El Abogado, guionista del teatro de la vida
PRELUDIO
En Mayo de 1988, con 24 años, me colegié, y empezó la aventura que os quiero contar
A todos los que quieren ser abogados, que oigan:
Soy Abogado desde hace casi veinte años. Y como Abogado que soy, siempre he sentido la necesidad de transmitir lo que es y supone la abogacía, movido por dos convicciones: de un lado, mi propia vocación, y mi agradecimiento a quienes me han ayudado a ser Abogado, y de otro lado, mi deseo de ayudar y animar a quienes pretendan ser abogados. Una forma de prestar esa ayuda es trasmitiendo lo que a mí me han enseñado, de un lado, y mi propia experiencia profesional, de otro.
Quiero dejar sentado que la Abogacía es, ante todo, vocación, y que la vocación es amor al ejercicio de una determinada profesión. A ello hay que añadir que “ser abogado” es una forma de vida, una forma de ser. Lo anterior suena bien, pero el Abogado también tiene que comer, vestirse y pagar las facturas, por eso esta profesión es también un negocio o forma de ganarse la vida. El Abogado es un empresario que vende servicios.
La Abogacía es, por tanto, una profesión y un negocio. Y es el teatro de la vida humana. ¿Cómo os puedo animar a ejercerla? Comprendámosla primero, conozcamos a sus actores, descubramos en qué escena se desarrolla y por último, veamos qué papel podéis desempeñar en este gran teatro.
ACTO I
En Enero de 1989 me incorporé a un bufete de abogados. De la mano de mi maestro empecé a aprender a ser abogado. Recuerdo que se acababa de iniciar en el despacho el expediente de expropiación de la familia Cano. Sus hijos eran menores y estaban en el colegio
Situémonos en la hora cero. Hemos acabado la carrera, como se ha podido, y ya somos Licenciados en Derecho. Para nuestros padres y vecinos, ya somos abogados. Algunos se apresuran a encargarse las primeras tarjetas de visita en las que, junto a nuestro nombre, ya aparece la palabra mágica: ABOGADO. ¿Y qué es lo primero que pasa por nuestra imaginación? Resumámoslo todo en un frase: que no tenemos idea de nada, que no sabemos qué hacer y que, en caso de querer ejercer la abogacía, ni sabemos cómo empezar ni tenemos a quien nos enseñe. Tanto tiempo estudiando, tantos exámenes, tantos casos prácticos y ¿ahora qué?. Cualquiera que nos hace una pregunta o consulta “jurídica” nos obliga, en primer lugar, a correr hacia los códigos y los libros o apuntes, todavía calentitos, y a continuación sentir bochorno interior de no poder dar la respuesta “de abogado” que quizás ellos estaban esperando.
Pero no os desalentéis. No hay tanta diferencia. No penséis que un buen abogado es el que tiene respuesta inmediata para todo. Gran error. La Abogacía no es un concurso. La diferencia que tenemos con el abogado que queremos llegar a ser es la formación: ahí arranca el inicio de esta profesión, en formarse como abogado, en aprender a ser abogado, disciplinas que, por desgracia, no integran ninguna titulación académica.
La pasantía, desde mi punto de vista, es la forma ideal de formarse como Abogado, básicamente porque a través de ella se aprende derecho vivo, se aprende a ser abogado desde por la mañana hasta por la noche: se vive un despacho, se recibe al cliente junto con el maestro (se aprende a escucharlo), se estudian los documentos que nos trae el cliente, se le piden otros, se preparan pruebas, se discuten los caminos a seguir, se van buscando soluciones, se actúa, se disfruta y se sufre y, al final, hasta se cobra, aunque tarde, y no sólo del cliente, sino a veces del maestro.
Hay que rendirle un homenaje a la pasantía, y hasta reivindicarla para que no desaparezca. Los Colegios de Abogados tienen aquí un importante reto. Es sin duda el mejor master que puede hacerse. Sin ella, yo no sería abogado.
¿Y a qué parámetros responde la formación para ser abogado?
