La Reforma del Derecho Concursal
I. Introducción
El Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla, D. José Joaquín Rodríguez Gallardo, y el Director de estas Jornadas sobre la Ley Concursal, Prof. Leopoldo J. Porfirio Carpio, compañeros y amigos, tienen la deferencia de invitarme cada año a pronunciar la conferencia de clausura; en este caso, por tercera vez. Agradezco la reiteración y, para corresponder, he elegido un tema general, que sirva de conclusiones a las diversas ponencias desarrolladas sobre aspectos concretos del nuevo Derecho concursal por autorizados especialistas. La mía quiero que sea un precipitado final, a modo de las conclusiones de un dictamen, que, como siempre, someto a cualquier otra opinión mejor fundada.
Me voy a referir a la reforma del Derecho concursal, es decir, al cambio producido de lo viejo a lo nuevo, con el propósito de mejorar. En eso consiste toda reforma -sea religiosa, política, legal o de cualquier índole-, en el cambio para corregir defectos, resolver problemas, perfeccionar lo anterior.
II. La Reforma
La reforma a que se refiere el título de esta conferencia es una reforma legal. La expresión reforma preside todo el movimiento de cambio de la legislación concursal que, como describe la E. de M. de la Ley 22/2003 (I, cuarto y siguientes), tras la que introdujo la Ley de Suspensión de Pagos de 26 de julio de 1922 (LSP), arranca del Proyecto de 1929, de reforma del C. de c. de 1885, y culmina con las leyes del 2003 (la Orgánica para la Reforma Concursal 8/2003 -LORC- y la Ley Concursal, 22/2003 -LC-, ambas de fecha 9 de julio y publicadas en el BOE del siguiente día 10).
Ambas leyes se presentan bajo el rótulo “reforma”: La Ley Orgánica lo lleva a su título (“para la reforma concursal”) y lo repite en las iniciales palabras de su E. de M. (“La reforma concursal exige una modificación muy profunda de la legislación vigente…); la LC lo utiliza desde la primera frase de su E. de M. como objetivo de la nueva regulación (“Esta Ley persigue satisfacer una aspiración profunda y largamente sentida en el Derecho patrimonial español: la reforma de la legislación concursal”) hasta la final (“… se inserta en el ordenamiento jurídico español la reforma concursal”).
Interesa descifrar el sentido del vocablo reforma. En un sentido amplio, significa modificación, cambio; pero, si bien carece de un concreto significado técnico como término jurídico, el legislador utiliza en este caso el vocablo en una acepción más exigente. Toda reforma se proyecta o realiza como innovación o mejora de algo; pero, en Derecho, cuando lo que se reforma es un conjunto de normas (la “legislación concursal”), no una concreta, determinada y aislada norma, la reforma no es “ortopédica”, sino “global”, en la clasificación que estableció Garrigues. No se trata del cambio de una pieza, como la sustitución de una rueda en un vehículo (en la metáfora mecánica de Ihering), sino un cambio completo que afecta a todo el conjunto y, en su caso, al “sistema” en su integridad.
Hay que recordar que la reflexión jurídica sobre el termino “reforma” se produce en España con ocasión del cambio legislativo en materia de sociedad anónima; concretamente, del Anteproyecto de reforma de la sociedad anónima, redactado por la Sección de Reforma del Derecho Privado del Instituto de Estudios Políticos (IEP) y publicado bajo el título “Reforma de la Sociedad Anónima” (Madrid, 1947), una reforma, en sus propios términos, “global, completa y ponderada”.
El precedente es muy significativo, porque, concluida la reforma de nuestro Derecho de sociedades, que introdujeron las leyes de sociedades anónimas (1951) y de sociedades de responsabilidad limitada (1953), ese mismo año se inició en el IEP la redacción del Anteproyecto de Ley Concursal, que quedó concluso en 1959 y frustrado.
No tuvo la reforma concursal la buena fortuna de que gozó la del Derecho de sociedades, pronto convertida en la promulgación de dos leyes reguladoras de los tipos de la anónima y la limitada. Diversas vicisitudes se cruzaron en el camino de la reforma, y no fue la menor la quiebra de la Barcelona Traction, que privó de oportunidad política al tema y dividió a la Comisión redactora al alinear a muchos de sus miembros en los equipos jurídicos de las partes en litigio. Como ha dicho el Prof. Jiménez Sánchez, el pleito de la Barcelona, si bien impulsó el estudio de los temas jurídico-concursales, retrasó la reforma mientras el Estado español era demandado ante el Tribunal de Justicia de La Haya. No sólo no prosperó aquel Anteproyecto del IEP sino que el cambio que emprendió el inicio de su redacción en 1953 no concluiría hasta cincuenta años después, con la promulgación de las leyes de 2003. Muchas veces he pensado cuál hubiese sido la reacción del Prof. GARRIGUES, Presidente de aquella Sección del IEP, exigente en la diligencia y en la eficiencia de los encargos prelegislativos que recibía, si algún mensajero arcangélico le hubiese anunciado que a aquella reforma que él emprendía le quedaba todavía medio siglo de elaboración. Pero él inició el camino (1953), al que me incorporó en 1956 (¡hace cincuenta años!) como modesto ayudante, lo impulsó y predicó durante treinta años de su vida (hasta 1983), y veinte años después de su muerte, la reforma alcanzó su buen fin (2003). Justo es un homenaje de reconocimiento, de recuerdo y de gratitud.
Tras el intento del IEP, se sucedieron otros, como los que refiere la E. de M. de la LC (I). Tuve el honor de presidir la ponencia de la Comisión General de Codificación que redactó el Anteproyecto de 1983, iniciado bajo un gobierno de UCD y concluso bajo el primer gobierno socialista, presidido por Felipe González, y siendo Ministro de Justicia Fernando Ledesma. En este caso, la oposición de intereses corporativistas y de sectores críticos académicos frenaron la voluntad política necesaria para la reforma.
Bajo otro gobierno socialista, el Ministro de Justicia e Interior Juan Alberto Belloch dictó unos “criterios básicos” para la redacción de un Anteproyecto, que fue encomendado al Vocal de la Comisión General de Codificación Prof. Rojo, cuya Propuesta, de 1995, había de revisar una ponencia integrada por el Prof. Jiménez Sánchez y por mí; pero las prisas electorales impulsaron la publicación de la Propuesta antes de su examen por la ponencia y la Sección.
El triunfo del Partido Popular en 1996 abrió una nueva etapa. La Ministra de Justicia, Margarita Mariscal De Gante, dictó la Orden de 23 de diciembre de 1996 –van a cumplirse diez años- por la que encomendó a una Sección especial de la Comisión General de Codificación, cuya presidencia me confió, la redacción de un Anteproyecto de LC de nueva planta. Concluso en el año 2000, el nuevo gobierno de José María Aznar salido de las elecciones de ese año, a través de los sucesivos ministros de Justicia, Ángel Acebes y José Mª Michavila, impulsó su tramitación como Anteproyecto del gobierno y Proyecto de Ley, que, recibido con cuatro enmiendas a la totalidad, salió del Congreso de los Diputados con voto unánime.
