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¿Vuelve Lombroso?

¿Vuelve Lombroso?

Los instruidos lectores de esta revista saben que Cesare Lombroso fue un eminente médico y criminólogo italiano que, en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX, defendió una arriesgada teoría sobre los criminales y la criminalidad. Fundamentaba sus investigaciones y estudios en criterios más o menos científicos y un tanto darwinianos, manteniendo que la naturaleza criminal del delincuente vendría determinada ya desde el seno materno, bastando analizar los rasgos físicos y algunas partes de la anatomía de cada sujeto, para concluir sobre su impepinable vocación criminal y su tendencia innata al delito. Y dentro de este mismo planteamiento, también habría que valorar el clima y temperatura, densidad de población, tipo de alimentación, etc., etc., del lugar de procedencia y origen de los individuos, circunstancias que servirían para aproximarnos a la mejor comprensión del porqué de sus crímenes. Todo esto que hoy nos suena tan políticamente incorrecto, fue objeto de cierto éxito y acogida entre los criminalistas de la época; acogida que ha perdurado en el tiempo y que apreciamos, siquiera indirecta y parcialmente, en no pocas opiniones de bastantes penalistas.

En España Lombroso fue contestado incluso desde ámbitos tan aparentemente extraños al mundo del derecho penal como los de la comedia teatral. Y prueba de ello es el delicioso y recomendable sainete del prolífico comediógrafo alicantino Carlos Arniches, titulado «La pareja científica», donde la teoría lombrosiana es sometida a extrema ridiculización por la vía sarcástica más demoledora; como comprobamos seguidamente con la explicación del guardia Mínguez a su colega Requena (los dos protagonistas del sainete) aclarándole en qué consiste la nueva ciencia (que califica como «la entropometía o una cosa así»):

«Coges a un endeviduo cualesquiera y náa más que le tientes la cabeza y le mires las narices, conoces si es criminal u no… Que tienes la bóveda frontal pa fuera, ladrón; que la tiés pa dentro, falsificador. Ojos hundidos, asesino; belfo colgante, instintos feroces. Pómulos salientes, creminalidaz innata».

Pues bien, recordando el tratamiento que en general nos ofrecieron casi todos los medios de comunicación sobre el desarrollo del juicio a José Bretón, no es arriesgado opinar que el espíritu de Lombroso volvió para darse un garbeo entre nosotros. Y así pudimos oír y leer opiniones de lo más evocadoramente lombrosianas sobre el acusado: sobre sus ojos de alimaña, su mirada gélida, su rostro de psicópata (que incluso ya se apreciaba desde meses antes de los hechos), sus inequívocos gestos de asesino frío y calculador (esto de «frío y calculador» adquiere ya dimensiones de topicazo inmisericorde), y hasta sobre el asombroso reducido número de sus parpadeos durante las sesiones. Citados a comparecer, por el juicio fueron pasando numerosas personas que nos detallaron circunstancias sustanciales tan determinantes con la «creminalidaz innata» de Bretón, que solo se echó en falta al cura que le bautizó (si es que finalmente se le pudo bautizar) relatando con qué habilidad giraba ya en la pila bautismal su cabecita, para eludir en su occipucio el contacto con las aguas de la Gracia; y cómo hubiera vencido a la mismísima niña del exorcista, de haber puesto a los dos a pelear en singular batalla rotatoria.

Y así, diariamente, tras cada sesión del juicio y conectases con la cadena que conectases, ya fuera en la tele o en la radio, siempre podías toparte con un grupo de eruditos «penalistas y criminólogos» de salón o de plató, dispuestos a examinar detalladamente la reacción del acusado ante cada compareciente, ilustrándonos sobre las claves para descifrar el críptico lenguaje criminal que se manifestaba tras cada mirada y cada gesto. Pese a los austeros tiempos de crisis y recortes, parecía que se hubiese constituido en los medios un nuevo observatorio: el «Observatorio José Bretón». Y llegamos a tal extremo que todo en él era ya criminal: si miraba, porque miraba; y si no miraba, porque no miraba; si besó a su madre, porque la besó; y si no besó a su padre, porque no lo besó. Criminal en cualquier caso… «Creminalidaz innata». Condenado sin necesidad de más pruebas desde el minuto uno de la primera sesión. Pero eso sí, para curarse en salud, todos los juiciosos comentaristas (y comentaristos) añadían esa socorrida coletilla final del «supuestamente», pretendiendo justificar con ella el respeto a la presunta inocencia constitucional.

