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Carta desde Temuco

A mis amigos Antonio y Jesús.

Querida Gertru:

Créeme si te digo que escribo esta carta sin rencor, sin odio. Si algo he aprendido de esta terrible experiencia es que de nada sirven la soberbia y la arrogancia. No pienses que busco tu compasión. Sólo te pido que la leas de principio a fin, y que me respondas, llevo casi un mes sin hablar contigo y sin recibir noticias tuyas, precisamente ahora que tan sólo faltan nueve días para que salga de fin de semana.

Déjame que haga memoria. Cuando llegué, dos funcionarios me cachearon, tomaron mis datos personales y mis huellas dactilares. Me quitaron los cordones de los zapatos, el cinturón, la cartera con la documentación, las llaves de la casa y el dinero. En una ficha, apuntaron lo que llevaba encima y me dieron un resguardo. Me acompañaron a unas dependencias en las que había dos filas de duchas, era obligatorio ducharse. Me entregaron una camisa de tergal celeste, un pantalón de algodón azul, un chándal, una sábana, dos mantas, una toalla de baño y una cajita con cepillo de dientes, jabón, champú y una esponja. Trataron de ser amables al verme tan asustado. Me informaron que tenía derecho a una llamada de teléfono. Soy yo, estoy bien. No te preocupes por mí. Cuídate. Fue lo único que acerté a decirte antes de colgar precipitadamente. No tenía ganas de hablar, sobraban las explicaciones.

Recuerdo que la enfermería estaba al final de un largo corredor sin ventanas. Tuve que esperar más de una hora hasta que llegó el médico. Preguntó si era la primera vez que entraba aquí, dije que sí. El doctor, un hombre muy delgado con gafas y el pelo blanco, leyó mi ficha personal en voz alta.

— Tiene usted 45 años.

— Sí.

— ¿Profesión?

— Soy arquitecto.

— ¿Alguna enfermedad crónica? ¿Alergia a algún tipo de comida?

— No… Bueno, soy miope, sin las gafas estoy perdido.

— Se quedará usted unos días en la enfermería, hasta que le vea la trabajadora social. ¿Quiere que le dé algún tranquilizante para poder dormir?

Al cuarto día me llevaron a la celda, un pequeño cuarto de doce metros cuadrados, con una litera, un armario, un lavabo sin espejo y un váter. La puerta, de barras de hierro, da a la galería. Tengo que realizar mis necesidades fisiológicas en presencia de un extraño, sin la menor intimidad. Me daba vergüenza de todos los ruidos y olores. En la celda sólo podemos estar durante la noche y dos horas de siesta. El resto del tiempo, las celdas se cierran y es obligatorio permanecer en los talleres o en los destinos de tareas asignadas a cada recluso.

Mi compañero de celda es un hombre de Algámitas, mayor que yo, gordo con la cara abotargada, siempre con un palillo de dientes en la boca, creo que ya te he hablado de él en otras ocasiones. Me comentaron que había sido condenado por haber matado a alguien en un arrebato. Dicen que estaba borracho. Sin hablar nada acordamos que mientras uno estuviese de pie en la celda, el otro permanecería acostado en la litera. Tenemos una televisión pequeña y una radio, están prohibidos los teléfonos móviles, ordenadores y todo tipo de aparatos que permitan tener comunicaciones con el exterior. A las once en punto de la noche apagan la luz y hay que guardar absoluto silencio. Recuerdo que pasé la primera noche desvelado, me sobresaltaba con cualquier ruido de la litera de abajo, temiendo – sé que te puede parecer ridículo y exagerado- que me violasen o yo que sé. No paraba de escuchar el gozne de las puertas abriendo y cerrándose.