El primero es la vocación. Tenemos que ahondar en que, como ya os dije antes, la abogacía es una profesión. Y para aclarar el concepto, nada mejor que contraponerlo y diferenciarlo de ocupación o colocación. El primero equivale a algo material (viene de tenencia), y la colocación es algo que suena a pasividad (se coloca un mueble y se deja ahí, sin moverse). La profesión (etimológicamente, confesar, manifestar en público, decir con libertad) implica una constante exteriorización de la propia personalidad y voluntad de quien la ejerce, de ahí que ser abogado sea una forma de vida y una forma de ser. Como acertadamente señala José Ma Martínez Val, el que enseña, el que cura, el que predica, el que escribe libros o el que compone música pone su vida entera en cada momento de su actuación profesional, vuelca en ella su modo de ser. Y en todo momento exterioriza o pregona a los cuatro vientos, sin ni siquiera pretenderlo, quién es y cómo es. El abogado es un exponente de esa vitalidad, y por eso la abogacía es una profesión.
Y debido a esa contraposición del binomio intimidad-exteriorización que implica el trabajo profesional, esta profesión sólo puede ejercerse con una condición inicial: la vocación. Y esa vocación es como una llamada de la persona hacia la realización de un trabajo para el que tiene naturales disposiciones o aptitudes o, en otras palabras, esa especial atracción o inclinación por una profesión.
El segundo parámetro es la lucha. La abogacía es lucha. El Abogado es, a fin de cuentas, un luchador, un constante combatiente de batallas cotidianas. La discusión es su propio ambiente y su razón de ser. Sin olvidar que la abogacía se ejerce en un ámbito inexacto y difuminado, como es el de las leyes humanas, el de los intereses y, sobre todo, el de las pasiones, ya que no es una ciencia exacta.
La abogacía es siempre pública, de ahí que sea peligrosa y difícil. Hay dificultad de conocer los hechos y probarlos; de prever y prevenir los motivos de oposición del adversario; de formarse un juicio exacto del cliente (¿nos ha dicho la verdad? ¿Cómo es?) y de sus intenciones, así como de la finalidad real del asunto; dificultad de conocer la amplia y variada gama del derecho, de interpretarlo y aplicarlo al caso, de acertar con la acción adecuada, de estar pendiente de los plazos, de soportar el estres. Y todo ello bajo la supervisión directa del cliente, del adversario, del Tribunal, y del público. Y al final, tras la batalla, siempre nos aguarda el Fallo (que viene paradójicamente de la palabra “fallar”), y la denominada soledad final del abogado, que debe administrar con prudencia, ¡¡ y qué difícil es !!, tanto la victoria como la derrota.
¿Os estoy desanimando? Pienso que no, y creo que a muchos les apasiona este reto, ya que detrás de él hay vida, ilusión y fe, y con esos elementos la oscuridad se convierte en luz y el esfuerzo se hace ligero. Basta con que de verdad queráis ser abogados para que la vocación se vaya desperezando.
Hemos hablado de la formación, y ahora hay que añadirle la preparación. El abogado necesita poner en la coctelera, además de la vocación y la formación, varios ingredientes básicos, que son el estudio permanente, el pensamiento, la constante puesta al día ante una legislación cambiante y profusa, completar su formación con otros conocimientos de índole técnica, económica, de idiomas, informática y humanista, saber redactar y escribir y, por último, saber hablar (cuánta falta hace una buena oratoria, que tampoco se enseña…). Me detendré en algunos, y en especial en los dos primeros, estudiar y pensar, pues como decía Couture en su famoso decálogo, “son los dos primeros mandamientos de todo abogado”:
Es necesario estudiar porque el derecho se transforma constantemente, y si no seguimos sus pasos seremos cada día menos abogados. Y es necesario pensar porque el derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando. De ahí que el abogado no tenga horario. Se es abogado las 24 horas del día. Cuando se nos encomienda un asunto, parece como si el cliente se despojara o liberara de una pesada carga y nos la traspasara a nosotros. Como dijo Carnelutti, “el abogado es siempre un Cirineo que ayuda a su cliente a llevar su cruz”
Os he dicho antes que el despacho no tiene horario porque el despacho lo lleva el abogado siempre en su cabeza y en su espíritu. Los empleados se irán a su hora, y ya puede caerse el mundo, pero el abogado podrá apagar las luces y los ordenadores y no por ello cierra su despacho. Sin embargo, esta constante dedicación tiene su lado bueno, que es la libertad, como nota consustancial a toda profesión liberal. Esa libertad tiene su contrapartida en la gran responsabilidad que se nos encomienda, y que a lo mejor te obliga a trabajar en el silencio de la noche o en la festividad de un fin de semana, pero que puede proporcionarte momentos de libertad y satisfacción jamás imaginados. Esa es una de las grandezas de esta profesión, que casi ninguna otra puede dar. Y es que al final, aunque la soledad nunca es compartida, los sentimientos que afloran cuando tu trabajo cristaliza en la resolución de un asunto, además de compartidos, llegan a muchos. Esa alegría de los demás no tiene precio.
