Una ventana mágica
I
María sentía que sus piernas pesaban como el plomo. Curiosa expresión; siempre le había parecido exagerada, pero la verdad era que le costaba un mundo dar un paso más sobre aquella acera desconocida. No sabía cuánto tiempo llevaba andando ni por dónde; ni siquiera sabía dónde estaba, sólo el dolor y la pesadez de sus piernas le hizo volver a la realidad; necesitaba parar un poco, descansar, ¿dónde estaba? Procuró identificar el lugar.
Si bien la ciudad en la que vivía era más bien como un pueblo grande, abarcable sin duda para cualquiera, ella casi no la recordaba. Los últimos cinco años los había pasado en su casa y en su pequeño barrio postrero.
Casa y supermercado eran sus dominios. A veces, un corto viaje a la Guardería para llevar o recoger a su hijo; claro que no siempre, sólo si su aspecto se lo permitía, sólo si lograba salir indemne de la noche anterior.
Pero ahora estaba fuera de casa y del supermercado, y muy lejos de la Guardería, y sus piernas estaban tan hinchadas que se habían negado a seguir.
Miró a su alrededor, buscando con angustia un lugar donde sentarse. A su derecha vió una cafetería con una especie de ventana-mostrador al exterior y cuatro maravillosos taburetes llamándola a gritos. ¡Ideal -pensó – podré descansar estas desagradecidas piernas sin tener que ver las amenazadoras paredes a mi alrededor!
Con andar decidido se dirigió a la ventana y escaló uno de aquellos deseados asientos. Dejó que sus abultadas piernas quedaran colgando, suspendidas, sin apoyo……como ella. Las balanceó hasta que desapareció el hormigueo que sentía desde la espalda. Era como estar en la cima de una gran montaña, sólo que sin anclajes y sin una base de apoyo, de esas que tienen los escaladores en sitio seguro cuando emprenden una nueva aventura. Ojalá ella hubiera contado alguna vez con algo parecido. Puede que todo hubiera sido diferente.
– ¿Qué desea la señora? – le preguntó diligente un camarero desde el interior de la ventana.
¿Qué deseo? – pensó.
– Una cerveza, por favor. Contestó automáticamente.
Ni siquiera recordaba la última vez que había tomado una cerveza en un bar. Tomó un sorbo y se sintió agradecida a la vida y al azar por haberle proporcionado ese momento feliz y pleno. En aquél instante no deseaba nada más, solo quería seguir sintiéndose así durante un rato más, sólo un poco más….. Cerró los ojos y tomó un segundo trago de cerveza…… Suspiró.
Cuando abrió los ojos, observó que el taburete más lejano a ella había sido ocupado por un hombre de mediana edad, de unos 60 o 65 años. Debía ser un ejecutivo o algo así, porque vestía un traje azul marino impecable, con una camisa de color salmón muy bien planchada -a ella no se le escapaban esos detalles, había sido su trabajo durante muchos años; lo que le había permitido “vivir”.-
Cuando el mismo camarero samaritano puso una cerveza frente a él, María le miró. Enseguida descubrió que su rostro no era tan impecable como su traje y su camisa. Sus ojos, de un azul intenso, reflejaban tristeza y tensión a un tiempo. María se compadeció enseguida.
En un intento de interrumpir su pena, María le dijo: Por favor, sería tan amable de acercarme el servilletero?
Él se volvió, colocó las servilletas frente a ella y le sonrió.
Gracias, muy amable. –contestó María; y, sin poderlo evitar, prosiguió– Si puedo hacer algo por usted no dude en decírmelo; soy experta en el arte de la escucha y me da la impresión de que necesita hablar.
Él la miró muy serio, casi con desafío. Tomó su vaso de cerveza para beber de nuevo.
Perdone. –dijo María– No ha sido mi intención molestarle. Y volvió a su cerveza.
II
Justo estaba francamente sorprendido. Era la primera vez que una persona desconocida había leído su rostro con tanto acierto. Esa sensación le asustaba. Por eso clavó sus ojos en ella con enfado y en silencio y siguió bebiendo.
– ¡Qué atrevimiento! Y cuánta ternura al mismo tiempo…. Pero, ¿qué sabrá una mujer como esa lo que él sentía?
