacia.
Cuando se contempla la inmensa tarea llevada a cabo por todos los españoles para llegar al momento de la transición con madurez, con serenidad y con espíritu de concordia, superando con éxito la reválida histórica que nos dio acceso a la democracia, no podemos dejar a un lado el recuerdo de todos los juristas que desde la universidad y desde el foro andábamos construyendo, junto con otras muchas gentes, de manera más o menos modesta, de forma más o menos explícita la transición que había de venir. Hacía falta mucha gallardía para edificar un derecho público tan consistente como el que se vino creando desde los años 50; hacía falta mucha perseverancia para cimentar desde el régimen de autoridad que entonces imperaba la democracia que habría de llegar. Los abogados también estuvimos en esa línea de trabajo diario y efectivo en la realización del derecho, entonces tan incompleto. Nuestro Congreso de León hizo en 1970 unas propuestas de derechos básicos que luego hemos visto escritas casi al pie de la letra en la Constitución. Y no estábamos solos porque en aquel tiempo la posición conjunta de la ciudadanía española apuntaba toda ella hacía lo que era un sueño cada vez más cercano. Las bases reales de aquel sueño las pusieron los trabajadores en sus tensiones y sufrimientos; los empresarios en sus iniciativas; los ciudadanos todos en sus pautas de convivencia; y desde luego y también los juristas.
Un elemento esencial de aquella pacífica transición nos vino de algo que hoy hay quienes quieren poner en cuestión. Circula, se hace circular una reivindicación ácida y tensa: la de la llamada “recuperación de la memoria histórica”, con cuyo eslogan parece que se trabaja con todo lo contrario de la memoria, que es la manipulación, cuando no la mentira más o menos parcial o fraccionada. En la transición los españoles no se pusieron de acuerdo en olvidar ni en perder la memoria. Cada uno de ellos decidió libremente, porque empezábamos a ser libres, no utilizar los recuerdos como arma arrojadiza frente a los otros, que también tienen recuerdos, que también tienen memoria, que también tienen historia. A nadie se le puede pedir que desconozca u olvide que alguien mató a un ser querido, que alguien se tuvo que exilar, que alguien estuvo en uno u otro lado de la batalla, en una u otra cárcel, campo de concentración o checa en una u otra margen de la España dividida.
Lo que sí podemos pedir y exigir es que cuando la gente haga memoria no regenere con ello el odio que nos llevó a la tragedia y que tantos males nos trajo. Me parece una actitud moralmente inaceptable que se utilice la memoria para que cada cual, como alguien ha escrito, se fabrique un pasado a su antojo: un paraíso terrenal perdido que nunca existió y de cuya pérdida siempre es posible culpar a los otros.
España ha sido siempre, al menos desde hace 500 años, una Nación concebida como tal, antes que ninguna otra de la modernidad, y habitada por gente unas veces estupenda, otras veces corriente, y en ocasiones enloquecida por el odio. Más o menos como el resto de los países de nuestro mundo de cultura. Esos otros países habían ido superando sus diferencias territoriales, religiosas y políticas y construyendo su paz interna haciendo progresar el Estado de Derecho, y consolidando los sistemas democráticos. A nosotros nos faltaba culminar tal cosa y por eso el propósito común de los españoles cuando llegó 1975, y al tiempo de darnos una Constitución, fue el de erradicar los ingredientes de odio y reducirlos a legítima controversia democrática. En eso estábamos cuando de un tiempo a esta parte parece que hay quienes están interesados en desenterrar aquella componente cainita. La más antijurídica de las actitudes porque en esa microcirugía de la conducta que es el derecho no hay sitio para vivificar ni justificar ese germen de violencia irrefrenable que es el odio.
Uno de los ingredientes más significativos de esa confrontación social nacía de la dicotomía izquierdas/derechas. A estas alturas será difícil negarle a la izquierda el papel de excitante y provocador de muchos de los progresos de los que hoy disfruta nuestra civilización. Desde la izquierda se ha rendido y se rinde un provechoso culto a la igualdad que es un ingrediente sustancial de la justicia. Del mismo modo que desde el pensamiento conservador y liberal se ha impulsado y construido una parte sustancial del progreso a través del permanente culto a la libertad. Porque libres somos todos y las libertades son de todos, y nadie tiene sobre ellas monopolio ni paternidad exclusivas.