ACTO II
Entre 1989 y 1992 mis días se me hacían cortos en el despacho, disfruté aprendiendo, empecé a tener mis propios clientes y gané muy poco dinero.
Vocación, formación y preparación. Hay que pasar ahora a la acción, y nada mejor que analizar los distintos personajes que conforman el reparto de esta especie de teatro que es la vida del abogado.
El primero, con caracteres de protagonista o primer actor, es el cliente. Cualquier abogado que lea estas reflexiones entenderá por qué. Pero a vosotros os lo tengo que explicar. Al principio del ejercicio lo que con suerte se suele tener es “un” cliente, al que comúnmente le solemos denominar “el cliente”. Es como nuestro pequeño tesoro.
El cliente es el personaje fundamental de la obra. Es la materia prima, la gasolina de un motor que es el despacho. Para que exista un verdadero despacho, no basta sólo la presencia del abogado. Es necesario otro sujeto, sin el cual no hay despacho: el cliente, que es quien necesita del derecho y pone en marcha el mecanismo de actuación del abogado. Que gran paradoja: ya estaríais pensando que tenéis vocación y todo lo demás, y ahora resulta que después de tanto estudiar, de tanto buscar la vocación, de formaros y prepararos, encima no somos nadie sin este actor principal que es el cliente. Pues sí.
Sobre el cliente debería escribirse un tratado, pues es quien verdaderamente juzga nuestro trabajo, lo valora y, por último, lo paga. Y qué difícil es esta relación. Si empezamos por valorar nuestro trabajo, permitidme un ejemplo. La obra del arquitecto o del constructor es fácilmente visible o apreciable: basta tener dos ojos para ver un puente, una carretera o un edificio. Además tiene volumen, peso y altura Sin embargo, nuestra obra se plasma en papeles (pocos folios o muchos, pero al final, papeles), que abultan poco y pesan menos, y que a veces llevan detrás muchas horas de estudio y pensamiento, e incluso una difícil decisión. Y eso es muy difícil de valorar.
Decíamos antes que el abogado era un luchador. Yo añado que cualificado, pues en cada asunto que se le encomienda mantiene a la vez dos tipos de lucha: respecto al propio asunto encomendado, en la que se lucha contra el adversario y contra el Juez; y la lucha con el cliente. Y esta última es la más ingrata: a veces hay que decirle lo que no quiere oír, aún a riesgo de perderlo. Otras veces hay que llevarle la contraria (huid de los pleitos de honor), pues el cliente no puede ser jamás quien dictamine lo que debe o no hacer un abogado. También hay que “educarlo”, pues el mismo es a la vez un importante colaborador nuestro (en las visitas, en las citas, en el trato con él o en el desarrollo de un juicio o una negociación). Al cliente, en definitiva, el abogado debe suplantarlo, debe identificarse con él, pero sin confundirse, despojándose de su pasiones.
Jamás debe existir una amistad sublime con el cliente. Siempre debe de haber una barrera infranqueable entre ambos, que nunca se traspase. Sólo así conservaremos nuestra verdadera libertad e independencia. Y al final de toda esta lucha, encima hay que cobrarle, y medir entonces si se ha valorado nuestro trabajo y si existe agradecimiento sincero, pues en esta profesión cobrar es un honor, y de ahí viene la palabra honorarios.
Y cuando todo acabe, se apaguen las luces y se baje el telón, el cliente puede llegar a ser tu mejor agente de propaganda, o sencillamente el peor. En esta tortuosa relación, permitidme indicaros qué le debemos a los clientes como abogados, y ahí radicará vuestro éxito. Son cuatro valores que se comentan por sí solos: lealtad, secreto profesional, buen trato y responsabilidad.
