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Una medida de seguridad

Cuando se ha ejercido la profesión de abogado durante tan largo tiempo como a mí me ha concedido el Cielo, han abundado las ocasiones de conocer a semejantes de la más variopinta condición que, en el trance de tener que comparecer ante un juez o Tribunal, dejaron la impronta de su personalidad. Muchos de ellos se quedaron refugiados en los sótanos de mi memoria, y, de cuando en vez, les sacudo el polvo del olvido y los rescato para alimento de mi nostalgia, esa fina lluvia de rosas sobre la sangre.

Hoy, sin que haya razón que lo explique, se me ha puesto delante la figura difusa de un personaje del que, aunque apenas lo traté, guardo el recuerdo de un ser entrañable. Era cliente del que fue mi maestro, don Juan Cotta, cuya memoria venero. Llevaba yo poco tiempo en el despacho, aprendiendo a distinguir un auto de una providencia, cuando conocí a aquel hombre, que por entonces visitaba con frecuencia a don Juan, que le estaba llevando un pleito. No recuerdo cuál fuera la materia del litigio, pero tampoco importa.

Era un tipo muy entrado en años, medianete de estatura, de pelo escaso y blanco como los ampos, ojos chicos y enrojecidos, discretamente desdentado, y braco si de nariz hablamos. Añádase que también era analfabeto integral. Una tarde en que estuvo un rato charlando conmigo, mientras el maestro atendía otra visita, me contó algo de su sacrificada vida.

Nunca tuvo una ocupación que no fuera la del campo. Ya de muy niño hubo de acostumbrarse a las duras faenas de la siembra y de la recolección en tierras ajenas. Así, bajo soles inclementes, discurrió su juventud. Su laboriosidad y su tesón le permitieron, con el correr del tiempo, adquirir su propia finquita, a cuya labranza se aplicó sin desmayo ya por siempre. Esta dedicación plena al trabajo le impidió cultivar su espíritu, y ya en la vejez tenía la misma cultura que el día que nació. Tampoco sus padres se preocuparon de que aprendiera a poner negro sobre blanco. Su trato con gente más refinada que él le llevó, al menos, a aprender las elementales reglas de comportamiento; de ahí que la relacionarse con los demás no resultara zafio, ni mucho menos.

Pues bien, vamos a lo que me proponía relatar. En el procedimiento judicial en el que a la sazón se hallaba comprometido, fue citado para prestar confesión. Como la diligencia no requería otra intervención del letrado que la meramente pasiva y silente, no era arriesgado encomendarla a un jurista bisoño e inexperto como por entonces era yo. Fue así, pues, que mi maestro me encargó que acompañara a aquel cliente y lo asistiera con mi estática presencia en aquel acto procesal. Debo aclarar que como ya para aquel entonces había llegado a mí la especia de que había letrados tan faltos de escrúpulos que asesoraban a sus clientes, en el trance de prestar declaración, mediante el silencioso lenguaje de gestos y jeribeques, indicándoles mediante estos subterfugios si debían responder afirmativa o negativamente a las posiciones, me propuse mantener una actitud hierática durante la práctica de la prueba, sin un parpadeo y sin mover un músculo de la cara, a fin de evitar toda posibilidad de que, por error, se me incluyera en el cupo de aquellos abogados que hacían tan burda trampa.

Pasamos al despacho del juez, donde había de celebrase la diligencia. Aunque la cercanía de su abogado, si bien éste fuera tan joven y tímido, le confería alguna confianza, lo cierto es que me pareció percibir un asomo de nerviosismo en mi provisional cliente, que se traducía en un ligero temblorcillo, al verse en presencia de aquel señor tan serio que tenía encomendada la alta misión de juzgar; para ser sincero, debo reconocer, desde la tranquilidad que hoy me presta la distancia en el tiempo, que yo participaba de idéntico desasosiego.

La prueba fue discurriendo por cauces normales. Aquel hombre, que era analfabeto pero no tonto, fue contestando a las distintas posiciones con seguridad. Una de ellas tenía por objeto reconocer o negar la autenticidad de una firma, presuntamente estampada por el confesante.

– Diga usted si la firma que figura aquí es suya – le dijo el juez, mostrándole un documento.

El vejete fijo su vista en el papel unos instantes y a seguidas preguntó:

– ¿Puedo coger este papel con mis manos?

El juez, aunque algo extrañado, accedió a la insólita petición.

Entonces el hombre tomó los autos a los que estaba unido el documento y los situó debajo de la mesa, donde estaba sentado frente al juez, manteniéndolos entre sus manos y sobres sus piernas y con la vista baja y fija sobre los mismo. Así permaneció un par de minutos, mientras los demás quedábamos expectantes, hasta que, alzando la cabeza, colocó los autos sobre la mesa.

– Sí, señor; esta firma es mía.

Terminada la diligencia, ya fuera del despacho del juez, y realmente intrigado, le pregunté que estuvo haciendo con aquel documento oculto a la vista de los demás antes de reconocer la autenticidad de la firma.

– Estuve midiéndola; lo hago siempre – fue su respuesta.

– ¿Midiendo la firma? – pregunté algo desconcertado.

– Sí, como yo no sé leer ni escribir, y mi firma es un garabato, antes de echarlo meto el papel debajo de mi dedo gordo y donde empieza mi dedo hago una señal y desde la señal empiezo a hacer el garabato. Por eso, para saber si la firma es mía o no, la tengo que medir con mi dedo gordo.

Efectivamente, el buen hombre era analfabeto, pero de tonto no tenía ninguno de sus escasos pelos.

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