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Fe ciega

Aunque el viernes comenzó tranquilo, ya desde primeras horas, la úlcera de don Augusto estaba mordisqueándolo. La guardia le complicaba el inicio del puente a la puerta de las navidades. No obstante, el sábado le esperaba una montería. Con toda seguridad, al aire libre se le olvidaría aquel dolor sordo.

La mañana se le fue escuchando declaraciones menores. Algún chorizo de tres al cuarto. Otros que buscaban la libertad condicional para pasar el fin de semana en familia. Un accidentado sin papeles. El mismo cuento de la presunción de inocencia que repetían en una retahíla desganada los abogados de oficio y que él imaginaba en una película muda mientras su cabeza ya volaba por Sierra Morena y escuchaba los tiros. Dos venados y un jabalí fueron abatidos durante la última monserga justiciera.

A mediodía tuvo que salir con el forense a levantar un cadáver, un pobre desgraciado que arregló con una soga su soledad ante las fiestas. Aprovechó la vuelta para comer, ensalada y pescada a la plancha, como cada día de guardia, y de nuevo al tajo. A esa hora empezaban a llegar las alcoholemias. Tuvo gracia el que defendía que el alto grado de alcohol en sangre era debido a un trastorno genético y el que juraba que sólo tomó agua mineral y la culpa era del solomillo al whisky. Por un momento estuvo tentado de mandarlos a casa sin cargos. Tenían gracia, los truhanes.

La cosa se complicó sobre las seis. Al despacho llegaron ecos del griterío que provenía de la entrada del edificio y marcó el teléfono del oficial.

– Un partido de fútbol, señoría- informó Marcial.

– ¿Qué me dice? ¿Aquí, en el juzgado?- se sobresaltó.

Por un momento creyó que alguno de los funcionarios andaba enredando con la parabólica. Desde que la reforma había llevado las nuevas tecnologías a la administración de justicia, disponían de una cámara y un video reproductor que a falta de mejor uso servía para aprovechar las horas muertas viendo alguna película que, por turnos, alquilaban del videoclub más cercano o se llevaban de casa. Don Augusto aparecía siempre con una de cine negro o de Conchita Velasco.

– Señoría, agresión. Estamos tomando la filiación y enseguida los pasamos a su despacho- explicó Marcial.

Fue así como de repente se encontró con un grupo de honrados padres de familia que habían estado viendo cómo sus alevines disputaban un partido de fútbol. Por un quítame allá un comentario desafortunado de uno de ellos -¡qué ejemplo dios mío!-, dieron en liarse a bofetadas ante las miradas de sorpresa de las criaturas.

– ¡Insultó a mi hijo!- repetía un tal Octavio Prieto, que se tapaba el ojo derecho con una mano y con la otra amenazaba devolver el golpe.

– ¡Ni insultos ni hostias! Yo sólo dije que era un batato. A ver, si no, cómo nos van a hacer ocho en media hora -argumentaba el agresor, a quien don Augusto recordó que se encontraba ante judicial presencia y que debía cuidar el léxico.

– Entonces, ¿usted le pegó a este señor?- abreviaba el juez

– Con la mano abierta. De refilón, señoría. Y para defenderme cuando se me echó encima. Defensa propia- esgrimió el botarate.

– ¿Defensa?- se indignó el golpeado-. ¿Defensa? -repetía-. ¡Como el burro de tu hijo que hizo dos penalties en tres minutos! ¡Eso es lo que descentró al equipo! -argumentaba con rabia.

A don Augusto la vida le había enseñado que por encima de la literalidad de las normas y las reglas procesales, siempre había de quedar el sentido común y la educación y él se empeñaba en aplicar su juicio de equidad con la esperanza de que hiciera mella en aquellos mastuerzos.

Poco a poco, con la paciencia adquirida tras sus muchos años de trabajo, don Augusto fue deshilvanando los pormenores de la historia. A saber, entre los padres que acudían semanalmente a presenciar el partido de sus chavales crecía el desánimo ante los negativos resultados del equipo, que no lograba remontar el vuelo. Unos y otros culpaban a los vástagos ajenos de las desgracias deportivas y aquella tarde, con el ocho a cero antes del descanso, llegó la crisis. Que a ver si le compras un balón a tu hijo que no tiene ni puta idea. Que el gordo ese se ponga a dieta. Y otras lindezas.

