Defender a un amigo
Cuando se ha dedicado tanto tiempo a una actividad -en mi caso, algo así como medio siglo-, y se ha vivido con tanta intensidad la profesión elegida, es inevitable que, una vez instalados en el dorado retiro, la memoria se recree en no pocos pasajes del largo camino recorrido. Eso, al menos, me ocurre a mí.
Efectivamente, con alguna frecuencia cierro los ojos del alma y rebobino la película de mi vida profesional. De esta forma me reencuentro con secuencias que fueron especialmente significativas en su momento y que hoy duermen, sedimentadas, en el fondo de la memoria. Así se van evocando algunos de aquellos asuntos en los que agotamos lo mejor de nuestro pobre saber y pusimos a su servicio no sólo entusiasmo sí que también auténtica pasión. Esos asuntos, de variada materia, que nos dejaron un recuerdo indeleble, unos por la satisfacción que nos depararon y otros por la amaritud que nos produjeron. Uno de los atractivos de nuestro trabajo quizá resida en la incertinidad de su resultado, en esa inquietud que se aferra al ánimo y nos desasosiega hasta tener la sentencia ante los ojos. Cierto es que el abogado, en cada asunto que se le confía, se somete a un severo examen ante un doble tribunal que ha de juzgar su trabajo: uno, el del propio cliente, totalmente ayuno de imparcialidad, pues que su veredicto dependerá del resultado: si la lid se resuelve a su favor, el abogado será merecedor de matrícula de honor; si le es adversa, lo reprobará y lo relegará no ya a los exámenes de septiembre, sino que posiblemente el repudio será ad aeternum. El otro tribunal es el que realmente lo es, el que dicta su sentencia (otrora con sus resultandos y considerandos), que tantas veces nos ha dejado un poso de amargura y también tantas veces ha encendido nuestro corazón de alegría.
La labor del abogado, cuando se ejerce con honestidad y total entrega, es, en buena medida, generadora de sufrimiento. Y es que sólo el abogado conoce la zozobra que se enrosca al alma cuando tiene entre sus manos un asunto del que dependen altísimos valores de quien se los ha confiado, como su honor, su libertad o su hacienda. Esa desazón se torna en auténtica tortura cuando el caso ofrece pocas o nulas posibilidades de defensa.
Las reflexiones que anteceden las ha propiciado el recuerdo de un lejano asunto que hoy se me ha plantado delante y que me produjo, adunia, dolor y gozo. Un entrañable amigo, con quien mi relación, sustentada en viejos y sólidos cimientos, más que amistosa era profundamente fraternal, incurrió, en un momento de debilidad o de necesidad, en una acción que dio lugar a la instrucción de un procedimiento judicial. Naturalmente, asumí su defensa.
El asunto presentaba un cariz abiertamente desfavorable. Correspondió juzgarlo a una Sala de nuestra Audiencia Provincial que presidía un magistrado al que me vinculaba no tanto como una amistad, pero sí lo que pudiéramos denominar un cierto conocimiento cuyo origen databa de los viejos tiempos de mi pasantía; la verdad es que aquel señor siempre me trató con una deferencia que me ilusionaba considerar rayana en el afecto.
El ministerio fiscal, en cumplimiento de su deber, solicitó una severa pena en consonancia con la naturaleza de los hechos, según los relataba. Aquel asunto me tenía realmente angustiado y mi amigo estaba dolorosamente abatido, derrumbado, acabado. Dediqué muchas horas a la preparación de la vista, buscando resquicios que se me escapaban, devanándome la sesera en pos de un argumento razonable, explorando, en medio de aquella oscuridad, dónde hallar un rayito de luz. Era perfectamente aplicable el estado de necesidad; el estado de necesidad del abogado, claro.
Huelga decir que la noche que precedió al día señalado para la vista fue imposible bienquistar al sueño conmigo. Me dirigí a la Audiencia con el ánimo sobrecogido como nunca, aunque con la tranquilidad de conciencia que me proporcionaba la seguridad de no haber regateado esfuerzo alguno en la preparación de la defensa de mi fraternal amigo.
El fiscal, desde el respeto que esta institución siempre guarda para el reo, estuvo implacable en la acusación. Yo, por mi parte, creo que pronuncié un informe digno, exponiendo con ardor los argumentos jurídicos en que se basaba mi pretensión de obtener una sentencia favorable. Pero, quizás por un impulso secreto del subconsciente, argüí, con énfasis y como adición a aquellos argumentos, que estaba seguro de la inocencia de mi defendido porque lo conocía muy bien, porque sabía que era incapaz de cometer un hecho como el que se le imputaba, porque no estaba defendiendo a un cliente, sino a un amigo íntimo, a un amigo entrañable, casi a un hermano, a alguien que en su ejecutoria personal era como un trasunto de mi propia mismidad…
Una vez terminado el acto, cuando estaba a punto de alcanzar la puerta de salida de la Sala, oí una voz que me llamaba.
-¡Juan!
Era el presidente del Tribunal, que con un movimiento de la mano me indicaba que me acercara hasta el estrado. Temí que me fuera a reprochar algún extremo de mi informe o que éste le hubiera parecido inconsistente. Cuando estuve ante él, con media sonrisa ligeramente burlona, me dijo:
-Y encima sin cobrar…
ADENDA.- La sentencia fue absolutoria.