Ni izquierdas ni derechas se libraron de las tentaciones dictatoriales; cayeron en esas tentaciones y al hacerlo despertaron los peores instintos de envidias y destrucción de la libertad; de opresión y sumisión. Pero la sociedad avanzada de hoy está consolidada sobre el exigente impulso del pensamiento social, equilibrado por la continua presencia del valor libertad en el desarrollo de la personalidad individual.
Ninguna persona, ninguna institución, ninguna ideología tiene ni ha tenido el monopolio de la cultura, ni el de la decencia, ni el de la eficacia. Y nuestros políticos deberían recordar que cuando se ponen apocalípticos y se insultan y descalifican entre sí, descalifican e insultan a las masas de votantes de las otras opciones. En democracia la grandeza y el misterio del voto parten de que éste se deposita en paz y en libertad; y que el cómputo aritmético confiere un mandato al que resulta elegido pero ni descalifica ni borra de la faz de la tierra a los adversarios políticos, ni muchos menos a sus votantes. Hagamos pues desde el mundo del derecho un llamamiento serio, severo, a las gentes con responsabilidad política para que no aireen ni fomenten el odio, para que, respetando la memoria de cada uno de los ciudadanos, no impongan a los demás una memoria inventada o recreada para todos.
No cesa de estar entre las primeras preocupaciones de los españoles el terrorismo.
Quevedo escribió aquel verso famoso: “No he de callar por más que ….”.
Esas palabras nos enseñan, no tanto el camino de la verdad, que nadie la tenemos en exclusiva, cuanto el camino de la libertad, del pensamiento y la palabra libres. Y Horacio escribe: “nunca consideraré libre a quien vive con temor”.
Y hay que hablar de esto porque aunque se nos anuncie un horizonte de finalización del terrorismo etarra, no nos podemos olvidar que en la España de nuestro tiempo, democrática, avanzada y plural ha habido quienes han decidido que su opción ideológica y política debía ser impuesta por la violencia y acatada mediante el terror, que no otra cosa es el terrorismo. En algún sector de la sociedad española el efecto aterrorizador se ha producido. Y al socaire del miedo hay ahora mucha más gente que cede ante los terroristas pensando que aquellos tienen razón y que es una pena que la quieran imponer matando. Yo no me aquieto a esa idea, porque darle la razón a los que matan, ni siquiera compartir con ellos aunque sea fugazmente sus posturas, es contrario a toda ética de la convivencia.
De todas formas cuando llegue la paz, que llegará, sólo merecerá ese nombre si viene de la mano del derecho, con el castigo de los responsables de los delitos cometidos; y mediante un juicio justo con todas las garantías, entre las que se incluye la aplicación de un sistema penitenciario enormemente humanizado. Pero si no llega así, la paz no podrá recibir ese nombre, porque sólo el derecho es el instrumento civilizador con el que se reparan las situaciones de injusticia. Hemos suprimido la pena de muerte pero ellos han matado; hemos proclamado las libertades pero ellos las niegan a los demás. Nosotros usamos la voz y la palabra; ellos la muerte y el desorden.
Las víctimas de su vesania no son una leyenda que pueda construirse para hacer bonito el pasado. La historia de las víctimas del terrorismo en democracia es la historia de crímenes que sólo se corrigen y reparan como los demás crímenes. Lo contrario, insisto, es dar la razón a los que no tenían ni tienen más razón que la fuerza, y asumir que para algunos criminales no reza ese “imperio de la ley y el derecho” que la Constitución proclama.
Otra cuestión que preocupa y siembra inquietud. Vivimos un momento delicado en el que la propuesta de un nuevo Estatuto para Cataluña ha irrumpido en la vida de los ciudadanos corrientes extendiendo su trascendencia mucho más allá del foro político.
Aunque se me podrá decir que me adentro en el terreno pantanoso de la política en el que las soluciones han de buscarse a través del sistema de partidos que articula el pluralismo, cuando se comparece en una tribuna pública como ésta, tan prestigiosa, y se tiene la responsabilidad de representar a una profesión, por sí misma plural, hay que hacer frente a esa responsabilidad con todo respeto para el foro de la política, pero también con la claridad con la que percibimos la inquietud social aquellos que como los abogados y los jueces convivimos día a día con las patologías cívicas.