III. El Diagnóstico
La reforma es remedio de males. Cuando se trata de una reforma legislativa, se propone remediar defectos o carencias de que adolecía la legislación anterior.
El legislador de 2003 ha sido bien explícito en el diagnóstico (E. de M., I, párrafo primero):
“Esta Ley persigue satisfacer una aspiración profunda y largamente sentida en el derecho patrimonial español: la reforma de la legislación concursal. Las severas y fundadas críticas que ha merecido el derecho vigente no han ido seguidas, hasta ahora, de soluciones legislativas, que, pese a su reconocida urgencia y a los meritorios intentos realizados en su preparación, han venido demorándose y provocando, a la vez, un agravamiento de los defectos de que adolece la legislación en vigor: arcaísmo, inadecuación a la realidad social y económica de nuestro tiempo, dispersión, carencia de un sistema armónico, predominio de determinados intereses particulares en detrimento de otros generales y del principio de igualdad de tratamiento de los acreedores, con la consecuencia de soluciones injustas, frecuentemente propiciadas en la práctica por maniobras de mala fe, abusos y simulaciones, que las normas reguladoras de las instituciones concursales no alcanzan a reprimir”.
Lo expresa bien la E. de M., una pieza literaria clara y bien escrita, profusa y didáctica, en ocasiones, pero cuya lectura aconsejo para entender el sentido de la reforma. Los defectos denunciados de la legislación anterior llevan a consecuencias tan graves como la injusticia, el resultado contrario a la finalidad de toda ley, aquí descrito como el predominio de intereses particulares sobre los generales y la ruptura del principio fundamental de la par condicio, que ha de inspirar el sistema concursal.
Como causas de esas graves consecuencias, el legislador señala, en la etiología de los males diagnosticados, el arcaísmo y la dispersión de la legislación que se propone reformar.
1. El arcaísmo
No se trata simplemente de la “longevidad” de las normas, de la duración de su vigencia; por el contrario, las leyes llegan a veces a viejas por ser buenas, válidas para el cumplimiento de su fin. Baste repasar el catálogo de las normas derogadas por la LC para comprobar su vetustez. El Libro Cuarto del Código de comercio de 1829, cuya redacción se debe al jurista andaluz, de Alcalá de los Gazules, Pedro Sainz de Andino, promulgado por el Rey Fernando VII el 30 de mayo de aquel año, como regalo onomástico (día de su santo antecesor, el III de ese nombre, en la Corona, que no en la santidad), cumplió 175 años de vigencia el 2004, durante la vacatio de la LC, que no entró en vigor hasta el 1 de septiembre de ese año.
La LC deroga expresamente todo el Libro Cuarto de nuestro primer C. de c., que, pese a su sustitución por el vigente, de 1885, conservaba su vigor, porque la LEC de 1881, al regular la quiebra, se remitía a él para reclamar su aplicación a la materia invocaba también de forma expresa y precisa múltiples artículos de aquel Código.
Y lo curioso es que, pese a la derogación de la LEC de 1881 por la nueva 1/2000, los Títulos XII y XIII de su Libro Segundo se exceptuaron de la norma derogatoria y siguieron vigentes hasta la entrada en vigor de la LC.
Llama la atención que la LC contemple la derogación de las normas del C. de c. de 1829 y no de aquéllas en cuya virtud conservaron su vigencia, las de la LEC de 1881; pero es que éstas la perdieron automáticamente, conforme a la Disposición derogatoria única.1.1a de la nueva LEC, de 2000, que marcaba el período de excepción hasta la entrada en vigor de la LC.
Con la derogación del Libro Cuarto del C. de c. de 1829 y de la LEC de 1881, pierden también su vigencia en la materia el C. de c. de 1885 y el C.c. de 1889, expresamente derogados por la LC (disposición derogatoria única.3.2o y 3o), así como la legislación especial sobre suspensiones de pagos y quiebras de las sociedades de obras públicas (apartado 2) y la LSP, de 26 de julio de 1922, la más moderna de las disposiciones básicas en la materia (apartado 1).
Las “partidas de nacimiento” de las normas que hasta la entrada en vigor de la LC rigieron esta materia no dejan lugar a dudas sobre su vetustez; pero, si se examina su contenido, la conclusión no puede ser otra que la de su arcaísmo, que el propio legislador define como “inadecuación a la realidad social y económica de nuestro tiempo”. El mal no está en la fecha de nacimiento, sino en el desajuste entre norma y realidad; y en una materia tan delicada y sensible como mudadiza, es lógico que unas normas que se remontan al primer tercio del siglo XIX, las más antiguas, o del XX, las más modernas, fuesen desbordadas en su aplicación por los cambios operados en la materia regulada, con vertiginosas alteraciones en la sociedad, en la economía, en la técnica y en el contexto jurídico.
Las circunstancias han variado fundamentalmente. La realidad contemplada por nuestro legislador del XIX era la de una economía mercantil, en el sentido más modesto de la expresión, protagonizada principalmente por comerciantes individuales, de elemental organización -de tienda, depósitos, almacenes, escritorios y despachos- y en un escenario local, de corto alcance geográfico, en el que la distancia era un obstáculo difícil de salvar. Esa visión angosta del legislador del XIX se refleja en la escasa relevancia que da a la quiebra de las sociedades, el reducido instrumental que contempla en la organización del comerciante, la anómala presencia del elemento extranjero en el tráfico y la elementalidad de éste, contraido a la circulación de mercaderías.
La LEC de 1881 se remite en bloque a “todo” lo previsto y ordenado en el C. de c. de 1829 ”sobre el orden de proceder de las quiebras” (art. 1.319) y, en concreto, a los arts. 1, 1.017 a 1.022, 1.025, 1.28, 1.031, 1.032, 1.034, 1.038 a 1.040, 1.044 a 1.048, 1.060 a 1.063, 1.067, 1.069, 1.070 1.084 a 1.089, 1.101 a 1.105, 1.134, 1.135, 1.138, 1.140, 1.142, 1.143, 1.1447, 1.152 a 1.159 y a todos los del Título XI del Libro IV (arts. 1.168 a 1.175). Resulta, pues, acertada la técnica de la Disposición derogatoria única, 3, 1o, LC, al referirse al Libro IV del C. de c. de 1829, en su conjunto. Obsérvese, que, antes de las concretas remisiones a artículos determinados de aquel Código, el art. 1.319 LEC de 1881 establecía de aplicación prioritaria, en su conjunto, todo lo previsto y ordenado en el C. de c., y la supletoria de las disposiciones sobre el concurso (Título XII del Libro Segundo de la LEC de 1881, vigente hasta la entrada en vigor de la LC en virtud de la Disposición derogatoria única.1.1a, LEC 1/2000).
Pues bien; todo ese entramado de normas vigentes hasta el 1 de septiembre de 2004, ofrece una pobre visión de la realidad económica y social de la época de su promulgación, de modestos negocios, rudimentaria contabilidad, elemental sistema de comunicaciones y de auxilio judicial.