En las horas de comedor seguía las noticias que los medios de comunicación daban de mi ingreso en prisión, con todo tipo de detalles escabrosos de las diligencias previas que se instruían. Vi aparecer imágenes de mis edificios más emblemáticos, repasaron reiteradamente mi curriculum profesional, repitieron sin cesar la secuencia de mi entrada en el Juzgado para declarar, en las tertulias formularon todo tipo de infamias. Por supuesto, nadie reparaba en que los hechos eran meros indicios sin probar, no se había celebrado Juicio. Por supuesto, a nadie importaba que mis hijos y mi madre pudieran ver esas imágenes, con gravísimas de injurias contra mí, les daba igual el oprobio y la ignominia. Tú también has sufrido el escarnio sin tener ninguna culpa. Tengo que agradecerte que ocultaras a los niños la verdad, me pareció estupendo que dijeras que me había ido al sur de Chile, a Temuco, para ejecutar el proyecto de la casa museo de un ilustre poeta. Luisito no entendería nada, es demasiado pequeño, pero Miguel, con cinco años, se da cuenta de todo. No sabes cuanto sufrí el día que me contaste que en el recreo, un niño hizo llorar a Miguel diciendo que su padre estaba en la cárcel.

Cuando ocurrió el siniestro me encontraba en el mejor momento de mi carrera. Había ganado el concurso internacional para realizar el centro cultural de Temuco dedicado a Pablo Neruda, justo al lado de su casa natal -que luego nos serviría de excusa-, y me habían adjudicado el proyecto de ampliación parcial del Centro de Arte Contemporáneo. Había sacado la plaza de la Universidad, me invitaban a todos los foros y debates sobre urbanismo, a las presentaciones de libros, a las exposiciones. Te quejabas de que llegaba tarde a casa. No podía imaginar que se cerrarían todas las puertas, desaparecerían los encargos de la Administración, mis artículos dejarían de publicarse, mis edificios perderían todo interés. El mundo cambió desde el mismo momento en el que el Juez de Instrucción acordó la prisión preventiva por considerar que existía peligro de fuga.

Mes y medio después tuvimos el primer bis a bis en aquella sórdida habitación sin ventanas, sin cuadros, con una cama de matrimonio y una mesita de noche. Allí esperé hasta que llegaste acompañada de un funcionario, traías la cara blanca. Cuando nos quedamos solos, en medio de un espeso silencio empecé a tocarte con ansiedad, intenté torpemente abrazarte, sin darme cuenta de que tú estabas horrorizada. Perdóname. Permaneciste inmóvil, inerte, sin quererte apenas desvestir. Cuando te fuiste, me sentí como si te hubiese agredido, como si te hubiera forzado.

En cada cambio de turno, los funcionarios entrantes hacen el recuento por las celdas. El primer recuento es a las siete y media de la mañana. Cuando se asoma el funcionario, tienes que ponerte en el centro de la celda, de pie, correctamente vestido. Así tres veces al día. El pasado jueves se oyeron gritos de los funcionarios, en una de las celdas un muchacho había conseguido atiborrarse de pastillas y yacía en el suelo. Lo sacaron en una camilla. Por la tarde, hubo cacheos y registro especial en todas las celdas.

Tengo derecho a cinco llamadas a la semana, de cinco minutos de duración, siempre a números previamente identificados. Yo no puedo recibir llamadas. Hablo normalmente con mi madre – que es más fuerte que todos nosotros-, contigo y a veces con el abogado. Puedes imaginarte lo importante que es cada llamada, repaso mentalmente hasta el agotamiento todas las palabras que me dices. Si te llamo y no estás, o te encuentras cansada y de mal humor, o tienes cosas que hacer y no puedes atenderme, esa noche la angustia no me deja dormir. Lo que me permite vivir son las palabras de Miguel y los besos de Luisito en el auricular. Papá, ¿hay muchos indios en Temuco o pocos? ¿Y por qué los indios no usan camisa, solo pantalón y las plumas de la cabeza?

Me encantaría poderte ver en este momento que lees la carta. ¿Te estás aburriendo? Recuerdo que el abogado que habías buscado, sin escatimar en precio, fue a visitarme a la prisión. Nos veíamos a través de los barrotes del locutorio, y hablábamos por una pequeña rejilla metálica, sentados frente a frente. Llevaba traje azul marino y sudaba abundantemente.

— Dígame usted que pasó.

— Se estaba ejecutando la obra de rehabilitación de una vieja nave industrial en la calle Manuel Siurot. Ese día, estábamos todos en la obra. Mi hermano vino corriendo y avisó de que dos albañiles se habían caído de un tejado. Llamamos a la ambulancia. Uno de ellos falleció antes de llegar al hospital, el otro, a la semana del accidente.

— ¿Cómo ocurrió?

— Al parecer, estaban montados sobre uralita, la uralita cedió y cayeron de una altura equivalente a una segunda planta.