Cuando Justo llegó a aquella ventana, se había fijado en ella; sentada en un taburete, con las piernas balanceándose como si se hallara en uno de esos rústicos columpios que se improvisan en las ramas del árbol del patio de los hogares más humildes.
Su vestimenta no se correspondía con la que solía ver por aquél barrio: un pantalón que, en algún momento, había sido negro, pero que ahora apenas lograba esconder los estragos que el tiempo y el agua había causado en ellos; y una de esas camisas de mercadillo que alguna vez tuvo ocasión de ver en alguna requisa. Sin duda era una de esas mujeres de barrio marginal, fuera de su contexto natural; posiblemente adicta al alcohol, o al menos a la cerveza; bebiendo lejos de los suyos para no ser vista. ¿Quién se creía que era para abordarle de esa manera y decirle que lo que él necesitaba era hablar?
Lo peor de todo es que había sabido ver dentro de él, y sólo había necesitado una mirada para ello. Y tenía razón. Estaba realmente preocupado… pero no por él, en esto se equivocaba; sólo le preocupaba en aquél momento lo que pudiera ocurrir al día siguiente.
Aquella mañana, mientras contemplaba su imagen en el espejo cubierta de espuma de afeitar, se sintió realmente preocupado. Al igual que aquella mujer de barrio, había tenido la ocasión de leer en el rostro de otra persona, otro hombre en este caso, la verdad que se escondía tras él. Claro que, en su caso, no se trataba de brindarle la oportunidad de hablar si lo necesitaba; Justo ya lo había escuchado, quisiera o no, en la declaración que había efectuado en el Juzgado. Cuando le miró por primera vez al inicio de su declaración, tuvo la impresión de que había cometido efectivamente el delito que se le imputaba; convicción que fue afianzándose conforme avanzaba su relato.
Pero debía escucharle de nuevo mañana, en el juicio; y sería difícil condenarle teniendo en cuenta todas las circunstancias que habían acaecido durante el proceso.
Damián J. D. estaba acusado de maltrato físico y psíquico en la persona de su esposa, y Justo estaba absolutamente convencido de que era cierto. Además de en su declaración, Justo le había oído, por casualidad (o más bien por aquellas oportunidades que nos proporciona el azar) en los servicios del Juzgado, cuando hablaba con su Abogado y se convenció de que era un monstruo.
“Ella no es nada sin mí, lo que hago es sólo para protegerla, para defenderla de los peligros de ahí afuera. Los hombres tenemos la obligación de proteger nuestras posesiones y ella es mi mujer; cuando no se comporta como debe, es necesario castigarla para que aprenda que sólo yo se lo que le conviene”.
Tras aquella puerta cerrada y en posición tan humillante y vulnerable, pensó en cómo se sentiría aquella mujer tan “protegida” por su marido; y sintió lástima. Justo salió del “trono” cuando escuchó cerrarse la puerta de salida de los baños y dejó de oir las voces. No se atrevió a mirar la cara de alguien que decía aquellas barbaridades, era mejor ignorarlo todo. Además, mañana se celebraba el juicio, debía mantener su imparcialidad y su calma ante estas situaciones, como hacía siempre.
Pero algo le preocupaba. Había leído a conciencia todo lo que se había aportado en las actuaciones, tanto por parte de la defensa como del Ministerio Fiscal, y casi todo estaba mal. La denuncia era realmente deficiente, el Fiscal no había puesto mucho interés en suplir tales deficiencias; no había pruebas consistentes, y ni siquiera sus vecinos tenían intención de testificar, sin duda por miedo al monstruo. Así que estaba sola. Para colmo, la defensa iba a ser llevada por Restituto García, conocido en todos los foros como “el abogado de los machistas”; y seguro que se comería al Fiscal, como hacía siempre, aprovechándose del escaso interés que despertaba en la Fiscalía este tipo de asunto. Y él lo tenía todo tan claro……..Sin duda, mañana sería un día difícil.
III
Virgilio necesitaba un respiro. No podía concentrarse en el trabajo, de modo que tomó su portafolios y salió a la calle. El juicio del día siguiente le tenía profundamente preocupado, casi sin dormir. Debía sostener una buena acusación mañana; era evidente que “esa pobre mujer” había sufrido mucho. Nadie parecía entender que la conducta del marido hacia ella era delito, todos consideraban que su actitud era normal, la que correspondía a un verdadero hombre de bien.