Una pequeña multa, tipificaba el código penal para el altercado. Sin embargo, a don Augusto lo que verdaderamente le dolía era el terrible ejemplo que aquellos padres habían dado a sus hijos. Si por él fuera ni multa ni leches. Un par de buenas bofetadas a cada uno, a ver si reaccionaban. Por idiotas. Para un espíritu como el suyo, para un caballero de modales exquisitos que además no gustaba del fútbol y, por supuesto, no soportaba ni los gritos ni la imbecilidad, el episodio de los padres forofos le dejó un mal sabor de boca que trató de aliviar con la expectativa de una copita de rioja -¿una de berenjenas, don Augusto?- en el mesón próximo al juzgado. Y allí que se fue acompañado de la fiscal y el forense.

– En diez minutos estamos de vuelta- avisó a Marcial y dirigiéndose a sus acompañantes sentenció- Prefiero un ladrón con principios que esta pandilla de gilipollas.

¡Qué lejos estaba su señoría de sospechar que el sabor del tentenpié se le había de amargar con lo que se encontraría a continuación!

Aparcada junto a la puerta del edificio del juzgado, de la furgoneta policial descendió, escoltada por una pareja de agentes, una comitiva de heridos.

– ¡Tarde movidita!- anunció la fiscal al ver el grupo y aceleró el paso dejando atrás a don Augusto y al forense, que se afanaba en la pernera del pantalón tratando de cuadrar con disimulo en perfecta simetría la hernia y su virilidad.

Ya en el despacho, el magistrado llamó a Marcial para que le anticipara el motivo de aquel alboroto, lo que el diligente funcionario, más de veinticinco años en el mismo juzgado, resumió con pericia. “Falta de unanimidad en asamblea vecinal. Riña tumultuosa”.

Punto por punto lo que podía colegirse del atestado policial.

“¡Dios mío, cómo salen estos jóvenes de la academia, que no hay informe ni oficio ni requerimiento que no esté cuajado de faltas de ortografía! ¡y qué decir de la sintaxis¡”, rezongaba para sí el juez.

“Siendo las veintiuna cuarenta y cinco horas del día ya mencionado, es requerida la patrulla, que se presenta en el inmueble sito en la avenida de Cervantes, número 57. Al parecer, en el transcurso de una reunión de vecinos se produjo un agrio intercambio de pareceres sobre la conveniencia o no de declarar persona non grata a la vecina del piso 4º b, por cuanto, presuntamente, dicha vecina ha convertido la vivienda en un burdel, esto es, casa de putas, según los declarantes, que trastorna en desmedida la vida diaria del inmueble y daña la moral de los chiquillos. Nadie confiesa quién empezó la refriega pero la cosa se calentó y los vecinos, presuntamente todos, se liaron a hostias, con perdón de la expresión. Se adjuntan los partes de lesiones. ¡Ah, en la pelea participa un discapacitado, otrosí ciego!”.

Y aquella joya documental se completaba con la descripción detallada de las contusiones varias, los puntos de sutura, arañazos y pellizcos y cierto hematoma en zona testicular.

El juez se sujetó el estómago, cerró los ojos un instante y trazó mentalmente un bosquejo de los hechos en blanco y negro. Reunión de vecinos. Intercambio de pareceres entre don Vicente Negrete, propietario del piso alquilado por doña Encarnación Salvatierra y el resto de asistentes. Vecinos que presionan para que cancele el alquiler so pretexto de que la susodicha regenta un negocio de prostitución en el mismo. Desacuerdo e intenso debate que deriva en intercambio de golpes.

Una vez que don Augusto creyó tener una aproximación acertada de lo que había ocurrido, decidió hacer entrar en su despacho, uno por uno, a los contendientes para tomarles declaración y cumplir con la fase instructora. Del variado relato de los personajes sacaría sus conclusiones al tiempo que intentaría calmar los ánimos y pacificar al grupo de fogosos ciudadanos. Decididamente, aquel viernes negro le despertó la úlcera.

El primero en sentarse ante su señoría fue Manuel Nevado, administrador de la finca desde hacía más de doce años, quien relató su versión de los hechos. Según él, Adelaida Morales, vecina del 1º b, llevaba algún tiempo insistiendo en que el 4º b era “Una casa de citas” y solicitando la celebración de una reunión de la comunidad con el asunto como único punto del orden del día.

– ¿Y le consta que es cierto? -indagó don Augusto.

– Mire usted, yo no vivo allí, pero hay quienes dicen que ven entrar y salir a parejas, señores bien vestidos, como del corte inglés, extraños, que visitan el inmueble a todas horas…

El administrador echó mano de la redacción en sucio del acta de la reunión para aclarar al juez lo ocurrido.