Algunas normas pueden servir como significativo ejemplo de aquella corta visión del legislador de 1829. Al regular la “ocupación de los bienes y papeles del comercio del quebrado”, el art. 1.046.3o dispone que “el dinero, letras, pagarés y demás documentos de crédito pertenecientes a la masa… se pondrán en un arca con dos llaves…”. No es sólo el escaso repertorio de valores, sino, sobre todo, el método de seguridad y custodia de que se le dota. Sólo excepcionalmente, el art. 1.096 preveía que “a instancia de los síndicos, y con previo informe del juez comisario, podrá el tribunal acordar la traslación de los caudales existentes en el arca de la quiebra a cualquier banco público, con mi Soberana autorización”. Un banco con autorización real podía sustituir al arca; lo que con el tiempo había de convertirse en regla general.
Para el art. 1.058, no hay más “correspondencia” del quebrado que “las cartas”. El quebrado es una persona física (se le arresta, art. 1.044, 2a; se le deja “la parte de ajuar y ropas de uso diario”, art. 1.046,4o; puede recibir “asignación alimentaria”, art. 1.098) y varón (arts. 1.114, 1o y 2o, 1.117, 1.154, que se refieren a la “muger del quebrado”). Sólo el art. 1.022 preveía el supuesto de “quiebra de una compañía” y, concretamente, en la que “haya socios colectivos”. Aunque el C. de c. de 1885 dedicó una Sección, la 7a del Título Primero del Libro Cuarto, a la quiebra de las sociedades mercantiles en general, sólo contiene siete artículos (923 a 929), relativos, principalmente, a la extensión de la quiebra a los socios colectivos, a la responsabilidad por dividendos pasivos, al convenio y a la representación de las sociedades.
La distancia geográfica es obstáculo que ha de tenerse en cuenta para la presentación de los créditos (art. 1.101). El art. 1.110 del C. de c. de 1829 describe con elementales criterios geográficos los límites y los plazos:
“Los acreedores residentes en los paises que estan mas acá del Rhin y de los Alpes, y los de las islas Británicas, gozarán del término de sesenta días para presentar sus documentos, aun cuando sea mas corto el que se prefije para los acreedores del reino.
Los que residan en paises que esten mas alla de aquellos límites, tendrán para dicha operación el plazo de cien días.
Los de los paises de Ultramar de este lado de los cabos de Buena Esperanza y de Hornos, gozarán el plazo de ocho meses, el cual será doble para los que residan del otro lado de dichos Cabos.
Para el exámen de los títulos de los acreedores que gocen plazo mas largo que el designado para la celebración de la junta, se celebrarán despues de esta las que fueren necesarias, sin que esta dilacion pare perjuicio á sus derechos”.
El C. de c. de 1829 no contemplaba más medios de comunicación que las circulares, los edictos y el periódico “si lo hubiere en la misma plaza o en la provincia” (art. 1.101, párrafo segundo). El art. 1.337 LEC de 1881 añadió la posibilidad de publicar la quiebra en la “Gaceta de Madrid”, “cuando el Juez lo estime conveniente, atendidas las circunstancias de la quiebra”.
Parece más que suficiente para poner de manifiesto el arcaísmo que, como “inadecuación a la realidad social y económica de nuestro tiempo”, denuncia la E. de M. de la LC (I, párrafo primero), la realidad de una economía desarrollada, globalizada, cuyos protagonistas principales son sociedades y grupos de empresas, y a cuyo servicio se hallan las nuevas técnicas de comunicaciones y telecomunicaciones. No es necesario mucho esfuerzo probatorio para demostrar que las venerables normas de 1829, a sus 175 años de vigencia, no resultan adecuadas para regular la insolvencia en la “aldea global”. En un mundo empequeñecido por la facilidad de las comunicaciones y la transmisión inmediata de imágenes y sonidos, de mensajes y datos, de mercados integrados y de relaciones económicas que traspasan fronteras y superan distancias, poco sentido tienen unas reglas que ignoraban el telégrafo y la navegación a vapor, dividían el mundo en “más acá” y “más allá” del Rhin y de los Alpes o “de este lado” y “del otro lado” de los cabos de Buena Esperanza y de Hornos. Y ello, por referirme exclusivamente a las realidades económicas y técnicas, y no abundar en los cambios sociales y jurídicos a los que no se había acompasado la evolución del Derecho concursal (los derechos y libertades fundamentales, la igualdad de la mujer…). Un fenómeno que el legislador no sólo tacha de “arcaico” sino de “anacrónico” (E. de M., LC, I, párrafo tercero).
2. La dispersión
La E. de M. de la LC no se limita a denunciar el “arcaísmo” como defecto de que adolecía la legislación anterior; añade la dispersión, a la que atribuye la consecuencia de la “carencia de un sistema armónico” y que, como el “arcaísmo”, tiene su origen en “la codificación española del siglo XIX” (I, párrafos primero y segundo).
A tres planos refiere el legislador este defecto: la dualidad de códigos de Derecho Privado, Civil y de Comercio; la dualidad de la regulación separada de la materia procesal respecto de la sustantiva; la multiplicidad de procedimientos concursales, con instituciones de tratamiento de la insolvencia (quiebra y concurso) y “preventivas o preliminares” (suspensión de pagos y quita y espera). Tres planos distintos y, en cada uno de ellos, divisiones: en función del sujeto –deudor- (comerciante o no comerciante), de la naturaleza de las normas (materiales o procesales) y de su finalidad (preventiva o de tratamiento de la insolvencia).
Las combinaciones de esos diversos elementos se traducen en la dispersión de textos normativos: C. de c., el de 1829 y el de 1885; LEC de 1881; C.c. de 1889 y LSP de 1922, a la que el legislador de 2003 imputa haber complicado “aún más la falta de coherencia de un conjunto normativo carente de los principios generales y del desarrollo sistemático que caracterizan a un sistema armónico”, además de haber permitido “corruptelas muy notorias” (E. de M., I, párrafo segundo).
Todavía más se agrava el diagnóstico de la dispersión cuando el legislador denuncia que, lejos de poner remedio a esos males, las “modificaciones legislativas”, “parciales y limitadas”, han contribuido a “complicarlo con mayor dispersión de normas especiales y excepcionales, y, frecuentemente, con la introducción de privilegios y alteraciones del orden de prelación de los acreedores, no siempre fundada en criterios de justicia” (E. de M., I, párrafo cuarto). La dispersión no es sólo multiplicidad de textos diversos sobre una misma materia sino desconexión entre ellos, imposibles de integrar en un sistema.
Es cierto; además de la multiplicidad de textos legislativos fundamentales, la materia concursal ha sido regulada fuera de ellos, en disposiciones sectoriales, cuya finalidad principal ha sido la de conceder a los intereses contemplados por la respectiva legislación especial posiciones de privilegio, en detrimento del principio de la par condicio creditorum y a expensas de la destrucción de un sistema concursal. La legislación tributaria, la laboral, la de seguridad social, la de propiedad intelectual, la hipotecaria, la del mercado de valores, la de seguros… la de transporte… todas han pugnado en el asalto al principio de la paridad de tratamiento para situar a sus respectivos intereses a recaudo de los males de la insolvencia del deudor. Basta revisar las disposiciones finales de la LC, tan numerosas (¡treinta y cinco!) para concluir que gran parte de ellas se refieren a anteriores normas de prelación de créditos, para modificarlas y remitirlas a las disposiciones de la nueva ley.