Lo mismo que ocurre en el caso de mi hermano –pensó Virgilio.
Su cuñada Purificación, Purita, no merecía ese trato tan denigrante, pero para ella era normal; y jamás se le ocurriría hacer algo que perjudicara a su marido, un respetable médico muy reconocido y apreciado en toda la ciudad. Sus estudios sobre el cáncer de pulmón se estudiaban en la Facultad de Medicina y habían sido traducidos a varios idiomas, formaba parte del equipo director de uno de los Hospitales más importantes de España y además presidía la Fundación Oncológica, de gran prestigio nacional e internacional. Definitivamente, su hermano era considerado una eminencia por todos.
Pero él conocía bien a su hermano y sabía hasta donde era capaz de llegar, y no podía hacer nada por defender a Purita de su propio marido ni de sí misma. Porque ella no era consciente de que era una mujer maltratada, ni su hermano tenía consciencia de ser un maltratador. No podía hacer nada; al fin y al cabo no iba a poner en peligro la reputación de su hermano por un tema así. Todos le recriminarían su actitud si se atrevía a destapar algo tan grave de su hermano. Es envidia! –dirán– siempre tuvo celos de su hermano, que es un gran médico, con una gran mujer y un status social e intelectual envidiable. Él sólo es un pobre funcionario, y además Fiscal (un amargado) y soltero aún; a su edad, no ha encontrado todavía una mujer sobre la que ejercer su poder.
Mañana debía hacer un buen trabajo. Su cuñada no quería ser salvada, pero la mujer que había acudido a ellos sí, y él debía hacer todo lo posible por salvarla. De pronto descubrió que llevaba casi dos horas andando sin rumbo; estaba lejos de su zona habitual de paseo y tenía sed. Divisó una pequeña cafetería con una ventana al exterior que parecía acogedora, sólo la ocupaban dos personas y había aún dos taburetes libres, aliviaría su sed. Caminó hacia ella.
IV
Inocencio despertó aquella mañana más angustiado de lo habitual. Sólo hacía un mes que se había incorporado a uno de los Bufetes más importantes de la ciudad, el de D. Restituto García, gran amigo de su padre; y apenas hacía dos meses que había terminado la carrera. Y, por azar o por destino, mañana iba a tener su primer juicio. Don Restituto había sufrido un cólico nefrítico la noche anterior y se hallaba hospitalizado en estado grave. Resultaba cómico que aquella “institución” a la que apodaban el “Abogado de los machistas” estuviera sufriendo agudos dolores que, según decían, se parecían mucho a los que sufren las mujeres cuando se ponen de parto.
Don Restituto contaba en su Despacho con tres Abogados veteranos que le realizaban la mayor parte del trabajo, siempre siguiendo sus instrucciones, claro; pero los tres tenían para mañana señalamientos imposibles de eludir, de modo que, siendo éste un caso “fácil”, Inocencio se vió obligado a sustituirlo. Estaba aterrado.
A Inocencio no le gustaba el derecho penal, de hecho se incorporó al Bufete del Sr. García para ocuparse de ciertos asuntos registrales, que eran su especialidad, o al menos pretendía que lo fuese algún día. El contacto con las personas no era su fuerte. Él disfrutaba cuando se encerraba en la biblioteca con sus legajos y papeles antiguos, sus Escrituras amarillentas y sus certificaciones catastrales; ninguno de ellos le hacía daño, al contrario que las personas. Estudió Derecho porque con ello contentaba a su padre, y se centró en el Derecho Registral porque era lo único que podía proporcionarle la excusa perfecta para sumergirse en sus papeles sin que nadie reprochara su actitud. Sólo así podía olvidarse de todo y de todos. Era feliz preparando sus oposiciones para Registrador de la Propiedad, que incluso había comenzado antes de terminar la Facultad. Pero su padre consideró que la profesión de Registrador no era lo suficientemente prestigiosa para él, habló con su amigo del alma y éste lo incorporó al Despacho. No tuvo más remedio que aceptar. “Sólo los cabeza de familia sabemos lo que les conviene a nuestros hijos y a nuestras mujeres; hazme caso, algún día me lo agradecerás” –le dijo su padre entonces. De modo que obedeció sin rechistar. Realmente su padre no era muy diferente a Don Restituto.