Don Serafín del Pozo, el presidente, informó del motivo de la reunión. Don Vicente Negrete explicó a los asistentes que tales acusaciones exigían pruebas fehacientes y que entablar un pleito podía volverse contra la comunidad ya que podrían ser acusados de calumnia. Don Serafín se interesó por los posibles gastos y costas. En el turno de palabra que se abrió a continuación hubo quienes sacaron a colación los episodios que jalonaban el infatigable y heroico asedio emprendido por la vanguardia del vecindario en las últimas semanas contra el prostíbulo.

Múltiples intervenciones constataron la afluencia de visitas masculinas de desconocidos, la presencia de señoritas con un físico extraordinario que solían dejar la casa a primeras horas de la mañana y el ronroneo incesante de una música empalagosa llenando las noches con un zumbido machacón.

– ¿Desde cuando vienen produciéndose estas quejas? -indagó el juez.

– Todo comenzó poco después de que doña Encarnación Salvatierra se mudase. En respuesta a una aclaración solicitada por don Augusto, el administrador le informó que la supuesta madame era una mujer madura, de ojos grandes y formas grasientas, la melena crespa, pechos desproporcionados, con la cara y las uñas embadurnadas de pinturas de guerra.

– Bien, continúe -solicitó el juez.

Nevado ojeó las intervenciones más significativas del turno de palabra y creyó oportuno refundirlas para que su señoría vislumbrara el panorama.

– Lo nunca visto -ponderó antes de arrancarse.

Bastó un par de encuentros en el ascensor o en las escaleras para que los vecinos más responsabilizados con la convivencia en el bloque comenzasen las escaramuzas defensivas: Serafín del Pozo, Adelaida Morales y, al frente, Javier Peralta. Primero vinieron las llamadas al timbre, que Encarnación Salvatierra desoía después de observar por la mirilla. Más tarde, con ocasión de algún encuentro ocasional, la intrusa hizo caso omiso de las quejas. El paso siguiente fue la creación de una comisión que recogió datos para formalizar una denuncia. Aurora Calvo, la del 3º c, juró y perjuró haber visto salir de aquel antro a un tipo con sus partes al aire un día que no podía dormir por la menstruación. Aurorita no tenía pelos en la lengua ni en las partes íntimas: era esteticien a domicilio. También estaba el testimonio de Andrés Cerezo, estudiante de Teología, que dio fe de que se encontraba cada mañana, al salir para el seminario, con dos chicas, una negra y otra oriental, que bien podían desviarlo del camino recto hacia la salvación. La voz de aquel hombre casi santo no era para desconfiar. Tal vez más discutible fuese el alegato de Elisa Conde, recepcionista en los estudios de Antena 3, cuya vocación oculta era el reporterismo de acción rosa y que en más de una ocasión, decía, había intentado colarse en el piso haciéndose pasar por puta y que un día logró entrar y aquello era una Sodoma y Gomorra de color violeta. De las habitaciones vio salir hombres mayores y jovencitos imberbes, todos con una sonrisa estúpida clavada en la cara y chicas desnudas que les manoseaban las braguetas mientras recibían dinero. Incluso le pareció ver por el espejo del salón, la imagen confusa de Donato Flores, el del 4º a, con una negra descomunal subida encima tal como dios los trajo al mundo, aunque advirtió que no podría jurarlo. Con el dossier en ristre trataron de poner en fuga a la interfecta, sin éxito. Como no se avino a razones, comenzó la lucha sin cuartel. Llamadas al timbre o al telefonillo del portal a deshoras, cambios de la cerradura del portal sin previo aviso, guardias en el ascensor a la caída de la tarde para disuadir a los extraños cara a cara, noches en vela apostados en butacas de playa a la puerta del garito para espantar a los clientes con la amenaza de que una videocámara estaba recogiendo imágenes que al día siguiente se harían públicas. Y, con todo, Encarnación Salvatierra no se rendía y por eso estaban allí y por eso conminaban a don Vicente a echarla o, si el invidente persistía en su empeño de mirar para otro lado, votaban por presentar una denuncia en el juzgado de guardia.

– Personalmente he tratado de convencerlos de que no se trata de actividad ilícita y que, con la ley en la mano, no hay manera de echar a la inquilina- aclaró Nevado.- En la reunión se ha llegado a decir que soy el culpable de que la situación continúe. He intentado convencerlos de la dificultad probatoria en caso de que la comunidad decidiera ponerle un pleito y lo que supondrían las costas, pero mire cómo me han respondido.

Y en esto el compungido administrador retiró la mano de la frente para mostrar a su señoría la brecha que la cruzaba.