IV. La Terapia
Emitido por el legislador en la E. de M. de la LC el diagnóstico referido, es fácil descubrir las líneas fundamentales de las que se sirve para remediar aquellos males.
1. La actualización del Derecho concursal
Frente al arcaísmo, la reforma propone la actualización, la adecuación de las normas reguladoras de la insolvencia a la realidad social, económica de nuestro tiempo y la posible previsión del futuro. En diversos segmentos de la nueva regulación puede comprobarse ese propósito.
A. Sociedades
La nueva legislación contempla tanto la insolvencia del deudor “persona natural o jurídica”, en sus presupuestos (art. 1.1) y otorga la importancia que merece la última descrita, en la que se comprenden las sociedades, las grandes protagonistas del moderno tráfico, que, a su vez, se relacionan o se integran en “grupos”.
Desde la solicitud de concurso (arts. 3.1, párrafo segundo, 3 y 5; 6.2.2o, párrafo tercero, y 3.4o) a la liquidación, la LC no pierde de vista esa realidad (art. 145.3.
B. Grupo
Además del contraste entre vieja y nueva legislación en el número de disposiciones dedicadas a las personas jurídicas y la previsión de supuestos en que éstas aparecen, otro signo de modernidad es la frecuente referencia a los grupos de sociedades en la LC.
Es materia de gran importancia en el tráfico, pero pendiente aún de una regulación sustantiva en nuestro Derecho. Naturalmente, la LC no ha pretendido dictarla, sino prever la presencia de grupos en los fenómenos concursales y sólo a estos efectos (arts. 3.5; 6.2.2o y 3.4o; 10.4; 25; 93.2.3o).
C. Elemento extranjero
La atención a la presencia de elementos extranjeros en el concurso es otra de las innovaciones que la reforma ha introducido respecto de la anterior legislación, como bien señala la E. de M. de la LC (XI, párrafo primero). Todo un Título, el IX, de 23 artículos, dedica la Ley a las “Normas de Derecho Internacional Privado”, regulación inspirada en el Reglamento de la UE sobre Procedimientos de Insolvencia y en la LM de CNUDMI-UNCITRAL sobre Insolvencia Transfronteriza, como también indica la E. de M. (IX, párrafo segundo). Además de las normas de conflicto, el contenido de este Título se centra en el reconocimiento de procedimientos extranjeros de insolvencia y en la coordinación entre procedimientos paralelos.
Se intenta adecuar así el Derecho vigente a las exigencias de una moderna economía globalizada.
D. Medios de comunicación
Las referencias a los nuevos medios de comunicación son otras muestras de actualización del Derecho concursal. El art. 23.1, al tratar de la publicidad de la declaración de concurso, dispone que tanto ésta “como las restantes notificaciones, comunicaciones y trámites del procedimiento, podrá realizarse por medios telemáticos, informáticos y electrónicos”. A la publicidad obligatoria de la declaración de concurso en el BOE y en un diario de los de mayor difusión en la provincia donde el deudor tenga el centro de sus principales intereses y de la de su domicilio, el juez, de oficio o a instancia de interesado, podrá acordar cualquier otra complementaria en medios oficiales o privados (art. 23.2).
El Capítulo V del Título VIII (“De las normas procesales”) prevé un “Registro de Resoluciones Concursales”, cuyo Reglamento, anunciado en el art. 198 LC se dictó por R.D. 685/2005, de 10 de junio, con un contenido más amplio que el contemplado en aquella norma, que era, exclusivamente, el de resoluciones de declaración de concursos culpables, designación o inhabilitación de administradores concursales, y que se extiende a las secciones de deudores concursados, administradores, liquidadores y apoderados inhabilitados y administradores concursales. Una O.M. Justicia, de 8 de noviembre de 2005, desarrolló el Reglamento en lo relativo al portal de Internet.
Por Auto de la Sala 3a del TS de 29 de noviembre de 2005 se ha suspendido la aplicación del art. 10.7 del Reglamento, que dispone la modificación de los arts. 320 a 325 RRM, sobre inscripción de situaciones concursales.
E. Inserción en el Ordenamiento jurídico
La actualización del Derecho concursal no sólo consiste en su adecuación a la realidad económica y a las innovaciones técnicas de nuestro tiempo sino que se extiende, muy principalmente, a la realidad jurídica de nuestro Ordenamiento. La E. de M (XII) se refiere expresamente a la armonización del Derecho vigente con la reforma concursal y, a su vez, a la inserción de ésta en el ordenamiento jurídico español, “con plenas garantías constitucionales” (párrafos primero y último del apartado XII).
Sin duda, la novedad más relevante en esta materia es la relacionada con los derechos y libertades fundamentales reconocidos en la CE, que por su naturaleza exige la regulación en ley orgánica y que en nuestro caso se ha realizado en la LORC. El art. 1 de ésta rodea de garantías los efectos concursales sobre derechos fundamentales del concursado, y, como es lógico, todo el contenido de la LC se adecúa al marco de la CE.
2. La Unidad
Si frente al arcaísmo el remedio es la actualización del Derecho concursal, frente a la dispersión se trata de integrar en un todo unitario las piezas separadas.
La E. de M. de la LC (II, párrafo primero) proclama que “la Ley opta por los principios de unidad legal, de disciplina y de sistema”.
Con independencia de si el término “principios” está empleado por el legislador en su estricto sentido jurídico y si conviene a cada una de las “unidades” enunciadas, lo cierto es que la LC ha superado la dispersión al reconducir a un solo texto legal la regulación, tanto sustantiva como procesal, del concurso; al someter a un mismo régimen de disciplina la insolvencia de cualquier deudor, sea o no comerciante, y al establecer un solo procedimiento, el concurso, único pero flexible, lo que permite la adecuación a diversas situaciones y soluciones.
A. Legal
Por lo que se refiere a la “unidad legal”, puede decirse que la dispersión de que adolecía el Derecho anterior no era sino otra manifestación del defecto del arcaísmo. Arcaica puede considerarse la división en textos legales diferentes de los aspectos sustantivos y procesales, opción del codificador decimonónico, ampliamente superado en la moderna evolución del Derecho concursal comparado. No sólo en el sistema de common law y en los ordenamientos germánicos, sino en los de tradición romanista y codificación, como en Italia, en Portugal y en los iberoamericanos de nuestra comunidad (México, Argentina, Chile…), la regulación concursal es objeto de leyes especiales, en las que se contienen tanto los aspectos sustantivos como los procesales. En España, esa nueva opción ha sido una constante en el movimiento de reforma, desde el Anteproyecto de 1959, del I.E.P., como lo ha sido la unidad de disciplina para comerciantes y no comerciantes (E. de M. de la LC, I, a y siguientes).