No he visto dictámenes jurídicos que respalden la conformidad del proyectado Estatuto de Cataluña con la Constitución. Y las Constituciones han pasado ya de ser meras proclamaciones de derechos y buenos propósitos a ser, como ahora son, como es la nuestra, ley suprema cuyo cumplimiento es exigible ante los mecanismos ordinarios de justicia. Así que si el Estatuto no se ajusta a la Constitución, y me parece prácticamente unánime esa opinión, y entre juristas no es fácil la unanimidad, es inevitable preguntarse por qué tenemos los españoles que ver incrementadas nuestras inquietudes diarias con un proyecto normativo que no se ajusta a la Constitución y que puede llegar a cambiar nuestras vidas sin que se estén siguiendo los pasos para que este cambio sea posible.
Ya sé que tal como están las cosas no quedará más remedio que reconducir esta situación, que facilitar la recomposición del mapa normativo amenazado; que restañar y curar las heridas que causaría a la Constitución un proyecto discordante que tal como está no es digerible, y que para serlo necesita de profunda cirugía que o conduce a incumplir la Constitución o a llevar la contraria a los autores del Proyecto. Saldremos, claro está, de esta situación. Y habrá de restablecerse el pleno imperio de la norma constitucional ahora tan vivamente inquietada. Tendremos que superar la amargura de haber sentido, desde la mayoría silenciosa, el ariete doloroso del intento de imponernos un trágala minoritario. La sociedad española ha estado a la altura de muy graves situaciones, también en democracia, porque las complicaciones nunca faltan. Nuestra fe en la democracia tiene ahora que reforzarse para encomendar al sistema democrático que evite la consolidación del entuerto. La ley de leyes ha recibido con este asunto la visita de un huracán impensado que ha sorprendido a los meteorólogos políticos. El edificio constitucional claro que resistirá, pues está y estamos preparados para ello. Pero ahora hay que volver a empezar, en cierto modo, con el trabajo de buscar la comprensión recíproca entre todos los españoles, de cualquier rincón de nuestra geografía. Y esa comprensión estaba bien cimentada, aunque tuviera problemas.
Desde luego, tendremos que superar, escapando de ella, la alternativa a la que se nos somete. Porque ahora resulta que si gusta el Estatuto, se es demócrata. Y si no complace, se es anticatalanista y no se es demócrata. Lo cual demuestra lo perverso de una situación en la que estamos quienes como yo vivimos voluntariamente sometidos a la Constitución, felizmente en democracia y sin ser, ni por asomo anticatalanistas. Tiene que ser posible ser respetuoso con esas coordenadas. Pero tenemos que ser respetuosos todos, y por eso hasta los más convencidos nacionalistas también deben respetar la Constitución ?y promover su cambio si no les gusta?; también deben ser demócratas y también convencer y respetar a las mayorías.
Habrá que evitar incurrir en aquello que tan ácidamente reprochaba Quevedo a ciertos políticos de su tiempo: “Que todos sus remedios son derribar una casa, porque no se cayera un rincón”.
La concordia precisa de la recíproca comprensión de todos; y no puede ser, no parece creíble, que seamos la inmensa mayoría de los españoles los que nos hayamos equivocado durante siglos al construir una nación que es tenida por tal, no sólo por nosotros, sino en todo el mundo. Hay sólo unos cuantos que legítimamente discrepan pero que no deben imponernos ilegítimamente su voluntad. Así que la democracia, el sistema constitucional tiene que afinar y engrasar todos sus dispositivos, tanto los políticos como los jurídicos, para salir con bien de esta situación de inquietud generalizada, que nos llega desde los ámbitos de la política.
Otro tema de preocupación, en tanto límite oscuro y restrictivo de las libertades es la referencia continua a lo políticamente correcto, una especie de corsé invisible y permanente para nuestra libertad de opinión y de expresión, inventado en la sociedad de la comunicación para conducir gregariamente el debate y el pluralismo.
