Don Francisco de Pelsmaeker
A muchos de los lectores que hoy vean estas notas quizá no les suene más que de oídas el nombre de la persona a la que voy a referirme, pero sí que retumbará fuertemente en la memoria de los estudiantes de Derecho en Sevilla de entre los años treinta y sesenta. Su solo apellido a secas ya sugiere para esas promociones un tono de leyenda. Creo, por tanto, compartir con muchos de esos compañeros las impresiones que hoy quiero contar aquí.
Como alumno suyo que fui, me reafirmo en el título de maestro con el que comúnmente se le conocía en la grey jurídica –sobre todo, después de haber aprobado su asignatura- en una mezcla de sentimientos que van desde el reconocimiento de tal condición, en su sentido de haber sido un más que eficaz instructor de la ciencia que impartía, y de su exigente modo -terrible, casi- de llevarlo a cabo.
Para los que lo hubieran conocido personalmente convendrán en que era una figura impactante. Era una sombra que acechaba en las mentes de los bachilleres que en aquellos años pensábamos en estudiar Derecho. Los mayores nos decían: “Prepárate que allí te espera “Permake”. Sombra que se perfilaba y tomaba forma el primer día de clase. Ese día la masa de novatos le aguardaba, expectante, a su llegada al Aula I de la Facultad de Derecho en la planta baja de la antigua Fábrica de Tabacos, ignorando el sesgo de su porvenir inmediato. La espera se hacía fuera del aula. ¡Pobre del que fuera sorprendido dentro a su llegada! Cualquier cosa, en fin, podía ocurrir en ese día en que era frecuente por su parte un golpe de efecto que marcaba el curso (una expulsión hasta fin de curso por una minucia, una frase destemplada, etc.).
A las diez en punto de la mañana, presagiando ya el momento, empezaba a oírse un rumor: “Ahí viene, ahí viene”. Y en el marco de los grandes corredores que van desde el patio más cercano a la esquina Nordeste del edificio hasta la citada Aula, se recortaba una alta figura, de paso pausado, avanzando hacia la clase. Vestido siempre de modo impecable, invariablemente de traje de chaqueta cruzada, de color gris o príncipe de Gales, zapatos relucientes que en los días de lluvia cubría con chanclos de goma, para no perder el brillo, y de los que se descalzaba al llegar al seminario, marchaba bien erguido llevando en su mano izquierda un ligero portafolio que apoyaba sobre el pecho, mientras colocaba la mano derecha doblada a su espalda. Cabeza de pelo cano escaso, espesas cejas y mirada petrífica como la de la Gorgona.
En efecto, tenía sobre sí una fama, sobradamente ganada a pulso, de catedrático “hueso”. Pero hay que poner tal calificativo (D.R.A.E.: fig. Profesor que suspende mucho) en su justo valor. Él era –siempre lo creí- un catedrático no propiamente “hueso”, sino simplemente justo: por un lado, siempre tremendamente riguroso; por otro lado, nunca arbitrario. Lo que ocurre es que en aquellos años eran raros y puntuales en la universidad española los –como el suyo- altos niveles de exigencia en el conocimiento de las asignaturas. Por eso, cuando aparecía alguien con semejante modo de proceder, se creaba a su alrededor una aureola, cuajada de anécdotas, que lo configuraron como una personalidad entre mítica y legendaria.
No le conocí, ni en mi experiencia personal ni en la de mi entorno, ninguna injusticia en lo que se refiere a una exigencia de conocimiento de la disciplina. Con él aprobaba sencillamente quien se supiera al dedillo los 79 temas del “Programa para un Curso de Historia e Instituciones de Derecho Romano”. Cuestión bien distinta es que su muy peculiar carácter diera lugar a hechos puntuales que rozaran lo inoportuno en las formas o lo despótico, como alguna expulsión, casi siempre fundada en razones de disciplina o de compostura (¡ay de los sin corbata!). Eran situaciones comprensibles solamente en el momento histórico en que se dieron, dentro del marco de autoritarismo imperante. Hoy serían inimaginables.