B. De disciplina
La regulación separada de la insolvencia de comerciantes y no comerciantes tenía un fuerte arraigo histórico, fundado en el carácter represivo que merecía la situación del comerciante que no hizo honor al crédito; pero ese carácter desaparece en el moderno Derecho, de manera que carece ya de sentido la separación de instituciones concursales para comerciantes (quiebra) y no comerciantes (concurso de acreedores). La dualidad es, pues, un arcaísmo, por lo que la dispersión puede reconducirse al primero de los defectos denunciados.
La unidad de disciplina corresponde a una dulcificación de la aplicable a los comerciantes, en relación con el Derecho anterior: una única y suave disciplina, que atenúa el viejo rigor.
Ese nuevo principio explica importantes cambios en la regulación, si se confronta la quiebra tradicional con el vigente concurso:
a. Garantías procesales
– la quiebra necesaria se declaraba por el juez a instancia de acreedor, sin oír al deudor (“inaudita parte debitoris”, “sin citación ni audiencia del quebrado”, arts. 1.025 C. de c. de 1829 y 1.325 LEC de 1881);
– en la LC, “la declaración ha de hacerse con respeto de las garantías procesales del deudor, quien habrá de ser emplazado y podrá oponerse a la solicitud…” (E. de M., II, párrafo séptimo; arts. 12, 15, 18, 19 y 20, LC).
b. Efectos sobre la persona y los bienes del deudor
– los efectos de la declaración de quiebra eran automáticos y de rigurosa dureza: arresto del quebrado (art. 1.044, 2a, C. de c. de 1829 y 1.335 LEC); inhabilitación personal para la administración de sus bienes, nulidad de los actos de dominio y administración posteriores a la época de retroacción de la quiebra (art. 878 C. de c.), y posibilidad de atacar los anteriores mediante el ejercicio de las “acciones paulianas concursales” (en los supuestos contemplados en los arts. 879 a 881 C. de c.); ocupación de los bienes y papeles del quebrado (arts. 1.044.3a, 1.046 a 1.048 C. de c. de 1829, y 1.334 LEC, con cierre de los almacenes, escritorios o despachos del quebrado), retención de la correspondencia (art. 1.044.6a y 1.058 C. de c. de 1829);
– la LORC regula las medidas que afectan a derechos y libertades fundamentales del deudor reconocidos en la CE, que ya no son efectos automáticos de la declaración de concurso sino cautelas que el juez puede adoptar desde la admisión a trámite de la solicitud de concurso necesario, la solicitud de concurso necesario, a instancia del legitimado, o desde la declaración de concurso, de oficio o a instancia de interesado, con audiencia del Ministerio Fiscal y mediante resolución motivada, basada en criterios de idoneidad, funcionalidad, proporcionalidad y temporalidad de la medida (intervención de comunicaciones, deber de residencia, entrada en el domicilio y su registro, arts. 1 LORC y 41 LC); el arresto ya no es efecto necesario de la declaración, sino medida extrema para caso de incumplimiento o riesgo fundado de incumplimiento del deber de residencia del deudor (o de los administradores o liquidadores de la persona jurídica deudora, en los términos del art. 1.2 LORC); la rigurosa “inhabilitación” personal de la vieja quiebra se torna en una suave y flexible medida de “intervención” o de “suspensión “ y “sustitución” en el ejercicio de las facultades patrimoniales de administración y disposición, y los actos que infrinjan estas limitaciones no son nulos, sin convalidables, confirmables o, en otro caso, anulables (art. 40 LC); la retroacción absoluta y las tradicionales “paulianas” se sustituyen por específicas acciones “rescisorias” de los actos perjudiciales, y de reintegración a la masa de los bienes y derechos objeto de aquéllos (Título III, Capítulo IV, arts. 71 a 73); al concursado sólo se le “desapodera” en la medida de la “intervención” o “suspensión” acordadas (art. 40); el cierre de oficinas, establecimientos o explotaciones y el cese o la suspensión de su actividad empresarial son “excepciones” (art. 44); los libros, documentos y registros no se ocupan, sino que el deudor ha de ponerlos “a disposición de la administración concursal” (art. 45).
c. Calificación
– la calificación de la quiebra era necesaria y rigurosa en el anterior Derecho (arts. 1.321, 1.382 a 1.389 LEC de 1881, en relación con los Títulos IX y XI del Libro Cuarto del C. de c. de 1829; arts. 886 a 897 C. de c. de 1885) con graves consecuencias para los “culpables” y “fraudulentos” (los fraudulentos no podían celebrar convenio –art. 898- ni ser rehabilitados –art. 920-; los de otras clases necesitaban para rehabilitarse cumplir íntegramente el convenio o haber satisfecho todas las obligaciones reconocidas por el procedimiento –art. 921-; los no rehabilitados no podían ejercer el comercio de no estar autorizado por convenio y en los términos de éste;
– la calificación en la LC no es obligatoria sino en los casos de liquidación o de convenio especialmente gravoso (art. 163); se suprime la calificación de fraudulenta y se atenúa la de “culpable”, con imposición a los afectados de “inhabilitación” sólo para representar a otras personas o administrar bienes ajenos (Título VI, arts. 163 a 175), por tiempo máximo de quince años y para ejercer el comercio.
d. Soluciones
– el convenio era una solución excepcional de la quiebra, cuyo fin normal era la liquidación; no podía convenir el quebrado fraudulento (art. 898, párrafo segundo) y sólo en la quiebra de sociedades anónimas se contemplaba “la continuación o el traspaso de la empresa”;
– la LC concede preferencia al convenio sobre la liquidación, salvo que el deudor opte por ésta (art. 142. 1 y 2), o que aquél no se alcance o se frustre (arts. 142.3 y 4 y 143), y fomenta su celebración (propuesta anticipada de convenio, arts. 103 y ss.).
e. Especialidades del concurso de empresario
Pero esa unidad no significa que la LC desconozca la relevancia del concurso de los empresarios, caracterizado por la actividad económica desarrollada por el deudor, por el estatuto especial al que nuestro Derecho lo somete y por la presencia en su patrimonio de unidades de producción de bienes y servicios, en cuya organización se integra un trabajo ajeno vinculado a través de relaciones laborales.
La LC prevé esas características y une determinadas consecuencias jurídicas al concurso del empresario en concretos supuestos: la continuación de la actividad (art. 44); la consideración de créditos contra la masa de los originados por aquélla tras la declaración de concurso (art. 84.2.4o); la relevancia del cumplimiento de la obligación de contabilidad (arts. 6.3, 45, 46, 105.1o.2o, 164.2.1o) o de la inscripción en el R.M. (arts. 24.2, 105.1.3a) y la conservación de las unidades productivas y de los puestos de trabajo (arts. 56, 155,3 y 4, 100.1 y 2, 148) son criterios específicos para el concurso del empresario.