¿Y cómo llegan los clientes a un despacho? Pues, aunque parezca raro y ridículo, muchos de ellos simplemente llamando al timbre. Por más que los estudios de mercado y las modernas técnicas de marketing se empeñen en descifrar o determinar cómo atraer a un cliente, lo cierto y verdad es que después de tantos años de ejercicio sólo puedo decir que la llegada de clientes a un despacho es un enigma indescifrable, y que quizás sólo tenga que ver con que la abogacía es una forma de ser y una forma de vida. Nunca debemos despreciar ni descuidar a nadie en nuestras relaciones, ni personales ni profesionales. A veces, el cliente más modesto o menos rimbombante, o el más inesperado, pasa por la puerta de tu historia sin que te des cuenta y el día que menos te lo esperes puede traerte el mejor asunto de tu vida.
ACTO III
En 1995 me aventuré a comprar un piso, lo que me hizo comprender qué era una letra de cambio, y a descubrir en su verdadera dimensión el negocio jurídico de la hipoteca. Todavía seguía aprendiendo en el mismo despacho en el que empecé. La expropiación de la familia Cano seguía.
Otros personajes de interés en este teatro son los compañeros. La verdadera dimensión del abogado no puede entenderse sin ponerlo en relación con el resto de abogados que integran la profesión, que ante todo son compañeros y que, cuando los tenemos enfrente, deben denominarse adversarios y no contrarios. Tenemos que ver y tratar con respeto al resto de abogados, y con lealtad, pues aunque un día podamos combatir en diferentes trincheras, puede que al siguiente nos encontremos en la misma. El compañero nos puede ayudar, nos puede dar consejo, y muchas veces tenemos que aprender de ellos, pues nobles son también los intereses que representan. El abogado no debe olvidar que ejerce una profesión que tenemos que dignificar y fortalecer entre todos, y sólo desde nuestro común esfuerzo lo haremos.
Puedo deciros que en mis años de ejercicio he hecho grandes amigos entre mis adversarios, y he aprendido de ellos lecciones impagables. Para mí fue un honor que un compañero, con el que me enfrenté en más de cien juicios, y que hoy es director general de una empresa, me propusiera como abogado de la misma nada más ser nombrado.
El compañero no tiene por qué ser considerado competencia, en términos exclusivamente mercantiles, pues si en vez de considerarlo así lo vemos como aliado, todos saldremos ganando. Muchas veces el mejor consejo que se le puede dar a un cliente es recomendarle para un determinado asunto a un compañero que sabemos es el idóneo para afrontarlo. Ese es el verdadero asesoramiento que debemos darle a un cliente si queremos ser leales con él, pues nuestra grandeza radica también en saber reconocer nuestras limitaciones, o sencillamente las mejores habilidades de otros para solventar una determinada situación.
Recuerdo a mi maestro contestar siempre lo mismo, cuando un nuevo cliente se quejaba de lo que otro abogado le había cobrado o presupuestado para un asunto: “corto se ha quedado”. O defender a capa y espada el abono de las costas al letrado contrario, como cuestión de principios. O descolgar el teléfono para felicitar al compañero que te acaba de ganar un pleito. Eso hay que defenderlo. Dignificando a los demás nos dignificaremos nosotros.
Pero también hay que tener los ojos abiertos. No todos somos iguales, y habrá quien abuse del “compañerismo”, quien trate de captar a tu cliente, quien tire los precios o quien no sepa distinguir, ya en estrados ya en una negociación, entre lo que formalmente se discute y lo que amigablemente se ha hablado o tratado por escrito entre compañeros, de manera privada. En ese caso, siempre he optado por lo mismo: tacharlo de la lista y no hacerlo merecedor del prestigio que se le supone. Para todo lo demás él solo se descalificará.
ACTO IV
En Septiembre de 1997 me casé. Coincidiendo con ello mi apellido se unió al de mi maestro en la placa del despacho en el que todavía seguía aprendiendo. Los hijos de la familia Cano ya eran universitarios.