— ¿Usted lo vio?

— No, no vi nada, estaba en la puerta de la nave mirando la fachada.

— ¿Qué relación tenía con la obra?

— Yo había redactado el proyecto básico y de ejecución para convertir la nave en oficinas y locales, y había firmado el estudio de seguridad y salud. Asumí la dirección facultativa de obras.

— ¿Iba por la obra?

— Sí claro, una vez por semana. Les dije ochenta veces que tenían que montar los andamios, que no trabajasen subidos al tejado.

— Eso tiene que decirlo en el Juzgado.

— No, no. El constructor es mi hermano, no quiero perjudicarlo.

— Está usted perdido. Tiene que intentar aclarar que la responsabilidad es del constructor y no suya.

— No voy a declarar contra mi hermano. De ninguna manera.

Al ponerse en pie para despedirse, golpeó ligeramente el cristal que nos separaba, y añadió: Me gustaría que pensara las consecuencias que tiene todo esto, tengo que decirle que su hermano sí ha declarado contra usted. Le contesté que no por eso dejaba de ser mi hermano.

Me hubiera gustado que vinieras el día del juicio. Me condujeron a la Audiencia Provincial esposado, montado en un furgón policial. Dos policías me cogían del brazo. Al llegar al vestíbulo de la sala de vistas, me encontré con mi hermano Manuel, que estaba sentado esperando. Lo miré, se acercó y me abrazó, me besó en la frente. La policía nos separó. Tengo grabado en la memoria su declaración. Aparentaba estar muy sereno.

— ¿Cuál fue su intervención en la obra?

— Me limité a seguir las órdenes de la dirección facultativa. Todas sus indicaciones se cumplieron.

— ¿Ordenó usted a los dos albañiles que se montaran en el tejado?

— No, no. Yo cumplí todas las indicaciones del libro de órdenes de la obra. No estaba encargado de la seguridad.

— ¿El arquitecto había revisado el estado en el que se encontraba el tejado?

— Creo que no.

En ese momento, el fiscal manifestó que no era necesario formular más preguntas y el juez tomó nota. Cuando el Ministerio Fiscal y mi abogado terminaron sus informes, el Magistrado preguntó si tenía algo más que añadir. Me puse de pie, dije que sentía mucho la muerte de los dos albañiles, pero que no había tenido ninguna intención de causarles daño, no fue culpa mía. Diez días después, un oficial del Juzgado vino al locutorio a notificar la Sentencia. Me condenaron a dos años y ocho meses de prisión, y tres años de inhabilitación especial para el ejercicio de mi profesión.

Este lunes se ha producido un altercado. A uno de los presos, un muchacho muy joven de Torreblanca, le han pillado una tableta de hachis. Al verse sorprendido, ha dado un empujón al funcionario y se ha tirado al suelo dando gritos. Acudieron con gran revuelo seis funcionarios y se lo llevaron esposado, arrastrando, a la celda de aislamiento. Todos nos quedamos en silencio.

Me gustaría que contaras a los niños que Temuco es una ciudad pionera del sur de Chile, situada entre el volcán nevado de Villarrica y el rio Cautín, con grandes lagos y jardines con la flor del copihue. En ella viven los mapuches, indios araucanos que fueron grandes guerreros en la antigüedad y que ahora son amigos de su padre. Llevan camisa y chaleco de lana, no van con plumas. Cuéntales que estuve en Valparaiso rodeado de pelícanos, en el castillo de Valdivia con los cañones de la guerra de la independencia, en Puerto Mont, y en la isla de Chiloé, donde compré lapislázuli.

¿Sigues leyendo? Espero que no hayas tirado la carta a la basura. Te agradezco que me ingresaras dinero, tenía la tarjeta del peculio sin fondos y quería comprar libretas y acuarelas en el economato, por si me dan ganas de pintar, llevo muchos días sin dibujar. Dicen que en la cárcel hay mercadeo, y que con dinero se puede comprar de todo. No lo sé, nunca me han gustado los paraísos artificiales, aunque ahora necesito pastillas para poder dormir.

Al de Algámitas le han denegado la aplicación del artículo 196 del Reglamento. Había pedido la libertad condicional por tener un cáncer de próstata. Cuando volvió del locutorio con la resolución del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria, se echó en la cama y rompió a llorar como un niño.