C. De procedimiento
Lo que la LC denomina en su E. de M. (II) “unidad de sistema” mejor debería llamarse “de procedimiento”. El “sistema”, ciertamente unitario, está integrado por el conjunto de normas reguladoras del concurso, tanto sustantivas como procesales, que, frente a la dispersión del Derecho anterior -“falta de coherencia de un conjunto normativo carente de los principios generales y del desarrollo sistemático que caracterizan a un sistema armónico”, al decir de la E. de M., I, párrafo segundo- reconduce a unidad la nueva Ley. Uno de los aspectos de ese sistema es el procedimiento de concurso, único para el tratamiento de la insolvencia. Frente a la pluralidad de procedimientos del anterior Derecho (para deudores comerciales y para no comerciantes; preventivos y de tratamiento de la insolvencia), que se traducía en su quiebra, concurso de acreedores, suspensión de pagos y quita y espera, la reforma sólo regula un procedimiento denominado concurso, cuya declaración procede “respecto de cualquier deudor” (presupuesto subjetivo, art. 1, de indiferencia de la condición o naturaleza de la persona) y como presupuesto objetivo es también único, la insolvencia (art. 2.1), aunque en el concurso voluntario puede revestir las modalidades de “actual” o “inminente” (art. 2.3).
3. El sistema
A. Concepto
El sistema es un conjunto de normas sobre una materia u objeto, ordenado a la consecución de unos fines. La fijación de éstos es, ante todo, un tema de política jurídica. El calificativo no altera la esencia del sustantivo: se trata de política, en el sentido recto del término, que es el de elección, libertad de opción entre posibilidades diversas. La política, como arte de gobernar, consiste fundamentalmente en elegir y, ante todo, en fijar fines como objetivos a alcanzar, en función de una idea, un ideal o una ideología.
Hasta aquí, los fines como elementos que la política, un programa político, marca al ordenamiento jurídico; pero tales fines han de alcanzarse a través de normas jurídicas orientadas a su consecución. Es aquí donde la política se convierte en legislativa, siempre como opción entre soluciones posibles, para elegir las más adecuada a aquellos fines prefijados. Tal es la tarea del legislador: instrumentar las normas más idóneas y correctas para alcanzar y realizar los fines perseguidos.
Al servicio de la política legislativa se halla la técnica legislativa, un repertorio de métodos y de instrumentos para la elaboración de las normas. Pero la técnica es mera herramienta, neutral, carente en sí del valor normativo que tiene la política legislativa, a cuyo servicio se ofrece.
B. Fines de la reforma concursal
Los fines determinados por la política jurídica orientan la política legislativa. En nuestro caso, la reforma de la legislación concursal, esos fines no vinieron fijados por la política, sino que su elección fue encomendada a los propios técnicos a quienes se confió la preparación de la reforma. Designada, por O.M. de 23 de diciembre de 1996, la Sección Especial de la Comisión General de Codificación (CGC) para la Reforma Concursal.
Fue la Sección Especial de la C.G.C. que diseñó la reforma concursal la que fijó sus fines. La E. de M. de la LC deja expresa constancia de la elección, al tratar de la unidad y de la flexibilidad del procedimiento de concurso: “la satisfacción de los acreedores” es su “finalidad esencial” (II, párrafo cuarto).
La finalidad no sólo se erige en elemento clave del sistema, que ha de estar orientado fundamentalmente a conseguirla, sino en caracterizador de su modelo. Nuestro modelo concursal es, pues, “satisfactorio”, opción de política jurídica que lo prefiere a otros posibles, predominantemente “sanatorios”, de salvamento o reconstrucción del patrimonio del deudor.
El sistema orientado a esa finalidad exige una adecuación funcional, una ordenación al objetivo propuesto, en cuya virtud todos los elementos que lo componen han de integrarse en su funcionamiento como un mecanismo en marcha que permita alcanzar el resultado de la satisfacción de los acreedores, si no total e íntegra, al menos, en la medida posible, ordenada y justa.
C. Finalidades instrumentales
La “finalidad esencial” no significa que sea la única del sistema; existen otras, instrumentales, subordinadas o accesorias, que también expresan opciones de legislador. En la propia naturaleza de la finalidad esencial satisfactoria se encierran otras de ese carácter secundario. La satisfacción de los acreedores (pasivo) ha de hacerse con los bienes y derechos patrimoniales del concursado (activo). El contraste de esas dos “masas” implica que para el mejor cumplimiento de la finalidad esencial hayan de alcanzarse otras intermedias: la defensa del valor del activo y el justo tratamiento del pasivo en su satisfacción.
a. Optimización del valor de la masa activa
La primera de las finalidades así enunciadas exige una correcta administración del patrimonio, en el sentido conservativo y, en su caso, en el dispositivo. Se trata, en términos económicos, de optimizar el valor del activo concursal en aras de la más completa satisfacción del pasivo.
Prima la finalidad conservatoria sobre la liquidatoria en la opción de política jurídica; en general, respecto del entero patrimonio del deudor, pero, de manera muy especial, cuando el deudor ejerce una actividad profesional o empresarial, cuando en su patrimonio existen unidades productivas de bienes o servicios y es empleador. Se trata de no interrumpir aquella actividad económica, de no desmembrar ni despedazar aquellas organizaciones, de no destruir puestos de trabajo.
La conservación es finalidad preferente a la liquidación en la escala de la política jurídica concursal, que se refleja en la opción de soluciones (preferencia del convenio liquidación; conservación de la persona jurídica deudora, de la actividad profesional o empresarial del concursado y de sus unidades productivas, que es también conservación del empleo). Son, todos ellos, fines de ese rango que lucen en la regulación del concurso y se insertan, como tales, en el sistema.
No son, sin embargo, fines absolutos, sino relativos, sometidos a condiciones, exceptuados en ocasiones, pero de validez general en el sistema. A veces, prima sobre ellos la voluntad del deudor (que puede preferir liquidación a convenio), o de los acreedores (que pueden rechazar la solución de convenio), o la decisión del juez (que puede exceptuar la regla de la continuidad de la actividad profesional o económica del deudor, total o parcialmente, y acordar el cierre de oficinas, establecimientos o explotaciones del deudor y el cese o la suspensión de su actividad empresarial, así como la extinción o suspensión de los contratos de trabajo). La propia finalidad de conservación de las unidades productivas (empresas) está sometida, en caso de convenio, a la aprobación por los acreedores, tanto si se trata de su continuidad en el patrimonio del concursado, como de su continuidad “traslativa”, mediante enajenación a un tercero, y, en caso de liquidación, a su inserción en el plan y aprobación de éste, o, supletoriamente, a la conveniencia de “los intereses del concurso”, estimada por el juez, previo informe de la administración concursal. Indudablemente, en la salvedad de la preferencia de los intereses del concurso se sitúa la finalidad esencial de satisfacción de los acreedores, que prima sobre la finalidad instrumental de conservación, de manera que si de la realización aislada de los componentes se prevé un resultado más favorable a la finalidad satisfactoria, ésta se impone a la conservatoria.
b. Tratamiento justo de la masa pasiva
La finalidad satisfactoria exige, sobre todo, que se realice de manera justa, lo que impone un tratamiento paritario de los acreedores destinatarios.
