Un personaje de ayer
Los viejos solemos sentir una irreprimible propensión a volver la vista atrás y perdernos en el bosque de los recuerdos, que unas veces nos producen heridas en el alma y otras nos acarician con la suave aura de la nostalgia, sin que falten los que nos arrancan una sonrisa para alivio de la soledad.
En ocasiones, los recuerdos antiguos parece que estuvieran agazapados tras las esquinas del tiempo, y nos asaltan de improviso, sin que nadie los haya llamado a escena, como duendecillos traviesos que se nos ponen delante y nos llevan de la mano por donde quieren. Pueden concretarse en alguna persona que, por motivos varios, nos dejó una marca en la memoria; o de una situación del pasado que también quedó fijada en alguna página de nuestra biografía; incluso de una emoción que todavía nos produce calambres en los adentros.
Hoy, sin saber por qué, se me ha venido al primer plano de las mientes la evocación de un personaje que andaba perdido en el laberinto de mi memoria y cuya figura está asociada a un tiempo lejano de mi ejercicio profesional. A las nuevas hornadas de abogados sevillanos, y también a las actuales promociones de jueces y funcionarios judiciales con ejercicio en sede local, su nombre no les dirá nada; pero a los de mi quinta y otras quintas aledañas -ejército muy diezmado y con mucha tropa en la reserva-, su mera mención es posible que hasta los rejuvenezca. A los letrados, jueces y funcionarios que, por su ventura, disfrutan del paraíso de la juventud o no tienen demasiado en ciernes la etapa más sombría de la vida, tengo el gusto de presentarles a Ángel Revaliente.
Nunca supe a ciencia cierta qué grado ostentara Revaliente dentro del organigrama judicial de nuestro Territorio. Todos lo teníamos por el cancerbero de los Juzgados, aunque no creo que en la escala de los funcionarios judiciales exista la categoría profesional de portero. En cualquier caso, la labor de Revaliente era inclasificable porque él era polivalente, dada la multiplicidad de sus funciones. Ello empero, en el ámbito en el que de verdad resplandecía su habilidad era en el del peritaje. En eso, un artista. Él no era perito en nada, pero, oh milagro, lo era en todo. Carecía de titulación, mas su omnisciencia infusa le permitía ser un experto universal. Raro era el procedimiento tramitado en nuestros Juzgados que no guardara entre sus folios la doble firma de Revaliente: una, rubricando la pericia; la otra, al pie de la diligencia de entrega de sus honorarios. Y es que Revaliente lo mismo tasaba los daños sufridos por una bicicleta que una partida de chatarra; igual una sortija que un mantón de Manila; así emitía un dictamen caligráfico como informaba sobre los vicios ocultos de una obra. Y que ningún letrado listillo pretendiera cazarlo en un fallo, porque se exponía a quedar en ridículo. ¡Bueno era Revaliente para dejarse coger!
Físicamente, era medianete de talla sin llegar a retaco, estaba escurrido de carnes y ayuno de garbo y, en lo que atañe a sus usos indumentarios, sólo un invidente se hubiera atrevido a señalarlo como modelo de elegancia y distinción. En la comisura de sus labios se dibujaba un rictus que le confería la condición de perenne sonrisueño, y sus ojillos mostraban un punto de luz que dejaba traslucir la presencia de un espíritu burlón.
Cuando yo accedí al ejercicio profesional, los Juzgados estaban en la calle Almirante Apodaca, allá por Santa Catalina, en un edificio vetusto que mantenía unas deplorables condiciones, sobre todo cuando la creación de nuevos Juzgados obligó a utilizar hasta los pasillos a modo de oficinas judiciales. Pues bien, se decía, y carezco de argumentos para confirmarlo o para negarlo, que Revaliente vivía en el hueco de la escalera. Ya digo que no sé si era verdad o no; lo que sí sé es que en el tal hueco Revaliente solía ejercitarse en el delicado menester de asar sardinas; de ahí que por el templo de Themis se expandiera el bravío aroma que desprende este humilde pez al ser sometido a la lenta acción de las brasas.
Con los Juzgados establecidos ya en el Prado de San Sebastián -donde, según dicen, tienen los años contados, y se acerca el día en que en lugar de encabezar los escritos con el clásico al juzgado, se habrán de dirigir al campus tecnológico de la justicia-, hubo en tiempo en que con lamentable frecuencia se recibían llamadas anónimas anunciando la colocación de bombas, lo que obligaba a desalojar el edificio, con el consiguiente trastorno. Aunque se sospechaba que el autor pudiera ser alguien interesado en suspender una subasta o demorar la celebración de un juicio, lo cierto es que una vez explosionó de verdad un artefacto, ocasionando serios daños materiales, aunque, loado sea Dios, no hubo otra desgracia que lamentar. Un día de aquéllos, Revaliente coincidió en el ascensor con el juez de guardia. Le comentó que cinco minutos antes había atendido una llamada de teléfono a cuyo través una voz anunciaba que un cuarto de hora después estallaría una bomba en los Juzgados, pero que él le había dado al comunicante unas instrucciones muy concretas:
– Yo le he dicho que ponga la bomba en el coño de su madre.
El juez dio un respingo. Corrió a alertar a la pareja de la Guardia Civil de servicio en la puerta. Instantes después, todos estábamos en la mismísima calle, mientras las fuerzas de seguridad rastreaban el edificio.
ENVIO: A los once compañeros que conmigo recibieron una placa al cumplirse los cincuenta años de nuestra incorporación al Colegio de Abogados de Sevilla. Ellos, claro, conocieron a Revaliente.