Obituario 184
Tras despedirse se nos fue don Juan Camuñez, siempre Compañero del alma
La Contraportada del anterior número de La Toga presagiaba algo fatal, aunque entonces Juan Camuñez no padecía ninguna enfermedad. Era extraño que, tras más de quince años publicando sus artículos en La Toga, sin avisar nos sorprendiese con un Adiós al final del que estaba llamado a ser su última colaboración en esta revista:
ADIÓS.- Quede constancia de mi profundo reconocimiento a los amigos y compañeros que, generosamente, han mantenido su fidelidad a esta página durante tan largo tiempo. A todos, muchas gracias.
Me encontré con esa despedida y comprendí que algo le sucedía al bueno de don Juan Camuñez, todo un señor en la abogacía, siempre un entrañable compañero y un escritor excepcional. Puedo asegurarles que el éxito de sus artículos no se limitaba al ámbito territorial de Sevilla. Compañeros de muchos puntos de España me han comentado, en muy diversas ocasiones, que eran fieles seguidores de la Contraportada de La Toga. Cuantas veces se lo dije a Juan observé en él un punto de profunda satisfacción y legítimo orgullo. «Está claro que no sólo nos encanta como escribes a aquellos que te queremos, Juan». Y él me sonreía, modestamente halagado.
Don Juan era todo un señor en la más amplia extensión de ese concepto. Por eso se ganó el respeto, consideración y cariño de cuantos hemos tenido la suerte de conocerle. Por eso era tan querido entre nosotros, sus compañeros, y también entre aquellos magistrados y otros juristas que le han conocido. Como decano del Colegio he decidido que el lugar de Juan en este número de La Toga lo ocupe un magistrado de bien, que también quiere rendir homenaje al buen Abogado que se nos ha ido. La Contraportada de esta publicación concluía en el anterior número con la despedida antes transcrita. Todo un señor, como lo era don Juan, no podía morirse sin antes haberse despedido de sus compañeros, lectores y amigos. Lo hizo en ese enigmático Adiós que dejó publicado y que muchos intuimos que era su Adiós definitivo y no sólo el final de su memorable serie de artículos en esta Revista. Los auténticos señores no se mueren sin despedirse, pues saben que la cortesía es obligada también en ese postrero trance. Este número es el primero en el que ese espacio queda huérfano de quien le ha dado vida durante tantos años. Sé que Juan, desde esa dimensión de la Vida definitiva en la que él creía profundamente, se sentirá hoy honrado con que su lugar en La Toga lo ocupe ese entrañable y buen magistrado que es don Antonio Moreno Andrade.
Las circunstancias han querido que don Juan Camuñez haya fallecido en la más absoluta soledad familiar, dada la enfermedad que padece su esposa que ni tan siquiera pudo acudir al velatorio. No habían tenido hijos y tampoco le quedaban otros familiares. Allí estuvimos un grupo de amigos suyos, abogados todos, ocupándonos de velar su cuerpo ya inerte. Fuimos sus compañeros quienes le acompañamos para darle cristiana sepultura: Francisco, Diego, Ana María, Antonio y tantos otros. Era un gran compañero y fuimos sus iguales quienes tuvimos el honor de ocuparnos de su final entre nosotros. Fue emocionante ese gesto de respetuoso y auténtico compañerismo: sólo nosotros, los suyos, acompañándole al final. Quienes seguíamos su féretro por el cementerio de San Fernando nos sabíamos protagonistas de un brillante artículo que, a buen seguro, él estaba ya modelando desde la eternidad para enaltecer, con su primorosa literatura, ese valor fundamental de convivencia que muchos conocemos como compañerismo.