La “satisfacción de los acreedores” ha de seguir criterios de justicia. El “suum cuique” reviste especiales dificultades en la aplicación de la justicia distributiva cuando el deudor es insolvente y no puede cumplir regularmente sus obligaciones. La comunidad de pérdidas inherente a la insuficiencia patrimonial exige que haya de resolverse con un sacrificio equitativo de los acreedores; pero las reglas para conseguir ese resultado no son unánimes. Justicia no es siempre tratar igual a todos; en el concurso pueden existir clases, graduadas por privilegios, preferencias y prelaciones a efectos de su satisfacción. El legislador puede establecer una tabla de valores en la clasificación, con un trato prioritario de los acreedores mejor clasificados, o reducir a unidad a toda la masa y aplicar un trato paritario a los acreedores. Son opciones de política legislativa que, por diversas sendas, conducen a la finalidad satisfactoria.
Las normas son elementos componentes del sistema, en el que han de insertarse armónicamente, con coordinación y coherencia, como piezas de un puzle que encaja o de un mosaico bien taraceado. Sólo esa correcta inserción en la estática del sistema permite su buena dinámica, su fluido funcionamiento en la ordenación de conductas hacia la finalidad perseguida.
La armónica inserción de las normas la permite su inspiración en unos principios jurídicos, elementos esenciales de todo sistema, desde los “generales del Derecho”, fuentes e informadores de todo el ordenamiento jurídico (arts. 1.1 y 1.4 C.c.) hasta los “sectoriales” o especiales. Participan éstos del carácter normativo e informador de los “generales”, si bien referido al sector concreto que delimita el sistema especial, el concursal en nuestro caso.
El principio es inspirador, soplo del espíritu de las normas, pero también ordenador de conductas. Por eso, no todos los que se llaman “principios” tienen tal naturaleza, porque carecen de esas características esenciales. El legislador concursal no siempre ha utilizado el término principio en el sentido correcto.
D. Los principios
a. El principio de la par condicio creditorum
La primera ocasión en que aparece el término principio en la LC es en el párrafo inicial del apartado I de su E. de M., al denunciar los defectos de la legislación anterior y, en concreto, el detrimento del “principio de igualdad de tratamiento de los acreedores”, expresión que repite en el apartado V, primer párrafo, al elevarlo a “regla general del concurso”.
Se trata de un verdadero principio concursal, que como regla general tiene excepciones. La vieja regla de la par condicio creditorum no impone una igualdad absoluta entre los acreedores, sino que admite “clases” diferentes, con diverso tratamiento, aunque en el seno de cada una de esas “clases” se aplique un tratamiento paritario.
La LC ha renunciado a la supresión de esa diversidad, que han conseguido otros ordenamientos concursales (como los germánicos -austríaco, alemán- o el portugués), pero que en España encuentra resistencias muy arraigadas en nuestra tradición; se ha conformado el legislador con restablecer el principio paritario como “general”, con excepciones (privilegios especiales y generales, “excepciones positivas”; créditos subordinados, “negativas”), y con suprimir y limitar las “positivas”. La E. de M. de la LC (loc. ult. cit.) se refiere a “una de las innovaciones más importantes que introduce la Ley, porque reduce drásticamente los privilegios y preferencias”. Metafóricamente, se puede hablar de tala y poda de privilegios, porque se reducen en número o se limitan en su cuantía. En el primer caso, se suprimen viejos privilegios concursales, que no se estiman “justificados”; en el segundo, subsiste el privilegio, pero se limita la cuantía del crédito que de él goza (“créditos salariales” sobre una base que no supere el triple del salario mínimo interprofesional; créditos tributarios y demás de Derecho público, hasta el cincuenta por ciento de su importe; o, de nueva incorporación, el crédito del solicitante del concurso, hasta su cuarta parte; art. 91, 1o, 4o y 6o).
Las excepciones a la regla se configuran así, como dice la E. de M. de la LC, “por razón de las garantías de que gocen los créditos o de la causa o naturaleza de éstos”. La primera razón (“privilegios especiales”) se impone cuando se trata de garantías reales y afección de bienes al cumplimiento de la obligación del deudor; la segunda (“privilegios generales”) las reconoce la norma en atención a la clase del crédito o de su titular (laborales, públicos tributarios o de seguridad social, por responsabilidad civil extracontractual o del acreedor instante del concurso).
La LC ha reducido estos privilegios y, en ocasiones, los ha limitado en importe; pero subsisten como “clases” de créditos concursales. El sistema español no ha extendido el principio de la par condicio creditorum a un “concurso sin clases” (Klasenloskonkurs de los Derechos austríaco y alemán, recibido en Portugal). La reducción no ha podido llevar en nuestra reforma a una abolición; se ha contraído a restablecer la vigencia del principio de la par condicio como regla general; a limitar las excepciones positivas; a excluir las fundadas en motivos distintos de la causa o naturaleza del crédito, como las que se basaban en la forma de su constancia documental (“escriturarios”); a reducir el número y, en ocasiones, el importe de las admitidas, y a encerrarlas en un numerus clausus legal.
Así, como salvaguarda del principio de la par condicio creditorum, la norma contenida en el art. 89.2, segundo inciso, LC, ordena que “no se admitirá en el concurso ningún privilegio o preferencia que no está reconocido en esta Ley”. La norma no pretende hacer inmutable el elenco de excepciones al principio, sino impedir que la aparición de otras nuevas se produzca al margen de la LC, con modalidades “extravagantes”, en leyes sectoriales, como las que, desafortunadamente, se prodigaron bajo la anterior legislación, aumentando la dispersión y el desorden, en un verdadero asalto al principio de la par condicio y en una carrera desaforada por situar en mejor posición concursal a los respectivos intereses protegidos (sean tributarios, laborales, de seguridad social, hipotecarios, de ventas a plazo, de transporte, de seguros…).
La norma no “congela” el sistema ni prohíbe las modificaciones normativas, pero impone que para ser reconocidas en el concurso se introduzcan en la LC. Es una medida de política legislativa no sólo respetuosa del principio de la par condicio y del control de las excepciones, sino garante de la seguridad jurídica, de la unidad legal y de la integración en un sistema, para impedir que éstas se deshagan en la dispersión de textos normativos de diversas naturaleza y materia. Reconocimiento, pues, de excepciones a la regla general enunciada en el principio de la par condicio; pero imposición del carácter restrictivo de aquellas y de su enunciación expresa en la norma adecuada a su naturaleza, la LC.
Porque no se trata únicamente de extirpar privilegios, sino de procurar que no se reproduzcan. Prohibir la admisión concursal de aquéllos que no estén reconocidos en su ley específica (la LC) es una medida que instrumenta una clara política legislativa en esta materia. Los intentos de resucitar privilegios extintos o de crear otros nuevos (tentación frecuente del legislador en materia tributaria, como la experiencia sigue demostrando) encontrarán ese obstáculo, que obliga a que la derogación de la ley por otra posterior se introduzca precisamente en la especial afectada por la reforma.