A continuación el juez hizo pasar a don Javier Peralta, casado, padre de tres hijos, vecino del 3º c, líder de las protestas del vecindario, y causante primero del alboroto. “De vueltas a las cruzadas”, pensó don Augusto, sin poder evitar que le saliera el talante liberal.

– Será usted tan amable de exponer su versión de lo acaecido esta tarde en la reunión- solicitó el juez.

Peralta se quejó primero de la desidia de muchos vecinos que no habían acudido a la reunión porque estaban cegados por el egoísmo. En su opinión, el presidente había presentado con tal frialdad el punto único del orden del día que saltaba a la vista que estaba de parte del ciego. Luego, que si don Vicente ve el asunto así y algunos vecinos asá. Adelaida Morales, viuda de Alberto Zumárraga, un genio de la desinsección, oiga, quiso aclarar el problema de salubridad que acarreaba el puticlub. Don Vicente, claro está, se perdía en la oscuridad de los vericuetos de la ley. Y como él se veía venir la encerrona, quiso abrirles los ojos a los asistentes y les dijo que había que mirar por los niños. “Yo también lo veo así”, dijo la viuda del desinsectador. “Eso no está claro”, agregó el invidente. “No se cieguen”, terció el administrador. “Vamos a ver. De uno en uno”, interrumpió el presidente. “Usted no ve más allá de sus narices”, se enfadó Adelaida. “No me vean como un egoísta”, se defendió el ciego, obcecado en su punto de vista. “¡Así no vamos a aclarar nada!”, dijo chillando el presidente. “Usted es que ha visto por dentro el antro”, aventuró Adelaida. “Haya paz”, reclamó el administrador. En un visto y no visto voló una silla y se desencadenó la batalla campal.

– ¡Intolerable, señoría, intolerable!. Los vecinos no estamos dispuestos a que semejante chusma conviva con ciudadanos decentes……-declaraba incendiado Peralta.

– Ciudadanos decentes que golpean a otros ciudadanos decentes- soltó con sorna el magistrado que ya se conocía el género….

– No estamos dispuestos a que la educación de nuestros menores……

– A ver, déjeme enterarme-cortó don Augusto-. Vamos a dejar a los menores a un lado. ¿Me quiere usted hacer creer que resolver las disputas a bofetadas es un ejemplo para esos menores que a usted tanto le preocupan?

– Señoría, con permiso. Putas, son putas, o mejor dicho, no sé si lo son o no lo son pero al 4º b, acuden a todas horas parejitas, ¡usted comprende!, y no soporto encontrarme con esa chusma. Y menos que lo hagan mis hijos.

– Y además de encontrarse con parejas que frecuentan el piso, ¿existen otros inconvenientes o molestias ocasionadas por los visitantes?- interrogó el juez.

– Alguna que otra vez se equivocan en el portero automático y pulsan mi timbre. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

– Ya veo. Y usted responde a golpes…

– Entiéndalo, señoría. Imagínese usted en una casa de putas…- y tal como terminó la frase supo que no había estado acertado.

– No me lo imagino, señor ….. No me lo imagino.

Don Augusto hizo salir al talibán y pensó por un momento cuántas cosas no quisiera él encontrarse en este mundo. Suspiró por aquellos tiempos en que la educación era un valor que gozaba de prestigio y se dolió por los especímenes como el que acababa de salir de su despacho, que hacían aún más insoportable la difícil convivencia humana.

A continuación pidió a Marcial que hiciera entrar en su despacho al resto del grupo para lo que hubo que habilitar varias sillas.

– A ver si esclarecemos de una vez este asunto- resonó la voz del magistrado juez-. Secretario, tome nota.

El togado echó una ojeada por encima de las gafas a los asistentes y contuvo el gesto para no delatar el pinchazo en el estómago.

– A la vista del informe policial y las declaraciones tomadas deduzco que hay entre ustedes un desacuerdo que han tratado de solventar con pocas luces.

– ¡Ojos que no ven…!- se le escapó a Adelaida Morales y de inmediato la mirada desafiante del juez la empujó a guardar silencio.

– ¿Qué tiene usted que alegar?- se dirigió el juez a Vicente Negrete, pero el invidente no se dio por aludido.-¿Oiga? ¡Señor Negrete!-se impacientó.