Y ahí estaba él, con su primer juicio penal al día siguiente por maltrato físico y psíquico y no tenía ni idea de cómo afrontarlo. La sensibilidad social respecto al tema del maltrato había aumentado mucho últimamente, y estaba claro que una sentencia absolutoria, independientemente de que fuera justa o injusta, estaría mal vista. Sólo conocía del asunto la deficiente denuncia iniciadora, todo lo demás lo ignoraba; por la tarde le harían llegar el expediente con la primera declaración del denunciado en el Juzgado, pero hasta entonces sólo sabía que debía seguir las instrucciones precisas que los colegas de D. Restituto le habían hecho llegar: Ustéd sólo debe dejar claro que en este caso no hay delito que valga. Don Damián actuó siempre con dignidad y honor, y su conducta ha sido siempre la correcta. No puede condenarse a un hombre de bien, de sólidos principios católicos, porque una mujer, y más siendo la suya, le haya provocado continuamente y durante mucho tiempo hasta conseguir que cayera en su trampa. No hay delito, sólo defensa propia ante la provocación contínua. Ni más ni menos.
Inocencio odiaba todo aquello, sólo quería volver con sus legajos y sus certificaciones inofensivas, sólo quería encontrarse a salvo.
Como si de un oasis se tratara, se topó de frente con un pequeño bar-cafetería con una ventana alargada al exterior y su mostrador de madera. En ella había tres personas sentadas en sendos taburetes altos que parecían mantener una alegre conversación. A la izquierda de la ventana pudo comprobar que había un cuarto taburete, y estaba bien libre para él. Eso necesitaba ahora, una cerveza bien fría y oir conversaciones ajenas, a ser posible intranscendentes e inocuas. Caminó resuelto hacia la ventana.
V
Cuando Inocencio llegó a la ventana, preguntó si el asiento estaba ya ocupado por alguien. No –dijo la única mujer del grupo– puede que estuviera esperándole a usted, se le ve cansado.
Gracias –contestó. Se acomodó bien alto, pidió una cerveza y se dispuso a escuchar a los demás en silencio.
La conversación tenía su interés por lo variado de los temas; lo mismo hablaban sobre el último estreno en los cines que sobre cómo conservar durante más tiempo las imprescindibles cebollas que nunca podía faltar en casa; de la nueva temporada de ópera que de cómo prevenir los golpes de calor en verano; de los viajes ansiados que soñaban hacer cada uno que de cómo debían tenderse las camisas para que, una vez secas, fuera más fácil plancharlas y quedaran impecables. A Inocencio le interesó más que nada esto último, el dinero que gastaba cada semana en la Tintorería mermaba en demasía sus escasos ingresos de pasante. Además, él no deseaba viajar a ningún sitio, si acaso, y si realmente existiera, al Cementerio de los Libros Olvidados.
Le llamó la atención que ninguno de los tres se llamaran por el nombre; simplemente se miraban y hablaban sin parar entre sí, jamás había silencios, cuando terminaban con un tema surgía otro nuevo inmediatamente, generalmente totalmente nuevo y diferente de los anteriores. Parecía como si los silencios constituyeran una penalización; porque cada vez que iniciaban un nuevo “palo”, el entusiasmo renacía de nuevo, y todos mostraban su interés tanto por lo que decían los otros como por añadir sus propias reflexiones. Realmente era una conversación ágil y divertida. Hubo un momento en que Inocencio deseó participar, pero dado su estado de ánimo prefirió no hacerlo, aun cuando aquella mujer le había abierto varias veces la puerta para que se uniera a la conversación.
Su misión en esa ventana era oír a los demás, no necesitaba hablar. El simple hecho de convertirse en oyente silencioso le satisfacía, era lo que él hacía con sus ajados papeles. El tiempo transcurría bien despacio.
VI
La mujer de la ventana reía con ganas las ocurrencias del amigo que estaba a su lado, casi parecía ahogarse de tanta risa. Se tomó un respiro para beber de nuevo su cerveza y serenarse un poco. De pronto, miró su reloj de pulsera y exclamó: Lo siento mucho, se me ha hecho muy tarde; debo marcharme enseguida, mi hijo está a punto de salir del Colegio y debo estar allí; está un poco lejos y debo volver caminando. Uno de sus amigos se ofreció a llevarla en su coche, pero ella rehusó con vehemencia. No, gracias –dijo– ¡qué ocurrencia! Ya pasaré otro día por aquí, éste rato con vosotros me ha hecho mucho bien, gracias. Dejó el dinero de su cerveza sobre el mostrador de madera y se marchó con paso rápido. Eh! –le gritó uno de ellos cuando se marchaba casi al galope– al menos dinos tu nombre! Pero María ya no le escuchaba, se había perdido entre la gente y casi no se la veía ya, definitivamente tenía mucha prisa.