El planteamiento didáctico del citado programa, digo, estaba hecho de tal manera que, al tiempo que introducía de lleno al alumno en el conocimiento total y global del derecho de Roma, lo hacía con tal extensión y profundidad de contenido y con tal proyección de dicha ciencia jurídico-histórica en los modernos ordenamientos, que bien puede decirse que en el primer curso de la carrera era posible conocer ya el completo esqueleto del Derecho civil que habría de estudiar el alumno en los cursos posteriores.
Su forma de ejercer el magisterio era peculiar porque combinaba el rigor y la claridad en la exposición de la materia con incisivas referencias a los errores de ciertos alumnos, sobre todo, de los repetidores, a los que desde el primer día confinaba en el ala izquierda del aula y sobre los que cada día sin falta descargaba alguna que otra pulla. Sobre ellos y también sobre los novatos, no se privaba de citar sus fallos, no con alusiones más o menos veladas o sobreentendidas, sino mencionando expresamente sus apellidos, adornadas con algún que otro sarcasmo sobre su ignorancia, lo que hacía reír al resto, que a su vez temía ser el próximo en ser citado y en recibir un alfilerazo por cualquier otra causa. Estas bromas, hechas quizá para relajar, iban desde la referencia irónica a cualquier error, más o menos garrafal, en la prueba de un examen parcial, a frases punzantes dirigidas a las entonces escasas alumnas solo por el hecho de ser mujeres, (-citaba con frecuencia las limitaciones de derechos de la mujer en Roma “propter imbecillitatem sexus”-) o a mordacidades en referencia a alumnos hijos de catedráticos, por el solo hecho de serlo, o también a la singularidad o rareza de los apellidos de los educandos. A mí, personalmente, por mi apellido, Gayo, de resonancia claramente romana, ante una vacilación mía en la exposición de un tema, me dijo una vez que tuviera cuidado de no caer con mi homónimo en el “Tribunal de los muertos” (es decir, el limitado número de juristas cuyo testimonio podía invocarse en juicio -Tribunal de los muertos-: Gayo, Papiniano, Ulpiano, Paulo y Modestino, según la Ley de Citas de Teodosio II).
Los exámenes orales en su seminario, anunciados en una breve cuartilla, fijada en la puerta del mismo con la relación de los citados a los mismos, eran una prueba difícil de olvidar. Él nunca salía a llamar al examinando, sino el Profesor Auxiliar o el anterior alumno saliente del trance. Al abrir la puerta, la primera impresión era el fuerte aroma de limón del ambientador, mezclado con el de la cera de los muebles y el de papel viejo de los volúmenes allí guardados. La primera estancia del seminario era una sala con una mesa grande con sillas, donde en las jornadas normales se hacían las temerosas visitas para consulta del Digesto y de otros libros. En la segunda estancia, entrando a la izquierda, estaba el despacho, propiamente dicho, donde esperaba el maestro sentado a una mesa camilla con una lámpara baja como única luz de la habitación. El contacto personal, -una vez que, desde dentro, una voz de trueno decía: “Pase”-, era ya una descarga de adrenalina pura. Después de hacer algún que otro comentario al alumno, a quien fulminaba con sus penetrantes ojos grises, velados por el reflejo en sus gafas de la lámpara que impedía verlos directamente, comenzaba el examen que terminaba en cada caso sabe Dios cómo…
Sobre él se contaron mil y una historias, la mayor parte de ellas falsas, inventadas, imaginadas o, por el contrario, reales pero magnificadas, que eran en todo caso reveladoras de un modo de entender la relación con el alumno, hoy día impensable, pero, como se ha dicho, sí entonces posible por el momento en que se produjo, y que contribuyó a la creación de la citada aureola mítica o legendaria.
Lo cierto es que por encima de tales historias queda (nos queda a todos los que fuimos sus alumnos) el recuerdo de alguien que nos introdujo –la letra con sangre entra, se decía- en nuestras jóvenes molleras una muy dura disciplina de mucho más valor, contenido y alcance que lo que su simple título de Derecho Romano pudiera inspirar, y que lo supo hacer con el estilo antiguo de quien sabe ganarse el título de maestro.