Lugar destacado en el reparto lo ostenta el Juez, figura necesaria en el guión. Y digo Juez en sentido amplio, pues nuestra actividad profesional siempre está sometida a juicio, y no sólo del magistrado, sino de los clientes, de los adversarios, de los medios de comunicación y del resto de actores, figurantes y público de la representación. El Juez y el abogado no pueden compararse, pues mientras que el primero decide y resuelve (es ejecutivo), el segundo carece de esa potestas y se limita a pedir, proponer o suplicar. Sin embargo, hay relación, y mucha, pues ambos son colaboradores en la impartición de justicia. Véase como en estrados están al mismo nivel, por encima del suelo, lo cual denota que, aún en posiciones distintas, comparten un mismo plano. Y se deben el mismo respeto. Ni más ni menos. Y cuando acaba la función, nada obsta para que colaboren, se consulten o incluso dialécticamente confronten sus puntos de vista. Su función no es fácil, y nuestra obligación es ayudarles, presentando de la mejor forma nuestras pretensiones.
Por último, no pueden faltar los enemigos y los aliados, como en toda batalla, ya que esta profesión es lucha. Aquí los personajes son figurados, y los voy a dividir en dos: la prisa y la paciencia. El abogado se hace despacio, todo a su alrededor avanza despacio, y no podemos combatir ese devenir. Recuerdo haber ido siempre a remolque de mis amigos, que desempeñaban otras profesiones: se colocaban antes, empezaban a ganar dinero pronto, y mucho más que yo, y se casaban primero. El abogado y su despacho se cuecen a fuego lento, y a veces más que con el sudor de su frente, con el sudor de su alma. Pero todo llega. Y hay que tener fe. Por eso la paciencia debe ser nuestra aliada. Como dice Couture, “el tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración”.
ACTO V
A principios de 2003 tomé una de las decisiones más duras y a la vez más firmes de mi vida. Tras 14 años vinculado a mi maestro, me independicé y fundé mi propio despacho. En ese año se cerró, por fin, el expediente de la familia Cano. Sus hijos ya eran licenciados. Sus padres fallecieron durante la tramitación de la expropiación.
Toda representación teatral no existe sin la tramoya, y en el abogado su tramoya es la FAMILIA, y la escribo en mayúsculas como homenaje a la misma: sin duda son los cirineos que nos ayudan a llevar día a día nuestra condición de abogados. Por orden cronológico, los padres en primer lugar, por comprender la difícil elección (todos querrían a un hijo notario o al menos un sueldo fijo), ayudarnos en todos los sentidos y aguantarnos hasta que nos vamos encauzando. La novia por esperar más que otras, y porque cuando se convierte en tu mujer es cuando de verdad asume la ganancialidad de sacrificios de esta profesión, y se hace cómplice de tus decisiones y puntal de las mismas. Y los hijos, a los que les robamos a veces muchas horas. Todos ellos son nuestros acreedores privilegiados, a quienes debemos devolverles la deuda con creces. Y todos ellos deben ser nuestro norte y razón de ser.
Para culminar la escenificación, el teatro de la abogacía necesita un libreto, o más bien unas elementales reglas de interpretación, y éstas son las formas y la oratoria. El carácter público de la abogacía exterioriza nuestra intimidad. Se es abogado siempre, de ahí que las formas, las maneras, y nuestro modo de comportamiento siempre irán poniendo de manifiesto quién somos. No se puede ser abogado sólo en el despacho o en el Juzgado. El público en general os tiene que ver siempre como abogados. Y el vestuario no debe descuidarse. Ni la toga, nuestra bata de médico. La toga sirve de coraza para defendernos, pero también es el manto de protección de nuestros representados. Por la misma razón, y por ser el hombre un ser que habla, entiende y siente, la oratoria es fundamental en nuestra profesión: el abogado debe ser un buen orador, y la elocuencia se exhibe al escribir y al hablar. El abogado debe hablar bien, y hablar en público no es leer. Para ello hay que conocer muy bien de lo que se habla. Dominar el tema y saber elaborar un discurso. Hay que atraer la atención del auditorio, mantener la tensión, controlar el tempo y, como una buena orquesta, hacer sonar toda la percusión cuando sea necesario. El habla debe ir acompañada de expresividad, no de aspavientos. En los interrogatorios, saber buscar la polémica para acabar llevando al interrogado a un diálogo en el que triunfe nuestra lógica. Por último, ser amenos, convencer y ser breves.
ACTO VI
En Mayo de 2005 nació mi primer hijo, al que si algún día me pidiera consejo le recomendaría ejercer la abogacía.