No quiero discutir, pero me pareció injusto que en un primer momento dijeras que siempre podía contar con tu apoyo, que te parecía bien que no incriminase a mi hermano, y sin embargo después, cuando ya había sido condenado, me insultaras diciendo que era un egoísta, que no había tenido escrúpulos para amargar la vida de nuestros niños. Fue un golpe muy duro cuando me enteré por mi madre de lo que le había pasado a mi hermano. No te he contado que pocos días antes había venido a visitarme. Nos vimos a través de un cristal, me pidió perdón y me dijo que me quería. Decía que no podía pensar en otra cosa, que la vida había dejado de tener sentido. ¡Cómo iba a imaginar que estaba hablando en serio! Los dos lloramos a través del cristal. Ahora que mi hermano se ha ido, me queda como patrimonio personal el no haberle traicionado. Seguro que cuando nuestros hijos sean mayores lo entenderán. Era mi hermano. No sabes lo difícil que es superar su muerte alejado de toda mi familia, rodeado de extraños que no lo conocieron, aguantando en soledad en este lugar que no permite el descanso, sin poder consolar a mi madre, sin tan siquiera haber podido asistir al funeral, destrozado. Desde luego, si con la desgracia se aprende, me voy a convertir en toda una eminencia.

A medida que voy cumpliendo condena me encuentro un poco más sereno, más acostumbrado a la rutina de estos muchachos llenos de tatuajes que no saben reprimir los ataques violentos de ira. Son personas que en la mayoría de los casos no tuvieron ninguna oportunidad. Algunos tienen gravemente alteradas sus capacidades intelectivas y volitivas. En las horas del comedor, venía observando a un hombre de Córdoba que se sentaba en un rincón y escribía afanosamente. Me enteré de que había sido condenado por abusar de menores en un polideportivo. Es un hombre medio calvo, sus ojos pequeños, sus cejas pobladas y sus dientes separados le dan un aspecto repulsivo. Me atreví a preguntarle si le gustaba escribir. Contestó tartamudeando. Me enseñó su libreta muy orgulloso, con una sonrisa de bobo. Me di cuenta, horrorizado, que se limitaba a copiar con letra muy infantil párrafos literales del evangelio, y repetía sin cesar, como si fuese un ejercicio de caligrafía, su nombre y sus apellidos.

La semana pasada me cambiaron de destino. Ahora estoy de jardinero, como ayudante de un nigeriano al que todos llaman Finidi, no sé cuál será su verdadero nombre. Es un hombre muy religioso, reza cinco veces al día postrado en el suelo. Conmigo es extremadamente atento, siempre carga los sacos más pesados. Poda con enorme maestría los rosales y las zarzas. Su único miedo es que sustituyan su condena por una orden de expulsión. En los descansos, le comento que voy a diseñarle una casa para construirla en Nigeria, en la sabana de acacias del Sahel. Él dice que prefiere Madrid, le encantan los centros comerciales, sobre todo la sección de electrodomésticos. Por la tarde, me dedico a encuadernar los libros desvencijados de la biblioteca de la prisión. Me sigue dando miedo del momento de la ducha colectiva, en los vestuarios la vigilancia es menor y se originan muchas peleas. Además, al quitarme las gafas apenas veo. Hace un mes, uno de los internos me puso una zancadilla y caí al suelo, me quitó mis gafas y las tiró al váter. Sin poder levantarme conseguí, desnudo, gatear hasta el váter y tanteando en las aguas fecales, encontré las gafas. Todos se rieron escandalosamente viéndome tan humillado. A veces, el ser humano consigue ser absolutamente despreciable. No me atreví a llamar a ningún funcionario.

Este edificio fue construido con el único propósito de albergar a más de novecientos presos y que ninguno pudiera escaparse. Nadie se preocupó de que fuera un espacio habitable, como si no resultara suficiente con estar privado de libertad. Te parecerá una tontería, pero deberían poner los barrotes de las ventanas en sentido horizontal, cumplirían la misma función de seguridad y no impedirían las vistas. No comprendo como un edificio que está en medio del campo no tiene ningún ventanal al horizonte de olivos. Estoy convencido que en un edificio más agradable se disminuiría el nivel de tensión y de conflictos. El mobiliario es tan vulgar y despersonalizado que muy pocos internos son cuidadosos en su uso. No sé, quizá no te importe nada como nos encontramos los reclusos de este centro.