VII
Mientras miraba cómo se marchaba, Justo pensó que era realmente una gran mujer. Al llegar a la ventana, había visto sólo a una mujer de ojos tristes y cansados bebiendo cerveza, una alcohólica quizás que había recalado en un barrio ajeno que no le correspondía, posiblemente porque en el suyo no le sería posible ya emborracharse con tranquilidad. Pero se había equivocado. Sólo había tomado una cerveza. Además, cuando le pidió que le pasara el servilletero, ella le había mirado y leído su rostro con una rapidez inusitada; con casi la misma celeridad con que él adivinaba lo que se escondía detrás de todos los que se sentaban en el banquillo de su Sala. Esperaba volver a verla algún día, aunque ni siquiera conocía su nombre. Durante un rato, esa mujer había conseguido que se aislara totalmente de sus preocupaciones. Se sentía mejor que antes de hablar con ella. Ya no le pesaba tanto la toga.
VIII
Virgilio se quedó mirando fijamente la figura de la mujer mientras se perdía en la distancia. Realmente había pasado uno de los mejores ratos de su vida, sin hermanos ni cuñadas ni acusados ni víctimas. Le envidiaba su predisposición a ver siempre el lado positivo de las cosas, a pesar de que al verla por primera vez, cuando él llegó a la ventana, tuvo la sensación de que había estado llorando. Le gustaría mucho verla de nuevo, pero ni siquiera había dicho su nombre. Pasaría otro día por aquí por si lograba saber algo más de ella; quizás pudiera hablarle de su cuñada, quizás pudiera aconsejarle qué hacer. Esa mujer tenía, además de generosidad, un gran sentido común. Ojalá vuelva a verla pronto.
IX
Cuando la mujer desapareció entre la gente, Inocencio dijo para sí: Qué curioso!, tengo la sensación de haber hallado todas las respuestas a mis dudas, aunque no sé exactamente a cuáles de ellas. Siento como si se me hubiese revelado algo que no alcanzo a comprender. Lo único que sé es que ésta mujer tiene que ver en ello, aunque desconozco en qué sentido ni en qué medida. Los que al principio creí que eran sus amigos ni siquiera conocían su nombre, qué extraño… Definitivamente debo pasar otro día por aquí por si vuelvo a verla en ésta ventana, que parece mágica. Quizás consiga desvelar este misterio.
X
María llegó a tiempo de recoger a su hijo en el Colegio. Como era su costumbre desde hace ya tres interminables meses, salió despacio por la puerta principal y comenzó a andar sola hacia la verja. Si su marido quería agredirla de nuevo que lo hiciera entonces, estando ella sola, su hijo no volvería a soportar sus lamentos ni los improperios de su padre. La Directora del Colegio había accedido a que su hijo permaneciera dentro del Colegio con ella mientras comprobaba que el monstruo no rondaba por allí. Esperaban cinco minutos, y si no ocurría nada, la Directora lo acercaba hasta la verja de la mano. Qué pena! –pensaba María. Menos mal que esta situación estaba a punto de acabarse, al menos eso pensaba; mañana se celebraría el juicio. Ella nunca había estado en un juicio, pero no le tenía miedo, confiaba en la justicia; sólo le temía a él, que estaría allí, mirándole con esos ojos endiablados que tan bien conocía y podrían hacer que perdiera el valor.
Sin embargo, al pensar en ello descubrió con sorpresa que sus miedos ya no lo eran tanto. Por alguna extraña razón, el rato que había pasado esa mañana en la ventana de aquella cafetería con aquellos tres desconocidos (aunque uno de ellos ni siquiera hablara y se limitara a escuchar) habían levantado su ánimo y multiplicado su valor. Ahora estaba dispuesta a afrontar la situación con dignidad. Ojalá volviera a verlos pronto. Realmente, para ella había sido una ventana mágica.
Fin