Sí hay que admitir que la LC ha aumentado la excepción del principio de la par condicio creditorum al introducir la novedad de los créditos subordinados, “excepción negativa”, como dice la E. de M. (v. párrafos segundo y penúltimo) a la regla general; pero, cualesquiera sean las causas que justifiquen esta calificación y sus consecuencias jurídicas (arts. 92 y 93; 27.1.3o; 122.1.1o; 158), la excepción juega a favor del tratamiento de los créditos ordinarios, es decir, de la generalidad del principio.
b. El principio de universalidad
Tanto la E. de M. de la LORC (II, párrafo primero) como la de la LC (IV, sexto) se refieren al “carácter universal del concurso”, que justifica la concentración en un solo órgano judicial de jurisdicción exclusiva y excluyente en aquellas materias consideradas de especial trascendencia para el patrimonio del deudor; pero la universalidad no es sólo una nota caracterizadora del procedimiento de concurso, como lo es del concepto mismo de patrimonio y de la responsabilidad del deudor (“con todos sus bienes…”), sino que se erige en principio del sistema.
El fin esencial del concurso –“la satisfacción de los acreedores”- envuelve el concepto de universalidad, porque esa satisfacción, de todos los acreedores, ha de procurarse con todos los bienes y derechos del deudor. Se contraponen así dos masas patrimoniales: activa (bienes y derechos) y pasiva (acreedores), en las que se integran los respectivos elementos.
Pero la letra de la LC sólo utiliza la expresión “principio de universalidad” como rótulo del art. 76, el primero del Capítulo II del Título IV y de su Sección 1a, que tratan de la determinación y composición de la masa activa, constituida por “los bienes y derechos integrados en el patrimonio del deudor” y por aquellos “que se reintegren” o “adquiera” hasta la conclusión del procedimiento.
No obstante, el mismo principio explica la “integración de la masa pasiva” por los acreedores del deudor común, expresión que sirve de epígrafe al art. 49, primero de la Sección 1a del Capítulo II, Título III, que trata de los efectos de la declaración de concurso sobre los acreedores.
Sistemáticamente la LC ha colocado esas consecuencias del principio de universalidad en lugares diferentes: Título III, “De los efectos de la declaración de concurso”, para la masa pasiva; Título IV, “Del informe de la administración concursal y de la determinación de las masas activa y pasiva del concurso”, para la activa, de la que, sin embargo, ya se trata en el III, al regular los efectos sobre el deudor (Capítulo I), art. 43, bajo el epígrafe “Conservación y administración de la masa activa”.
Terminológicamente, la LC ha reservado la expresión “principio de universalidad” a la constitución de la masa activa, lo que es sólo una parte del todo.
Las opciones sistemática y terminológica de la LC son técnicamente criticables, pero no empañan la clara decisión de política legislativa por el principio de universalidad y sus consecuencias, que son abundantes e importantes en el sistema concursal. Además de la integración de las masas activa y pasiva, la paralización o suspensión de las acciones individuales de los acreedores (Sección 2a del Capítulo II del Título III), su sustitución por las colectivas, las “acciones de reintegración” (Capítulo IV del Título III), la atribución de “jurisdicción exclusiva y excluyente” al juez del concurso (arts. 2.7 LORC y 86 ter.1 LOPJ; art. 8LC) y la “extensión de la jurisdicción” (art. 9 LC) son efectos de la aplicación del principio.
c. Los principios procesales
Corolario de la unidad de sistema o de procedimiento es la naturaleza del concurso como institución procesal. El tratamiento de la insolvencia en la LC es judicial y a través de un proceso. Lo “extrajudicial” es “extraconcursal” en nuestro sistema, mientras no se introduzca en el procedimiento (la “propuesta anticipada de convenio” presupone una actividad previa, que se “concursaliza” al formularse por el deudor ante el juez).
Aquí sí puede hablarse de principios jurídicos, normativo en cuanto ordenador de conductas dentro de un proceso judicial.
c’. De las partes
La conducta de las partes viene regida por el principio dispositivo, que permite un amplio ámbito a la voluntad privada, y que se refleja concretamente en otros principios:
– rogatorio, de audiencia y de contradicción, desde la solicitud de declaración de concurso (art. 3) hasta el desistimiento y la renuncia (Título VII, art. 176, 1.5o);
– el de elección de la solución del concurso (convenio o liquidación, con favor legis en pro del primero y amplia autonomía de la voluntad en su contenido, dentro de las normas legales imperativas; Título V, arts. 98 y ss., 100, 142 y 143);
– el de mayoría, que forma la voluntad vinculante de la masa pasiva en la aprobación del convenio (en propuesta anticipada o en junta general, art. 124).
C’’. Del juez
En el ámbito de autonomía de las partes no desvirtúa, sino que configura, el de los poderes del juez, órgano rector del procedimiento, de gran amplitud en sus competencias, en sus facultades de ordenación y decisión y en su discrecionalidad.
Puede, así, proclamarse un principio de dirección judicial, concretado en otros específicos:
– el de jurisdicción exclusiva y excluyente (v. LORC, E. de M., art. 2 y art. 86 ter LOPJ; art. 8 LC).
– el de discrecionalidad, que se manifiesta en muy diversas disposiciones de ésta, que conceden numerosas facultades al juez del concurso con amplia libertad en su ejercicio; desde la adopción de medidas cautelares anteriores a la declaración de concurso (art. 17), hasta la habilitación de días y horas para la práctica de diligencias que considere urgentes y la realización de actuaciones de prueba fuera del ámbito de su competencia territorial (art. 187).
V. Conclusión Final
La reforma, tan extensa y profunda de un sector clave del Derecho patrimonial, como es el de la insolvencia, ha entrado en aplicación sin traumatismos, sin fisuras al insertarse en el Ordenamiento jurídico español y sin graves desajustes respecto de tantos aspectos afectados (derechos de la persona, reales, de obligaciones y contratos, de familia e incluso de sucesiones) y sus respectivos textos legales reguladores. Ha habido, lógicamente, cuestiones de interpretación y aplicación de las nuevas normas, cuya solución han facilitado, sobre todo, la excelente labor de los nuevos jueces de lo mercantil, la colaboración de los abogados en la buena administración de justicia, y un cuerpo de doctrina ya muy abundante y autorizado en torno a la reforma.
Y es esta fase de realización del nuevo Derecho el que configura la verdadera reforma, como cambio de la realidad social, económica y jurídica anterior. La reforma no es tanto de las normas como de los resultados de su aplicación práctica, encomendada fundamentalmente a jueces y abogados. Y esa reforma real ya se está produciendo, al pasar desde la norma a su aplicación en la práctica.
Suelo ilustrar esta conclusión con la cita de la anécdota de “Lagartijo”, el maestro cordobés, al que un inexperto “sobresaliente” le describió minuciosamente los diversos movimientos que requería la suerte de matar, desde perfilarse a hundir el estoque en el hoyo de las agujas, y, al concluir la disertación, le preguntó: “¿Falta algo, maestro?”. La respuesta fue contundente: “Falta hacerlo”.
Hace cincuenta años comencé a colaborar en la preparación de la reforma concursal; hace diez, asumí la presidencia de la Sección especial redactora de los Anteproyectos de las leyes que entraron en vigor en 1 de septiembre de 2004. Desde esa fecha, estamos haciendo la reforma.