Una cosa son las buenas maneras y el respeto que debemos a las personas, a las instituciones, a las ideas: y otra muy diferente y perniciosa, que ese respeto se haga reverencial, se convierta en miedo, y volvamos a no ser libres. Porque ¿quién decide lo que es políticamente correcto?, ¿qué capacidad normativa tienen quienes nos corrigen moral, jurídica y políticamente si no nos ajustamos a su corsé?.
Una insinuación de pasada, un truco del lenguaje o del gesto ?dice Steiner? inician constelaciones de asociación, lanzan sobre nosotros la red del lenguaje, que si se arroja bien extendida, atrapa y funde. De ahí a Goebbels hay un trecho que, bajo ningún concepto se debe recorrer, y que sólo queda protegido por el bastión de la libertad de expresión, que debe ser y es constitucionalmente inexpugnable.
El derecho es poco partidario de las ficciones y sólo recurre a ellas cuando son ineludibles como elemento o referente necesario para construir el razonamiento, para completar la interpretación de la norma. Lo que no son de recibo son las normas ficticias, los comportamientos obligados, cuyo bien jurídico protegido aparece tan oculto como la propia norma inexistente.
Esto será porque las ficciones son en realidad como dijo Dante “las verdades que parecen mentiras”. De eso y de lo contrario, mentiras que parecen verdades, hay mucho hoy en día y a la cantinela de lo políticamente correcto bien podría aplicársele aquello tan calderoniano de “arrojar la cara importa, que el espejo no hay por que”.
En esta enumeración de preocupaciones o elementos que tensionan la vida diaria no puede dejar de mencionarse el tema de la emigración. Por un lado la tragedia vital que lleva en su mochila cualquier emigrante huyendo de la pobreza, del hambre, de la opresión. De otro, el sistema económico abierto y liberal que genera riqueza y oportunidades, y que deslumbra como una “quimera del oro” a quien se ve obligado a abandonar sus propias raíces.
Un mundo que necesita mano de obra pero en el que se quiera o no, la mano de obra que llega produce perplejidad, oposición, y en todo caso preocupación ante lo diferente. Mucho tenemos que hacer los juristas, y especialmente los abogados, en esta materia. Porque a los poderes públicos les compete regular el derecho de acceso a nuestro país, que como ha dicho nuestro Tribunal Constitucional es un derecho de configuración legal; igual que les compete intentar, lo que no es nada fácil, encauzar desde la ley las corrientes migratorias poniendo cuanto esté de su parte para que se garantice información en el país de origen y acogida y convivencia en el país de destino, que somos nosotros. El salto vital, el cambio que hay en la vida del emigrante pone frecuentemente en riesgo la dignidad de su persona que está esencialmente protegida por los derechos fundamentales, y cuya tutela es incuestionable. Pero en la medida en que la llegada y acogida es dispersa y muchas veces ilegal, se producen en el conjunto de los emigrantes bolsas de marginalidad que son, sin duda, fuente de inseguridad para el país que lo recibe ?y ahí está el ejemplo de París? y núcleo generador de la criminalidad que siempre fructifica en el caldo de cultivo de lo marginal. Así las cosas hace ya mucho tiempo que los abogados trabajamos para que las fronteras del Estado no sean puntos de inflexión en los que queden arrollados los derechos básicos del emigrante; pero también para que el marco jurídico de la frontera se ajuste y se aplique conforme a las pautas del Estado de Derecho.
En toda esta cascada, nada exhaustiva, de temas que con carácter emblemático causan inquietud en una sociedad avanzada y democrática como la española hemos querido reconocer los elementos simbólicos de algunas de las preocupaciones de una ciudadanía que, como la española, ha contemplado en estos años el triunfo de valores que hasta hace 30 años formaban parte de aspiraciones y esperanzas mucho tiempo retardadas. Ese relato de problemas quiero hoy, con estas palabras, completarlo con aquello que anuncia el propio rótulo de mi intervención: el compromiso de aportar nuestra razón y nuestra profesionalidad, la “lex artis” de los abogados, a la convivencia en paz, en la serenidad, y en el respeto a la libertad individual y a la pluralidad política. Es este un compromiso vivo, militante y operativo, pues los valores de la libertad están siempre en riesgo y es continua la confrontación de derechos, cuya colisión debe resolverse en base al imperio de la ley para todos. Es por ello que tenemos que buscar, encontrar y denunciar los que Isaíah Berlin llama en el rótulo de uno de sus libros “los enemigos de la libertad”.