He meditado mucho lo que escribo a continuación, he corregido, he tachado muchas veces el mismo párrafo, no es nada fácil para mí. Sabía que Antonio te estaba ayudando a superar estos difíciles momentos. Te acompañaba al parque con los niños, y algunos domingos salía con vosotros a comer. Al principio me hablabas de él con naturalidad, era tu amigo, tu compañero de trabajo, nada malo había en ello, no había motivo para pensar mal, no debía ser tan mezquino. Poco a poco empecé a notar que las referencias a él eran continuas, que estabas fascinada. Incluso cuando llamaba por teléfono había veces que me quedaba sorprendido de que estuviera en nuestra casa, aunque fingía no darme cuenta. Te puedes imaginar lo que es sentirte celoso cuando estás encerrado en una prisión. Te puedes imaginar mi inquietud, mi angustia, apenas llevaba once meses en la cárcel. Me contaron que habíais asistido juntos a la boda de tu prima María, y me extrañó que no me contases ese detalle. Cuando te preguntaba, sólo decías que eran fantasías mías, que no me atormentase.

Ya no tienes necesidad de engañarme ni de fingir, te pido por favor que hables claro. Estoy desesperado. Si tú quieres, podemos divorciarnos de mutuo acuerdo. No me voy a oponer, tal vez sea lo más sensato. Me parece bien que te quedes con la guarda y custodia de los niños, y con el uso de la casa. Me gustaría poder ver a los niños con libertad, casi todas las tardes, y que pasen conmigo los fines de semana alternos y la mitad de las vacaciones. Te pido que me los dejes el fin de semana completo que salga en libertad. Ahora mismo no puedo pasarte ninguna pensión, pero no me negarás que mi madre te está ayudando económicamente. Perdóname las barbaridades que te dije la última vez que hablamos, tú tampoco elegiste las mejores palabras. En el fondo, nunca esperaba esta tremenda desilusión, confiaba en ti sin reservas.

Desgraciadamente, la memoria no puede borrarse selectivamente y será difícil librarme de los acontecimientos tan dolorosos vividos este horrible año, pero si tú quieres, estoy dispuesto a intentar olvidar, a no pensar, a ignorar lo pasado, a tragarme el orgullo – espero que no me consideres débil y cobarde-, sin reproches, sin preguntas, sin condiciones. Me decías que no estabas enamorada de él, que fue sólo una tontería. ¿Tú quieres también intentarlo? Dime si quieres que sigamos juntos. Piénsalo y respóndeme cuanto antes, sea cual sea tu decisión.

Como te decía al principio, me quedan nueve días para salir de permiso, mi primer fin de semana. Me dice la trabajadora social que después vendrán más y que con un poco de suerte dentro de tres meses tendré el tercer grado y podré venir al centro penitenciario sólo para dormir. Me ilusiona poder ir al mercado y preparar la comida que me gusta, dormir sin horarios y olvidarme de la sirena que me despierta diariamente, poder correr sin que nadie me vigile, poder elegir en las tiendas y librerías que forman parte de mi vida, poder recibir sin restricciones las llamadas de los amigos, volver a dibujar en mi mesa, con mis libros, y sobre todo, poder tirarme en el suelo con los niños. En la vida todas las cosas son importantes, incluso añoro los atascos que nos encontramos en la carretera de Huelva cuando el domingo por la noche volvemos de la playa, con los niños dormidos en la parte de atrás. Tengo delante la foto de Londres del viaje de Fin de curso, estamos los dos tan jóvenes, tan sonrientes, tan ingenuos cogidos de la mano, tú con aquella boina gris y el corazón en calma… Aunque ahora no lo quieras reconocer, juntos hemos pasado momentos estupendos, y si tú quieres, pueden ser muchos más.

Gertru, dile a los niños que en Temuco esta tarde hace un tiempo maravilloso. Dile que su padre ha trabajado muy duro todos estos meses, enfrentándose a muchas dificultades. Sin embargo, hoy está de un humor excelente porque va a comprar el billete para pasar un fin de semana en Sevilla. Ya tiene preparada la maleta.

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