Les desvelaré que, en ese difícil trance, don Juan Camuñez quiso además protagonizar una de esas anécdotas que él tan magistralmente relataba en sus escritos. Por la carencia de familiares que antes he referido, los compañeros que nos ocupamos de su sepelio decidieron que fuese yo, como decano, quien firmase la pertinente documentación para que se tramitase el expediente de defunción y sus restos mortales recibiesen sepultura. Cuando, días después, recibí del Registro Civil la correspondiente certificación literal, observé que lógicamente él figuraba como difunto y yo como declarante del óbito. Pero, por evidente y curioso error, en esa certificación se hacía constar al propio Juan Camuñez Ruiz como Doctor en Medicina que había constatado la defunción. El bueno de Juan adveraba su propia defunción, según la documentación del Registro Civil. Qué magnífico artículo hubiese escrito con esa postrera y fúnebre anécdota por el mismo protagonizada. Quien mejor que el finado puede acreditar la certeza de su óbito, hubiese argumentado Juan con mejor literatura que la mía y con ese finísimo sentido del humor que le caracterizaba. Pero ese es el artículo que nunca nadie ya podrá escribir como lo hubiese hecho el maestro Camuñez.
Que Dios guarde eternamente a un hombre de bien, que fue siempre todo un señor y un verdadero Abogado en cuerpo y alma. A su cuerpo le hemos dado cristiana sepultura justamente sus compañeros. Su alma queda por siempre entre nosotros, dictándonos su permanente lección de señorío y amor a la abogacía.
Que Dios te guarde eternamente, Juan. Compañero del alma, siempre compañero.
José Joaquín Gallardo Rodríguez, Decano Colegio Abogados de Sevilla.
Juan Camuñez
Juan: Hoy te has ido para el mundo, que no para nosotros. Para los que tuvimos la inmensa suerte de conocerte y amarte, sigues y seguirás vivo. Hasta que desaparezcamos todos, tu figura parsimoniosa, acicalada, erguida y elegante, se nos aparecerá caminando por las mañanas hacia el Laredo; seguiremos oyéndote relatar con precioso verbo las historias de tus amigos de Osuna, todos personajes geniales. . Incluso podremos alargar tu vida en los que nos escuchen hablar de ti, de tus virtudes, de tu peculiar y atrayente forma de ser, de tu exquisita y equilibrada mesura en el decir; de tu inédito sentido del humor, que sabía poner un dedo en la llaga con una sonrisa, sin que los neófitos supiesen captar lo que había dentro. En tus libros sobre la Justicia, debajo del humor, latía siempre una dura crítica. Vivirás siempre que haya quien lea y relea tus libros, llenos de ternura trufada en un fácil pero cuidado lenguaje, recuperando a veces pretéritos y enjundiosos vocablos de nuestra lengua, de la que eras rendido amante. En las historias que contabas en tus deliciosos cuentos, latía siempre una moraleja, que ocultabas picarescamente. Bajo la vestidura de seda de tus palabras, conseguías que el lector mezclase una lágrima con una sonrisa. Yo, tú lo sabes, te rendía una admiración, envidiosa admiración,.
Por eso, Juan, no quiero en este modesto homenaje que te brindo, poner énfasis en tu faceta de abogado, que lo fuiste y muy bueno, como bueno hubieras sido en cualquiera otra profesión. Fuiste abogado-abogado, en el término concebido por Pedrol Rius. Y lo fuiste en todos los estrados, desde la Justicia Municipal hasta el Tribunal Supremo. Responsable, estudioso, amigo de tus clientes, defensor a ultranza de sus intereses, comedido y hasta pródigo en el cobrar tus honorarios. Durante muchos años, todos los miércoles, hubiese lluvia o viento, cogías el autobús y en tu pueblo pasaste consulta. Fuiste fiel a esa cita hasta que murió tu madre. Pero Osuna seguro que hoy llora tu pérdida.
Y de los toros, ¿Qué me dices, Juan? Allí, donde estés, debe haberlos para que tengas la gloria que te mereces. Tu vena pletórica de arte no podía estar ajena a nuestra fiesta. En el tendido siete de La Maestranza, en el que tenías tu abono, y al que asistías siempre, salvo imponderables, seguro que preguntarán por ti. Y también en El Puerto de Santa María, solaz de tus agostos, los duendes te buscarán
En la mañana del 18 de enero de 2012 te han acompañado un puñado de personas hasta el cementerio. Era un cortejo especial, porque en él todos éramos dolientes y todos nos dimos el pésame.
Un abrazo muy fuerte, Juan.
Enrique Álvarez Martín