Así que ya es tiempo de que tras algunos de los problemas de hoy enumere yo los compromisos de los abogados con el futuro, que nos ayuden a despejar las dificultades del presente y con ello allanen día a día el camino de ese futuro. Y ya que algún orden he de dar a este repertorio, trataré primero de la necesaria defensa que desde el mundo del derecho se ha de hacer del “estado social”.
El llamado estado de bienestar, sólo tendrá futuro si lo entendemos de verdad como un Estado de Justicia. Cuando yo era joven y oía hablar por primera vez de las formulaciones del Welfare State me pareció aquello extremadamente sugerente y deseable. Aquellas propuestas se han ido imponiendo en muchos sitios del mundo pero ahora hay una gran preocupación por su mantenimiento. Y lo que me parece puede salvar aquellas conquistas del bienestar y extenderlas a todo el mundo es que les quitemos ese acento hedonista que respira el rótulo del bienestar y las dejemos en su sitio como creaciones y conquistas de la justicia. No se pueden contemplar los conceptos creativos del estado social sin considerarlos como una prestación debida, y por tanto justa. Ni se pueden sufragar excesos de protección ante ciertas contingencias individuales mientras las contingencias básicas de todos no estén cubiertas. Ni se puede hablar del bienestar como meta de los que ya han llegado a los raseros de subsistencia mientras los excluidos vagan fuera del sistema de protección. Igual que no se puede menospreciar ni prescindir de cuantos desde la libertad de empresa, desde el mundo empresarial generan el trabajo, los medios y la producción necesarios para que esa economía social y esas protecciones funcionen.
Todo eso es justicia, es derecho, es nuestro compromiso como abogados, como lo es que nosotros le ofrezcamos a la sociedad lo mejor de nosotros mismos, nuestro quehacer solidario en relación con tantos como necesitan nuestro trabajo y nuestra ayuda y no tienen medios para pagarla. Se habla con mucha frecuencia de los excluidos y a veces no nos damos cuenta de que no es necesario tener una discapacidad, pertenecer a una minoría, o sufrir una injusta agresión física o moral, para estar excluido. Porque si uno no puede pedir justicia aunque no tenga medios para ello, está excluido y postergado como los que pertenecen a tan difíciles colectivos. A todo eso da respuesta nuestro Turno de Oficio, nuestro compromiso permanente con el acceso a la Justicia de quienes no tengan medios para costearlo por cuenta propia. Es evidente que no es verdad lo de la igualdad de todos ante la ley si no se llega ante la Justicia en pie de igualdad desde su umbral mismo.
Si tal cosa decimos respecto de una exigente vigencia del estado social, qué no habremos de decir desde la abogacía de la necesaria consolidación, diaria, permanente y evolutiva del Estado de Derecho. Se llena la boca con su proclamación; y su contemplación como ingrediente básico de la Constitución hace del Estado de Derecho una constante de la vida pública y del devenir diario de la ciudadanía. El compromiso de la abogacía con el Estado de Derecho no es de hoy ni se limita a la feliz expresión de la Constitución y de las leyes. Es nuestro quehacer de cada día y en toda ocasión, igual que lo era antes de que fuera reconocido y proclamado.
Compartimos con Einstein, lo que no es poca cosa, la idea que expresó brillantemente en 1953: “la existencia y validez de los derechos humanos no está escrita en las estrellas”.