Resulta ocioso señalar que muy poca simpatía podía suscitarnos alguien como José Bretón, acusado de la desaparición y asesinato de sus dos hijos pequeños. Y para colmo, atribuyéndole un método de ejecución tan repugnantemente sofisticado en su preparación, que no cabría esperarlo de un padre. Porque bien sabemos que si hay algo que nos provoca un rechazo natural, son aquellos delitos que tienen como víctimas a los seres más inocentes e indefensos, como sin duda son los críos pequeñines. Y si además éstos son los hijos del supuesto autor del delito…, entonces nos produce un doble rechazo. Aunque deteniéndonos un poco en esta reflexión, y para no faltar a la verdad, enseguida habría que añadir que esta repugnancia general admite una poderosa excepción respecto al desarrollo y tamaño de los hijos; ya que cuando se trata -por ejemplo- de la desaparición de hijos muy pequeños, el rechazo es diferente a cuando los hijos están más crecidos. Y es patente que no se produce la misma atención mediática, ni la misma repugnancia social ni el mismo castigo penal, cuando los hijos que se hacen desaparecer son hijos recién nacidos, por muy repugnante que nos resulte el método utilizado para ello: ya sea arrojándolos a una tubería de desagüe o abandonándolos a su suerte en algún contenedor. Y es aún más patente que menor reproche y repugnancia todavía, nos provoca cuando los hijos que se hacen desaparecer son extremadamente pequeños… Respecto a estos últimos, y tanto por el enorme número de casos como por la normalidad social con que se acepta, lo de hacerlos desaparecer parece haberse convertido ya entre nosotros en una práctica muy común. Pero no conviene que confundamos unos supuestos y otros, porque bien sabemos -por opiniones tan autorizadas como la de la exministra Bibiana Aído- que estos hijos muy pequeños que se hacen desaparecer (en España con una frecuencia de unos trescientos cada día) quizás los podríamos considerar como seres vivos, pero sin obtener la condición de humanos. Porque seres humanos, lo que se dice humanos, solo llegan a serlo cuando traspasan el umbral del parto, que es como un umbral milagroso o mágico que los transforma sustancialmente de naturaleza, pasando de simples seres vivos ¡ale hop! a seres humanos. Y hasta hay quienes a estos hijos que no se consideran humanos antes de nacer, en reconocido mérito a la autora de tan científica opinión, los considera más que simples seres vivos, seres «bibianos».

Pero al margen de la anterior disquisición, que carece de implicaciones éticas porque recae sobre un asunto tan minúsculo que apenas preocupa ya a casi nadie, retornando al caso José Bretón habría que concluir que el seguimiento del juicio que nos brindaron televisiones, radios y periódicos, constituyó un lamentable espectáculo que llegó a rozar el poste del atentado contra principios esenciales del Estado de Derecho. Y lo peor es que, atendiendo a la innegable función pedagógica que, quiérase o no, contiene el tratamiento informativo de este tipo de sucesos, es de temer que se consiguiese extender entre la opinión pública una idea tan perjudicialmente equívoca como sería la de asimilar que para la valoración de la inocencia o culpabilidad, son circunstancias fundamentales la interpretación de los gestos, miradas y parpadeos de los acusados durante el juicio; así como también los sentimientos, lágrimas, emociones, pareceres y opiniones sobre aquéllos, de todo los que comparezcan por la sala.

Menos mal que el derecho penal, pese al aparente interés de algunos por transformarlo en otra cosa, es felizmente mucho más que una serie de procedimientos formales para alimentar gradualmente el morbo de nuestros medios de comunicación, que rellenan baratamente sus horas de programación mediante el sencillo método de colocar a alguien con una alcachofa informativa en ristre a las puertas de un Juzgado, y sentando en un plató a unos cuantos enteradillos que van soltando todo lo que se les ocurra, preferentemente de tono sentimentaloide para conectar con el gran público.

Claro que también pudiera ser que todo se debiera a un esforzado empeño por alcanzar una «interpretación evolutiva» del precepto constitucional ese que dice que «La justicia emana del pueblo…», pretendiendo enfatizar el significado de la emanación en el concepto de justicia, no tanto en la sustancia de la que deriva, sino en el cauce por el que lo hace. Y en este sentido, se trataría de acercarse a una justicia sumamente mediática y que fluya a través de los cauces más generalizados para ello, de modo que lo verdaderamente importante sería que todos pudiesen emitir su veredicto sobre la inocencia o culpabilidad de cada cual. Pero si este fuera el caso, no nos andemos por las ramas y optemos abiertamente por una nueva legislación que facilite la emanación de nuestra opinión justiciera a través -por ejemplo- de los mensajes telefónicos. De este modo tan expeditivo, hasta podríamos ver gratificada nuestra contribución a la justicia, mediante  la muy emotiva posibilidad de ser premiados con una invitación a un programa televisivo donde la justicia nos sea oficiada -en vivo y en directo- por un presentador de esos muy modernitos, que en un gran espectáculo final y con muchas alharacas, luces y colores, confirme lo que ya se nos habría ido adelantado tras cada sesión del juicio, en las correspondientes tertulias semanales, sobre la innegable culpabilidad  de quien haya resultado objeto de nuestra fundamentadísima opinión. (Aunque también cabría determinar su inocencia, en el caso de que el-la acusado-a fuera guapete-a, de mirada lánguida y multiparpadeante).

Como hay quien dice (yo no lo creo) que existe gente retorcidilla y dispuesta siempre a pensar mal, vaya por delante (aunque lo coloque al final) que no me une ningún interés directo ni indirecto, legítimo o espurio, con José Bretón o con alguien o algo relacionado con él, o con nuestro colega que asumió el papelón de su defensa profesional. Es más: reconozco que las sospechas, indicios racionales, incoherencias y contradicciones que apuntaban a su posible autoría sobre los tremendos hechos de que se le acusaba, no eran precisamente frivolidades circunstanciales. Pero el desarrollo mediático de este juicio ha sido peligrosamente tóxico, tanto respecto a la generalizada condena cuasi preliminar del acusado, como respecto al efecto negativo que unos tratamiento informativos tan burdos generan en la conciencia ciudadana, sobre la aplicación de la justicia y el significado de la inocencia y la culpabilidad penal.

Si al final José Bretón resultase condenado será porque se ha considerado que en el acto del juicio quedaron probados los hechos criminales de que venía siendo acusado, según unos razonamientos lógicos y concluyentes que acrediten su indudable participación; pero no por los pareceres y sentimientos de quienes comentaron en los programas de la radio y de la tele, sobre el cómo miraba o dejaba de mirar el «ojiplático» acusado en cada sesión.

P.D.: Todo lo anterior fue escrito antes de que finalizase el juicio de José Bretón, y muchísimo antes de que se conociese (si es que ya se conoce) su resultado final.

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