El ciego no se apartó de los hechos que ya le constaban a don Augusto. Expuso con convicción que él nunca vio nada extraño. En este punto el secretario alzó la vista y sonrió por la alusión indirecta. Negrete añadió que la inquilina pagaba siempre sin demora y que de un año para acá le llegaban quejas de vecinos que aseguraban que doña Encarnación había convertido la vivienda en un piso de citas. Él mismo en persona había pedido explicaciones a la inquilina sin sacar en claro nada irregular. Y que, para zanjar la cuestión, acudió a la reunión dispuesto a hablar cara a cara con los vecinos.

El Secretario había dejado de tomar nota y esperaba expectante la siguiente frase porque ya empezaban a resultarle cómicas las incesantes alusiones involuntarias al sentido de la vista. El grupo sonreía para entonces abiertamente aprovechando que el declarante no podía verlos. Don Augusto mantenía a duras penas el rostro impasible ante lo pintoresco de la declaración.

Vicente Negrete, ajeno a la jocosa expectación que lo rodeaba, prosiguió su alegato informando que su abogado le había aclarado que a los ojos de la ley no había nada que hacer.

Por unos segundos en la sala se produjo un leve respiro. Adelaida gesticulaba su desacuerdo sin palabras. A Javier Peralta le olió mal que el juez alargara tanto la intervención del ciego. Nevado tomaba nota del tacto de su señoría. El presidente asentía con la cabeza confirmando silenciosamente. El secretario, habituado a asuntos de trámite o más bien turbios, saboreaba con gusto la situación. Al cabo, a don Augusto se le antojó que la sesión estaba quedando algo coja, sesgada, pero en el fondo cada vez que echaba un vistazo a los asistentes y tornaba la mirada al declarante tenía más claro de quién era la razón.

– En vista de esto- proseguía Vicente-, le dije a los vecinos lo que había, pero, qué quiere que le diga, es como si estuvieran ciegos…

Las únicas voces discordantes, en forma de insultos, que brotaron de las bocas de Adelaida Morales y de Javier Peralta, apenas si se escucharon en la sala. Las carcajadas unánimes de los demás resonaron por todo el edificio. El secretario se balanceada atrás y adelante preso de hilaridad. El presidente y Nevado perdieron la compostura y cabeceaban entre risotadas. A don Augusto se le cayeron las lentes sobre el expediente mientras trataba de mantenerse serio. Y hasta el mismo ciego, al percatarse de la reacción que acababa de provocar con sus palabras, golpeaba con el bastón el parqué disimulando una risita.

El magistrado se apresuró a sacar un pañuelo para secarse las lágrimas e hizo sonar la maza para restaurar el orden en la sala. Hubo de aporrear varias veces el soporte. Hecho al cabo de unos segundos el silencio, reconvino a todos a la cordura. Las disputas entre vecinos obligados a convivir debían solventarse con comprensión, sentido común y la ley en la mano, nunca a golpes. En un gesto de magnanimidad aconsejó que cumplidas las dos terceras partes del contrato de arrendamiento se le comunicase a la inquilina que no se le renovaría el mismo, dándole así tiempo suficiente para buscar otra vivienda. Por último, solicitó de los litigantes un esfuerzo de civismo en el ínterin por cuanto el tiempo que restaba iba a ser visto y no visto y agregó que, excepcionalmente, iba a hacer la vista gorda en cuanto a lo de la reyerta y que, a tenor de lo visto y oído, resultaba evidente para él que en el país de los videntes el ciego parecía el rey de la sensatez y que esperaba no tener que ver ninguna causa más al respecto en el futuro o de lo contrario todos podrían ver que la justicia, de proponérselo, era ciega. Hizo una breve y solemne pausa y dijo:

– ¡Visto para sentencia!

Para entonces, todos los asistentes, incluidos Adelaida Morales y Javier Peralta, daban alaridos incontenibles de risa y golpeaban las mesas y los asientos desternillándose. Hubo de acudir la fuerza pública y desalojar la sala. Ya en la calle, mientras don Augusto todavía no atinaba a despojarse de la levita con el ataque de risa y trataba de sujetarse la barriga sin acordarse ya ni de la úlcera ni de la cacería del fin de semana ni de la larga jornada en el juzgado de guardia, Vicente Negrete y sus vecinos manoteaban y se daban palmadas en las espaldas sin dejar de reír.

– Pues el acuerdo yo lo veo bien- logró articular el ciego.

Javier Peralta hizo un esfuerzo supremo para hilvanar una frase:

– Realmente yo desconfiaba de la justicia, pero a partir de ahora…¡Fe ciega!

Al tiempo que se alejaban calle adelante presos de una risa tonta el ciego golpeaba la acera con el bastón y repetía:

– ¡La justicia…es ciega…! ¡La justicia…es ciega!

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