Los derechos humanos son de este mundo y a nosotros nos concierne luchar por ellos con toda firmeza y convicción. Claro que todos estamos obligados a respetarlos; claro que los poderes públicos han de respetarlos; y claro que se infringen con frecuencia. Como ha dejado dicho Cannata, el siglo de la razón, que nos trajo tantas novedades libertadoras, entre ellas la división de poderes, ha confiado a abogados y jueces la tarea de promover el desarrollo del derecho. Sólo con nuestro discurso, con nuestro razonamiento, el derecho sale de la cápsula petrificada de la norma para convertirse en realidad en las manos de un abogado independiente postulando ante un juez imparcial. Precisamente de todos los parámetros del Estado de Derecho, me interesa resaltar algunos como compromisos permanentes de la abogacía: no ceder nunca en nuestra independencia ?que es la garantía de que un juicio va a ser de verdad contradictorio?; y conseguir que la ciudadanía deje de tener la percepción de que la política partidaria tiene vigentes sus correas de trasmisión con el Poder Judicial. El mejor apoyo para la imparcialidad de los jueces ?que es la garantía de que un juicio contradictorio sirva para algo? será despejar esa sombra y dotar a la Justicia de medios efectivos para que sus fines tan excelsos y los medios de que disponga tengan la deseable correlación.
Desde tiempo inmemorial la abogacía está comprometida en la tarea de crear, afirmar y preservar el Derecho de Defensa, que no es una formulación genérica o gaseosa si no un rótulo que contiene la esencia misma de la mejor de las justicias que pueda ser impartida por los hombres. Y el derecho de defensa está en cuestión más a menudo de lo que parece. Desde los supuestos más cercanos de interferencias en las comunicaciones abogado/cliente, hasta las tentaciones de romper el necesario blindaje del secreto profesional; desde las modificaciones legales que diluyen o hacen desaparecer las garantías ante la justicia en determinados casos ?¿y por qué no en otros?? hasta las efectivas restricciones o riesgos del derecho de defensa ante la Corte Penal Internacional o la misteriosa desaparición de toda mención al “habeas corpus” en la nonata Constitución Europea. Como se ve no faltan ejemplos para justificar nuestra permanente preocupación por el derecho de defensa. Esa preocupación es la que nos hace renovar el compromiso histórico que con la defensa tenemos cada día y en toda ocasión. Claro está, y no me cansaré de decirlo, que ese compromiso lo hemos de mantener conjuntamente con quienes están llamados a impartir justicia. Es la savia común que alimenta la tarea de la justicia; la misma savia que nos obliga a todas horas a ayudar a los jueces, a respaldarles a ellos y a sus órganos de gobierno en la siempre inacabada tarea de defender su imparcialidad.
Al fin y a la postre el Estado de Derecho, y el derecho de defensa que lo apuntala en toda ocasión, no hacen sino confirmar lo que un viejo aforismo ya anticipó y es válido por los siglos de los siglos: la ley es el casco más seguro; bajo el escudo de la ley nadie es derrotado. Quien fue primero abogado, luego fiscal y más tarde juez ?el Juez Coke? en la Inglaterra del siglo XVI y XVII enviaba a todos sus amigos anillos con la inscripción de esa máxima en latín. Bien sabemos los abogados que algo así tenemos que decir todos los días de nuestra vida a nuestros clientes cuando nos plantean sus cuitas: la ley es el casco más seguro y bajo el escudo de la ley nadie es derrotado.
Esos compromisos de los abogados con el futuro han de asumirse de manera explícita, en forma continuada y como una tarea vital. Y puestos a descifrar la bola de cristal del futuro hemos de reconocer que los principios del Estado de Derecho habrán de sufrir, ya vienen sufriendo, tensiones, dificultades y acechanzas derivadas de la evolución científica, técnica y social.
No podemos desconocer que la demografía da lugar a cuestiones que en otro tiempo no pudieron ni siquiera soñarse. En unos países nace muy poca gente y en otros sobra; y la esperanza de vida se prolonga cada vez más; y las correcciones migratorias son insuficientes para restablecer el equilibrio y turbadoras para mantener las cotas de progreso y bienestar. La tentación de los poderes públicos de regular la vida, el origen y el fin de la vida, me parecen especialmente arriesgadas. Yo no sé si el derecho a vivir cómodamente es un derecho fundamental, que puede que alguien quiera proclamarlo en tercera o cuarta generación de derechos fundamentales. Pero no me gustaría que esos derechos derivados del progreso acabaran con el derecho a la vida, y termine por haber quien tenga el poder de decidir quiénes han de nacer y quiénes han de morir. El Estado de Derecho tiene que ser capaz de mantener sus principios canalizando la evolución de la humanidad, pero evitando que en el camino se quede la misma razón de ser de la propia humanidad, que es el derecho a la vida.
