Estampas sevillanas: Lugares comunes
Siempre he huido de los lugares comunes. El otro día encontré un dibujo que circulaba como octavilla en mis tiempos de estudiante. En él, un viejo lobo de colmillos mellados se encorvaba sobre un pupitre y hacía uso de sus gafas de abuelito, sosteniendo una pluma con su temblorosa pata, para escribir con amargura: “el Lobo es un Hombre para el Lobo”. Imagino que debía sufrir un feroz desengaño por haber conocido la perfidia de sus semejantes y no se le ocurrió compararlo con nada peor. Yo sólo recuerdo el regocijo que nos causaba la frase. Aquella caricatura simbolizaba la apoteosis de la carencia de explicaciones, del apresuramiento en encontrar la moraleja antes de haber iniciado siquiera el cuento.
Odiábamos esa manera de hacer literatura porque se interrumpía la narración cada tantas líneas para elaborar sentencias contundentes. Mi modesto parecer era que había opiniones demasiado categóricas, y que vivíamos rodeados de frases lapidarias que nos hacían víctimas de una contundencia verbal que desarraigaba al lenguaje de su verdadero carácter aproximativo, de sujeción provisional a las cosas.
Por eso me complacía en especial que el dibujo retratara un lobo taciturno, poco amigo de las francachelas, aunque me siento más optimista que él y quiero defender el buen nombre de mis hermanos (como los llamó San Francisco) y me atrevo a declarar que, gracias a Dios, el lobo sólo es el lobo, a día de hoy.
Cuando hice la primera comunión, leía en todas las estampitas que los niños repartían: “Recuerdo del día más feliz de mi vida”. Yo me sentía culpablemente normal así que le pregunté a un tío mío por qué había de ser tan feliz: ¿Porque hacía sol? ¿Por los regalos?. El lo pensó un rato y luego respondió: “Porque estás más cerca de Dios”.
La noticia me alarmó ¿Significaba eso que iba a venir Dios a casa? Me imaginé que se abriría el cielo ante mis ojos y que en plena calle surgiría una escalera radiante y un coro de serafines anunciaría el descenso de la Divinidad en persona. Con temor, vigilé por las ventanas y me moví por las sombras de la calle, temiendo que Dios me viera y viniera a visitarme. No estaba preparado para tal ceremonia ni trascendencia. Seguro que el Todopoderoso me eliminaría como un rayo fulminante cuando me equivocara en algo.
En el catecismo que me habían enseñado, Dios adolecía de un afán legislador poco común, pues siempre que se había manifestado, en lugar de darnos idea de sus portentos o nuestros destinos, se limitaba a imponernos normas, como si no supiera de más de lo que estamos hechos, si bien era de agradecer su multi-lingüismo, pues siempre amoldaba sus expresiones a la autoridad civil a la que beneficiaba, lo que significaba un alto grado de comprensión cultural.
Al fin llegó la noche sin novedad y me acosté dando gracias a Dios por no causarme molestias. Pero no me parecía bonito agradecer algo así, y busqué algo bueno que decirle al Señor: “Gracias por los sábados”, dije entonces.