A estas alturas no se cómo andáis de ánimos, y si se aclara vuestra intención de haceros abogados. Ya conocéis los cimientos de la obra, los personajes y el libreto. Falta por saber cuál es la escena actual y futura de la abogacía, y finalmente qué papel podéis representar
La abogacía está hoy en día muy influida por la especialización, pero no hay que perder el norte, pues en estos tiempos ser abogado generalista es una especialidad en sí misma, y muy demandada, pues como el médico de cabecera, ya quedan pocos. El abogado moderno debe tener presente, junto a las formas tradicionales, dos nuevas formas de ejercer la abogacía: el ejercicio preventivo y el extrajudicial. La prevención es la cada vez más necesaria intervención del abogado como consejero legal desde antes de que surja el conflicto, tratando de evitarlo. La sociedad se está concienciando de ello, y hay que hacer ver al cliente presente o futuro que con un tratamiento adecuado puede evitarse el litigio. Las fórmulas para ello consistirían en estrategias de anticipación, informando a los clientes de las novedades legislativas y sus consecuencias, fomentar las auditorias legales, analizando todos los documentos y compromisos jurídicos de un cliente, con objeto de corregir o mejorar su posición, y tener iniciativa, adelantándose a los acontecimientos, estando al día y estudiando permanentemente. Conociendo lo nuevo, incluso lo que está por venir, llevaremos mucho terreno ganado.
En cuanto al ejercicio extrajudicial de la profesión, son ya muchos abogados que apenas pisan el Juzgado. Buscan la transacción, acuden al arbitraje, estableciendo cláusulas de sumisión en los contratos en que intervienen, y se centran en las especialidades más propicias para este tipo de abogacía, como el derecho de sociedades, sucesiones, organización de patrimonios, nuevas tecnologías, fiscal, urbanismo o derecho de contratos. Se trata de ir configurando un espacio donde poder practicar el ejercicio extrajudicial del derecho, pues no todo son pleitos en la vida del abogado.
Para acometer los retos que presenta el futuro de la profesión, hace falta un nuevo abogado con iniciativa, bien informado, que sepa idiomas y esté familiarizado con las nuevas tecnologías y su trascendencia, con conocimientos económicos, que asuma la globalización como hecho cierto, que “esté” en el mundo, y preparado para la competencia. Esto último se consigue con el estudio permanente, que debe convertirse en una obligación ineludible.
No está de más hacer un poco de autocrítica, pues nuestra imagen ante la opinión pública ha empeorado, con un descenso del nivel ético, y no se ha sabido reaccionar con prontitud y eficacia. Muchos abogados se han incorporado a los negocios e intereses de sus clientes, por miedo a desaparecer de la escena. Y esto hay que combatirlo con responsabilidad, apartándose del cómodo principio del “todo vale”, o bien sencillamente dejando de llamarse abogados.
ACTO FINAL
Desde que me independicé el despacho ha crecido y para 2008 estamos pensando en incorporar a gente con ilusión que quiera aprender a ser abogado
Algunos episodios de mi vida se han ido entremezclando en esta narración de manera inconsciente, y me han retrotraído a la conclusión inicial: que “ser abogado” es una forma de vida y una forma de ser, y que ambos caminos son inseparables.
Falta aclarar el papel del abogado en ese teatro de la vida que hemos descrito. No se si a estas alturas ya le habéis situado, o incluso si os habéis visto a vosotros representando la obra. No se hasta dónde habrá llegado vuestra imaginación. A mi me toca señalar que el papel del abogado en ese teatro es el de guionista, director de orquesta, protagonista y figurante a la vez, pues nos toca hacer el guión, incluso enderezarlo cuando se tuerza, dirigir la música de fondo, ser protagonista cuando toque, y saber también ser figurante, pues a veces hay que estar en la escena pero en silencio, de manera callada y sigilosa, pero sin dejar de estar ni perder por ello importancia.
El desenlace de la obra ha llegado, pero no es el final, sino el “continuará”, al que vosotros tenéis que poner letra y música. Con esto os animo a que os hagáis abogados. Nos os dejéis asustar por quienes dicen que somos muchos, ni por los agoreros de la profesión. Hacen falta abogados, siempre se necesitarán. Y hacéis falta vosotros.