También el progreso científico y tecnológico plantea continuamente y va a seguir planteando, situaciones novedosas, en las que igualmente ha de pervivir el respeto a la dignidad humana. La tecnología que ha hecho posible la existencia de un fértil espacio de información y difusión de la cultura debe hacer posible también la tutela de la propiedad intelectual, porque la creación ha sido y es ingrediente esencial de la propia cultura y con ella del progreso.
En todo caso si nuestra civilización fue capaz de proteger el secreto de las comunicaciones cuando éstas eran por carta, teléfono o telegrama (qué antiguas empiezan a parecer estas cosas), habrá de ser capaz de proteger también la comunicación entre los ciudadanos de este mundo tan avanzado tecnológicamente. Porque poco avance sería aquel que me impida ser dueño de mi palabra, de mis afectos y de mis sentimientos, y me prive de comunicárselo sólo a quien yo quiera; como igual ha de ser capaz el ordenamiento de hacer que los referentes que los poderes públicos tengan de mi existencia y de mi actividad sean los necesarios para que yo cumpla la ley y no puedan ser usados por aquellos a quien esas cosas nada les debe importar.
Por mucho que extendiéramos el repertorio no abarcaríamos todo el abanico de posibilidades que el futuro ya nos anuncia. Por eso a la hora de terminar esta intervención me parece que no puede coronarse el recorrido de compromisos sin afirmarlo también respecto de otra libertad que debe ser tan inexpugnable como difícil es su ejercicio. Me refiero a la libertad de información, de la que depende la formación de la opinión pública plural, la posibilidad de criticar al poder, la hipótesis de su relevo cuando la ciudadanía decida cambiarlo con sus votos. Al fin y a la postre, el Estado de Derecho incluye en sus contenidos el sistema democrático para la selección y el control de los poderes; incluye los derechos fundamentales para el blindaje de la dignidad humana; y proclama el imperio de la ley y el derecho para todos como garantía de efectividad del sistema. Ese Estado de Derecho tiene dos protecciones últimas, traspasadas las cuales se diluye y se hace virtual todo lo demás: De un lado, la libertad de información, a través de la que se devuelve el poder a los ciudadanos y su capacidad de opinar, elegir y votar con el conocimiento necesario. Por otro, el derecho de defensa, mediante el cual se pueden aplicar en paz la ley y el derecho, erradicando definitivamente la justicia de las mazmorras, de la delación y del silencio.
En estos compromisos no hay medias tintas, y por eso creo que es buen momento para repetir que la Constitución que reconoció en su plenitud estos derechos tiene el valor de norma de normas, ley de leyes, que debe ser cumplida mientras esté vigente. Claro que se puede cambiar, entre otras cosas porque se producen relevos generacionales y novedades sociales que pueden dar lugar a esos cambios. Pero el “ius variandi” lo tienen, lo tenemos, los mismos que menciona su preámbulo, es decir: la nación española que entonces proclamó su voluntad y que fue ratificada por el pueblo español. Y ello incluye el procedimiento de cambio que nos dimos como parte de esa norma. Así que en esta materia no son válidos ni los amagos ni los regates.
Creo que para no cansar a cuantos me escuchan, debo terminar este análisis sobre los elementos de la actualidad que nos preocupan del presente y condicionan las reflexiones de futuro. Y lo haré recordando que os habla un abogado con muchos años de apasionado ejercicio de su profesión y consciente de sus propios compromisos que fueron de futuro en un tiempo, y no deben trasformarse en un mero pasado. Cualquiera que sean los avatares que el tiempo nos vaya proponiendo habremos de seguir teniendo en cuenta y renovando tales compromisos no sólo por coherencia con nuestra propia trayectoria sino también y sobre todo porque me parece que, pase lo que pase, la ciudadanía va a esperar siempre de sus abogados, por encima de vaivenes tecnológicos, de progresos científicos y de sobresaltos políticos una respuesta de lealtad y de firmeza; de confidencialidad, de comprensión y de lucha por los derechos cuya defensa se nos entrega. Esperan pues, que les defendamos poniendo en ello todo el alma. Claro está que será el alma de la toga.